Empresas de inserción: entre la dimensión empresarial y la dimensión social

Editorial

Empresas de inserción: entre la dimensión empresarial y la dimensión social

Ante a la insostenible situación por la que atraviesan miles de millones de personas en el mundo que muestran a las claras la inequidad en la distribución de la riqueza del modelo económico vigente, hemos de preguntarnos cuál tiene que ser la alternativa al mismo.

Frente a lo que hoy se promueve desde los medios de comunicación y desde las universidades como un modelo económico de éxito el cual promueve una producción y consumo desmedidos, y que no tiene en cuenta las consecuencias en el daño al medio ambiente, sólo motivado por el afán de la acumulación de riqueza a favor de propietarios y accionistas, consideramos que hemos de volver la mirada hacia otro modelo de gestión de la economía en la cual, resignifiquemos el sentido de lo que la economía tiene que ser en el marco de una sociedad que está formada por PERSONAS, y que ha de estar principalmente a su servicio.

Para nosotros, esa economía puede adoptar diversos nombres, aquí la llamamos ECONOMÍA SOCIAL y tiene instrumentos para llevar a cabo su proyecto, para gestionar una alternativa al modelo económico vigente: otra forma de hacer economía y creemos que SÍ ES POSIBLE HACERLO. De hecho, la economía social se basa en principios del cooperativismo y están incorporados en nuestra legislación

Concretamente podemos advertir que el enfoque de esta economía apunta a dar valor a otra dimensión de la gestión económica, una que la HUMANIZA, otorga valor a los recursos desde la perspectiva de su uso racional en función de la necesidad de las personas y no de la acumulación de capital y riqueza, y prioriza a aquellas que tienen dificultades en nuestra sociedad, como son las personas en situación o riesgo de exclusión.

No obstante, también creemos que desde la economía social hay que tender puentes con las empresas que día a día trabajan en la economía del modelo vigente, que en definitiva es la mayoritaria y donde se generan la mayor parte de las oportunidades. Hay que transformar esa economía, y debe adoptar un paradigma diferente, humanizarse y mirar hacia otros valores, recuperar una gestión económica donde la persona vuelva a ser el centro y el resto de recursos estar a su servicio, una economía, donde la ética tiene que tener su lugar.

Entre las entidades que forman parte de la familia de la economía social, destacamos a una que, al decir del presidente de CEPES, Juan Antonio Pedreño, es quien mejor y más fielmente representa en su esencia y en sus valores, lo que es la economía social, y esta es la EMPRESA DE INSERCIÓN. Jurídicamente puede ser una sociedad de capitales, que por el tipo de objeto social que persigue (la inserción laboral de personas en riesgo de exclusión) y estar promovida por una asociación o fundación que también persiga el mismo fin, puede ser calificada como tal. Pero lo que destaca en este tipo de empresa, es la sensibilidad y la solidaridad, al posibilitar a personas en una situación particularmente difícil a retomar el camino hacia la normalización de sus vidas de cara a la obtención de una oportunidad en su tránsito hacia el empleo ordinario, pero sin perder de vista el objetivo de que estas personas deben hacerlo con un compromiso personal aportando de sí, en un entorno real de empresa.

Hasta que se legisló este tipo de figura en el año 2007 hubo muchos antecedentes, pero desde entonces, la empresa de inserción ha resultado ser una herramienta de trabajo muy eficaz para colectivos desfavorecidos, posibilitando su reinserción laboral, contribuyendo en la solución de un problema social; y también favoreciendo como empresas sociales en brindar bienes y servicios.

Por otra parte, mirando al futuro, las empresas de inserción tienen todavía camino por recorrer, al contar con importantes desafíos, tal y como seguir mejorando la gestión del delicado equilibrio entre su dimensión y empresarial, es decir, competir en el mercado, pero sin olvidar que son empresas con una misión social; gestionar la tensión existente entre el tiempo que requieren las personas para la formación en competencias, con la duración máxima de sus contratos; o conseguir un mayor protagonismo de estas empresas sociales en la prestación de contratos que se llaman a licitación y tener mayores posibilidades de poder crear empleo social.

Las empresas de inserción miran con esperanza el futuro y ante estos desafíos no decae el ánimo, en estos últimos años se ha crecido y se espera seguir haciéndolo.

 

Número 17, 2024
Conversamos

Ciudades y espacios de vida

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Número 15, 2023
A fondo

Determinantes sociales de la salud y su impacto en la salud mental: De lo individual a lo colectivo

Alberto Martínez Serrano. Psicólogo. Centro de Acogida para Persona sin Hogar de Cáritas Interparroquial de Elche.

Paco Pardo García. Psicólogo. Programa Acogida y Acompañamiento de Cáritas Diocesana de Girona.

Ambos autores forman parte de Grupo Confederal de Salud Mental y Emocional de Cáritas.

Puedes encontrar a Paco Pardo en Twitter.

 

La edad, el sexo o las condiciones físicas y genéticas, no son los únicos factores que pueden condicionar o impactar en nuestra salud mental. Nuestros estilos de vida, el tipo de red social y comunitaria, las condiciones de vida y trabajo o las condiciones socioeconómicas, culturales y medioambientales de un país, pueden tener un papel muy relevante en el malestar psicológico de las personas, haciendo que en algunos casos se llegue a un trastorno mental y/o emocional, mostrando la fragilidad humana en estado puro.

 

Actualmente si alguien presenta algún tipo de manifestación psicopatológica, la sociedad ofrece, siguiendo los planteamientos ideológicos dominantes, una solución individual a un problema que resulta colectivo: enviamos al psicólogo o al psiquiatra a la persona, porque el problema lo tiene el individuo. Deformamos aquella afirmación de Ortega y Gasset de: Yo soy yo y mis circunstancias. Subrayamos el yo y nos olvidamos de las circunstancias. Sin embargo, bien podríamos aseverar que es en las circunstancias donde hallamos los determinantes sociales que están en el origen de la neurosis individual.

En el siguiente artículo pretendemos poner en valor la importancia del contexto que rodea a la persona como posible potenciador de problemáticas de salud mental y emocional. La carencia o ausencia de necesidades básicas para el ser humano, puede perfectamente derivar a toda una serie de dificultades psicológicas que condicionen el proyecto de vida de una persona o de una sociedad en general.

Javier Padilla y Marta Carmona en su libro MALESTAMOS, Cuando estar mal es un problema colectivo, nos avisan que:Estamos mal, porque mal y porque estamos, porque la existencia de unas condiciones estructurales, sociales y políticas deja una impronta sobre nuestras biografías que hace que esto no sea una cosa que me pasa aislada del contexto, sino que el contexto forma parte no solo de las causas sino del problema en sí mismo. [1]

A continuación, presentamos tres apartados que exploran el papel generador de malestar psicológico de los determinantes sociales de la salud, haciendo hincapié en la importancia de no individualizar el problema cuando este es colectivo y tiene solución colectiva.  

 

1. Origen de los determinantes sociales de la salud, marco teórico.

La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades. OMS (Organización Mundial de la Salud)[2].

En el año 1974, Marc Lalonde, ministro de Salud del Gobierno Canadiense, irrumpe con un nuevo paradigma que revolucionará la idea que se tenía del concepto de salud y que a día de hoy continúa vigente. Lalonde presentará en un informe que llevaba por título: A new perspective on the health of the canadians-a working document [3] ,que sería conocido como el Informe Lalonde, un modelo de salud pública explicativo de los determinantes sociales de la salud, en el cual, por primera vez, se reconoce que factores como el estilo de vida, el ambiente tanto individual como social en un sentido más amplio, junto a los factores biológicos y de organización social, determinan nuestro estado de salud o mejor dicho tienen un impacto en el origen de vulnerabilidades tanto físicas como psicológicas.

Se dice que la innovación tiene como característica principal hacer un bien a la humanidad, aportar un cambio significativo en la vida de las personas, ayudar a prosperar, probablemente Lalonde, en esa década de los 70 no se imaginaría el gran impacto que tendría esa visión global de la salud, y que, como vamos a comentar a continuación, tendría una evolución y un estudio constante de mejora.

El nuevo modelo obligaba a comprender la salud desde una mirada más global, en el que la ausencia de enfermedad ya no era únicamente lo importante para determinar si una persona presentaba un buen estado de salud, nuestro estilo de vida, el número de amistades y amigos que teníamos o el barrio en el que nuestro proyecto de vida se había desarrollado entre otros determinantes, empezaban a formar parte de eso que llamamos estado global de salud. No es baladí que esa nueva perspectiva sobre la salud tuviera un fuerte impacto en la sociedad, pero debieron pasar años como a continuación describiremos, en los que finalmente la OMS, adoptará esta nueva idea, esta nueva mirada de la salud.

Años antes que la OMS definiera los determinantes sociales de la salud (DSS) como las circunstancias en que las personas nacen, crecen, trabajan, viven y envejecen, incluido el conjunto más amplio de fuerzas y sistemas que influyen sobre las condiciones de la vida cotidiana, otros investigadores iniciaban sus estudios y aportaciones a esta nueva visión.

En los años 90, Dahlgren y Whitehead introducen su modelo que, a la luz del concepto de Lalonde, abre las puertas a entender cómo las inequidades en salud son el resultado de las interacciones entre distintos niveles de condiciones causales, el que corresponde al individuo y la comunidad donde vive, hasta el nivel de condiciones generales, socioeconómicas, culturales y medioambientales[4].

No sólo lo biológico o lo individual, la carencia de una red social y comunitaria, los estragos del desempleo precario, la falta de unos servicios de agua o sanitarios o el sistema político establecido y su organización, pueden y determinan la salud de sus ciudadanos. Este modelo ya nos muestra el camino hacia una lucha de derechos para la persona: el derecho a un trabajo digno, a unos servicios sanitarios adecuados, a una vivienda digna, a no estar sólo y verse arropado por el barrio, por la comunidad, el derecho a vivir con dignidad entre otras peticiones de derecho con una fuerte connotación colectiva y comunitaria.

A partir de 1998, se incorpora a estos estudios el modelo de Diderichsen, un modelo de estratificación social y producción de enfermedades. En este modelo, la manera como se organiza la sociedad crea un gradiente de estratificación social y asigna a las personas una posición social. Es esa posición social la que determinará las oportunidades de salud que tenga una persona a lo largo de su vida.

Siguiendo con los diferentes modelos que van surgiendo influenciados para el nuevo paradigma que en 1974 presenta el Informe Lalonde, se haya también el modelo de Brunner, Marmot y Wilkinson que da énfasis a las influencias a lo largo de la vida. Este modelo vincula la estructura social con la salud y la enfermedad a través de vías materiales, psicosociales y conductuales.

Pero llegamos al año 2005 en el que finalmente la Organización Mundial de la Salud, crea la comisión DSS (Determinantes Sociales de la Salud). Será concretamente en la 62ª Asamblea Mundial de la Salud del 16 de marzo de 2009, cuando se hace oficial la Comisión sobre Determinantes Sociales de la Salud. En el punto 2 del Informe de Secretaría[5] se puede leer el siguiente anunciado que marcará a partir de ese momento el trabajo de la comisión:

 

  1. 2. Por determinantes sociales de la salud se entienden los determinantes estructurales y las condiciones de vida que son causa de buena parte de las inequidades sanitarias entre los países y dentro de cada país. Se trata en particular de: la distribución del poder, los ingresos y los bienes y servicios; las circunstancias que rodean la vida de las personas, tales como su acceso a la atención sanitaria, la escolarización y la educación; sus condiciones de trabajo y ocio; y el estado de su vivienda y entorno físico. La expresión “determinantes sociales” resume pues el conjunto de factores sociales, políticos, económicos, ambientales y culturales que ejercen gran influencia en el estado de salud.

A partir de 2009 la OMS proyecta un marco conceptual de los Determinantes Sociales de la Salud[6]:

Fuente: https://www.paho.org/es/temas/determinantes-sociales-salud

 

En este modelo la OMS dejará claro que el derecho a la salud no va a depender únicamente de factores individuales; las políticas sociales, el modelo de gobernanza, la política económica, lo cultural, lo social, pasan a jugar un papel esencial en la salud de las personas y cómo estas lo viven. La lucha individual pasa a ser colectiva.

Los determinantes sociales de la salud van a tener un papel muy relevante en el origen del malestar psicológico que viven nuestras sociedades. A la salud física le sigue la salud mental, término que muchas veces asusta, estigmatiza y también aleja a las personas de las verdaderas causas por las cuales sufrimos psíquicamente. Los diferentes modelos que hemos detallado anteriormente nos muestran cómo las desigualdades sociales que conforman la estructura social, determinan nuestro bienestar, nuestra salud global.

Queremos afirmar que el sufrimiento psíquico tiene que ver con las condiciones de vida, pero allá donde no nos sentimos capaces de cambiar las condiciones de vida aparece el determinismo biológico. Con la dopamina y la serotonina hemos topado. Como siempre[7].

 

2. Condicionantes sociales de la Salud Mental

Teniendo en cuenta el marco teórico de los determinantes sociales de la salud consideramos necesario recuperar una psicología contextual-crítica que analice las influencias socio-políticas del sufrimiento psíquico, con especial énfasis en el modo en que la infraestructura económica origina construcciones ideológicas favorables al engranaje y supervivencia del propio sistema, pero en detrimento de la salud mental de la población.

La OMS considera que la salud se ve influenciada por las condiciones biopsicosociales en las que las personas viven y trabajan, la salud mental también se ve condicionada por los determinantes sociales de la salud, a más de una manera que muchas veces viene enmascarada y que la propia persona no es capaz de situar en la ecuación.

El orden económico en el que vivimos precisa erigir una representación colectiva de felicidad definida, esencialmente, por la capacidad de adquisición de bienes de consumo. Para ello, modela las aspiraciones y necesidades de la población, ejerciendo una fuerte presión hacia un pensamiento único que, evidentemente, no cuestiona la estructura social existente, acepta la desigualdad social y la inequidad en la división del poder o la riqueza como parte del orden natural de las cosas y, sobre todo, desvincula del análisis racional, cualquier elemento colectivo que no haga recaer sobre el individuo toda la responsabilidad de sus éxitos y fracasos, como si su capacidad de agencia sobre la realidad fuera ilimitada… como si su ejercicio de la libertad fuera infinito… como si no existiesen condicionantes sociales de ningún tipo. De este modo, hacemos al pobre responsable de su pobreza, al rico merecedor exclusivo de su riqueza y al fracasado, único agente de su fracaso. Pero la realidad es otra: en la carrera de la vida no todos parten de la misma posición en la línea de salida.

La depresión, la ansiedad y la soledad, mucho tienen de relación con los determinantes sociales de la salud, sin embargo muchas veces pensamos que surgen de manera espontánea sin ser conscientes que el hecho de no tener una vivienda, el estar desempleado, no disponer de una red de contacto al que apoyarse, el estar viviendo en un país con unas normas de relación muy concretas, entre otras variables, pueden provocar una situación de malestar psicológico, estrés físico y mental, provocando un desgaste en la persona y lo peor, le haga pensar que la culpa es suya, sólo suya. Es el caso de las situaciones que tienen que ver con los problemas de vivienda, concretamente con los desahucios. Si pensamos por ejemplo en Fátima, mujer casada, con hijos, con una situación de vulnerabilidad económica acuciante, que la obliga a tomar ansiolíticos para dormir y que ante la situación que vive con su marido y sus hijas, se siente culpable de haber llegado a al límite de exponer a su familia a la dura realidad de estar sin hogar. En el informe anual del año 2022 de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), España ya es el primer país del mundo en consumo de Diazepam, disparándose un 110% su uso[8]. Importante saber cómo inciden los determinantes sociales de la salud en este aspecto del consumo de benzodiacepinas. Hoy día las desigualdades sociales que padecen muchas personas, obligan a muchas de ellas a medicarse para continuar y no ahondar en las causas de su malestar. Los condicionantes sociales, económicos, culturales y medioambientales empujan a muchas sociedades occidentales a vivir NON STOP y continuar con el sufrimiento emocional hasta quebrarse.

Por otra parte, tenemos otras dos situaciones muy relevantes e interrelacionadas: la soledad y la depresión. Uno de los determinantes sociales de la salud más relacionados con estas dos situaciones es la falta de redes sociales y comunitarias. Sentirse sólo puede llevar a la depresión, según estudios realizados, la relación entre soledad y depresión se da en ambos sentidos, pero en mayor magnitud es la soledad la que provoca la depresión y no tanto al revés[9]. En las personas en situación de vulnerabilidad, sentirse deprimidos, sin ganas de continuar nos debe obligar a plantear los proyectos desde una visión más comunitaria, fomentando el acercamiento de las personas, el apoyo social, la cohesión, el vínculo, la participación, la inclusión o para ser más claros, que nuestro vecino y vecina de al lado nos importe. Es el caso por ejemplo de Helen, que acude a un grupo de atención psicológica de Cáritas y que manifiesta que hablar de lo que uno siente, sentirse escuchada, compartir con otras personas, le hace ver la realidad de la situación que vive cada una, “ver lo que no sabemos ver”.

Y por último y para acabar esta segunda parte, es la soledad un tema que preocupa de manera acuciante en muchas de las sociedades occidentales supuestamente avanzadas, donde las personas viven felices y sin problemas. Sentirse solo se está convirtiendo en un problema, en una auténtica pandemia. Norena Hertz, en su libro, El siglo de la soledad[10] habla de que los factores como la discriminación estructural e institucional aumentan las probabilidades de que ciertas personas se sientan solas, también la emigración masiva a las ciudades, la reorganización radical del lugar de trabajo y determinados cambios en la forma de vivir, potencian situaciones de soledad, una soledad no siempre buscada, que aumentará el riesgo de padecer depresión y en su forma más extrema la tentativa de suicidio.

3. Cáritas y su influencia en los determinantes sociales de la salud ¿qué papel juegan nuestros proyectos a la hora de neutralizar su impacto en la salud mental y emocional?

En Cáritas, somos testigos del estrés físico, mental y emocional que provoca la desigualdad social y las situaciones de vulnerabilidad socioeconómica.

Hablamos de los determinantes sociales de la salud y es muy posible que no seamos conscientes entre todos y todas, incluidos los participantes, que ese contexto adverso, esas políticas sociales, esa organización del trabajo entre otros determinantes, forman parte de una ecuación que puede llevarnos a enfermar física y emocionalmente. Es muy probable que hayamos normalizado que el derecho a una vivienda digna es ciencia ficción, que el derecho a la educación no lo es, o que el derecho a un trabajo no existe. Una sociedad que a nivel de organización produce vulnerabilidad socioeconómica, pobreza, desigualdad, brecha digital, entre otras barreras y obstáculos, no es buen hogar para nadie y seguro generará malestar físico y emocional.

Durante la situación excepcional de confinamiento causada por la pandemia de la COVID, desde Cáritas, nuestros equipos pudieron ser testigos de esos determinantes sociales y su efecto en la salud mental y emocional de las personas en situación de vulnerabilidad. Podemos decir que todas y todos nos sentimos vulnerables, pero sería un error quedarnos en esa afirmación y no tener presente que las personas con más dificultades de acceso a derechos básicos y situaciones de vulnerabilidad socioeconómica, manifestaron mucho más malestar psicológico. ¿De ahí a la consulta psicológica? Esto hace irnos a lo colectivo y a una mirada de derechos para entender que no siempre el origen del malestar es uno mismo.

En los cuatro informes que se realizaron desde el equipo de estudios de Cáritas Española en tiempos de COVID[11], en todos ellos se habla  y de manera muy clara, del impacto en la salud mental y emocional de los participantes ante un acontecimiento vital como fue una pandemia global y su confinamiento. ¿Qué papel tuvieron los determinantes sociales de la salud en hacer más complicada una situación de confinamiento duro, como la que se vivió en España durante el mes de marzo a junio de 2020?

Es cierto que las cifras sobre malestar psicológico de la sociedad española subieron como la espuma durante el periodo pandémico y post pandémico, se hablaba en ese momento de la pandemia de salud mental presente en la población[12]pero sabemos desde hace años que la vulnerabilidad que viven y verbalizan las personas atendidas en Cáritas, se siente, se palpa, se experimenta con auténtico dolor y fragilidad emocional. Las personas que se ven forzadas a vivir en las calles de nuestros municipios, las personas migrantes que son consideradas siempre el chivo expiatorio de todos los problemas que suceden en la sociedad, o las dificultades telemáticas para poder acceder a una ayuda social entre otros trámites con las administraciones “más cercanas”, atentan directamente a la salud mental de la persona, haciendo sentirla mal, frágil, estresada, depresiva, sin esperanza en el futuro.

Nuestra acción diaria es un ataque directo y neutralizador de esos determinantes sociales que provocan ataques de ansiedad, depresión, brotes psicóticos, duelos recurrentes o desánimo y falta de confianza en el futuro.

Nuestras acogidas, nuestros grupos de apoyo, los proyectos de ámbito psicosocial, la recepción de una Cáritas, los espacios de participación, las asambleas con participantes, con voluntariado, ese café con el compañero o compañera y sobre todo la sensibilización a la ciudadanía de la situaciones de pobreza, exclusión y marginalidad, son elementos que van y pueden neutralizar el push de los determinantes sociales de la salud, evitando por una parte una sobre medicalización  de los problemas sociales/colectivos, y evitando la banalización del sufrimiento psicológico y mental de las personas, haciendo de ellas meros instrumentos o indicadores de estadísticas y estudios varios.

En una situación de vulnerabilidad socioeconómica, cuanto mejor analicemos el contexto y sepamos identificar qué determinantes sociales están participando en el mantenimiento de una situación de malestar psicológico y/o trastornos mentales, mejor podremos ayudar a las personas analizar qué les pasa y qué soluciones o alternativas hay para aliviar o neutralizar los efectos y sus síntomas.

Para finalizar esta aproximación al impacto y relación de los determinantes sociales en la salud mental de las personas en situación socioeconómica, queremos recordar la importancia que tiene potenciar proyectos de atención psicosocial en nuestras Caritas o simplemente que los proyectos que llevemos a cabo en nuestras parroquias tengan presente que la vulnerabilidad se siente y se canaliza a través de un malestar psicológico que dificulta a las personas en su consolidación de una vida digna. Trabajar lo psicosocial de manera concreta o transversal ayudará a neutralizar en los participantes, los efectos de los determinantes sociales de la salud, haciendo más llevadero el proceso que ha de llevar de la exclusión a la inclusión, haciendo hincapié en los aspectos mentales y emocionales, pero sin olvidar el enfoque de derechos y mirada comunitaria, que deben tener todos y cada uno de las acciones que se llevan a cabo para y con las personas en situación de vulnerabilidad y pobreza.

Nuestra apuesta en este artículo es una perspectiva más amplia de salud mental, que busca, también en lo colectivo, las raíces del dolor emocional. Que politiza el sufrimiento psíquico y que entiende lo político como el ámbito más abarcador de la existencia humana. Que especula acerca de una especie de mente social gestada por el sistema económico y sus élites y que tiene consecuencias iatrogénicas en la población, entre otras, haber inoculado en la sociedad la desesperanza de que no existe posibilidad de otro futuro que no sea una reedición del presente. Para luchar contra la desesperanza y recuperar el sentido comunitario o de agencia colectiva, debemos recuperar nuestros sueños de transformación de un nuevo orden social que genere bienestar social y psíquico.

[1] Padilla, J; Carmona, M. MALESTAMOS Cuando estar mal es un problema colectivo. Madrid: Ediciones Capitán Swing Libros S.L, 2022. Pág. 13.

[2] https://www.who.int/es/about/governance/constitution

[3] Lalonde.M; A new perspective on the health of the canadians-a working document. Ottawa April 1974

[4] Cárdenas, E; Juárez, C; Moscoso, R; Vivas, J. Determinantes Sociales en Salud. Gerencia para el desarrollo 61. ESAN Ediciones. 2017. Pág. 16.

[5] Comisión de los Determinantes Sociales de la Salud. Informe de Secretaría. 62ª Asamblea Mundial de la Salud, 16 de marzo de 2009.

[6] https://www.paho.org/es/temas/determinantes-sociales-salud

[7] Padilla, J; Carmona, M. MALESTAMOS Cuando estar mal es un problema colectivo. Madrid: Ediciones Capitán Swing Libros S.L, 2022. Pág. 12.

[8] https://www.publico.es/sociedad/espana-pais-mundo-diazepam-consume-dispararse-110.html

[9] https://depresion.som360.org/es/articulo/condicionantes-sociales-depresion

[10] Hertz, N. El siglo de la soledad. Recuperar los vínculos humanos en un mundo dividido. Barcelona. Paidós. 2021.

[11] Equipo de Estudios de Cáritas Española. El primer impacto de las familias acompañadas por Cáritas. OBSERVATORIO DE LA REALIDAD/La crisis de la covid-19. Nº1. 2020

Equipo de Estudios de Cáritas Española. Un impacto sostenido tras el confinamiento. La realidad de las familias acompañadas por Cáritas en septiembre de 2020.OBSERVATORIO DE LA REALIDAD/La crisis de la covid-19. Nº2.2020

Equipo de Estudios de Cáritas Española. Un año acumulando crisis. La realidad de las familias acompañadas por Cáritas en enero de 2021.OBSERVATORIO DE LA REALIDAD/La crisis de la covid-19. Nº3. 2021

Equipo de Estudios de Cáritas Española. Del tsunami al mar de fondo: salud mental y protección social. La realidad de las familias acompañadas por Cáritas en abril de 2021.OBSERVATORIO DE LA REALIDAD/La crisis de la covid-19. Nº4. 2021

[12] Buitrago Ramírez, F; Ciurana Misol, R; Fernández Alonso, M; Tizón García, JL. “Repercusiones de la pandemia de la COVID-19 en la salud mental de la población en general. Reflexiones y propuestas”. Grupo de Salud Mental del PAPPS. Atención Primaria 53 (2021) 102143.

 

Octubre 2023
En marcha

Prevención del suicidio. Una mirada social desde la atención a grupos vulnerables. Experiencias desde Diaconía España

Esteban Buch Sánchez. PhD. en Trabajo Social. Coordinador General Diaconía España. .

Cristina Yebra Gómez. Especialista en prevención del suicidio. Coordinadora del proyecto Zoé (prevención del suicidio), Diaconía España.

Vilma Hidalgo López-Chávez. PhD en Psicología. Técnica de Proyectos de Diaconía España.

Puedes encontrar a Esteban Buch en Linkedin, Google Académico y ReasearchGate; a Cristina Yebra en Linkedin y a Vilma Hidalgo en Linkedin y ReasearchGate.

 

Introducción

Son muy limitadas las iniciativas sociales que aborden la prevención del suicidio como un objetivo de la intervención con personas y colectivos en situación de vulnerabilidad. La comprensión del suicidio se ha complejizado en el ámbito de la construcción de conocimiento científico; pero en la práctica profesional, persiste como un problema de salud, a solucionar desde perspectivas disciplinares que fragmentan un fenómeno que es de naturaleza multidimensional, donde confluyen múltiples factores en relación y sobre el cual, las desigualdades sociales, las condiciones de pobreza, exclusión social y situaciones de vulnerabilidad, tienen una notable y reconocida influencia.

En ese sentido, durante la experiencia de trabajo en Diaconía con personas y colectivos en situación de vulnerabilidad se ha identificado la necesidad de la cuestión del suicidio como una problemática que necesariamente debe estar presente en las estrategias de intervención en el ámbito de la acción social.

 

Determinantes sociales de riesgo de suicidio en grupos socialmente vulnerables

De acuerdo con lo anterior, es necesario abordar el suicidio desde las problemáticas que rodean a las personas en condición de vulnerabilidad. Estudios realizados en diversos países han demostrado que en los períodos de crisis e inestabilidad económica se tienden a intensificar los indicadores de suicidio. Entre otros, se hace referencia a la cronificación de la pobreza, los desahucios, ejecuciones hipotecarias, migraciones forzosas, la falta de vivienda accesible, la precariedad laboral y el desempleo de larga duración (Navarrete, Herrera y León, 2019). El impacto emocional de estas circunstancias trae aparejado vivencias asociadas al sufrimiento, la desesperanza, la pérdida del control sobre la vida, el quiebre de proyectos futuros y con ello, experiencias subjetivas desencadenantes de alteraciones emocionales y conductas de riesgo que pueden precipitar el acto suicida.

Otros estudios registran una fuerte correlación entre el desempleo de larga duración y los factores de riesgo de suicidio. Crawford y Prince (1999), constataron el aumento de las tasas de suicidio en jóvenes hombres desempleados que vivían en condiciones de extrema privación social. Por su parte, Nordt, Warnke, Seifritz y Kawohl (2015), tras analizar los datos de 63 países de todo el mundo en el año 2000 y 2011 evidenciaron que una de cada cinco personas que se quita la vida, lo hace por causas relacionadas con el desempleo, aunque este comportamiento tiene diferente impacto y grados de expresión según el entorno. En términos porcentuales, The Lancet Psychiatry (2011), estimó que el aumento del riesgo relativo asociado al desempleo oscila entre un 20%-30%.

Esta relación entre factores de exclusión y riesgo de suicidio también ha sido constatada desde la experiencia de Diaconía en la atención con colectivos en situación de vulnerabilidad, específicamente con mujeres víctimas de trata y explotación sexual, solicitantes de asilo y protección internacional y personas migrantes, personas en situación de sinhogarismo. Es necesario resaltar que sobre este tema la producción del conocimiento ha sido limitada. Por lo general, la literatura profundiza en los efectos de las desigualdades sociales y situaciones de exclusión sobre la salud mental, relegando a un segundo plano al suicidio como objetivo central de investigación.

Según la Organización Mundial de la Salud, la violencia de género se encuentra detrás del 25% de los suicidios de mujeres y el riesgo de ideación suicida es hasta 12 veces superior en las mujeres la vivencian. Este comportamiento resulta relevante cuando se conoce que, en España, entre un 15 y un 20 por ciento de las mujeres ha sido víctimas de violencias y de ellas, un 60% presentan problemas psicológicos graves o moderados. Un estudio realizado sobre esta problemática demostró que el 80% de las víctimas de violencia de género habían pensado en el suicidio como única opción de salir de su situación y que, de ellas, un 65% había tenido uno o más intentos autolíticos (Observatorio de Salud de la Mujer, Ministerio de Sanidad y Consumo, 2005).

Para las víctimas de trata y explotación sexual, los factores de riesgo se agravan, pues experimentan situaciones de extrema violencia psicológica, física, sexual, aparejado a coerciones y amenazas que atentan contra la libertad y dignidad de las mujeres. Se estima que, en España, un total de 45.000 mujeres y niñas se encuentran en situación de prostitución, de las cuales el 90 y el 95 por ciento de ellas son víctimas de trata (Ministerio del interior, Gobierno de España, 2021). El sufrimiento generado ante una exposición constante a situaciones atemorizantes, con pérdida del espacio de seguridad, desencadena, con frecuencias, problemáticas asociadas a crisis de ansiedad aguda y cronificada, estrés postraumático, trastornos del sueño, episodios disociativos.

En cuanto a los colectivos migrantes, como todo proceso de transición, la migración constituye un periodo de desequilibrio personal y familiar, que implica cambios vitales profundos y disruptivos, con alta carga de estrés e incertidumbre. Si bien, no existe una relación directa entre la migración, el suicidio y las enfermedades mentales, la tensión cotidiana que supone el proceso de adaptación, aparejado al desconocimiento del ambiente y a las barreras propias del lugar de destino, puede desencadenar situaciones que atentan contra la salud e integridad psicosocial de la persona migrante. La acumulación de factores de riesgo aumenta ante condiciones de exclusión social, vivencias discriminatorias, carencia de redes de apoyo social, barreras de acceso a los servicios básicos, situaciones de irregularidad y duelo migratorio.

A los factores de riesgo antes mencionados, podrían sumarse otros relativos al trauma psicológico de haber experimentado conflictos violentos en sus lugares de procedencia, la incertidumbre en cuanto a la situación administrativa y los plazos para su resolución y en algunos casos, los niveles de estigmatización y discriminación en las comunidades receptoras. Estos factores de riesgo tienden a agravarse en las personas solicitantes de asilo y protección internacional, quienes, por lo general, han vivido situaciones traumáticas en sus lugares de procedencia.  Una investigación realizada en la Unidad de Conducta Suicida UPII Cicerón, identifica que un 16% de las personas refugiadas y desplazadas por las guerras tiene ideas de suicidio.

La relación entre suicidio y factores de exclusión social también queda patente en las personas que se encuentran en situación de sinhogarismo, fenómeno que ha crecido en un 24,5% en los últimos diez años. En referencia con el sinhogarismo, algunos estudios han abordado este fenómeno en relación con el suicidio. Sin embargo, cabe destacar que sobre esta cuestión existe una escasísima producción científica. Y es que, si en la introducción hacíamos alusión a los factores acumulativos como constituyente del riesgo de conducta suicida, debemos de asumir que quienes mayores factores de riesgo acumulan en la población general son las personas sin hogar (Calvo-García , Giralt Vázquez, Calvet Roura, & Carbonells Sánchez, 2016) ya que presentan tasas sumamente superiores a la de la población general en problemas de salud mental (Ball, Cobb-Richardson, Connolly, Bujosa, & O`Neal, 2005) y enfermedades crónicas (Toro, Tricckett, Wall, & Salem, 1991), a parte de la grave situación de exclusión social que aumenta la precariedad bio-psico-social (Moreno-Márques, 2009).

 

Pautas para la prevención de suicidio con colectivos vulnerables desde la experiencia de Diaconía

Por otro lado, desde Diaconía asumimos el reto de trabajar por la prevención del suicidio, poniendo especial énfasis en los grupos vulnerables que atendemos desde la entidad (solicitantes de asilo y refugio, víctimas de trata de seres humanos y personas sin hogar y en riesgo de exclusión social). Desde entonces, entendimos que como entidad social no solo nos podemos limitar a la sensibilización, sino que es necesario dirigir nuestras acciones de prevención al plano de la intervención. No nos referimos a la intervención sobre la conducta suicida ni hacemos alusión al proceso terapéutico, pues consideramos que estas situaciones deben ser tratadas por expertos sumamente cualificados y especializados en esta materia. Cuando hablamos de intervención, nos referimos a realizar acciones preventivas dentro del marco de la intervención social de los programas de la entidad. Partiendo de este marco, recomendamos dos tipos de actuaciones: Intervención y protocolos.

  • Intervención: En este sentido, conocer el fenómeno del suicidio ampliamente puede dar pistas sobre el qué hacer y cómo hacerlo. Concretamente, la propuesta que creemos que mejor se adapta a las entidades del Tercer Sector guarda relación con los factores de protección. Es decir, no solo tomar acciones preventivas en lo relativo a los factores de riesgo asociados a la conducta suicida que pueden presentarse en las personas, sino desarrollar itinerarios de trabajo con las personas usuarias que profundicen en la promoción y fortalecimiento de los factores protectores. En el marco del Tercer Sector, estos factores se pueden promocionar, incentivar y desarrollar como parte de la intervención social. Factores de protección como el establecimiento de redes formales e informales de apoyo, la prevención del absentismo escolar, la lucha por el acceso y mantenimiento a la vivienda, facilitar el acceso a los servicios de salud mental y atención médica, acceso a oportunidades laborales, desarrollado de habilidades de afrontamiento y resiliencia, entre otras acciones. De esta manera, queremos incidir en la necesidad de trabajar la prevención desde la promoción de los factores de protección de índole social desde el Tercer Sector, conociendo los factores de riesgo de la persona para así potenciar los protectores que formen parten de su sistema.
  • Protocolos: Cuando nos referimos a protocolos hacemos alusión a la elaboración de estos de acuerdo con las características del colectivo de atención. Es decir, es necesario la elaboración e implementación de protocolos de prevención y actuación en caso de intentos de suicidio ajustados al colectivo que atendemos y, también, al centro o dispositivo de atención. En este sentido, Diaconía viene trabajando en el desarrollo de protocolos con los diferentes colectivos que atendemos en la entidad (solicitantes de asilo y refugio, mujeres víctimas de trata de seres humanos, migrantes y personas en riesgo de exclusión social), entendiendo que un protocolo no puede generalizarse para todos los centros o dispositivos donde intervenimos. Es por ello, que creemos necesario primeramente conocer ampliamente el colectivo con el que intervenimos (definiendo los factores de riesgo y protección), explorando la ideación suicida durante la primera entrevista psicológica, que los equipos de atención directa con dicho colectivo estén formados en prevención del suicidio, que estos mismos equipos participen en la revisión de los protocolos de prevención y actuación y que, finalmente, se formen en la aplicación de este protocolo para su posterior evaluación.

 

Referencia bibliográfica

Ball, S., Cobb-Richardson, P., Connolly, A., Bujosa, C., & O`Neal, T. (2005). Subtance abuse and personality disorders in homeless drop-in center clients: symptom severity and psychotherapy retention in a randomized clinical trial. Comprehensive Psychiatry(46), 371-379.

Calvo-García, F., Giralt Vázquez, C., Calvet Roura, A., & Carbonells Sánchez, X. (2016). Riesgo de suicidio en población sin hogar. Obtenido de Clínica y Salud: https://www.elsevier.es/es-revista-clinica-salud-364-pdf-S1130527416300238

Crawford MJ., y Prince, M. (1999). Increasing rates of suicide in young men in England during the 1980s: the importance of social context. National Library of Medicine, 49(10); p.1419-23.

Lemmi, V., et al. (2016). Suicide and poverty in low-income and middle-income countries: a systematic review. The Lancet Psychiatry. 3. 774-783. 10.1016/S2215-0366(16)30066-9.

Ministerio del interior. (2021). Trata y explotación de seres humanos en España Balance estadístico 2017-2021. Gobierno de España.

Moreno-Márques, G. (2009). Characteristics and profiles of homeless people in Bizkaia. The challenge of a diversified attention, 37-57.

Navarrete,M.E., Herrera, j. y León, P. (2019). Los límites de la prevención del suicidio. Revista de la Asociación de española Neuropsiquiatría, vol. No (135); p.193-214.

Nordt, C., Warnke, I., Seifritz, E., y Kawohl, W. (2015). Modelling suicide and unemployment: a longitudinal analysis covering 63 countries, 2000-11. National Library of Medicine, 2(3), 239-45.

Observatorio de Salud de la Mujer. (2005). Informe de Salud y género. Ministerio de Sanidad y Consumo, Madrid.

Toro, P., Tricckett, E., Wall, D., & Salem, D. (1991). Homelessness in the United States. Anecological perspective. American Psychologist, 1208-1218.

 

Número 14, 2023
Documentación

Sobre las condiciones materiales de la maternidad, más allá de la experiencia íntima de un fracaso

Francisco Manuel Carballo Rodríguez. Profesor de Trabajo Social en la Universidad de Salamanca.

 

Pepa es la protagonista de Ama, una película que narra la historia del fracaso de una joven que afronta la maternidad en solitario. Pepa ha ido saliendo adelante con su hija Leila con la ayuda de algunos apoyos que acaban agotándose. La amiga con la que comparte vivienda y una relación de pareja que se intuye problemática dejan de ser el inestable sostén con el que la protagonista había contado para ocuparse de su hija. Por otra parte, Pepa no logra compatibilizar un empleo precario, como relaciones públicas en una discoteca, con sus responsabilidades como madre. Estas circunstancias harán que madre e hija se encuentren un día en la calle y sin opciones de dormir en un lugar seguro. El relato es sin duda un drama personal, a partir del cual se puede reflexionar sobre la responsabilidad individual o sobre cómo el azar determina nuestras vidas. Pero aquí dejaremos de lado esos enfoques y destacaremos lo que esta historia nos muestra sobre la experiencia social de quienes comparten, al menos, tres características: ser mujer, encontrarse en una situación vulnerable y haber vivido un periodo de crisis económica. Género y vulnerabilidad son factores inevitablemente asociados en sociedades en las cuales la integración social se produce a través del acceso y el mantenimiento del empleo, y donde las tareas vinculadas a la reproducción y a los cuidados han reposado tradicionalmente en el esfuerzo de las mujeres. En el caso de Pepa, su condición de mujer y de trabajadora del sector servicios en una zona turística se encabalga además con la experiencia de quienes tuvieron que abandonar sus lugares de origen para buscar oportunidades de vida y de trabajo en otras zonas más prosperas del país. Las regiones económicamente más deprimidas de España conocieron un éxodo masivo de jóvenes hacia lugares donde la industria o el turismo amortiguaban los efectos de la crisis económica. Quienes se acerquen a esta recomendable película reconocerán este contexto que se acaba de describir de forma somera. La crudeza con la que se muestra en esta película el resultado de la articulación entre maternidad, vulnerabilidad y crisis, debe relacionarse además con otro factor: la clase social. Si es fácil reconocer en Pepa un caso particular dentro del contingente de jóvenes emigrados hacia zonas del país dinámicamente más activas, también es sencillo identificar en ella sus orígenes de clase. Rosario, madre de Pepa y abuela de Leila, completa un triángulo de relaciones en el que la precariedad y las dificultades aparecen oscurecidas por formas de gestión privada de la intimidad, concentradas en atribuir responsabilidades individuales, que parecen transmitirse entre generaciones. Corresponde al espectador juzgar en qué medida puede hacerse de esta película una lectura como la que aquí se propone.

 

Título: Ama

Año: 2021

Directora: Júlia de Paz Solvas

Guion: Nuria Dunjó, Júlia de Paz Solvas

Compañías: La Dalia Films

 

Número 14, 2023
Ciencia social

Colaboración, igualdad y sostenibilidad: caridad vs. compasión

Ana Aliende Urtasun, Universidad Pública de Navarra-Nafarroako Unibertsitate Publikoa. Departamento Sociología y Trabajo Social. Profesora de Cambio Social.

Joseba García Martín, Universidad del País Vasco-Euskal Herriko Unibertsitatea y Universitat Autònoma de Barcelona. Investigador postdoctoral Margarita Salas.

 

En los últimos años, la compasión ha recuperado el prestigio como práctica cotidiana asociada a la importancia que posee cultivar la escucha y atender el sufrimiento; sin embargo, aún es tratada con desconfianza en determinados foros intelectuales. Así lo hemos constatado en congresos, jornadas y seminarios en los que hemos presentado resultados de nuestra investigación[1] con organizaciones sociales que trabajan en coyunturas de vulnerabilidad. La sorpresa, generalmente, se encuentra en considerar la compasión como un elemento central en el cuidado. Algunos investigadores la vinculan a relaciones jerárquicas, caritativas, que encubren la discriminación y que dificultan la igualdad y el acceso a derechos. Aquí, desde una mirada más amplia e inclusiva, entendemos que las prácticas compasivas forman parte del cambio y la movilización social, dado que se trata de una respuesta al dolor, la fragilidad y la pérdida. La creciente red de organizaciones que desde estas lógicas buscan transformar el mundo en un lugar más igualitario, colaborativo y sostenible dan muy buena cuenta de ello.

Desde el último cuarto del siglo XX es habitual que la compasión forme parte de investigaciones científicas, especialmente en el campo de las ciencias de la salud y, desde hace algo menos, el término ha trascendido hacia el ámbito de los cuidados, la economía, la política, la espiritualidad o el ecofeminismo. Etimológicamente la palabra remite a la griega sympatheia que, siglos después, pasa a ser cum-pattior, literalmente padecer con, nunca el propio sentir. En un sentido amplio en contenidos, matices y experiencias, podemos entender la compasión como un vector que apunta hacia la diversidad de modos de vincularse con los seres capaces de sufrir. Esta definición incluye humanos y no humanos, estableciendo entre ellos lazos de tipo horizontal, alejándose así de relaciones jerárquicas de poder y planteamientos tradicionales religiosos.

Bruno Latour (2001), considerado uno de los pensadores contemporáneos más originales e influyentes, destaca que colaborar implica una disposición activa y una producción de vínculos que entraña un conjunto amplio de movimientos, mediaciones, juegos y estrategias. En el caso de la compasión, este juego se genera en torno a la pérdida y a la capacidad de percibir la vulnerabilidad y el dolor. El dolor no es de uno y nadie se libra del él. A través del cuidado de cuerpos y lugares, circulan prácticas, discursos y representaciones compasivas que incentivan la investigación en las ciencias humanas y sociales.

En las últimas décadas se ha afianzado la necesidad de pensar las prácticas compasivas en el marco de construcción de sociedades más justas, igualitarias y sostenibles. Esta tendencia no es española ni europea, sino que es parte de un resurgimiento global. Dicho proceso se ha afianzado por el premio que la plataforma TED otorgó a Karen Armstrong en 2008, por su defensa de un mundo más atento y cohesionado a partir de lógicas y dinámicas compasivas. La organización que se impulsó tras el premio logró movilizar a más de 150 organizaciones y pensadores de las tres religiones monoteístas. De él surge la plataforma Charter for Compassion (2009) y una cátedra asociada. La Carta de la Compasión se publica ese mismo año en sesenta lugares diferentes de todo el mundo y se difunde en distintos espacios de culto, así como en instituciones seculares. Estas organizaciones trabajan las relaciones entre salud, bienestar y cuidados, impulsando innovaciones y cambios mediados por la compasión en la gestión de la vulnerabilidad y los cuidados. De todas ellas se deduce que los vínculos compasivos demandan el avance de derechos sociales y libertades relacionados con las mediaciones tecnológicas, el trabajo, el parentesco y el envejecimiento. Estos desarrollos se producen al amparo de aproximaciones teóricas y evidencias empíricas que, desde finales de la década de 1970, describen la capacidad transformadora de la compasión[2].

A través de la coparticipación y el empoderamiento de los actores en la toma de decisiones, las prácticas compasivas colocan la vida en el centro, contribuyendo a reestructurar las dinámicas contemporáneas basadas en el individualismo y el utilitarismo. Esto queda subrayado en la medida en que la compasión surge de la acción y de la colaboración, pues es una práctica que va más allá de una reacción puntual que genera lazos estables e igualitarios. De ahí que se entienda como una de las bases de la vida en común que posee una dimensión transformadora y vinculante.

Las situaciones de cuidado compasivo ayudan a comprender la resonancia y a definir políticas públicas. Las experiencias recogidas a lo largo de nuestro trabajo de campo guardan relación con el padecer con en situaciones de soledad, fragilidad, dolor y pérdida, tanto en espacios públicos como privados. El cultivo de la compasión de profesionales y voluntarios muestra la fortaleza de quienes son capaces de atestiguar el dolor y acompañarlo de manera activa, a pesar de lo incómodo que resultan muchas situaciones. Se acercan y persisten en la atención del sufriente, sabiendo que nadie puede dolerse ni en cuerpo ni en mente ajena. Al mismo tiempo dejan hacer, pues acompañan y atienden sin recurrir al juicio o buscar el dominio, protegiendo al vínculo de lo que el antropólogo David Le Breton (2006) llama la palabra desbocada. Están ahí, en la acción del presente, atendiendo y escuchando con la dificultad que entrañan las situaciones de vulnerabilidad que ligan, de entrada, a dos partes con problemas para la reciprocidad.

En un grupo de discusión realizado con voluntariado de un centro socio-sanitario, una de las participantes destacaba: creo que de lo que más he aprendido en estos años es a callar. A callar. A no hablar. A silenciar los pensamientos, los sentimientos propios para poder escuchar. En ese mismo grupo, otra participante acentuaba la importancia de lo que denomina la aproximación consciente, es decir, la disposición decidida y reflexiva necesaria para acercarse a alguien que está sufriendo y que no sabes cómo está. Eso, afirma, no se improvisa. Es una escucha que se cultiva y se mantiene, que se apoya en lo que ocurre mientras ocurre, confiando en que la situación de fragilidad entre las partes involucradas genere complicidad y reciprocidad. Este vínculo es difícil de alumbrar, dado su carácter inmaterial. Como afirma otro de los voluntarios: no hay un discurso verbal con el que hablar estas cosas. Se trata de dar voz propia… que se puede ir construyendo de otras maneras. Una certeza de existir que pone el foco en dos lugares diferentes y complementarios, en la importancia de la presencia y en la experimentación de nuevas formas de existencia.

Las lógicas compasivas enriquecen las formas de entender las acciones colectivas y la colaboración. La compasión se identifica con una dinámica de relaciones horizontales, emocionalmente intensas y vinculantes que buscan moverse para comprender los elementos que median en el sufrimiento. Asimismo, están relacionadas con el acompañamiento y la proximidad física y emocional. En las entrevistas y los grupos de discusión las personas reflexionan sobre la compasión como una lógica que busca padecer con, acompañar a, sintonizar con …  que está emparentada con la acogida y la sensibilidad. Implícitamente no tiene nada que ver con dar pena, distanciándose del imaginario compasivo vinculado a la lógica católica. Las prácticas y racionalidades desplegadas nutren el sentido de la escucha y percepción del dolor y el sufrimiento. Así lo verbaliza una entrevistada: compasión no es solo escucharte, es ayudarte también. Me refiero a que necesitas a un igual a tu lado. La compasión es una práctica de acción, pensamiento y cuidado. Una sensibilidad, reciprocidad y sentido igualitario que aporta un elemento diferencial.

Asimismo, a través de la compasión se busca ampliar el foco mediante la producción de comunidades y ciudades pensadas en términos de cuidados, igualdad y sostenibilidad de la vida tal y como propone la perspectiva feminista (Chinchilla, 2020). De esto, sin embargo, no hay un modelo único, sino que representa una movilización y unas trayectorias de aprendizaje que, en cada lugar, en cada territorio, adquieren contenidos distintos según las necesidades y anhelos de la ciudadanía. Los planteamientos son abiertos y ambiciosos, pensados para crear condiciones de cuidado más allá de la tradicional división sexual del trabajo. Todo ello, sin embargo, no está exento de complejidades como destaca una joven voluntaria en otro grupo de discusión: si la compasión nos ayuda a quitarnos la etiqueta de cuidadoras puede ser algo muy bueno; sin embargo, si se interpreta como algo que a las mujeres nos sale y a los hombres no, pues puede crear algo peligroso…

***

Actualmente, las prácticas compasivas que se observan en los ámbitos sociosanitarios contribuyen a afianzar la igualdad en la medida en que plantean una sensibilidad y una complicidad para hacerse cargo de la interdependencia y precariedad que constituye el sostenimiento de la vida. Desde la perspectiva de la compasión se amplía el marco de referencia hacia todo lo que vive, cuestionando la dimensión feminizada de los cuidados y apuntando hacia otros modos de prestar atención. La compasión impulsa un movimiento recíproco de resonancia, vínculo y acción colectiva cuando se comprende lo colaborativo para prolongarlo, desde el respeto entre las partes a todo lo que sufre. La compasión, ni es una emoción, ni es caridad, ni define cualidades subjetivas o capacidades empáticas. Más bien designa actividad, vínculos y acciones colaborativas relacionadas con el cuarto pilar del estado de bienestar: el derecho a cuidar y ser cuidado, actuando en común, perdiendo la independencia sin perder la libertad. Construyendo igualdad.

 

Bibliografía

  • Abel, J. y Clarke, L. The Compassion Project. London: Aster, 2020.
  • Armstrong, K. Doce pasos hacia una vida compasiva. Barcelona: Paidós, 2017.
  • Chinchilla, I. La ciudad de los cuidados. Madrid: Libros de la Catarata, 2020.
  • Halifax, J. (2020). Estar con los que mueren. Barcelona: Kairós, 2020.
  • Kabat-Zinn, J. La práctica de la atención plena. Barcelona: Kairós, 2017.
  • Latour, B. ¿Dónde estoy? Una guía para habitar el planeta. Barcelona: Taurus, 2021.
  • Le Breton, D. El silencio. Madrid: Sequitur, 2006.
  • Mies, M. y Shiva, V. Ecofeminismo. Barcelona: Ycaria, 2016.
  • Sennett, R. El respeto. Barcelona: Anagrama, 2003.
  • Stevens, F. y Taber, K. “The neuroscience of empathy and compassion in pro-social behavior”. Neuropsychologia, 159, 2021: 107925. https://doi.org/10.1016/j.neuropsychologia.2021.107925.
  • Wuthnow, R. Actos de compasión. Madrid: Alianza, 1996.

 

[1] Nuestra investigación sobre la emergencia de organizaciones que cuidan desde prácticas denominadas compasivas se enmarca en el proyecto “Sharing Society. El impacto de las acciones colectivas colaborativas en la transformación de las sociedades contemporáneas” (CSO2016-78107-R). Este proyecto ha sido financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad.

[2] Esto se ha producido en diferentes disciplinas, entre las que destacan las ciencias de la salud (Kabbat-Zinn, 2017), la sociología (Wurthnow, 1996; Sennett, 2003), la antropología (Halifax, 2020) y la historia (Armstrong, 2017). Todas estas contribuciones, más muchas otras, han contribuido al enriquecimiento del término, influyendo en la contemporánea gestión de los espacios sociosanitarios, particularmente en el ámbito anglosajón. Por si eso no fuera poco, la movilización comunitaria e igualitaria de la compasión activadas desde distintas perspectivas feministas (Mies y Shiva, 2016) han llevado el concepto a otros ámbitos sociales. En esta expansión ocupan un lugar relevante las evidencias científicas asociadas al deseo de aliviar el sufrimiento, gestionar la incertidumbre y generar bienestar (Stevens y Taber, 2021). En la actualidad se encuentra presente en los cuidados, la precariedad vital y las coyunturas atravesadas por el dolor, la pérdida y el sufrimiento (Abel y Clarke, 2020).

 

Número 12, 2022
Conversamos

Fragilidad laboral y vital

Puedes escuchar la conversación con Remedios Zafra en Youtube, iVoox y Spotify.

 

Número 11, 2022
Ciencia social

La persistente vulnerabilidad social y residencial de las mujeres migrantes trabajadoras de hogar

Elisa Brey. Investigadora en el Grupo de Estudios en Migraciones Internacionales (GEMI) y profesora de la sección departamental de sociología aplicada en la Facultad de Ciencias de la Información de la UCM.

Puedes encontrar a Elisa Brey en Twitter y Linkedin.

 

Entre los perfiles de mayor vulnerabilidad social destaca el de las mujeres inmigrantes que trabajan en el sector doméstico (Federación de Mujeres Progresistas, 2020). Para conocer mejor la situación de dichas mujeres, en primavera de 2021, se realizaron 21 entrevistas a mujeres procedentes de América Latina y 5 entrevistas a informantes claves.

Dicho trabajo es la continuidad de un primer estudio realizado sobre las mujeres inmigrantes en el servicio doméstico, en 2017[1]. Este primer estudio tenía como objetivo el análisis de la situación laboral y el impacto de los cambios normativos en las mujeres inmigrantes trabajadoras de hogar. El segundo estudio, realizado en 2021, se ha centrado en el análisis de la vulnerabilidad residencial de dichas mujeres, en el contexto de la pandemia[2].

Consecuencias de la pandemia en trabajadores del sector doméstico

En primavera de 2020, el sector doméstico se vio especialmente expuesto a las consecuencias de la pandemia. Entre el primer y el segundo trimestre de 2020, el número de empleados domésticos disminuyó un 18,1% en el caso de las mujeres, y un 61,4% en el caso de los hombres (Fuente: Encuesta de Población Activa, EPA).

Los datos de la Seguridad Social (a último día del mes) permiten observar la incidencia de la crisis en el número de afiliados, en función del sexo y la nacionalidad. Entre febrero y junio de 2020, el Sistema Especial de Empleadores de Hogar (S.E.E.H.) es el régimen de cotización con mayor disminución de su número de afiliados. Frente a una disminución total del 4,1%, el número de afiliados en S.E.E.H.) disminuye un 5,4%. En ese régimen, la disminución ha sido mayor entre las personas afiliadas de nacionalidad extranjera, respecto a las personas afiliadas de nacionalidad española. Se observa una disminución del 5,4 y del 6,2% en el caso de las mujeres y los hombres de nacionalidad extranjera, frente al del 5,3% y 4,5% en el caso de la población española.

Los datos de afiliación confirman que la crisis sanitaria ha mantenido la clara sobrerrepresentación de las mujeres de nacionalidad extranjera en el sector doméstico. La participación de los hombres en este sistema es marginal, dado que las mujeres representan el 95,6% del conjunto de afiliados en los meses considerados. Entre febrero y junio de 2020, las mujeres de nacionalidad extranjera representan entre el 41,3 y el 41,6% de mujeres afiliadas en el S.E.E.H., mientras que los hombres de nacionalidad extranjera representan entre el 55,6% y el 56,2% de hombres afiliados. Para poner estos datos en perspectiva, basta recordar que la población extranjera (en su conjunto y por cada sexo) representa el 13,7% de la población total empadronada en España, a 1 de enero de 2020.

Número de personas de nacionalidad extranjera afiliadas en el S.E.E.H. en 2020

Fuente: Seguridad Social (datos a último día del mes)

 

En el caso de que la actividad se realice sin un contrato formal de trabajo, como es frecuente en el sector doméstico, el riesgo de vulnerabilidad se ve reforzado. Cuando son mujeres y hombres migrantes, se añadieron otros posibles factores de riesgo: la escasez de redes de apoyo, sobre todo si llevan poco tiempo en España; o la falta de un permiso de residencia y trabajo, que supone la irregularidad administrativa.

En España, a partir de marzo de 2020, las renovaciones del permiso de residencia quedaron a la espera de que finalizará el estado de alarma. Por este motivo, la Policía Nacional publicó varias instrucciones que prorrogaban automáticamente su validez durante unos meses, permitiendo que se prolongara el periodo de regularización. Sin embargo, aunque contaran con un permiso de trabajo, las personas de nacionalidad extranjera se enfrentan a dificultades para renovar este permiso si se quedan en paro, por no cotizar lo suficiente durante el periodo de referencia para la renovación, y eso debido a la vinculación del permiso de trabajo con la situación de alta laboral y cotización.

En cuanto a las personas de nacionalidad extranjera sin permiso de trabajo y residencia, se vieron excluidas del acceso a subsidios o ayudas extraordinarias. Así, se quedaron fuera de medidas de emergencia adoptadas por el Gobierno central, como el Ingreso Mínimo Vital o el Real Decreto Agrario (Decreto 13/2020). En una comunicación del 18 de marzo de 2020, Servicio Doméstico Activo (SEDOAC) denunció la falta de acciones específicas de apoyo y protección a los profesionales del sector doméstico, en su mayoría mujeres migrantes, que cuidaron a personas especialmente vulnerables durante la pandemia de COVID-19. Y es que inicialmente, los trabajadores que cotizan en el S.E.E.H. quedaron fuera de las ayudas especiales implementadas por el gobierno, aunque luego sí se tuvieron en cuenta.

También quedaron a veces excluidos de los programas regionales y locales de apoyo que fueron implementados durante el estado de alarma, no solamente por su posible situación irregular, sino por otros requisitos: exigencia de largos periodos de empadronamiento, disposición de una cuenta corriente, dificultad para realizar los trámites por vía digital, documentación difícil de conseguir en sus países de origen o requisito de estar inscritos como demandantes de empleo.

El papel clave de la vivienda

La situación residencial es otro factor diferencial clave a la hora de analizar la vulnerabilidad de las mujeres migrantes que son trabajadoras de hogar. El estudio realizado desde la UCM en 2021 permite distinguir tres realidades: las mujeres internas que residen en una vivienda donde trabajan, pero donde no está su hogar; las mujeres que comparten habitación o vivienda; y las mujeres que residen en una vivienda de forma independiente a otros núcleos u hogares.

En el caso de las trabajadoras internas se vuelven borrosos los límites entre el lugar de trabajo y el espacio de vida. Bajo esta situación residencial emerge una sensación contradictoria, pues si bien el entorno en el que se encuentra la vivienda puede percibirse como un lugar agradable, no lo suelen ser los espacios usados por la trabajadora. Incluso la habitación en la que pernocta puede no estar acondicionada ni contar con los recursos para ser plenamente habitable. La nula o escasa adecuación de los espacios para el confort de la trabajadora o el limitado acceso a recursos básicos como Internet pueden interpretarse como una clara intención de remarcar esos límites difusos a los que antes hacíamos mención. Una estrategia empleada por los empleadores para que dicho espacio no sea reconocido como propio de la trabajadora doméstica.

El alquiler compartido de una habitación o de una vivienda permite limitar gastos, pero no se encuentra exento de problemas derivados de la convivencia y el hacinamiento. El alquiler compartido suele llevarse a cabo con otras mujeres trabajadoras del hogar, cuando se trata de una habitación, y con miembros de la familia extensa, cuando es la vivienda. Compartir habitación o vivienda es una situación pasajera hasta que sea posible acceder a una vivienda no compartida.

Esta búsqueda de una vivienda no compartida suele coincidir con la reagrupación familiar o la consolidación de una pareja. En el primer caso, es preciso que la trabajadora cumpla con una serie de requisitos (incluyendo un mínimo de metros cuadrados en la vivienda) para que el Estado autorice la reagrupación familiar. En el segundo caso, la pareja proporciona un apoyo para acceder a una vivienda en el mercado libre a la cual la mujer trabajadora de hogar no podría acceder sola, dados los requisitos y las garantías que se exigen. Las características de la vivienda no permiten superar la vulnerabilidad residencial, dado los niveles de habitabilidad y adecuación que presenta. A pesar de ello, acceder a una vivienda de forma independiente otorga cierta sensación de confort al disponer de un espacio propio.

En tiempos de pandemia, las mujeres entrevistadas expresaron que se hizo sentir con fuerza la relación recíproca entre empleo y vivienda, señalados como dos factores claves para entender la exclusión social en España, según la Fundación FOESSA (2019). Por miedo al contagio, muchas de ellas pasaron a vivir de forma permanente en los domicilios donde trabajaban, sin poder acudir a sus hogares, localizados en otra vivienda. También se puso de manifiesto la estrecha relación entre empleo y vivienda, al incrementarse los despidos entre las personas que son trabajadoras de hogar, lo cual se tradujo en algunas ocasiones en la pérdida también de la vivienda por no disponer de recursos económicos suficientes para pagar el alquiler y los suministros.

La vulnerabilidad residencial aparece como un factor persistente, que no se supera del todo, incluso cuando las mujeres han dejado de trabajar como interna o han dejado de compartir vivienda. Según un estudio de la Asociación Provivienda (2020), la persistencia de la vulnerabilidad residencial también se ha observado en el caso de hogares que experimentan problemas de asequibilidad de la vivienda, aunque hayan superado otras situaciones residenciales de mayor vulnerabilidad, como son: vivir sin techo o sin vivienda, residir en una vivienda insegura o en una vivienda inadecuada.

La interacción de factores estructurales (mercado dual de trabajo, mercado tensionado de la vivienda y procesos dilatados de regularización en España) así como coyunturales (pandemia de COVID-19, reagrupaciones o separaciones familiares) condicionan, sin duda, el grado de vulnerabilidad de las mujeres migrantes que son trabajadoras de hogar. Dicha vulnerabilidad puede verse limitada por redes de apoyo, formales o informales.

Para superar dicha precariedad estructural, no solamente sería necesaria, por parte de España, la ratificación del Convenio sobre las trabajadoras y los trabajadores domésticos de la Organización Internacional del Trabajo (Convenio 189), sino también la adopción de mecanismos de inspección y la sensibilización de empleadores y otros segmentos de la población para permitir unas mejores condiciones laborales a las personas que trabajan en el sector.

 

Fuentes

Asociación Provivienda. Cuando la casa nos enferma 3. Redes de apoyo en tiempos de crisis. Madrid, 2020. Enlace: Cuando la casa nos enferma 3 (provivienda.org)

Federación de Mujeres Progresistas. Investigación Mujer inmigrante y empleo de hogar: situación actual, retos y propuestas. Madrid, 2020. Enlace: Estudio-Mujer-inmigrante-y-empleo-de-hogar-FMP-2020.pdf (fmujeresprogresistas.org)

Fundación FOESSA. VIII Informe FOESSA: La exclusión social se enquista en una sociedad cada vez más desvinculada. Madrid: Fundación FOESSA y Cáritas Española Editores, 2019. Enlace: VIII Informe FOESSA: La exclusión social se enquista en una sociedad cada vez más desvinculada – Foessa

 

[1] Dicho estudio es fruto de la colaboración entre AD Los Molinos, SEDOAC y profesoras del departamento de sociología aplicada de la UCM. Enlace: AD Los Molinos, Asociación (admolinos.org)

[2] Dicho estudio se realizó en el marco del proyecto “Influencia de los cambios en los regímenes de producción y acceso a la vivienda sobre la reestructuración social de las grandes ciudades españolas” (CSO2017-83968-R), dirigido por la Profesora Marta Domínguez Pérez de la UCM. Se agradece el trabajo de Mónica Mongui Monsalve, Ainhoa Ezquiaga Bravo y Pierina Cáceres Arévalo. Enlace: Informe «Vivienda y vulnerabilidad: Mujeres inmigrantes en el servicio doméstico» (2021) – GISMAT

 

Número 9, 2021
A fondo

El papel de la acción social en la prevención de la patología mental

Bea Oliveros Fernández

Psicóloga sanitaria. Profesora de la Facultad Padre Ossó (Universidad de Oviedo)

Puedes encontrar a Bea Oliveros en Twitter y Linkedin

 

1.- Introducción

El 14 de marzo de 2020 marca un hito en la historia contemporánea de España: se decreta un estado de alarma, que supone el inicio de lo que serían muchas y variadas restricciones para la interacción social. Desde el confinamiento domiciliario total del inicio, a las restricciones locales posteriores, a partir de ese día nos vimos abocados a un estilo de vida que confrontaba directamente con nuestro modelo cultural de relación, basado en la presencia, el contacto y el encuentro.

La precipitación a la hora de tomar y desarrollar medidas de aislamiento social; la incertidumbre, fruto del desconocimiento de la situación (que afectaba a todos los ámbitos de la vida económica, política y social); el temor objetivo por una amenaza real, que atentaba contra la supervivencia personal y colectiva, etc. son algunos de los elementos que han configurado la cotidianeidad de la vida social en los últimos meses y que han tenido un fuerte impacto en la salud mental de la población. Tras meses de medidas de carácter restrictivo, la OMS ha definido la fatiga pandémica como aquella afección que genera un conjunto de emociones vinculadas a la desmotivación para seguir las normas y al cansancio de estas.

Sin embargo, el objetivo de este artículo no es tanto incidir en las enfermedades mentales que surgen de mano de la pandemia, sino revisar el impacto que tendría un incremento de los trastornos de salud mental (en adelante TSM) en los hogares más vulnerables. Se pretende repensar las prácticas de acción social, no únicamente como un factor de acompañamiento, sino también como un elemento de prevención y protección.

 

2.- ¿A qué nos referimos cuando hablamos de salud mental?

Pudiera parecer que la salud mental es un concepto unívoco, sin ambigüedades, ampliamente aceptado e interpretado. Sin embargo, en este momento es fundamental hacer una revisión del concepto de salud mental y de sus implicaciones para la ciudadanía y, sobre todo, para aquellos hogares más vulnerables.

La OMS (2013) define la salud mental como un estado de bienestar en el que la persona desarrolla sus capacidades y es capaz de hacer frente al estrés normal de la vida, de trabajar de forma productiva y de contribuir a su comunidad (p.5). A la vista de esta definición, la salud mental es algo más que la ausencia de enfermedad mental y está formada por diferentes elementos sobre los que se podría reflexionar.

  1. Un estado. Esto supone un ajuste a la realidad subjetiva de la persona (en base a su vínculo social y los recursos con los que puede contar a nivel comunitario) y permanencia en el tiempo (de forma que los desequilibrios emocionales, naturales y por tanto adaptativos, no estarían descritos en esta definición).
  2. De bienestar. Basado en los principios de equidad, justicia y libertad, podría interpretarse como la capacidad del entorno para generar y distribuir de forma equitativa, los recursos necesarios y suficientes para la satisfacción de las necesidades.
  3. La persona puede desarrollar sus capacidades. Lo que supone una riqueza de experiencias lo suficientemente plurales, que permitan a los individuos tener un espacio de desarrollo en el que sentirse acogidos y útiles, al margen del tipo de capacidades que posean.
  4. Capacidad para hacer frente al estrés normal. Entramos aquí en la dicotomía normalidad vs. anormalidad y en cómo influye ésta en el diagnóstico de la salud. El estrés considerado normal ha de ser aquel que permite el desarrollo de la vida en circunstancias de cobertura básica de necesidades. En el momento en que existe privación, aislamiento, soledad, falta de acceso a la vivienda o a los recursos sanitarios… ya no se estaría valorando una situación de normalidad. Este criterio diagnóstico merece atención y desarrollo porque puede ser una de las causas que expliquen la mayor presencia de TSM en los hogares más próximos a la exclusión. Y esto es así porque hablamos de hogares sometidos a la presencia de factores estresores de forma continuada en el tiempo, lo que cronifica la situación de vulnerabilidad y también la presencia de TSM.
  5. Trabajar de forma productiva. Entendiendo este trabajo productivo como una forma de contribución social desde diferentes ámbitos vitales: económico, laboral, político, relacional, etc., y no únicamente una contribución desde el acceso al empleo.
  6. Contribución a la comunidad. Este último elemento es, posiblemente, el más significativo de todos, ya que vincula la salud mental del individuo al ámbito relacional: no podemos hablar de salud mental ajustada, cuando no hay un entorno en el que ajustarla.

 

Revisada y matizada la definición, se puede plantear que la salud mental se entienda como “el fundamento del bienestar individual y del funcionamiento eficaz de la comunidad” (OMS, 2018). Ambos, individuo y comunidad, se vinculan desde una perspectiva amplia: las personas contribuyen a sus comunidades con sus capacidades de forma productiva, mientras que las comunidades proporcionan los espacios y recursos necesarios para el desarrollo de experiencias de interacción social. Personas enfermas generan comunidades enfermas; comunidades enfermas, enferman a sus miembros.

En este sentido, es interesante repensar la revisión que Carles Ariza hace sobre la manifestación de la salud mental en el ámbito de las relaciones interpersonales y, por tanto, comunitarias. Según este autor, nos encontraríamos con tres diferentes manifestaciones vinculadas a la salud mental:

  1. Situaciones de gran sufrimiento o pesar para las personas. Momentos vitales en los que las personas están sometidas a una alta intensidad de estrés y no encuentran en su entorno, los recursos o apoyos necesarios para su gestión. Estaríamos hablando de personas en situación de riesgo psicosocial, que se define como la probabilidad de que un evento traumático exceda un valor específico de daños, en términos sociales y de salud mental (OMS, 2016: p. 2).
  2. Situaciones vinculadas con trastornos mentales leves. Patologías mentales iniciales o leves que cursan con sintomatología de baja/media intensidad y que permiten mantener las actividades básicas de la vida diaria con una dificultad baja o media (trastornos leves de ansiedad, trastorno depresivo menor, angustia, etc.).
  3. Situaciones vinculadas con trastornos mentales severos. Patologías mentales que, por su gravedad o intensidad, se convierten en enfermedades limitantes y, hasta cierto punto incapacitantes para las personas (trastornos de personalidad, brotes psicóticos, etc.).

 

La diferenciación que señala este autor es muy relevante si queremos entender de forma amplia el impacto de la salud mental en la vida de las personas y, más concretamente, si queremos proponer alternativas para aquellas poblaciones más afectadas por la pandemia (la económica, la política, la social y la sanitaria).

Sin embargo, también deberíamos poner la mirada sobre un elemento clave: ¿cuántas de las reacciones anormales que presenta la población, son indicadores de patología mental, y cuántas son reacciones normales a una situación anormal? Siguiendo la valoración que la OMS hace sobre esta cuestión, el impacto psicosocial de una pandemia puede incrementar la aparición de TSM en la población en base a su vulnerabilidad. Sin embargo (…), no todas las condiciones mentales que se presenten podrán calificarse como enfermedades; muchas serán reacciones normales ante una situación anormal (OPS/OMS, 2016, p.3).

Visto así, se podría plantear la siguiente cuestión: ¿es el impacto psicológico fruto de la COVID19 una reacción normal a una circunstancia claramente anormal, o realmente hay motivos para creer que se ha producido un incremento generalizado de los TSM?

 

3.- ¿Qué impacto ha tenido la COVID-19 sobre la salud mental de la población?

Diferentes investigaciones ahondan en el intenso impacto psicológico que ha tenido la COVID19 en la población, generando una sintomatología de intensidad variable. Sandín et al. (2020), por ejemplo, han desarrollado un estudio que sugiere que la pandemia tiene un efecto pernicioso sobre el bienestar emocional de las personas, con un posible impacto sobre los niveles de ansiedad, estrés postraumático, preocupación patológica, y problemas de sueño (p. 16). Pero estas consecuencias sobre la salud mental parecen no haber sido equivalentes en todo tipo de hogares. Así, según algunos autores, los hogares más próximos al espacio de la exclusión han sido más afectados también en el ámbito de la salud mental. Así lo muestran Parrado y León quienes concluyen que son las poblaciones con menos ingresos y mayor densidad de población en la vivienda, quienes han sido más afectadas por la pandemia desde un punto de vista psicológico (2020, p.13). El Observatorio de la Realidad Social de Cáritas señala que el empeoramiento de la salud mental en los hogares a los que Cáritas presta algún tipo de atención se manifiesta vinculado a diferentes experiencias vitales: inseguridad hacia el futuro, dificultad para gestionar la ausencia de ingresos, agotamiento por la pandemia, deterioro de las redes de apoyo social, etc. (2021, p.28).

No es una sorpresa constatar la incidencia que estas dificultades tienen sobre la salud mental en los hogares más vulnerables. Ya sabíamos que existe una correlación positiva entre los procesos de exclusión social y la aparición de problemáticas de salud mental: los problemas de salud mental son mayores en los hogares que se encuentran en situaciones más intensas de exclusión. Así lo constatan Flores y Ubrich (2014), quienes aseguran, que entre las víctimas de la pobreza y las privaciones es mayor la prevalencia de trastornos mentales o depresión. Esta mayor prevalencia puede explicarse por la acumulación de causas de trastornos mentales entre los pobres, así como por la transición de los enfermos mentales a la pobreza (p. 82). Es decir, son los hogares más vulnerables los que tienen unas tasas más altas de afectación en el ámbito de la salud mental. Haciendo una revisión de los datos obtenidos por el VII y el VIII Informe FOESSA vemos que, mientras que en 2013 la brecha entre los hogares excluidos y los integrados que presentaban un trastorno de salud mental era de 8,7 puntos porcentuales (17,4% hogares excluidos- 8,7% hogares integrados), en 2018 la brecha entre hogares en exclusión y hogares en integración con presencia de TSM se amplía hasta los 9,4 puntos porcentuales (17% hogares excluidos- 7,6% hogares integrados). No deja de ser significativo que esta brecha se haya incrementado de un año en situación de crisis económica (2013), a un año en situación de bonanza económica (2018), cuando lo natural sería que las dificultades mentales se incrementaran en la adversidad y se redujeran en la bonanza.

 

Gráfico I: Evolución de la presencia de TSM en los hogares

Fuente: Elaboración propia a partir de datos de EINS FOESSA 2013 y EINS FOESSA 2018

 

Siguiendo lo planteado por Parrado y León, aunque sin datos actualizados con los que poder continuar la línea comparativa, podríamos plantear que los datos sobre la presencia de TSM en los hogares durante los años 2020 y 2021 se habrá incrementado. Sería también lógico pensar, que el impacto de la pandemia sobre la salud mental también haya afectado más a los hogares situados en el espacio de la exclusión, que a los que están más integrados. Y podríamos continuar elaborando nuestra hipótesis sobre la base de que este incremento será significativamente mayor ya que los hogares más vulnerables han sido más afectados en casi todos los ámbitos de la vida: economías más ajustadas, más situaciones de privación o mayor intensidad en las mismas, puestos de trabajo más irregulares o precarios, mayor dificultad para el acceso a los recursos educativos y sanitarios, brecha digital que limita el desarrollo formativo y/o laboral, una red social de apoyo menos sólida…

Será cuestión de más tiempo e investigaciones contrastar si estas hipótesis se cumplen. Los datos proporcionados por diferentes entidades del tercer sector sí confirman este mayor impacto en los hogares vulnerables, tanto en extensión, como en intensidad. Así, por ejemplo, el último informe del Observatorio de la Realidad Social de Cáritas (2021) indica que “es en el ámbito psicológico y emocional donde la crisis está teniendo más impacto. (…) la tensión y la ansiedad por las dificultades económicas, de convivencia y de incertidumbre ante el futuro deben estar afectando a un gran número de hogares. De hecho, un 60% de los informantes señalan que el estado psicoemocional de los miembros de su hogar ha empeorado en los dos últimos meses”(p. 23). A la vista de estas circunstancias, el papel de los poderes públicos y el tercer sector es aún más determinante en la lucha contra la desigualdad social y sus efectos, también en su vinculación con la salud mental. Solo desde una acción social coordinada se podrá proteger a los hogares vulnerables del impacto que la pandemia está y seguirá teniendo sobre la salud.

Por tanto, cobra sentido reflexionar y debatir sobre el papel de la acción social en la prevención de las patologías mentales, incluyendo en esta prevención, tanto reducir factores de riesgo, como potenciar factores que se hayan identificado como una protección.

 

4.- ¿Cuál es papel de la acción social en la prevención de la patología mental?

Es difícil señalar un único papel de la acción social en la prevención de la patología mental, cuando sabemos que desarrollan muchos y muy diferenciados. Actualmente coexisten diferentes tipos de proyectos de acompañamiento a las personas con patologías mentales, que se configuran desde diferentes ámbitos de acción: laboral, psicológico, de crecimiento personal, de apoyo intrafamiliar, de vinculación social o comunitaria, de desarrollo de habilidades sociales y/o de relación, etcétera. En todos ellos, se hace un acompañamiento holístico a las personas a quienes presentan una patología mental de intensidad variable.

En cualquier caso, y con el objetivo de motivar el diálogo y el debate, nos animamos a proponer a continuación tres funciones esenciales que la acción social desarrolla (y debe desarrollar) en la prevención de TSM de los hogares.

  1. Prevención. Siguiendo la categorización presentada por Ariza, cabría pensar que una de las funciones de la acción social en el ámbito de la salud mental es evitar que las personas con un sufrimiento psicosocial intenso den el salto a la patología mental (bien leve, bien grave). Impedir este salto, bloqueando la patologización de la población más vulnerable, es un elemento de gran protección para los hogares. Es momento de reconocer que la salud (también la física, pero especialmente la mental) ha sido la gran damnificada de un modelo sociosanitario que minimiza la trascendencia de la prevención y que interviene (en ocasiones, a mínimos) ante la presencia de la dificultad. La crisis social, relacional y económica producida por la COVID19 pone sobre la mesa un problema de gran impacto en nuestra acción social: nuestros modelos de acompañamiento, nuestros estilos de intervención y nuestras dinámicas relacionales estaban diseñadas, mayoritariamente, para personas mentalmente «sanas».

Parece que esta cuestión ha conllevado que, en ocasiones, hayamos funcionado como compartimentos estancos: derivándose la acción psicológica a los profesionales especializados, como es razonable; y asumiéndose desde la acción social, la parte de acompañamiento en el sufrimiento psicosocial, como es razonable. La relación entre ambas tipologías de profesionales ha sido más compleja y pudiera ser que, aunque se conozca la necesidad y potencia que tiene en la vida de las familias la integración de lo social y lo sanitario, no se hayan posibilitado las estrategias o las estructuras necesarias para ello desde la coordinación institucional.

El hecho es que se puede evitar que los individuos lleguen a la patologización si la acción social reconoce, legitima y acompaña el sufrimiento personal como parte de la salud del individuo y no exclusivamente, como una forma de afrontar las dificultades. De esta forma, la acción social protegería la salud de las personas apoyando en la búsqueda de los recursos/servicios/habilidades/estrategias necesarias que impidan que se cruce la línea hacia la enfermedad mental.

  1. Acción. El planteamiento anterior no supone limitar nuestras prácticas de acompañamiento a personas con una patología mental: al contrario. La acción sociosanitaria debe entenderse como una ecuación donde, tanto la acción sanitaria, como la social, tengan el mismo peso y la misma pertinencia. Los diferentes proyectos de acompañamiento comunitario a personas con TSM dejan de manifiesto el gran potencial que la acción social tiene para el soporte de las personas y los hogares con estas dificultades. Es decir, desde la acción social es imprescindible seguir apoyando y acompañando a las personas que ya presentan una patología mental, impidiendo que éstas se desarrollen con agravamiento de sintomatología o en condiciones de soledad o aislamiento, lo que dificultaría su manejo y gestión.

La presencia, participación y vinculación de las personas con TSM en los diferentes servicios de acción social es un elemento protector, que permite avanzar en la génesis y desarrollo de redes de soporte comunitario, tan necesarias a la vista de las circunstancias actuales.

  1. Sensibilización y denuncia. Por último, pero con una importante trascendencia, se puede plantear una última función que tiene que ver con hacer visibles y denunciar las dificultades a las que se enfrentan las personas con un TSM. Sigue existiendo un gran tabú sobre la presencia de TSM en los hogares, que se interpretan como algo vergonzante que genera gran estigma social. La estigmatización, en este caso, entendida como un proceso de construcción social que se manifiesta a través de estereotipos, prejuicios y discriminación (González, 2019, p.39). Y es en este proceso de estigmatización donde la acción social tiene su mayor tarea: rompiendo estereotipos, con formación; reduciendo prejuicios, con oportunidades de encuentro y experiencias de relación; y frenando la discriminación, con acciones significativas y presión política y social.

El desarrollo de acciones integradoras desde estas tres categorías abre una forma diferente de entender la acción social en el ámbito de la salud mental, necesaria para acometer las importantes tareas que surgen fruto del impacto ha dejado la pandemia en la salud mental de la población.

 

En conclusión

El objetivo de este trabajo era proponer una nueva articulación de las funciones desarrolladas por la acción social en el ámbito de la salud mental. Y esta articulación permite que la acción social se convierta no sólo en una figura de acompañamiento, sino también un elemento más de protección con el que cuentan los hogares.

A la vista de los datos, podemos afirmar que las épocas de crisis incrementan la presencia de TSM en los hogares vulnerables, pero las épocas de bonanza no reducen esta presencia. Al igual que ocurre con otros ámbitos de la vida (el empleo, el aislamiento, la pérdida de derechos…), en salud mental lo que se pierde, no se recupera. Parece que, cuando un TSM llega a un hogar vulnerable, lo hace para quedarse. No contamos con las estrategias/prácticas necesarias para apoyar a los hogares e impedir la cronificación.

Cabe suponer, por tanto, que los próximos años seguiremos detectando una mayor extensión en la presencia de TSM entre la población más vulnerable. Cada vez un mayor número de personas pasará de un sufrimiento, con el que pueden convivir, a una enfermedad que limita aún más, sus posibilidades de salir adelante. La cronificación de la enfermedad mental, las dificultades en el acceso a los servicios médicos especializados, las dificultades para adquirir los tratamientos…complican las dificultades de los hogares y funcionan como un lastre que impiden a las personas dar el salto que les permita avanzar.

En los últimos meses hemos podido observar que las visiones parcializadas de la acción no apoyan, no sostienen y no acompañan a las personas. Aunque podemos plantear esta máxima a cualquier nivel, queremos concretarla en el tema que nos ocupa: la atención parcializada a las personas con un TSM no es una opción, si queremos evitar la mayor intensidad, extensión y la cronificación en estos hogares.

La acción social puede (y debe) tomar un papel más activo en la prevención de los TSM y la mejora de vida de las personas con una patología mental. Por ello, es necesario encontrar un encaje para que las prácticas sociales sean capaces de prevenir, apoyar, acompañar y denunciar estas situaciones desde una perspectiva integral y no parcializada. Es necesario que el planteamiento sociosanitario sea real y ejecutivo y no se pierda en un plan estratégico guardado en un cajón. Que lo urgente no nos haga perder de vista lo importante. La base de esta construcción es el diálogo y, en este diálogo, no podemos ser parte pasiva o reactiva. Es cierto que dos no hablan si uno no quiere, pero no es menos cierto que si se habla con criterio, pocos oídos son capaces de evadirse. Nuestras experiencias de vinculación con las personas con TSM, nuestro conocimiento del campo y nuestro fuerte compromiso social son nuestra mejor baza para esta construcción a la que nos urge la población más vulnerable.

Hablar de salud es hablar de la vida, de la capacidad de afrontarla y disfrutarla, señala Paco López. Hablar de salud mental, también. Es hablar de la vida, de sus experiencias para disfrutar y para sufrir. Es hablar de relaciones, de las que sanan y de las que enferman. Es hablar de empleo, de renta, de educación, de vivienda, de participación política, de vínculo social o de posibilidades para vincularse. Es entender qué emociones, relaciones, cuerpo, procesos cognitivos o interacción con el medio ambiente, afectan y se dejan afectar en un entramado de vínculos que sólo tiene sentido fragmentar y esquematizar para entenderlos mejor (…). Posiblemente, hablar de salud mental sea hablar de lo que otorga sentido a la vida, de lo que nos configura como individuos, de lo que nos permite la vinculación. Posiblemente, la salud mental sea el pilar sobre el que pivota la construcción del proyecto vital de las personas. Posiblemente, no tenga sentido parcelar la salud y observarla o intervenirla desde perspectivas reduccionistas.  (…) “insistir en una visión integrada de la salud mientras mantenemos actuaciones nacidas de una orientación claramente parcial o reducida de la misma”. Posiblemente, lo inteligente a nivel estratégico sea centrar las prácticas de acción social en potenciar y posibilitar una salud mental equilibrada, en la que el continuum disfrute-sufrimiento sea aceptado y pueda ser recogido, legitimado y acompañado. Porque no olvidemos que la percepción acerca de la propia vivencia subjetiva de la realidad tiene gran trascendencia en esa dimensión tan importante de la vida a la que llamamos felicidad.

 

Bibliografía

 

Número 8, 2021
Acción social

A propósito de la vivienda. Apuntes para una acción social transformadora

Mario Arroyo Alba y José Luis Graus Pina

Trabajadores sociales en Redes Sociedad Cooperativa

Puedes encontrar a Mario Arroyo, José Luis Graus y Redes Sociedad Cooperativa en Twitter.

 

La vivienda en la acción social es fundamental. No sólo hay que leerlo en clave de necesidad, sino también en clave de derechos. No todas las personas tienen garantizado ese derecho y sin embargo es fundamental para tener una vida digna. ¿Cómo podemos abordar esta cuestión con las personas afectadas, con las profesionales implicadas y con la sociedad en su conjunto?

 

Punto de partida

En el momento actual tener un trabajo no supone una garantía para escapar de la exclusión o de la vulnerabilidad. En concreto, casi 2,5 millones de personas con empleo (el 13% de la población empleada) no consigue abandonar su situación de pobreza relativa[i]. Del mismo modo, poder acceder a una vivienda completa o compartida tampoco es garantía de inclusión, siendo 1.300.000 los hogares que sufren inadecuación de la vivienda y casi 800.000 los que sufren inseguridad[ii]. Hablamos así de realidades de precariedad y de trabajos indecentes, pero también de viviendas poco dignas. Una combinación que refleja hoy la condición de vida de muchas personas.

Tener un techo bajo el que vivir no garantiza la seguridad y el afecto necesarios para muchas familias cuando es en condiciones inseguras o inadecuadas. Tampoco asegura la intimidad que va afianzando la personalidad, las condiciones básicas y mínimas para poder estudiar o descansar adecuadamente, o la construcción de un proyecto vital de presente y futuro. Las posibilidades de acceso a una vivienda y sus condiciones, al igual que el empleo u otro tipo de ingresos, nos ubican en un determinado lugar social que condiciona mucho nuestra existencia. Queremos profundizar en estas cuestiones y alcanzar algunas propuestas de cara a promover una intervención social en pro del cambio.

Un retrato de la situación

En los últimos tiempos las medidas restrictivas derivadas de la pandemia por COVID19, como el confinamiento domiciliario, han evidenciado sobremanera la importancia de contar con una vivienda digna y segura. En el trabajo que realizamos desde REDES, y también a través de las pantallas de nuestros dispositivos, hemos podido comprobar de cerca las grandes desigualdades existentes en materia de vivienda entre clases sociales. La pandemia nos ha introducido virtualmente en el hogar de los demás y estas diferencias en las condiciones de habitabilidad han sido retratadas a nivel global. Al margen del impacto de la propia enfermedad y de la vivienda como factor de riesgo, el confinamiento durante muchos días en casas pequeñas, en estado precario, con déficits en los servicios y las instalaciones, o en condiciones de hacinamiento, se ha indicado como fuente de efectos adversos sobre la salud[iii]. Así, esta nueva crisis nos ha expuesto especialmente ante la conjunción de tres tipos de desigualdad[iv] (la desigualdad vital, la desigualdad existencial y la desigualdad de recursos) y nos ha demostrado literalmente que la desigualdad mata.

Pero el problema de la vivienda no es algo novedoso. Para los oprimidos, la vivienda siempre está en crisis debido a la subordinación de su uso social al valor económico[v]. Según esta lectura, actualmente la vivienda se encontraría ante los mayores niveles de mercantilización de la historia a nivel global como resultado de la combinación de tres procesos: desreglamentación, financiarización y globalización. Ya estuvo en el epicentro de la Gran Recesión en 2008 a través de la crisis hipotecaria y ha mutado adaptándose a los tiempos con la burbuja de los alquileres. En concreto, en nuestro país la vivienda continúa siendo un bien en el que se expresa una fuerte desigualdad social como consecuencia de la liberalización y de la financiarización, del desmantelamiento de las instituciones públicas en esta materia y de la venta de patrimonio público[vi]. Las secuelas extremas de este problema continúan más de una década después, como demuestran los 54.006 lanzamientos practicados en nuestro país en el pasado 2019[vii], siendo 14.193 como consecuencia de procedimientos de ejecuciones hipotecarias y 36.467 como consecuencia de procedimientos de la Ley de Arrendamientos Urbanos. Así, progresivamente, la vivienda se ha convertido en un factor prioritario de vulnerabilidad y exclusión.

Las dificultades para afrontar los costes de los alquileres o para acceder a una vivienda bajo este régimen se extienden al conjunto de la población, aunque las sufren especialmente las personas más vulnerables. De esta forma, en nuestro país hay 1.150.000[viii] niños, niñas y adolescentes que, viviendo de alquiler o mediante cesión gratuita, se encuentran en riego de pobreza. Según estos datos, 2 de cada 3 de los que viven en régimen de alquiler de mercado se encontrarían así en una situación de pobreza una vez deducidos los costes de la vivienda. ¿Cuáles son los detonantes concretos de este problema? Las principales causas que explican las dificultades actuales para acceder a una vivienda en el mercado del alquiler serían el aumento de demanda, la escasez de oferta, el mayor porcentaje de hogares en riesgo de exclusión en la fracción del mercado residencial y la debilidad y/o ausencia de políticas de vivienda social y de ayudas para afrontar los alquileres[ix]. Aún está por ver cómo evolucionará este problema próximamente como derivada de la crisis del coronavirus, pero podemos intuir un agravamiento debido a la merma de los ingresos y de la capacidad económica de las familias, al afrontamiento de las deudas como consecuencia del fin de las moratorias y a los futuros impagos.

En el territorio en el que REDES desarrolla su trabajo muchas familias tienen que invertir más del 70% de su renta disponible para poder acceder a una vivienda completa. En esta tesitura están actualmente un 40% de las más de 800 familias a las que acompañamos, que también tienen serias dificultades para acometer el resto de los gastos. No hay que olvidar que un 20% de las mismas se ven obligadas a compartir piso.

Los impactos de la crisis residencial

Estas realidades producen una serie de impactos que debemos explicitar:

A) Impactos psicológicos y afectivos. Sin duda, como comentábamos al principio, la vivienda es un factor que da, o debiera dar, seguridad y pertenencia. Cuando los precios del alquiler son altos, como es el caso, estamos constatando que un número no pequeño de familias cambian al menos una vez al año de vivienda, generándose así sentimientos de inestabilidad e inseguridad. Esa misma sensación se reproduce cuando son varios núcleos familiares los que conviven bajo el mismo techo y se carece de espacios propios suficientes para el desarrollo vital.

Cuando la vivienda es casa y no hogar también tiene consecuencias sobre la sensación de pertenencia y arraigo. Produce así un impacto emocional negativo que de un modo imperceptible afecta al progreso de las personas que lo viven, especialmente en el caso de niñas y niños, que siempre son el eslabón más frágil de la cadena.   ¿Cómo afecta esta situación a nuestra vida, a nuestro desarrollo, al crecimiento infantil, al proceso educativo, a las relaciones y a la convivencia? Podemos atestiguar que las familias que viven estas situaciones tienen un plus de estrés que, sin duda, condiciona su cotidianidad de forma importante.

B) Impactos socioespaciales y efectivos. La desigualdad y la exclusión en el ámbito residencial están influyendo en la segregación urbana y en la (re)producción de guetos. Están contribuyendo a transformar la cartografía de las grandes ciudades y a evidenciar así las viejas y las nuevas periferias[x]. También se están multiplicando los desplazamientos forzosos y la expulsión de los territorios, lo que produce una exclusión geográfica.

Propuestas y protestas

En clave crítica y autocrítica nos gustaría recoger y proponer algunas alternativas de actuación.

A) La primera tiene que ver con el enfoque con el que afrontamos el problema de la vivienda desde el ámbito de la intervención social, basado muchas veces en las necesidades y dejando en segundo plano los derechos. La vivienda no es solo un elemento esencial que garantiza la dignidad humana, es un derecho fundamental e irrenunciable reconocido a nivel estatal e internacional. Partir de esta premisa nos garantiza poner el foco de la responsabilidad de asegurar esta necesidad y este derecho sobre aquellas instituciones y agentes que deben hacerse cargo, y no sobre la espalda de las personas que sufren esta problemática. También nos permitirá identificar los factores determinantes y señalar los actores que participan activa o pasivamente de la crisis de la vivienda a través de su hipermercantilización.

B) La segunda propuesta va encaminada a demandar que la vivienda no sea tratada exclusivamente como una mercancía y a reivindicar su valor de uso, exigiendo que se produzcan los cambios estructurales necesarios (jurídicos, políticos, económicos) para ello, principalmente mediante el impulso de actuaciones públicas en materia de vivienda que no reproduzcan el modelo de regulación de los mercados de suelo, vivienda e hipotecario[xi] que a partir de la década de los 50 ha contribuido en nuestro país a generar esta crisis habitacional. Demandar así medidas[xii] urgentes basadas en la vivienda de titularidad pública, en la regulación de los precios de los alquileres o en la prohibición de los desahucios.

C) La tercera tiene que ver con impulsar, apoyar y/o difundir respuestas comunitarias o cooperativas frente a esta problemática que generen alternativas lo más sostenibles e inclusivas posibles y que pongan el acento en la desmercantilización.

D) La cuarta está basada en incidir sobre uno de los procesos básicos de la intervención social: la derivación. Usando así una perspectiva basada en activos y no sólo en recursos, mediante la recomendación de activos o prescripción social[xiii], que invita a participar de aquello que se encuentra en la comunidad y que produce bienestar. Esto puede servir para poner en contacto a personas que sufren la exclusión residencial con aquellos colectivos sociales o iniciativas comunitarias basadas en relaciones de apoyo mutuo, reciprocidad y solidaridad y que, además de afrontar problemas comunes, generan redes y vínculos que promueven el bienestar personal y la reducción de las desigualdades.

En definitiva, creemos que una intervención transformadora para afrontar el problema de la vivienda debe pivotar alrededor de tres ejes: el contexto social en el que nos estamos moviendo, las personas que tienen necesidad de una vivienda y los profesionales y entidades que trabajamos en lo social. La transformación se producirá de un modo justo si se producen movimientos en los tres ejes. De nada sirve que se produzcan cambios en la realidad de las personas, si en el contexto o en nosotras no se producen cambios de modo simultáneo.

Sin duda es necesario leer la realidad de la vivienda con una óptica más grande. Una vivienda estable y digna permitirá mejorar la seguridad y pertenencia de las personas, afianzar las oportunidades de vínculos, incrementar la salud de las familias y posibilitará un avance en otras cuestiones tales como el incremento de las competencias.

Este tema queda tremendamente abierto en este momento histórico que vivimos, tenemos pendiente un decreto del Gobierno en el que se buscará una solución para el tema de los desahucios y no solo para los generados en el tiempo de la pandemia. La regulación del mercado del alquiler, la convivencia en determinados lugares marcados por la vulnerabilidad. Todo ello y más cuestiones, sin duda, son los retos que nos toca emprender de modo permanente.

 

[i] Fundación FOESSA. “Vulneración de Derechos: Trabajo decente”. Focus, 2020.  https://caritas-web.s3.amazonaws.com/main-files/uploads/sites/16/2020/10/Focus_Trabajo_Decente_Octubre-2020.pdf

[ii] Fundación FOESSA. “Vulneración de Derechos: Vivienda”. Focus, 2019. https://caritas-web.s3.amazonaws.com/main-files/uploads/sites/16/2019/06/Focus-Vivienda-FOESSA.pdf

[iii] Marí-Dell’Olmo, M., et. al. “Desigualtats socials i Covid-19 a Barcelona”. Barcelona Societat. Revista de coneixement i anàlisi social, 26, 2020; pp. 46-52.

[iv] Therborn, G. La desigualdad mata. Madrid: Alianza Editorial, 2015; p. 58.

[v] Madden, D. y Marcuse, P. En defensa de la vivienda. Madrid: Capitán Swing, 2016; pp. 35-63.

[vi] García Pérez, E. y Janoschka, M. “Derecho a la vivienda y crisis económica: la vivienda como problema en la actual crisis económica”. Ciudad y Territorio, 188, Ministerio de Fomento, 2016, pp. 213-228.

[vii] Fuente: Consejo General del Poder Judicial.

[viii] Fuente: Alto Comisionado Contra la Pobreza Infantil, a través de datos de 2018 de la ECV del INE, 2020.

[ix] Arrondo, M. y Bosch, J. “La exclusión residencial en España”. VIII Informe FOESSA. Documento de trabajo 3.3. FOESSA, 2019; pp. 5.

[x] Ávila, D. et al. (Observatorio Metropolitano). “Órdenes urbanos: centros y periferias en el Madrid neoliberal”, en Grupo de Estudios Antropológicos La Corrala, Cartografía de la ciudad capitalista. Transformación y conflicto social en el Estado español. Madrid: Traficantes de Sueños, 2016.

[xi] López, I. y Rodríguez, E. Fin de ciclo. Financiarización, territorio y sociedad de propietarios en la onda larga del capitalismo hispano (1959-2010). Madrid: Traficantes de Sueños, 2010; pp.265-313.

[xii] ONU. Directrices para la Aplicación del Derecho a una Vivienda Adecuada. Informe de la Relatora Especial sobre una vivienda adecuada como elemento integrante del derecho a un nivel de vida adecuado y sobre el derecho de no discriminación a este respecto, 2020. https://undocs.org/es/A/HRC/43/43

[xiii] Observatorio de Salud de Asturias. Guía ampliada para la recomendación de activos (“prescripción social”) en el sistema sanitario. https://obsaludasturias.com/obsa/wp-content/uploads/guia_ampliada_af.pdf

 

Diciembre 2020
Acción social

Impacto, afectaciones y consecuencias de la COVID-19

J.  Maymí

Técnico del Observatori Diocesà de la Pobresa i l’Exclusió Social de Girona

 

Estudio cualitativo realizado en base a entrevistas en profundidad con mujeres participantes de Cáritas con el objetivo de conocer el impacto de la COVID-19 en su vida cotidiana.

 

El año 2020 marcará un antes y un después. Es como si socialmente nos encontráramos en un cruce de caminos, completamente paralizados por una capa húmeda de invisibilidad impenetrable para los ojos humanos, sin saber qué hacer. La pandemia del coronavirus de 2019-2020 es esta niebla. Estamos inmersos en un momento de cambio, un proceso que nos sitúa en una especie de dimensión desconocida, un período de transición incierto y encarado hacia un nuevo equilibrio que está comportando quebrantamientos y rupturas, duelos y pérdidas. Es como si nos dirigiéramos hacia un horizonte desconocido, vulnerables, perdidos en medio del océano en una barquita modesta y sin rumbo.

En contextos tan extremos y excepcionales como el actual, es fácil que puedan emerger situaciones equiparables a algunos de los elementos siguientes:

A.- Los canales de acceso a la salud pública se pueden ver alterados por razones de naturaleza diversa, al menos temporalmente, circunstancia que puede comportar más obstáculos y barreras de accesibilidad a unos servicios universales básicos y de primera necesidad, así como una disminución de su eficacia y calidad.

B.- Es posible que haga acto de presencia la idea del chivo expiatorio, la estigmatización del otro, del extraño, producto en la mayor parte de los casos de un exceso de información que se podría traducir, sencillamente, con una convivencia con la desinformación.

C.- El umbral hacia la universalización de la vulnerabilidad está cada vez más cerca y las consecuencias son previsibles, es decir, más situaciones de riesgo entre los sectores poblacionales en exclusión social y, al mismo tiempo, una sensible ampliación de los sectores poblacionales en situación de vulnerabilidad o de exclusión.

D.- En situaciones críticas y extremas, sale lo mejor y lo peor de las personas. Los cambios de hábitos y cómo inciden en los comportamientos son un aspecto importante a tener en cuenta. Es posible que la tendencia que se va imponiendo dificulte cada vez más la capacidad de interrelaciones físicas y de proximidad entre las personas, incrementando las barreras relacionales en sectores poblacionales cada vez más significativos.

E.- El papel que las nuevas tecnologías tienen en nuestras vidas es determinante, y nada nos indica que esta presencia se pueda revertir. La convivencia con la virtualidad se acentuará aún más para convertirse en un obstáculo para unos y un reto para otros, pero que ya nadie puede rehuir.

Ante esta situación, entre los meses de mayo y julio del presente año, desde el Observatori Diocesà de la Pobresa i l’Exclusió Social de Girona se realizaron un total de 14 entrevistas en profundidad a mujeres participantes de Cáritas, con el objetivo de conocer el impacto de la COVID-19 desde ópticas diferentes, buscando esta incidencia tanto a nivel familiar como en relación con la vivienda, la situación laboral, económica y a la capacidad de tener (o no) aseguradas las necesidades básicas, sin olvidar la dimensión relacional y la salud.

La totalidad de las entrevistas son los relatos de mujeres adultas, todas ellas en edad productiva, y que comparten dos denominadores comunes que se han escogido a modo de precondición para poder hacer las entrevistas. La primera es que se ha procurado garantizar un nivel comunicacional óptimo. La segunda es que fueran mujeres emprendedoras, es decir, con un objetivo personal y laboral inequívoco que trasciende su rol procreador y familiar.

Entre las observaciones de las informantes y en relación con la composición de los hogares y el estado de las viviendas se pueden destacar dos grandes tendencias. Una primera es que se intuye un incremento de la cohesión familiar y de la solidaridad interna en aquellos hogares formados por personas con relaciones de parentesco. Por el contrario, aquellos hogares compuestos por personas sin relaciones de parentesco no experimentan esta misma reacción vinculada a la cohesión, donde sus miembros tienden hacia un modelo de vidas paralelas –sin desatender reciprocidades de solidaridad interna para cuestiones básicas de la vida cotidiana. Así mismo, la constitución y permanencia de estos hogares es de naturaleza temporal y efímera.

Las semanas de confinamiento han hecho más visibles las limitaciones y deficiencias –en el caso de haberlas– de la vivienda, así como los hándicaps y limitaciones del entorno urbano. Una de las tendencias que se intuyen es que, entre aquellos que se lo pueden permitir, su proyecto más inmediato es el de cambiar de vivienda. La pandemia no solo ha mostrado los puntos débiles del piso o de la casa donde se vive, sino que se empiezan a percibir los inconvenientes y riesgos que comporta vivir en las áreas urbanas. Algunas de las informantes manifiestan que su mirada no solo afecta a la vivienda, sino también a la ciudad, valorada ahora negativamente, de manera que el nuevo interés se centra en el extrarradio urbano y, también, en el mundo rural.

Sobre la situación laboral y económica de los hogares, uno de los aspectos que se constata es una tendencia a la baja de los ingresos antes de la COVID-19 y los que se computan en el momento de la entrevista, si bien esta dinámica no compromete, en ningún caso, a asumir los gastos básicos mensuales de cada vivienda. Esta es la tendencia general, pero también es cierto que durante las semanas de confinamiento hay quienes han trabajado más y han incrementado los ingresos. Una posible hipótesis explicativa en relación con estos casos y que se tendría que poner a prueba es que las personas con una situación laboral poco estable y condicionada por la temporalidad han visto multiplicar sus posibilidades de trabajo, pero también es cierto que han tenido que asumir riesgos de contagio más elevados derivados de esta actividad.

Otra fenomenología a destacar, en el caso de las personas que siguieron trabajando o que en el transcurso de las semanas de confinamiento acabaron perdiendo el trabajo, es el nivel de afectación que la pandemia ha evidenciado en los centros de trabajo –transversalmente–, la falta de reacción, la emergencia de las deficiencias organizativas, así como una combinación entre desprotección y provisionalidad que han experimentado las personas empleadas, al menos durante las primeras semanas de confinamiento. Estas situaciones han afectado, en mayor o menor medida, psicológicamente en el estado anímico a las personas que han trabajado bajo presión, desprotegidas y en condiciones adversas.

La frustración y la impotencia que se respira a causa de la pandemia en algunas entrevistas hay que atribuirla, también, a la interrupción temporal y/o la ralentización de las tramitaciones de permisos de trabajo, solicitudes de ayudas, entre otras gestiones. La sensación a la hora de expresar esta situación es similar a la de una especie de congelación, una parálisis de las instituciones, ya que se percibe un impasse / silencio institucional y administrativo que está provocando angustia y preocupación.

Si tomamos el universo de las mujeres entrevistadas, la brecha digital es prácticamente inexistente. Las personas que no tienen aptitudes y conocimientos telemáticos suficientes –solo en dos casos– tienen recursos para suplirlos y pedir ayuda –una ayuda que puede ser remunerada. Con más o menos dificultades, los 14 hogares hacen un uso habitual de las nuevas tecnologías y en algún caso se han beneficiado de la ayuda de la escuela para tener los dispositivos necesarios. La tendencia que se deriva de esta muestra es que hay un volumen significativo entre los participantes de Cáritas en general que están familiarizados con las nuevas tecnologías y las utilizan habitualmente, a veces con deficiencias y dificultades en relación con el estado de móviles, tabletas y/o ordenadores.  

Una percepción recurrente derivada del efecto de las semanas de confinamiento y a la entrada de las diferentes fases de apertura, es que hay personas que se han acostumbrado a la reclusión, creando un mundo propio, reducido, limitado, pero acogedor y suficiente para ir tirando. Este fenómeno se ha traducido en que es presumible que un número significativo de personas no haya tenido prisa por salir de casa y hacer vida social, no tanto por tener miedo de sufrir las consecuencias de una posible infección a causa del coronavirus, sino por el simple hecho de abandonar una zona de confort que sigue percibida como un recurso vigente y activo. Esto provoca que para algunas las salidas ya no sean como antes, son más cortas, y para otras son menos frecuentes, mientras que también hay quienes se han resistido a salir tanto como han podido.

Si la incidencia de este fenómeno cristaliza y se convierte en significativo a nivel social, es evidente que incidirá en otra de las tendencias que se desprenden de las entrevistas, y es que ha habido una disminución del abanico de opciones tradicionales y cotidianas asociadas a la sociabilidad personal y directa mientras que, paralelamente, la práctica de las comunicaciones entre las personas mediante las nuevas tecnologías experimenta un incremento evidente.

Hacia dónde conduce todo ello hoy por hoy es una incógnita. Con los datos reunidos hasta el momento, todo parece indicar que en los próximos meses se entre en una situación de riesgo que comporte un aumento notable de los índices de aislamiento social. Según las reflexiones que aportan las informantes en relación con sus redes relacionales, la verdad es que no está claro si estas tienden a aumentar o a disminuir, lo que sí que está claro es que, primero, por regla general las informantes cuentan con unas redes relacionales débiles fuera del ámbito familiar, a veces inexistentes, y segundo, también se puede afirmar que la afectación de la pandemia no ha contribuido, en ningún caso, a incrementarlas.

Un tema que ha sorprendido en las entrevistas y en el análisis comparativo resultante es la poca incidencia que han tenido los contagios de la COVID-19 entre las participantes y su red relacional más próxima. La mayor parte, como mucho, han sabido de casos de personas conocidas más allá de su círculo más íntimo. Hasta el momento en que se hicieron las entrevistas (mayo a julio 2020) la incidencia de contagios en el círculo más restringido fue prácticamente inexistente. Es muy probable que una segunda ola de entrevistas a las mismas mujeres podría variar los resultados ya que, a partir del mes de septiembre la incidencia de contagios se extiende sin signos de remitir.

Viendo la situación social que supuestamente está generando la pandemia del coronavirus en la recta final del año, cuando algunas de las informantes hablaban de temores relacionados con la estabilidad de su salud mental en caso de prolongación temporal incierta de la crisis sanitaria, lo lógico es que estén a las puertas de una situación personal y familiar cada vez más delicada. El riesgo de la vulnerabilidad de los hogares es más elevado y preocupante cada día que pasa.

 

Noviembre 2020
Con voz propia

Sociología del confinamiento

Voiced by Amazon Polly

Antonio Izquierdo

Catedrático de Sociología de la Universidad de A Coruña

 

 

Esta es una reflexión sobre las heridas que infringe a la sociedad el coronavirus. La hago desde el confinamiento en un piso. La puerta y el balcón son mis observatorios. Los enfoco hacia dos fundamentos de la vida social: el principio de igualdad y el de comunidad. El primero nos acerca; y el segundo nos vincula.

Al cabo de una semana de encierro suena el timbre y abro. Es el repartidor del supermercado. Me trastorno, y siento que por la puerta está entrando el contagio. En ese instante, no veo a la persona, pero me altero ante el virus invisible. El miedo corre más rápido que la vista y la razón. Me calmo, y reparo en que el recadero es un joven inmigrante suramericano.

¡Deja los paquetes ahí afuera, no pases!

La compra la hicimos a través de internet. Una herramienta que segmenta y excluye a una parte de la población. Tal y como ocurre con la epidemia que nos asola. Esta infección es una de las enfermedades contagiosas que se asocian con la pobreza. Antes que la medicina diera con el remedio, nuestros antepasados vencieron a estas pandemias mejorando la alimentación, la pureza del agua y la calidad de las viviendas.  Nos creíamos inmunes.

Me alarga el recibo de la entrega. Reparo en que no lleva mascarilla ni guantes (en la segunda entrega ha venido más protegido). Lo firmo, le doy las gracias, y cierro. La realidad es que por la puerta se ha asomado la desigualdad social, es decir, una vida cargada de riesgos. El repartidor pertenece a la clase de los trabajadores vulnerables de servicios necesarios. Ellos se encaran a diario con el virus a cambio de un salario esquelético, mínima seguridad laboral y, hasta hoy, nulo reconocimiento. No alteraremos la jerarquía de prestigio de las ocupaciones. ¿Enfermeros o futbolistas?

Está apareciendo una estratificación social vinculada al riesgo. Formo parte de la clase de los confinados seguros. Muchos, y desde esta crisis, cada vez seremos más, teletrabajamos en casa y, a finales de mes, recibimos la paga en nuestra cuenta bancaria. No tenemos necesidad de exponernos al contagio. Me encuentro entre los 5,8 millones de hogares confinados en los que viven dos personas. Hemos reorganizado los espacios y las tareas de reproducción en el hogar: comidas, limpieza y conciencia de que dependemos uno del otro y debemos cooperar.

Después están los confinados de riesgo. Señaladamente dos millones de hogares habitados por mayores que viven solos. En su mayoría son mujeres que aplauden a las ocho asomadas a las ventanas. Los afectos están lejos y les llegan por teléfono. Salen a comprar con el carrito. Van embozadas, pero se exponen al contagio por falta de red comunitaria. Por último, están los desarraigados, los extranjeros sin cobertura social. Guardan cola y distancia en la acera vacía esperando recibir comida.

No estoy entre los dos millones y medio de hogares que viven en menos de 60 metros cuadrados. A las ocho me asomo al balcón y lo que percibo es una comunidad ingrávida. Se apoya en aplausos y miradas lejanas. Durante unos minutos se siente un ethos comunitario. La distancia antisocial que se está imponiendo es una puntilla para la comunidad humana. Sin roce, sin abrazo, sin reunión, manifestación, ni conversación cálida. Esta epidemia está debilitando la cultura fraternal. El principio de la vida comunitaria es el antimercado, la ayuda desinteresada, la cooperación sin recibir moneda. ¿Cómo ayudar sin acercarnos?

El móvil y el ordenador nos han servido para skypear con la familia y los amigos. Nos vemos y hablamos sin tocarnos en lo que se denomina una comunidad virtual. La informatización de la sociedad nos aísla, nos deshumaniza y, contra la apariencia, acrece la desigualdad social. La enorme concentración de poder que rige el capitalismo digital fortalece la burocracia, succiona la democracia y desintegra la comunidad humana. Es necesario, tras el confinamiento, rediseñar un puerta a puerta vecinal. Embuzonando la información de proximidad y tejiendo redes de cercanía cargadas de sensaciones y sentidos.

La comunidad es una malla de provisión mutua. Por eso, una sociedad es más rica cuánto mayor es la acumulación de vínculos generosos; y más pobre, cuánto más dominan los intereses viles. La pandemia del COVID-19 no es selectiva, pero la sociedad sí que lo es y eso explica los distintos grados de exposición a los virus sanitarios y tecnológicos. Por ahora, este enclaustramiento nos ha partido en cuatro clases: los confinados seguros, los expuestos necesarios, los confinados vulnerables y los desarraigados.

La sociología del confinamiento es un apunte sobre los riesgos que conlleva la sociedad hacia dentro y, por extensión, la comunidad virtual. Ambas experiencias potencian la práctica del ensimismamiento, sin generación ni pasado. Pero la sociedad es un haz de reciprocidades, no el homo clausus.

 

Número 5, 2020
A fondo

¿De una democracia precaria a un estado de “excepción democrática”?

Sebastián Mora Rosado

Universidad Pontificia Comillas

 

El riesgo que algunas características de los estados de excepción se conviertan en permanentes pueden convertirse en una técnica habitual de los gobiernos. Visibilizar la voz articulada de las personas en exclusión es levantar la excepción democrática de los ámbitos de mayor vulnerabilidad.

 

Estamos viviendo una situación singular como humanidad. Una situación excepcional que se ha convertido en un fenómeno totalizante. Afecta a nuestra salud; a las relaciones sociales; a la economía y la política; a la vida familiar; a nuestra forma de relacionarnos con Dios… Singularidad, excepcionalidad y totalidad que perturban nuestra condición existencial.

Es tan profunda la incertidumbre, que como sociedad estamos dispuestos a soportar pirámides de sacrificio, como contrapartida de un futuro inmune al virus. La lucha contra la pandemia, escenificada bajo una simbólica bélica, promete ganar la guerra al virus. El objetivo es vencer lo antes posible reconociendo, que como en todo contexto bélico, habrá enormes sacrificios. En un marco de guerra los gobiernos deciden que vidas merecen ser lloradas y cuales pueden caer en el olvido (Butler, 2010). Como el Angelus Novus de Klee, que Walter Benjamín simboliza como ángel de la historia, caminamos empujados hacia un futuro prometedor pasando por encima de las víctimas de la historia. El empuje hacia el porvenir nos hace inmunes al sufrimiento de las víctimas, que acaban siendo un precio necesario para llegar a la victoria final.

En este contexto, el establecimiento de un Leviatán sanitario, como sugiere Svampa (https://www.nuso.org/articulo/reflexiones-para-un-mundo-post-coronavirus/) puede hacernos temer la pérdida de músculo democrático, para caer en las manos de una nueva sociedad tecnodisciplinaria. Este fundado temor, nos hace olvidar que el pasado democrático ya poseía síntomas de una precariedad intensa. Además, si esta precariedad democrática la analizamos desde las personas en proceso de exclusión, sin temor a equivocarnos, podemos hablar de una auténtica excepción democrática. Si volveremos a regímenes totalitarios, con otras tecnologías de lo político, o profundizaremos en una democracia social está por ver. Ahora bien, desde la situación de las personas en proceso de exclusión, la excepción se hace permanente. Las personas en exclusión vivían en un estado de excepción democrática, antes de la pandemia, y todos los pronósticos dibujan una profundización de este escenario.

1. Los confines de la política

Esta guerra exige medidas excepcionales en todos los ámbitos: sanitarios, sociales, económicos, culturales y, como no, políticos. De hecho, vivimos bajo el estado de alarma desde hace semanas. Esta situación significa, de manera sintética, la concentración excepcional de poderes en el gobierno de la nación. Incluso, la primera declaración de estado de alarma es una prerrogativa del presidente del gobierno, que en sucesivas prórrogas ha de contar con la aprobación del Congreso de los diputados. En definitiva, el estado de alarma es una figura política que suspende la normalidad democrática para lograr el orden perdido. Es una figura político-legal de aquello que es muy difícil que tenga forma jurídico-política. Suspender el orden para restablecer el orden.

Carl Schmitt, en su Teología Política, acuña una definición, que se ha hecho punto central de la discusión en filosofía política, del soberano afirmando: es quien decide sobre el estado de excepción (2009:13). En el estado de excepción el soberano concentra toda la soberanía, que podía residir en otros ámbitos en situación de normalidad política. La pregunta que brota en esta situación es: ¿puede prolongar el estado de excepción sus tentáculos más allá de este tiempo interrumpido por la pandemia? Aquello que se nos presenta como excepcional y provisorio, ¿acabará convirtiéndose en una técnica habitual de gestión de los gobiernos?; ¿podríamos hablar de una suerte de estado de excepción permanente? Para algunos autores el estado de excepción viene siendo paradigma de gobierno desde hace años (Agamben, 2003) y se hace especialmente preocupante en la actualidad.

Esta realidad no es nueva. En el año 2016 escribían Julio Díaz y Carolina Meloni un texto, que parece un análisis sociológico de la actualidad más que una reflexión filosófica abstracta:

El fantasma de la enfermedad se hace presente y, con él, los dispositivos inmunitarios invaden todos los planos de lo social. Cuando el flagelo azota, las barreras profilácticas se vuelven imprescindibles: fronteras, cuarentenas, guetos, estado de excepción, militarización de la zona y control policial extremo son algunos de los dispositivos que van configurando el imaginario de nuestra nueva civilización y de la gestión que hacemos del peligro. La peste, recordaba Foucault, trajo consigo la creación del aparato policial para mantener el orden y la salud del tejido social. Las amenazas de las nuevas epidemias han originado una nueva policía más capilar y porosa. Se trata de combatir el contagio tanto del cuerpo individual como del social. Se vigila, observa, controla y aísla la amenaza interna a través del cercamiento y la compartimentalización de lo real (Díaz & Meloni, 2016:83).

En el imaginario ciudadano parece asentarse, con cierta naturalidad, la idea de que en tanto más cedamos nuestra libertad, más ágil y eficiente será la batalla contra el coronavirus. Ponemos a los gobiernos asiáticos como ejemplo de gestión eficiente, aunque puedan estar en duda ciertos criterios democráticos, como afirma Chul Han. La monitorización digital y analógica se presenta como modelo de gestión en tiempos de excepción. Medidas de vigilancia antiterrorista son aprobadas en algunos estados para hacer seguimiento a los pacientes de coronavirus aduciendo el estado de excepción. Vigilancia que ya no se modula únicamente sobre comportamientos, sino sobre emociones también. La prioridad es salvar vidas y, para conseguir dicho fin, es necesario desprenderse de ciertos ámbitos de protección de nuestra libertad.

Pero no solo cedemos nuestra libertad. También consentimos, en nombre de la vida, la expulsión y el desprecio por algunas vidas que no merecen ser preservadas. En el momento en que la vida se convierte en el valor por excelencia, el valor absoluto, al cual cualquier otro debe estar subordinado, se puede pensar que también el sacrificio de una porción de vida pueda ser necesaria para el desarrollo de este valor (Esposito, 2009:136). En nuestro Estado, hemos conocido como bajo el precepto de salvaguardar la vida, hemos despreciado la vida de muchas personas mayores que no han merecido ser lloradas.

La política se está encontrado con sus límites en los confines de la pandemia. El confín nos sitúa en el límite, la frontera y la ambigüedad. Sin embargo, es en esta tierra de nadie dónde podemos resignificar la política en estos tiempos de incertidumbre. El horizonte de la pandemia nos impulsa a la necesidad de preguntarnos por ese ámbito del nosotros que llamamos política.

Este nosotros, no acabamos de resolver si se ha consolidado en estos tiempos excepcionales o, más bien se ha debilitado. Para algunos autores, el miedo disuelve el nosotros. El estado de excepción difumina el nosotros gravemente.

El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte. De algún modo, cada uno se preocupa solo de su propia supervivencia. La solidaridad consistente en guardar distancias mutuas no es una solidaridad que permita soñar con una sociedad distinta, más pacífica, más justa (Chul Han).

Sin embargo, para otros autores la epidemia nos hace vivir como un solo organismo en su dinámica de defensa contra el virus. En tiempos de contagio somos parte de un único organismo; en tiempos de contagio volvemos a ser una comunidad (Paolo Giordano).

Sea cual sea la inclinación que demos a nuestros pensamientos es clara la apelación a repensarnos políticamente. Podemos decir con Balza, aludiendo a Foucault y su interpretación de Aristóteles, que no debemos olvidar que la política no es un mero artificio de un ser viviente que requiere de una existencia política. Más bien podemos decir que la persona, en el momento actual, es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente (Balza, 2013). En tiempos de excepción hay un extremo poder sobre la vida, que se oculta bajo discursos persuasivos de defensa de la vida. Como se han puesto en entredicho nuestras vidas, es urgente rescatar la política de las tentaciones totalitarias. Las epidemias acaban con el demos, como bien sabemos desde los griegos, y conforman una interrupción democrática tras la búsqueda de una inmunidad anhelada. La inmunidad exacerbada acaba convirtiéndose en un impulso de antidisolución que parece encontrar su réplica más que metafórica en esas enfermedades, llamadas precisamente autoinmunes, en las que el potencial bélico del sistema inmunitario se eleva a tal extremo que en determinado momento se vuelve sobre sí mismo en una catástrofe, simbólica y real, que determina la implosión de todo el organismo (Esposito, 2005:29). Y no podemos olvidar que las enfermedades autoinmunes también matan.

2. El retorno de la vulnerabilidad

Vivimos tiempos de tecnoutopía posthumana. Los avances del mundo digital y de la tecnociencia prometen un mundo feliz. Mundo que no descansa en ninguna de las utopías del progreso de la humanidad que habitan en el pensamiento político desde la Ilustración. Más bien, proclaman un cambio de paradigma que sustituye el Progreso como motor invisible de la historia por el modelo de Innovación, que promete un salto al futuro permanente de manera disruptiva y no progresiva (Coenen, 2016). Estábamos a un salto de liberarnos de este costoso mundo de la fragilidad, gracias a los permanentes avances innovadores, pero llegó el coronavirus.

Los diferentes transhumanismos o posthumanismos se presentan como una propuesta de revolución silenciosa y pacífica que nos iba a llevar a un mundo sin dolor, sufrimiento o enfermedad (Ferry, 2018).

Esta huida de la realidad hacia otras naturalezas sin mundanidad, se convierten en una aventura mítica en mucha de sus formulaciones. Como dice Riechmann el transhumanismo se convierte en un mito gnóstico que destruye toda posibilidad de construir mundo y, por tanto, de construir un nosotros. La tecnociencia parece prometernos una liberación de nuestra materia biológica y de nuestro devenir histórico para poder escapar de nuestra frágil condición humana. La búsqueda de un humano desencarnado convertido en pura información y codificación ciberbiológica se convierte en una utopía alcanzable. En este contexto, la pandemia llega para humanizar nuestra existencia. Somos más humanos de lo que pretendíamos: frágiles, interdependientes, necesitados de afecto y sentido existencial. En este tiempo interrumpido, irrumpe la condición humana mostrando su paradójica vulnerabilidad.

Para nuestro propósito político, en el marco de la pandemia, podemos valernos de dos conceptos de la filosofía política de Butler: precariedad (precariousness) y precaridad (precarity) (Butler, 2006). El primero alude a la universal vulnerabilidad que sufrimos los humanos. La esencia de lo humano está caracterizada por la fragilidad y debilidad. El segundo concepto expresa la condición vulnerable que sufren personas y colectivos que son excluidos y expulsados.

La precariedad es expresión de vulnerabilidad radical y en ella reside la condición humana (Butler, 2016). Si no aceptamos esta constitutiva precariedad, los humanos acabamos conformando entornos idealizados que excluyen a los más débiles (Nussbaum, 2007), negando las verdaderas capacidades que tenemos las personas. La vulnerabilidad (de vulnus, «herida») implica fragilidad biológica, dependencia y rela­ción. Ser vulnerable es estar expuesto a ser herido y no ser capaz de sobrevivir al margen de la hospitalidad de los otros (bien lejos de la utopía trasnhumanista). La condición humana, desde una antropología de la vulnerabilidad, no puede escapar a esta fragilidad e interdependencia.

La tecnoutopía posthumana que promete la liberación de la condición humana (Human Enhancement), destruye la vulnerabilidad que es condición sine qua non de un nosotros. La política es articulación transitoria de un nosotros precario que requiere de hospitalidad.

Esta constitutiva vulnerabilidad (precariousness) queda desbordada desde la perspectiva social y cultural cuando se vive como precaridad (precarity). Las condiciones de vida que sufren algunos colectivos, pueblos o personas expresan la absoluta inhumanidad de nuestro mundo. Personas al margen del bienestar mínimo, recluidas en círculos de explotación y exclusión, expropiadas de presente y de futuro llegando a convertirse en población expulsada y sobrante (Sassen, 2015). Son personas convertidas en cuerpos abyectos (Butler) y, por tanto, eliminables impunemente. Para estos seres abyectos, no hay promesa de felicidad. En la eugenesia de nuevo cuño (Ferry, 2018) se vislumbra una enorme preocupación por deshacerse de la precariedad, en tanto que vulnerabilidad esencial de lo humano, y pocas pretensiones de afrontar la precaridad como forma inhumana de convivencia.

Esta promesa de una vida alejada de la condición vulnerable, defendida por el transhumanismo, retorna en tiempos de pandemia como utopía de un mundo sin COVID-19. Una lucha contra la condición vulnerable. Lucha por la que nos desprendemos de nuestras esferas de libertad y busca inmunizarse contra todo peligro potencial. Ahora bien, lucha que sigue despojando a los más vulnerables y excluidos del derecho a la vida. Hay vidas que no merecen ser lloradas. Se presentan como seres eliminables (Homo Sacer). Como dice el papa Francisco hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes» (Francisco, 2013. nº 53).

Precariedad y precaridad (Butler) van siempre de la mano en la vida singular histórica. En los laboratorios del pensamiento podemos diseccionarlas, pero en los laberintos de la historia se despliegan hermanadas en la existencia concreta.

Sin duda, el COVID-19 nos afecta a todas las personas, pero de manera desigual. Todas las personas estamos expuestas al contagio, estamos aguantando el confinamiento y, además, las consecuencias sociales y económicas nos afectarán a todas las personas. Sin embargo, desde el punto de vista epidemiológico, el virus afecta más intensamente a algunos colectivos por edad o por patologías previas. La incidencia sobre las personas mayores está siendo de una violencia extraordinaria. La condición humana vulnerable tiene grados dependiendo del agente que incide sobre ella.

Además, la pandemia sanitaria es también una pandemia social (Mora, 2020), como es regla en todas las crisis independientemente de su origen. Tomando como ejemplo la dinámica de la llamada Gran recesión (2008) -que a tenor de los escenarios que se dibujan rebajará su calificativo- decíamos: la crisis nos afecta a todas las personas independientemente de su posición social. Es cierto, que el primer impacto fue bastante generalizado, pero inmediatamente empezó a concentrar sus efectos en las personas más vulnerables. Al comienzo de la crisis, en el año 2007, la población integrada era del 49%. Es decir, las personas que tenían una vida estable en lo social rondaban el 50% de la población. En el otro polo de la estructura social, el 6% de la población vivía en condiciones de exclusión severa. Si observamos los datos de 2018 vemos como las personas que viven en situación de integración plena están casi en el 49%, dato previo a la crisis, pero las personas en exclusión severa están dos puntos y medio por encima (8,8%). El orden llegó para los integrados, pero para los más vulnerables la exclusión se amplió. La exclusión se forjó más extensa, más intensa y crónica. Revelando, como siempre, que un lugar social desigual tiene consecuencias desiguales en el desarrollo de cualquier proceso social, económico o sanitario. Vivimos tiempos donde el riesgo a una excepción democrática es notoria. Pero, al igual que en otras crisis, podemos idealizar el punto de partida. En tiempos de excepción la vuelta a la normalidad parece como una vuelta al paraíso. Como si ansiáramos la vuelta a una sociedad que desplegaba un edén democrático permanente. Antes del COVID-19 nuestra democracia era un sistema político frágil y complejo.

3. Democracia precaria

En la última década del siglo XX aplaudíamos la llamada tercera ola de democratización (Huntington, 1993) y, sin embargo, estamos empezando el siglo XXI con una vuelta al puño de hierro[1]. La subida de la extrema derecha en países muy diversos entre sí (desde Noruega a Brasil, pasando por Alemania o España); los gobiernos impolíticos de países modelos de democracia liberal (Gran Bretaña o EEUU); la permanencia y extensión de países fallidos especialmente en África, muestran la compleja realidad política que vivíamos antes del coronavirus.

Son tiempos de una política frágil, precaria y compleja (Innerarity, 2015; 2020) a pesar de los giros autoritarios. En primer lugar, porque la gobernanza está atravesada por una complejidad aguda (Fernández-Albertos, 2017). La política pretende, con poco éxito, ser política territorial del Estado-nación. Sin embargo, los procesos sociales fundamentales, las grandes transformaciones digitales, los impactos medioambientales y las pandemias no conocen fronteras. Tenemos procesos globales bajo el control de gobernanzas estatales, problemas internacionales afrontados con leyes estatales y riesgos mundiales abordados desde instituciones regionales. Esta complejidad, por ámbito de gobernanza, se ve intensificada cuando atendemos al entramado decisional requerido. Las decisiones se despliegan en una trama multinivel de difícil comprensibilidad.

En segundo lugar, no podemos pasar por alto, la desafección política profunda y severa de nuestras sociedades. La fatiga civil nos acompaña en nuestras sociedades occidentales. Hemos edificado una democracia sin demos (Camps, 2010), una democracia sin pueblo, un modelo de gobernanza sin ciudadanos.

En este contexto, va ganando terreno de manera cautelosa un modelo de democracia elitista que desde diferentes variaciones va conquistando legitimidad. Los diversos planteamientos del gobierno de los expertos o de instituciones expertas están calando en la ciudadanía. En estos momentos de pandemia es claro y evidente. Hacemos lo que nos dicen los expertos repite incansablemente nuestro presidente del gobierno. Se valoran positivamente los procesos gestionados por los expertos, antes que los procedimientos propuestos desde el ámbito político formal (Fernández-Albertos, 2018:90) estableciendo una democracia sigilosa (Fernández-Albertos, 2018:91) con una legitimidad borrosa desde el punto de vista político.

Esta cosmovisión democrática ha adquirido mucho relieve en la actualidad desde el llamado ascenso de los populismos. En este contexto parece urgente reivindicar la epistocracia como modelo democrático. La epistocracia tiene diversas modalidades y gradaciones, pero todas basadas en un punto común. Es necesario el gobierno de los pocos (informados y capaces) sobre el gobierno de la mayoría. Estas mayorías, dicen los defensores de este modelo, se comportan de manera sesgada, irracional y emocional (Brennan, 2018).

En este trasfondo, expresado de manera esquemática y sintética, emerge la crisis del coronavirus. Los escenarios están abiertos: ¿saldremos democráticamente reforzados?, ¿dominarán las tendencias autoritarias legitimadas por la búsqueda de inmunidad y posibilitadas por la tecnociencia?; ¿el espíritu comunitario logrará vencer al aislamiento inmunitario?

4. Para los excluidos el estado de excepción es la regla

La historia es un dinamismo abierto a diversos escenarios posibles. La historia es creación humana abierta a la esperanza. Sin embargo, como reza la Tesis VIII Sobre el concepto de historia de Walter Benjamin: la tradición de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción en el que vivimos es la regla. Debemos llegar a una concepción de la historia que se corresponda con esta situación.

El VIII Informe Foessa, presentado hace unos meses, lo dibuja con una nitidez clara. Las personas excluidas están al margen de la democracia. Por ejemplo, hay barrios populares con una abstención mayor al 70%. Esto significa que sus demandas no son escuchadas, son silenciadas, o más bien, son absolutamente ignoradas porque no ejercen presión sobre las estructuras políticas. Precariado político y precariado social, en sociedades frágiles, se dan la mano construyendo un escenario de expulsión profunda. El estado de excepción, desde la tradición de las personas en proceso de exclusión, es la norma. Han vivido y viven en la excepción democrática.

Desde cualquier análisis de participación política se revela, con suma claridad, que las personas en situación de exclusión padecen un enorme gap democrático. Es decir, las personas en situación de exclusión están también expulsadas del ámbito de lo político.

En las condiciones actuales, muy determinado por las condiciones de desigualdad y exclusión, está surgiendo no solo un precariado social, sino también un precariado político que siente cada vez de manera más notoria que su voz no cuenta para los asuntos públicos. Fernández-Albertos (2018), argumenta que la complejidad en los procesos de gobernanza y los procesos de intensificación de la desigualdad están generando la aparición de este precariado político que se siente al margen del espacio público.

Existe una segregación social clara con respecto a la participación electoral. Este comportamiento lleva a una conclusión directa. Si las personas en situación de exclusión no votan, acaban siendo políticamente irrelevantes. Que sean olvidados y silenciados significa que desaparecen de la agenda política. Y, al desaparecer de la agenda política, también desaparecen las políticas que pueden luchar contra la situación de exclusión que padecen. Por ejemplo, parece demostrado que en los países con mayor participación de las personas vulnerables los niveles de desigualdad son menores. Es decir, su voz es tenida en cuenta y se implementan políticas para, al menos, disminuir la desigualdad (Mahler, Jesuitz, & Paradowski, 2014).

Podemos pensar, que este absentismo electoral se ve compensado por una mayor participación de las personas en exclusión en los cauces no convencionales. Sin embargo, esto no parece ser así. La participación en las formas no convencionales mantiene la desigualdad en las personas con menores capacidades educativas (que podemos correlacionar con bajos ingresos) sin embargo disminuye en los grupos de jóvenes y desde una perspectiva de género (Marien, Hooghe, & Quintelier, 2010; Stolle & Hooghe, 2009; Urdánoz, 2013). Es decir, sí que logran minimizar la brecha generacional y de género, pero no la de las personas en procesos de exclusión.

En España la participación por canales no convencionales de las personas en situación de exclusión ha sido muy bajo. Incluso ausentes del dinamismo de los movimientos sociales alrededor del 15 M. El grueso de los activistas, tenían en común un nivel de formación medio-alto, eran relativamente jóvenes y pertenecían a las clases medias (Calvo, Gómez-Pastrana, & Mena, 2011). La Plataforma Antidesahucios (PAH) fue una excepción en la que las víctimas y los activistas formaban una sola agrupación.

Hemos edificado una democracia con ausencias significativas. Ausencias que no son debidas a un estado de excepción temporal, sino que para las personas en situación de exclusión es la regla. Parece que de manera recurrente la voz de los excluidos es a su vez excluida incluso en la teoría de los modelos de democracia (y, paradójicamente, también de los modelos que aspiran a la plena inclusión política de los excluidos) (Palano, 2018:149).

Como bien dice Zubero, las personas en exclusión no cuentan, son invisibles e invisibilizados:

Los excluidos son seres sin voz, seres solitarios, agrupados sólo estadísticamente cuando las administraciones o alguna organización social los cuentan. Pero los excluidos no se movilizan, no protestan, no se manifiestan, no se juntan ni se organizan. Son invisibles. Y si se muestran, lo hacen como asaltantes de la cotidianidad en una esquina o en un semáforo; pocas veces ya, como ocurría antes en los pueblos y barrios, alcanzan siquiera a mendigar puerta por puerta. Y como todo lo que rompe con nuestra normalidad, molestan: en nuestras sociedades el pobre -como el enfermo, como el viejo, como el muerto- debe ser apartado de nuestra vista (Zubero, 2014:74).

Las personas en exclusión, en su dimensión pública, se vuelven irrelevantes como sujetos en actos comunicativos. Aunque comunicativamente sean el centro de atención, es desde un punto de vista de objeto de esta (Herzog, 2009). Las personas en proceso de exclusión parecen no ser interlocutores válidos (Cortina, 2007:236-237) para defender sus propuestas e intereses.

En el juego democrático no hay espacio para las personas en exclusión. No se les tiene en cuenta al negociar las reglas y difícilmente pueden reclamar sus derechos. No sólo son perdedores en el juego sino superfluos para el juego (Bude & Willisch, 2008:25. Citado por Herzog, 2009). Son superfluos y sobrantes.

5. La excepción democrática

Para las personas en exclusión la excepción democrática es la regla. Para ellos, la estructura jurídico-política va transformándose en campo (Agamben, 2001; 2016), en espacio de excepción donde, en palabras de Arendt, todo es posible.

Visibilizar la voz articulada de las personas en exclusión es levantar la excepción democrática de los ámbitos de exclusión. Necesitamos espaciar el espacio público (Rancière) para que nuestra democracia no siga incrementando una masa de residentes estables no ciudadanos (Agamben, 2001:28), que acabe convirtiendo la vida para los expulsados en supervivencia impolítica.

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[1] Los informes Freedom in the world comenzaban el siglo con el título Discarding Democracy: A Return to the Iron Fist (2015)

 

Mayo 2020