Conversamos

Características y aspectos diferenciales de la actual crisis sanitaria, social y económica

 

Número 10, 2022
Editorial

Hacia una fiscalidad social que sea sinónimo de garantía y protección de los derechos

El pagar más o menos impuestos es un discurso recurrente que se lanza desde diferentes posturas ideológicas, pero que no se relacionan con el obligado y necesario sostenimiento financiero de un estado de bienestar que ha de integrar las dificultades de ingresos de una parte de la población. Por tanto, ¿es la fiscalidad justa una noción subjetiva o una realidad pragmática? Entre los derechos y deberes de la ciudadanía, el artículo 31 de la Constitución española recoge que todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio.

Eso significa que el impuesto es un tipo de obligación que, para ser percibida como legítima por la ciudadanía requiere una justificación.  Así, si el impuesto puede justificarse por la necesidad de financiar las instituciones cuyo propósito es mantener el orden público y la convivencia, asegurar la existencia de servicios públicos o proteger las libertades individuales. Sin embargo, no es evidente que imperativos éticos puedan justificar el establecimiento de tasas elevadas, para asegurar una redistribución justa de la riqueza.

Así, según el barómetro del CIS de julio de 2020 sobre Opinión Pública y Política Fiscal[1], una amplia mayoría de la población considera que vive en un país con enormes diferencias sociales y fiscales, donde el 80% cree que los impuestos no se cobran de forma justa en relación con la riqueza. En consecuencia, los impuestos no solo deben ser abordados desde una obligación legal, sino que deben conformarse, por un lado, a partir de normas justas, proporcionales y redistributivas, y por otro, un principio de solidaridad propio de los estados de bienestar, que solo es posible mediante una verdadera conciencia fiscal, que se aprende, crea y consolida a través de una educación en valores asociados a unos principios de cohesión y solidaridad social.

Aquí asociamos la noción de justicia fiscal con la de justicia o equidad social que, a su vez, se aglutina en torno al principio de consentimiento fiscal. La justica fiscal incluye por tanto una dimensión democrática de consentimiento real a las elecciones o decisiones fiscales que son tomadas por un determinado gobierno competente. En otras palabras, un impuesto puede considerarse justo sólo si es un impuesto aceptado y comprendido por el conjunto de la ciudadanía que tributa.

Los impuestos nunca son neutrales. Los impuestos son un indicador del tipo de sociedad que se quiere construir. Son el semáforo del compromiso social que desarrollamos como sociedad con el bien común y el interés general. En otras palabras, la fiscalidad es el instrumento que nos ayuda a definir dónde se sitúa el interés general y se relaciona de manera inmediata con la definición del Estado como social y de derecho. El papel de la política fiscal es precisamente la principal herramienta que permite configurar el presupuesto del Estado y por tanto va a marcar fuertemente las políticas sociales y económicas, la existencia de servicios públicos, su alcance y/o cobertura. Es decir, el estado de bienestar no es posible sin un presupuesto, sin una política fiscal redistributiva ante los déficits estructurales del sistema social y económico del momento.

En el marco y contexto europeo, la fiscalidad juega tradicionalmente un papel determinante como zócalo para el mantenimiento de un modelo social, tanto para la ciudadanía como para las empresas y otros agentes sociales y económicos. Sin embargo, esto se debe hacer en un contexto muchas veces adverso, debiendo luchar contra la evasión fiscal y otros abusos fiscales que ponen en peligro el contrato social que tradicionalmente une a ciudadanos y gobiernos, y que también son una amenaza a las reglas económicas de la libre competencia en condiciones justas.

Si bien la justicia social es un valor que promueve el buen respeto de los derechos y las obligaciones de cada ser humano en determinada sociedad, su corolario debería ser precisamente una justicia fiscal y redistributiva. Sin una fiscalidad justa difícilmente se pueden cubrir las inversiones sociales que requiere un sistema de protección social suficiente, que es capaz de amortiguar las desigualdades sociales existentes y previniendo la aparición de nuevas formas y brechas en la sociedad. De la misma manera, solo por tener un sistema fiscal adecuado contamos con servicios públicos eficaces y de calidad para el conjunto de la ciudadanía: redes de transportes y carreteras, sistema sanitario y judicial universales, un impulso económico para la creación de empresas, etc.

Desde hace más de una década, los análisis de la Fundación FOESSA reiteran el mensaje de que la pobreza y exclusión estructurales en España se relacionan con la debilidad de nuestro modelo de protección social y, en especial, de nuestro modelo distributivo. La pandemia de COVID-19 ha evidenciado la necesidad de reimpulsar y fortalecer el estado de bienestar social para responder a todas las necesidades y demandas sociales. La actual crisis social exige de una reparación y reconstrucción que sólo puede pasar por profundas reformas de nuestro modelo económico, productivo y social, en particular a través del sistema de garantía de ingresos que ofrezca cobertura suficiente y digna a todas las personas y familias que lo necesiten.

Las políticas de recaudación y fiscalidad son las principales herramientas instrumentales para el estado de las que disponemos para lograrlo. Podemos referirnos al impuesto progresivo, sus justificaciones y reformas, los debates sobre el impuesto sobre sucesiones, la necesidad o viabilidad de un impuesto de sociedades y al capital financiero, o incluso cualquier otra forma de impuesto sobre el patrimonio, nuevo o no. También puede afectar a las herramientas fiscales que tienen como objetivo corregir los déficits estructurales asociados al IRPF o al impuesto de valor añadido, como principales instrumentos de recaudación estatal.

Es por tanto fundamental devolver su sentido a la recaudación de impuestos desde un enfoque de derechos humanos y compensatorio para asegurar la financiación de las políticas públicas que beneficien a toda la comunidad, en particular a los grupos más desfavorecidos; y de esta manera, reducir las crecientes desigualdades entre los estratos de la sociedad que acumulan más renta y los que menos tienen, u otras formas de desigualdad social o de género o circunstancial sobrevenida. En suma, la fiscalidad da sentido a la siguiente afirmación: no hay sociedad sin impuestos, es decir que no hay sociedad justa sin impuestos justos que incluya a toda la ciudadanía.

 

[1] Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Barómetro sobre Opinión Pública y Política Fiscal 2020. Disponible en: http://datos.cis.es/pdf/Es3290marMT_A.pdf

 

Número 9, 2021

Una justicia fiscal para más justicia social

A fondo

La salud mental colectiva en tiempos inciertos. Barreras y reto

Manuel Desviat

Psiquiatra, Consultor temporal de la Organización Panamericana de Salud/OMS; presidente de la Asociación Española de Neuropsiquiatría; miembro de la Comisión Nacional de la especialidad.

 

Necesitamos cuidarnos y protegernos de manera colectiva. Más aún cuando la pandemia se encuentra inserta en otras dos grandes crisis que se cruzan: la crisis social y la emergencia ecológica. El apoyo mutuo, a través de iniciativas institucionales y/o comunitarias, tiene la oportunidad de ser la salvaguarda de las situaciones de desigualdad que se magnifican durante las crisis. Yayo Herrero (1)

 

A pocos meses del inicio de la pandemia del COVID-19 pudo verse que era un acontecimiento, una totalidad social, que iba más allá del cuidado sanitario, atravesando toda la sociedad, una sindemia que no se puede achacar a un azar imprevisible de la naturaleza, sino que está ocasionado por el hombre, por el modo civilizatorio en que vivimos. Un acontecimiento que ha mostrado la incapacidad del modelo hegemónico mundial de salud y de prestaciones sociales para hacer frente a una catástrofe que pone en peligro a toda la humanidad, por muy previsible que fuera. Un modelo ignorante, pretendidamente o no, de los conocimientos acumulados sobre acción comunitaria y salud pública, que desde las últimas décadas del siglo pasado viene traspasando la responsabilidad sanitaria pública a la empresa privada, convirtiendo la salud en un negocio. En función del beneficio, la salud privada privilegia las camas hospitalarias rentables — no las de alto coste tecnológico, las UCI, tan necesarias en casos como la pandemia de la covid-19 y elude o minimiza la atención primaria de salud, eliminando en cualquier caso su principal fundamento: la atención comunitaria, la atención de cercanía, de familia, de barrio, de casa. Solo así podemos entender como el esfuerzo sanitario se centró en los hospitales, vaciando en España la atención primaria (llevando parte de su personal a cubrir la dotación de hospitales de campaña) y cerrando los centros de atención social, cuando más necesarios eran. Lo que supuso el abandono de personas discapacitadas o desvalidas para la vida cotidiana durante el confinamiento, solo mínimamente paliado gracias a la pronta reacción de redes vecinales de apoyo, despensas solidarias y acompañamientos comunitarios. Acciones vecinales que surgieron en todo el mundo, llevando alimento, compañía, calor. Habrá que repetir que una vez más una catástrofe ha puesto de manifiesto como lo común, la solidaridad ciudadana de los más pobres, es capaz de organizarse y llegar allí donde las instituciones públicas han hecho dejación de sus funciones. Una ayuda movilizadora, desde las propias fortalezas, no asistencialista, demostrando, en un buen hacer comunitario, que la distancia de seguridad y el confinamiento no puede ser incompatible con la ayuda a nuestros vecinos más necesitados o hacerles saber que estamos allí para cuando la necesiten.

Hay una opinión generalizada entre los epidemiólogos y salubristas, denunciando que se hizo una epidemiologia simplista, ocupada tan solo en el contaje de casos y muertos, sin el análisis de las causas, situaciones, ámbitos del contagio y grupos poblacionales más afectados. Y, sobre todo, sin tener en cuenta cuáles son los determinantes que están favoreciendo la transmisión comunitaria de la Covid, ni localizar a los grupos vulnerables preexistentes al virus, los que se han producido durante la pandemia y sus causas. Las consecuencias pronto se reflejaron en el mayor contagio y mortalidad en residencias de ancianos, de antaño denunciadas por sus condiciones deficitarias, y en las barriadas más pobres.

Lo que nos lleva a la consideración de los determinantes sociales y la vulnerabilización, es decir, no solo a los grupos vulnerables, sino a las causas que los provocan, como elementos fundamentales de otra manera de entender la salud, frente al modelo hegemónico hoy preventivista de enfoque individual basado en el estilo de vida. “Sea responsable, viva saludablemente”, ignorando las condiciones insalubres de vida de una gran parte de la población. En la salud mental, el Programa de Acción en Salud Mental (mhGAP)[1] de la Organización Mundial de la Salud para hacer frente a la tremenda desigualdad, a las grandes brechas existentes en la atención a la salud mental entre países pobres y ricos y entre clases sociales en las naciones de renta alta, hace hincapié en la ausencia de recursos y cómo estos se concentran, en hospitales psiquiátricos y no en atención comunitaria, concluyendo que muchas de estas barreras están determinadas por la pobreza de pensamiento innovador en salud pública entre los expertos en salud mental (psiquiatras in primis)(2). Una concentración de recursos que se mantiene en los países que han desarrollado procesos de reforma psiquiátrica, pues aún cerrados buena parte de los hospitales psiquiátricos, los fondos van mayoritariamente a los hospitales generales, unidades de psiquiatría y consultas hospitalarias, y en menor medida a los centros ambulatorios de salud mental y aún menos a programas y dispositivos sociosanitarios en la comunidad. Además de un disparatado gasto farmacéutico de escaso o nulo control. Un gasto farmacéutico que forma parte de las barreras que nos vamos a encontrar en el desarrollo de una salud mental comunitaria.

Esa pobreza del modelo de intervención a la que se refieren las conclusiones de mhGap, es la que ha puesto de manifiesto la pandemia, desnudando la carencia teórica, clínico asistencial y de estrategias epidemiológicas de alarma y prevención de la sanidad hegemónica, unas carencias que han llegado a colapsar al sistema de salud y poner en peligro la economía (la acumulación financiera en la que descansa todo su ideario); lo que viene a plantear no ya qué sistema político-económico es el que puede permitir una sanidad más universal y eficiente, sino hasta qué punto aún dentro del modelo neoliberal, del sistema productivo actual, debería ser posible un modelo sociosanitario que pudiera garantizar una mayor protección, en general y específicamente en tiempos de catástrofes, un mayor equilibrio entre la protección de las fuerzas de trabajo y la extracción de beneficios, si se quiere su supervivencia sin grandes turbulencias.

De estas barreras es de lo que voy a tratar a continuación en un rápido esbozo, así como de los abecés de un modelo alternativo de salud mental colectiva, que bien pudiera impulsarse a la luz del precipicio que nos muestra la pandemia de la covid-19, por muy a contracorriente de la ideología financiera dominante que esté en estos momentos. Para ello, primero voy a señalar las principales barreras que nos vamos a encontrar 1) la reducción biológica y la medicalización; 2) la falsificación de las necesidades; y 3) la insuficiencia del discurso biopsicosocial.

 

1.- La reducción biológica y la medicalización indefinida

Un síntoma, un diagnóstico, un fármaco. Desde las últimas décadas del siglo pasado se puede resumir la enjundia de la asistencia psiquiátrica con estas tres palabras. A las que podríamos añadir un consejo o un adiestramiento conductual, cuando se cuenta, subalternamente, con la psicología. Según se cerraban hospitales psiquiátricos y se creaban redes de atención en la comunidad en los países más avanzados de la Reforma Psiquiátrica, crecía el peso de la psiquiatría biológica aupada por el desarrollo de las neurociencias y, sobre todo, por la prepotencia de la empresa farmacéutica que se fue adueñando de la investigación, la docencia y la clínica, con el apoyo de las autoridades sanitarias, en un universo técnico-científico donde enflaquecían las humanidades y las ciencias sociales, donde predomina el qué hacer y no el porqué de las cosas. El síntoma convertido en signo sustituye a la psicopatología, el protocolo a la escucha. La falla orgánica a la biografía. El delirio, pasa a ser solo ruido. La depresión, un traspié con la serotonina. Los psicofármacos, la bala de plata, pronta solución sin enredar en el conflicto singular, el medio y la sociedad en la que se vive. Quedan fuera los determinantes sociales y la producción de subjetividad. Solo cuerpo, una cartografía de órganos y fluidos, pero sin la implicación emocional que la medicina de la antigüedad les atribuía. La seducción de las imágenes de las regiones del cerebro fuertemente coloreadas electromagnéticamente[2], las inmensas posibilidades abiertas por la biología molecular y la compulsión por los datos, nublan los avances de la psicoterapia y la acción comunitaria, retrotrayéndonos al secular dilema cartesiano, cuerpo-mente, que debería ser hoy irrelevante, pues difícilmente se puede concebir el cuerpo sin la mente, ni entender la mente sin el cuerpo. Y, por otra parte, desconociendo que esos avances científicos no se han visto prácticamente reflejados aún en el campo de la salud mental, donde la psiquiatría biológica se reduce poco más que a la farmacología y el datismo de sus “evidencias”[3]. Más el avance tecnológico-empresarial avanza, en cuanto que la evidencia científica la establece el Poder, su colonización de la salud como mercancía, mientras la episteme reformista, anclada en la acción comunitaria y en la necesidad de una conceptualización psicopatológica, plural, dinámica, en continuo desarrollo, se va perdiendo acosada por la presión de una sociedad medicalizada que busca en las consultas de la salud mental soluciones prêt-à-porter y la falta de recursos en los dispositivos comunitarios de salud mental y en sus necesarios partenaires de la atención primaria.

En la pandemia de la Covid hemos visto pronto este efecto de psicologización del malestar, del miedo y el dolor por las pérdidas y la incertidumbre. Por mucho que se sabe que el estrés, la ansiedad, el insomnio, el desánimo son, la inmensa mayoría de las veces, emociones normales en situaciones anormales, se está propagando la idea de que estamos a las puertas o hemos entrado ya de lleno, en otra pandemia, la de la salud mental. Una vez más, algunos voceros de la psicología y la psiquiatría están convirtiendo reacciones normales en síntomas, patologizando el malestar. Será esta promoción irresponsable, esta creación de falsas enfermedades, lo que sí nos puede llevar a una pandemia de la salud mental, como acertadamente denuncia Lucy Johnston, pues bajo el imperativo de “tenemos que hablar de la salud mental” se fomenta cada vez más que todas las formas de sufrimiento sean vistas como problemas de salud mental, pues para esta autora este aserto ha penetrado de manera tan profunda en las mentes de los profesionales, los medios de comunicación y el público general que ni siquiera entienden que esto pueda ser problemático o sujeto a crítica(3)

 

2.- Comunidad y demanda: la falsificación de las necesidades

La comunidad y sus demandas están atravesadas por un imaginario lleno de prejuicios respecto a la “enfermedad mental”, lo que facilita que las necesidades que vehiculan como demandas, no se correspondan con las necesidades reales de la población, sino con los intereses de la clase dirigente. He ahí una de las razones por las que buena parte de la ciudadanía se deja llevar por programas electorales que propician la privatización sanitaria y la bajada de los impuestos que solo favorecen a las clases de renta alta.

La comunidad, mitificada en los primeros años de la reforma psiquiátrica, al convertirla en un sujeto social integrador, no es, cuando nos referimos al territorio o área de referencia de los cuidados de la salud, la que definía Ferdinand Tönnies como una comunidad de intereses, al contrario, encierra una realidad compleja, plural, diversa, que hay que resituar en el trabajo comunitario, creando vínculos con grupos y actores sociales, franqueando sus barreras, sus brechas y límites.

Hay que ganarla para que entienda y defienda una salud comunitaria, colectiva, propia. Sin exclusiones ni asistencialismos. El asistencialismo, uno de los principales riesgos en la atención psiquiátrica y de servicios sociales, heredero de la filantropía evangelizadora y de la beneficencia se convierte en un paliativo de situaciones de carencia y marginación, cubriendo la ausencia, o pervirtiendo, las obligaciones los servicios públicos. Sustituyendo el derecho de todo ciudadano a unas prestaciones públicas por una dádiva graciable. Para Paulo Freire el asistencialismo “es una forma de acción que roba al hombre condiciones para el logro de una de las necesidades fundamentales de su alma, la responsabilidad”(4).

En los términos de la relación terapéutica, Leonel Dazza de Mendonça, un psicólogo brasileño introductor del Acompañamiento Terapéutico en España, redacta un Manifiesto anti-asistencialista[4], donde se entiende por asistencialismo todas aquellas actitudes, intervenciones, acciones, formas de encuadrar y llevar a cabo determinadas actividades en las que los profesionales tienden a cuidar a los usuarios “incluso en detrimento de sus necesidades fundamentales de desarrollo personal (autonomía, auto estima, sentirse útil, que aporta algo”)… “Donde los usuarios quedan relegados a ocupar el lugar del sujeto pasivo y demandante, o sea el lugar del déficit y la dependencia”(5).

El caso es que la comunidad, o, mejor dicho, la ciudadanía, no se ha visto en España y en la mayoría de los países, involucrada en la planificación, gestión y desarrollo de los procesos terapéuticos en salud mental, por mucho que el termino adjetive el modelo, y esto le haya hecho muy vulnerable. Las comunidades no han asumido el modelo comunitario como algo esencial, al igual que hicieron con la vivienda digna o el trabajo, lo que ha facilitado su derribo o deterioro por conveniencias del poder político. Superar esta barrera es uno de los principales desafíos de la salud mental colectiva.

 

3.- De la insuficiencia de lo biopsicosocial

Por último, está la técnica, la necesidad de una nueva caja de herramientas, conceptuales y prácticas. La salud mental comunitaria no puede ser entendida por el simple hecho de pasar consulta fuera del hospital ni lo biopsicosocial por si solo o la recuperación “normalizante” bastan para sustentar el modelo. La urgencia desinstitucionalizadora impuso unas prioridades, pero ahora las prioridades son otras. La asistencia no puede gravitar entre la farmacología, el consejo y protocolos psicoeducacionales. Se precisa una clínica de la escucha y una formación de los profesionales que la haga posible. Una terapia, siempre negociada, contractual con el paciente, donde el diagnóstico no pase de ser una pieza administrativa, que no cierre la escucha. Una clínica que rompa con una práctica trabada entre la normalización y la disciplina. Lo que no supone una descalificación del conocimiento biomédico y conductual, sino una re-significación que vaya más allá de la hegemonía hospitalocentrista y organicista e incorpore no solo una visión plural del conocimiento psiquiátrico psicológico, sino también los saberes del propio sujeto enfermo y de la existencia de síntomas inusuales que no implican vivencias patologizadas. El trabajo comunitario coloca la necesidad de ampliar la caja de herramientas conceptuales e instrumentales y desarrollar nuevas estratégicas político-sanitarias. La atención va más allá de asistir al sujeto que se acerca a la consulta, la responsabilidad es el cuidado de la salud mental de la población que tengamos asignada. La atención es colaborar en la mudanza de sus instituciones para que puedan hacer frente a los factores que predisponen a la morbilidad. La tarea es ayudarles a descubrir sus propias fortalezas y habilidades, sus defensas frente a vulnerabilidades y contagios de todo tipo.

 

El reto: una clínica otra, la clínica (trato) participada.

Planteaba en Cohabitar la diferencia. Salud mental en lo común(6) que si hay un asunto a resolver, si queremos ir más allá de una mera reforma de la estructura de los servicios y de algunos avances relevantes pero puntuales en la práctica asistencial, es la cuestión de la acción terapéutica, de la clínica. Poderosos movimientos de usuarios, la cuestionan. Buena parte de los profesionales de la rehabilitación psicosocial plantean que no es cosa de ellos. La psiquiatría hegemónica la niega en su reduccionismo biológico al prescindir de la subjetividad, de la semiología y de la psicopatología. Al igual que hace el cognitivismo más duro. Autores del movimiento de la lucha antimanicomial y activistas de la salud mental plantean que todo es clínica, o que todo es política, pues ahora lo que hay que tratar es una sociedad enferma, donde predomina la alienación en todos los órdenes de la vida. Sin dudar de la alienación social como predisponente a la alienación patológica, estoy con la Princesa Inca cuando dice: “La locura es dolorosa, que nadie lo olvide”(7), o en todo caso, digamos que, en muchos momentos y persona, puede serlo. Negarlo, idealizar la locura, es ignorar el sufrimiento que conlleva, y por tanto su cuidado profesional y profano.

Y de eso se trata. Ese es el reto de la Salud Mental Colectiva, por muy a contracorriente que se situé en tiempos adversos. Un modelo de salud mental comunitaria que parte de la re-lectura del proceso de salud-enfermedad, que enmarca su praxis en la Salud Pública como salud colectiva fundamentada en los determinantes sociales, en los modos de vida y la producción de subjetividad frente a la corriente dominante hoy basada en el preventivismo del el estilo de vida y la consiguiente responsabilidad individual. Y que en su formulación conceptual-clínica parte de la subjetividad crítica (enfoque psicopatológico desarrollado por Fernando Colina y Laura Martin)(8), de una clínica ampliada (siguiendo a Campos y Rosana Onocko)(9) y de una clínica que llamo participada consistente en la incorporación del sufridor psíquico en todo el proceso terapéutico. Una clínica (trato) de la escucha y el diálogo horizontal, negociadora siempre en la prescripción de la terapia o el fármaco; un trato cómplice, no pastoral ni de maestro, donde el saber profesional se nutre dialógicamente de la psicopatología y de la experticia en primera persona; un trato donde la curación no lo es a cualquier precio y donde lo normal es la diversidad; una clínica que no sea patrimonio de psiquiatras y psicólogos; una clínica de-en-la-calle, de-en-el-mercado-, de-en-la-casa, del acompañamiento donde fuera necesario; un trato de respeto a la diversidad de género, étnica, cultural, donde predomina la prudencia, donde se establezcan límites, no normas, una clínica que trata de la estabilización del sujeto en crisis, lo que no implica necesariamente su normalización. Una clínica que avive la responsabilidad, la libertad de escoger y ser responsable, el desempeño frente a la pasividad, que avive el deseo como síntoma de estar vivo.

En esta clínica participada, siempre abierta a la experiencia y al conocimiento, se busca la reinvención como una construcción de posibilidades en la ayuda al sufridor psíquico o a la comunidad a reconocer sus propias fortalezas. Laura Martín y Fernando Colina, en su manual de psicopatología definen así el trato (la clínica):

Tratar con alguien no es enseñarle nada…Consiste fundamentalmente en no estorbar, asistir a las defensas del sujeto y ayudarle a reconocer las partes de sí mismo que debe calibrar para regular su angustia. Es acompañarle. Ser su cómplice por un tiempo, pues no es más que alguien que está solo y perdido en un mundo que a veces no significa nada y, otras, significa demasiado”(8).

En definitiva, la salud mental colectiva trabaja por la concienciación del sufridor psíquico de sí mismo, no para que asuma su “conciencia de enfermedad”, no para que se haga así mismo paciente enfermo como seña de identidad. Es un modelo asistencial empeñado en la emancipación y la cohabitación más que en la adaptación, en el trabajo en redes psicosociales, en la acción poblacional sin olvidar nunca lo singular; en la continuidad de cuidados individual pero imbricada en el medio social.

¿Qué aporta al cuidado de la pandemia vírica el enfoque comunitario, la salud mental colectiva?

La principal ventaja de la salud mental colectiva es el conocimiento del territorio, al trabajar con la vulnerabilidad y no solo con los síntomas puede apoyarse en las redes comunitarias ya creadas o favorecer la formación de otras ad hoc, puede involucrar a la sociedad facilitando la participación de múltiples sectores, evitando la fragmentación de esfuerzos y estableciendo nuevas alianzas. Si la salud mental comunitaria está implantada en el territorio cuenta con el conocimiento epidemiológico de la zona, sus grupos de riesgo, los barrios más vulnerables al contagio, rutinas, tipos de empleo, puntos de apoyo para la difusión de las medidas protectoras, líderes naturales, resistencias. Puede priorizar los servicios e identificar a quienes más lo necesitan. Puede, en suma, considerar los factores sociales y determinantes de la salud mental y el sufrimiento psíquico, considerando especialmente a los más pobres o desvalidos, los entornos más inseguros. Sabe que la respuesta no puede ser únicamente sanitaria. Qué hay que posibilitar el quédate en casa. Qué el dilema no puede ser: hambre o contagio. Y sabe, algo que las administraciones y las autoridades sanitarias parecen ignorar: que hay que cuidar al profesional. El personal sanitario y los agentes sociales y de salud, tiene que enfrentar el sufrimiento de los otros y el propio estrés y miedo por al contagio suyo y de sus allegados. Las instituciones públicas y la sociedad están obligadas a su cuidado, a la consideración pública de su labor más allá de los aplausos de los balcones o de los políticos en las asambleas y parlamentos. Un reconocimiento que pasa por fortalecer sus medios, por dotar de suficientes recursos sociales y sanitarios a los sistemas públicos de atención, por escuchar sus quejas y sus propuestas.

La pandemia vírica, como otras catástrofes, sobre todo las provocadas por el hombre, señalan, como decía al inicio, la urgencia de un cambio en las políticas sanitarias y sociales, un cambio en la forma de atender el malestar y el sufrimiento psíquico, si no queremos un mañana no ya precario, desigual y tremendamente injusto como es nuestro presente, sino claramente distópico. Hoy se habla mucho de cambio civilizatorio, como en 2008, en pleno desastre financiero, ante un sistema que no nos protege ni social ni sanitariamente y devasta el ecosistema del planeta y su futuro, pero “¿cuánto tardaremos en pasar página y acomodarnos a la supuesta “normalidad” que ha provocado estas catástrofes? ¿Cuántas catástrofes serán necesarias todavía para que reneguemos de un sistema que mira para otro lado mientras la gente muere por falta de medicamentos y vacunas en buena parte del mundo, se hacina o perece en las fronteras de la UE o EEUU, o duerme en las aceras aún en las ciudades de las naciones más ricas?

 

Bibliografía

  1. Herrero Y. Prólogo. En: Padilla, Javier; Gullon P. Epidemocracia. Madrid: Capitán Swing; 2020, pág.24
  2. Saraceno B. Sobre la pobreza de la psiquiatría. Barcelona, Herder; 2020; pág.100.
  3. Johnstone L.We’re all in This Together. Recuperado de:https://www.madintheuk.com/2020/03/covid-19-resources-were-all-in-this-together/
  4. Freire P. La educación como práctica de la libertad. Madrid, Siglo XXI España, 2019; pág. 2.
  5. Dazza de Mendonça L. Manifiesto anti-asistencialista.En Chévez Mandelstein, A (Coord.). Acompañamiento terapéutico en España. Madrid: Grupo 5, 2012; pp. 219-23
  6. Radio Nicosia. As. JOIA. Princesa Inca (Cristina Martín). El libro de Radio Nicosia: voces que hablan desde la locura. Barcelona: Gedisa, 2005, pág. 87.
  7. Desviat M. Cohabitar la diferencia. Salud mental en lo común. 2aed. Madrid: Síntesis; 2020.
  8. Martín, Laura; Colina F. Manual de psicopatología. Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2018; pág. 228
  9. Onocko Campos R. Psicoanálise & saúde coletiva. São Paulo: Hucitec; 2013.

[1] El Programa de acción para superar las brechas en salud mental ofrece a los planificadores de salud, a las instancias normativas y a los donantes un conjunto claro y coherente de actividades y programas para ampliar y mejorar la atención de los trastornos mentales, neurológicos y por abuso de sustancias https://www.who.int/mental_health/mhgap/es/

[2] El término SPECT es un acrónimo de “Single Photon Emission Computed Tomography” (Tomografía de emisión por fotón único), una técnica compleja que permite obtener imágenes sobre el funcionamiento de diferentes regiones cerebrales.

[3] La lectura común que se hace de la Medicina Basada en la Evidencia (MBE) considera la evidencia como una certeza algo que la aleja de la ciencia que no trabaja con certezas cerradas, quedando siempre abierta a nuevas probabilidades.

[4] Figuran como coautores: Teresa Abad, Sara Lafuente, Gema Ledo, Alicia Molina, Raquel del Olmo, Antonio Perdigón, Blanca Rodado, Marta Rodríguez, Sara Toledano, Raúl Gómez y Miguel Angel Castejón.

 

Número 8, 2021

La salud mental, el epicentro de una sociedad más justa y solidaria

Editorial

COVID-19, un nuevo estigma sobre la salud mental de las personas en situación de exclusión social

Según la Organización Mundial de la Salud, la salud mental se define como «un estado de bienestar en el que una persona puede realizarse, hacer frente a las tensiones normales de la vida, realizar un trabajo productivo y contribuir a la vida de su comunidad». Por tanto, la noción de salud mental no se limita solo a la ausencia de trastornos mentales, sino que es una parte integral de la salud y el bienestar.

Resulta claro, por ende, que la salud mental abarca tanto una dimensión individual como una dimensión colectiva. ¿Esto qué significa? La salud mental de una persona es multifactorial; se combina de recursos psicológicos individuales, factores genéticos, un contexto social y económico individual, acceso a servicios públicos que promueven el bienestar y la salud mental.

En otras palabras, nadie es inmune a los problemas de salud mental. Todas las personas tenemos un capital de salud mental, más o menos frágil en función del contexto en el que crecemos y vivimos y de nuestra vulnerabilidad personal. En este sentido, el poder gozar o no de una buena salud mental no debe responsabilizar o individualizarse a las propias personas afectadas. La salud mental es un derecho humano, es decir que su acceso y adecuado disfrute se tienen que respetar, proteger, garantizar y promover independientemente de las circunstancias personales de cada una.

El barómetro del CIS[1] sobre salud confirmaba que la salud mental de las personas residentes en España está en su peor momento por culpa de la pandemia y sus repercusiones. Muchos de sus indicadores están en rojo: el estrés, la tristeza, la preocupación y la ansiedad están haciendo estragos.

Al igual que el propio virus afecta de manera más aguda a las capas más frágiles de la población, el contexto de pandemia impacta también con más fuerza a la salud mental de las personas que acumulan más situaciones de estrés socioeconómico y que previamente ya vivían situaciones de mayor vulnerabilidad social.

Desde Cáritas, observamos un aumento considerable de las demandas de ayuda que ha provocado esta crisis, tanto en las personas y familias que estaban siendo atendidas con anterioridad, como de nuevas situaciones que se han visto afectadas por la ralentización de la economía y las medidas de confinamiento.

La angustia psicológica se entiende fácilmente para los sectores sociales más populares, especialmente las personas jóvenes y las mujeres, grupos expuestos de manera desproporcionada a la crisis. A partir de la primavera de 2020, la pandemia se ha convertido en una gran crisis social, que han revelado nuevas brechas y/o acentuando formas de desigualdad ya existentes. Se han ido acumulando diversas crisis.

Una de estas crisis es una acumulación de situaciones, circunstancias y vivencias que han dañado el bienestar o han profundizado en el malestar psicológico o emocional padecido por determinadas personas: duelo, miedo a la enfermedad y al contagio, sobrecarga de trabajo y de cuidado, situaciones de mala convivencia en viviendas hacinadas y en malas condiciones, desempleo o precariedad…

Según datos del ORS[2], casi un tercio de los hogares acompañados por Cáritas, han sentido que ha empeorado su salud física, una proporción que alcanza a más del 50% de los hogares si hablamos de salud psicoemocional. Este empeoramiento se explica por las graves consecuencias sociales, laborales y relacionales de la crisis sanitaria y de las medidas asociadas para frenar la transmisión del virus.

Desde la acción social, es primordial diferenciar la salud mental de la enfermedad mental que requiere necesariamente de la intervención psiquiátrica. En el actual contexto de pandemia, el sufrimiento, el malestar, la angustia o la fatiga vital de las personas en situación de mayor fragilidad no pueden abordarse únicamente como un problema individual, sino que es esencial considerar el contexto en el que emergen las dificultades. En consecuencia, es primordial considerar el entorno social y los factores contextuales que afectan la salud mental de las personas. Una perspectiva de salud mental colectiva nos permite acompañar, apoyar y aportar consuelo mirando con otras gafas los desafíos del presente.

Concretamente, mediante un enfoque de salud mental colectiva y comunitaria se busca ubicar en el centro los cuidados. Huelga decir que este modelo no puede darse si no hay una garantía previa de disponibilidad y adaptabilidad de los recursos públicos que garanticen el acceso a la salud, la comunidad (entendida como las organizaciones sociales y la sociedad civil) y debemos de acompañar este proceso desde nuestra perspectiva ética (individual y colectiva). A medio largo plazo, esto significa luchar contra el estigma y la discriminación que muchas veces se asocian a las personas que sufren síntomas de malestar psicoemocional. En otras palabras, representa la alternativa de repensar el lugar de la salud mental en la sociedad hacia la construcción de una sociedad más justa y solidaria.

 

[1] CIS (2021): Avance de resultados del Encuesta sobre la salud mental de los/as españoles/as durante la pandemia de la COVID-19. 04-03-2021 http://www.cis.es/cis/opencms/ES/NoticiasNovedades/InfoCIS/2021/Documentacion_3312.html

[2] Cáritas Española (2021). Un año acumulando crisis. La realidad de las familias acompañadas por Cáritas en enero de 2021. Observatorio de la realidad social; la crisis de la COVID-19; n.º3.

 

Número 8, 2021
A fondo

Impacto de la COVID-19 en los profesionales del Tercer Sector que trabajan con población con discapacidades intelectuales y del desarrollo

Patricia Navas. Profesora Titular en la Universidad de Salamanca. Departamento de Personalidad, Evaluación y Tratamiento Psicológicos. Instituto Universitario de Integración en la Comunidad.

Miguel Ángel Verdugo. Catedrático en la Universidad de Salamanca. Departamento de Personalidad, Evaluación y Tratamiento Psicológicos. Instituto Universitario de Integración en la Comunidad.

Antonio M. Amor. Profesor Ayudante Doctor en la Universidad de Salamanca. Departamento de Personalidad, Evaluación y Tratamiento Psicológicos. Instituto Universitario de Integración en la Comunidad.

Manuela Crespo. Técnico Superior en el Instituto Universitario de Integración en la Comunidad.

Sergio Martínez. Sociólogo.

Puedes encontrar al Instituto Universitario de Integración en la Comunidad en Twitter.

 

El presente artículo refleja el impacto que la emergencia sanitaria y el periodo de confinamiento tuvieron en los profesionales del tercer sector que trabajan con población con discapacidad intelectual y del desarrollo. Se presentan los resultados de una encuesta que exploró sus condiciones de trabajo durante el periodo comprendido entre marzo y junio de 2020.

 

Introducción

Durante el año 2020, el mundo, tal y como muchos de nosotros lo conocíamos, se transformó debido al virus SARS-COV-2 y la infección que provoca, la COVID-19. Las medidas adoptadas por el Gobierno de España para contener la pandemia dieron lugar al cierre de muchos servicios del tercer sector que, pese a ser necesarios para aquellos en situaciones de mayor vulnerabilidad, adquirieron la condición de ‘no esenciales’. Entre estos servicios se encontraron recursos dirigidos a población con discapacidades intelectuales y del desarrollo (DID), tales como los centros de día. El cierre de los mismos, o su necesaria adaptación a una realidad hasta el momento completamente desconocida, dio lugar a que muchos profesionales tuvieran que adaptar sus formas de trabajo a un escenario online de prestación de apoyos, y a que las organizaciones tuvieran que dar en muchos de sus servicios, como los residenciales, una respuesta sanitaria a una situación excepcional para la que no se les dotó de recursos específicos.

El presente artículo pretende reflejar el impacto que la emergencia sanitaria y, de manera especial, el periodo de confinamiento, tuvo en los profesionales del tercer sector que trabajan con población con DID. Para ello, se presentan, de manera resumida, los resultados de una encuesta aplicada en línea a nivel nacional que exploró las condiciones de trabajo de los profesionales de atención directa y la gestión realizada por las entidades del tercer sector durante el periodo comprendido entre marzo y junio de 2020. El lector interesado puede consultar el estudio en su totalidad (en el que también se recoge la realidad de las personas con DID y sus familias) en Navas, Verdugo, Amor, Crespo y Martínez (2020) y en Crespo, Verdugo, Navas, Amor y Martínez (en prensa).

La elaboración del cuestionario se realizó a partir de la revisión de la literatura científica sobre coronavirus y su impacto en la salud y en las condiciones de vida de las personas con discapacidad y las organizaciones que les prestan apoyo (la búsqueda arrojó más de 100 documentos publicados entre el 1 de enero y el 30 de mayo de 2020). Las encuestas, creadas a partir de la aplicación LimeSurvey, se alojaron en el servidor de la Universidad de Salamanca con el objetivo de maximizar la privacidad de los datos[1].

Participantes

Fueron 495 las encuestas dirigidas a profesionales que se cumplimentaron en su totalidad. El 84,6% de los trabajadores encuestados desempeñaba su actividad profesional en alguna organización vinculada a Plena inclusión España (n=419), mayor proveedor de apoyos a personas con DID en nuestro país. Ocho de cada diez de estos profesionales eran mujeres (79,4%). Su edad osciló entre los 20 y 64 años (M=39,3; DT=9,7), presentando el 62,1% edades comprendidas entre los 31 y 50 años. Casi todos los profesionales que participaron en el estudio (98,5%; n=488) pudieron ofrecer información precisa sobre el número de personas con DID con las que habitualmente trabajaban. Estos 488 trabajadores prestaban apoyo a un total de 19.267 personas con discapacidades intelectuales y del desarrollo. Cada profesional, de media, trabajaba con un total de 39 personas con DID (DT=42,8). Los servicios en los que habitualmente trabajaban eran, mayoritariamente, servicios dirigidos a población adulta, como centros ocupacionales (33,9%), residenciales (28,8%) o de día (21,1%).

Resultados

Impacto del confinamiento en la situación y condiciones laborales de los profesionales

Como se refleja en la Tabla 1, sólo una cuarta parte de los profesionales encuestados (n=121) permaneció en su puesto de trabajo o servicio habitual, siendo mayoritariamente (70,2%) personal vinculado a centros residenciales. La mitad de los profesionales tuvo que dejar su puesto de trabajo presencial para teletrabajar (52,9%). Además, un 7,7% se vio afectado por un expediente de regulación temporal de empleo (ERTE). Por último, un 13,5% (n=67) experimentó cambios significativos en su puesto de trabajo habitual debido a necesidades emergentes en la organización o restricciones sanitarias, debiendo cambiar de servicio o realizar otras funciones. Teniendo en cuenta que los profesionales que participaron en el estudio prestaban apoyo a un total de 19.267 personas con DID, los cambios en la situación laboral de los profesionales dieron lugar a que: (a) solo el 31,5% de las personas con DID siguiera recibiendo sus apoyos de manera presencial durante el confinamiento; (b) el 60,0% lo hiciera de forma telemática; y (c) el 8,5% se viera afectado por el despido o ERTE de sus profesionales.

 

Tabla 1. Consecuencias del confinamiento en las condiciones laborales de los trabajadores y en la recepción de servicios por parte de personas con DID y sus familias

 

Valoración de los apoyos y recursos con los que han contado los profesionales en activo para el desarrollo de su actividad

Los cambios acaecidos a raíz del confinamiento dibujaron un escenario que puso a prueba la capacidad de las organizaciones para realizar adaptaciones y desarrollar una planificación estratégica que permitiera garantizar los apoyos a las personas con DID y sus familias y, al mismo tiempo, facilitar la labor de los trabajadores. En este sentido, los profesionales que durante el confinamiento siguieron trabajando, ya sea de manera presencial o telemática (N=450) consideraron, en un 87,8% de los casos, que sí contaron con apoyo de su centro o servicio durante el estado de alarma para desarrollar su labor. A pesar de esta valoración positiva, el 36,0% de los profesionales (n=162) afirma que necesitó recursos, instrumentales o emocionales, con los que no contó.

La valoración positiva que los profesionales realizaron, en general, sobre la respuesta de su centro o servicio, contrasta con la que emiten sobre la actuación del gobierno y las comunidades autónomas para proteger a las personas con DID. Así, más del 60% de los profesionales que siguieron en activo consideró que esta gestión podría haber sido mejor.

Muchos destacaron que hubiera sido necesario dotar a los centros y servicios de mayores medidas de protección y desarrollar protocolos más específicos para garantizar la seguridad de las personas en los servicios sociales, los cuales, según la opinión de algunos profesionales, han recibido respuestas tardías:

 Se han tomado pocas medidas, y las que se han tomado, o indicado que había que tomar, muy abiertas. Toda la información ha estado un poco en el aire para que cada centro la gestionase de la manera que considerase, dejando así a elección y riesgo de los centros cometer algún error y la toma final de decisiones. Ha sido poco concreto (Profesional)

Esta planificación y respuesta tardía, responde, según la opinión de algunos profesionales, al olvido del tercer sector de acción social y a la falta de sensibilización con respecto a las necesidades de las personas con discapacidades intelectuales y del desarrollo frente a otros colectivos:

Se ha obviado completamente a los servicios residenciales de personas con discapacidad y eso que han tenido la misma incidencia con el virus que en las residencias de las personas mayores. Se han tenido en cuenta a los adolescentes y niños y sus necesidades, pero no las de las personas con discapacidad. De hecho, ni se nos ha informado propiamente de cuándo se pueden reincorporar a los servicios de forma presencial (Profesional)

Por último, los profesionales consideran que la legislación y recursos disponibles en materia de discapacidad han generado situaciones de mayor exclusión frente a la población general:

Una vez llegado a las fases en que se podía salir de casa, algunas personas (personas que no son de riesgo) no han elegido si pueden o no salir, sino que ha sido su familia o la administración (caso de las viviendas tuteladas) quien les ha prohibido salir o indicado que deben salir siempre acompañados de un profesional, aunque ellos demandan poder salir solos o con algún amigo tal y como lo hacemos el resto de población (Profesional)

Impacto de la COVID-19 en la salud de los profesionales que estuvieron en activo durante el periodo de confinamiento y emergencia sanitaria

Los datos aportados por los trabajadores encuestados que siguieron desarrollando su actividad durante el confinamiento (N=450) revelan que la prevalencia de la COVID-19 en este grupo de profesionales fue similar a la observada en la población general, de acuerdo con los estudios sobre seroprevalencia realizados durante el periodo comprendido entre marzo y junio de 2020. Así, un 2,9% de los profesionales padecieron la enfermedad y un 2,7% fueron considerados como caso probable o posible de infección. Es preciso destacar, no obstante, que el porcentaje de positivos fue mayor entre aquellos que desarrollaron su trabajo de manera presencial frente a los que teletrabajaron (4,8% frente a 1,5%).

Si bien la prevalencia de la COVID-19 parece haber sido similar a la de la población general entre quienes siguieron desarrollaron su actividad durante el confinamiento, uno de cada tres profesionales temió por su salud en su puesto de trabajo (34,7%). Estos datos aumentan en el momento en que tomamos como referencia a los profesionales que trabajaron de manera presencial (55,3% frente al 19,8% de quienes teletrabajaron) y a quienes desempeñaron su actividad en un entorno residencial (50,0% frente al 27,6% de trabajadores en otro tipo de servicios).

Un tercio de los profesionales que experimentaron miedo lo hicieron debido a la incertidumbre generada por la situación de alarma sanitaria o la posibilidad de contagio (35,9%). El segundo motivo que explica el temor experimentado por los profesionales es el tipo de trabajo realizado, con intervenciones que requieren un contacto más directo con las personas (19,9%). La falta de equipos de protección, en tercer lugar, explica la sensación de inseguridad de los profesionales (14,1%), seguida del hecho de estar o haber estado en contacto con personas con COVID-19 (12,8%).

Además de esta sensación de temor por la propia salud en el puesto de trabajo, tres cuartas partes de los profesionales vieron incrementados sus niveles de estrés y ansiedad durante el periodo de confinamiento (73,3%). Este desgaste emocional se observa tanto en profesionales que trabajaron en centros y servicios presencialmente como en quienes desempeñaron su actividad de manera telemática. El motivo que quizá explica el que no se observaran diferencias en función de la modalidad de trabajo reside en que la principal causa de este estrés se relaciona, no con características del propio puesto, sino con la sensación de impotencia experimentada por muchos profesionales al no poder ofrecer todos los apoyos que las personas con DID y sus familias necesitaban. Así, el 58,2% de quienes refirieron mayores niveles de estrés y ansiedad señaló, como motivo principal de este incremento, el no haber podido desarrollar su trabajo como desearía.

Reflexión de los profesionales sobre el futuro de los servicios dirigidos a personas con DID

La situación vivida ha dado lugar a que el 63,6% de los trabajadores que siguieron en activo considerara necesario realizar modificaciones en los servicios y centros actuales para prestar mejores apoyos a las personas con discapacidad intelectual y del desarrollo en un futuro.

Merece la pena señalar que los cambios que los profesionales perciben como necesarios no están relacionados con la mejora de las estructuras y espacios existentes (aspecto mencionado sólo por 17 participantes), sino con la necesidad de ofrecer apoyos en un contexto más natural, de modo que la calidad y cantidad de los apoyos ofrecidos a las personas ante un escenario de cierre ‘físico’ de los servicios no se vea mermada.

Así, un 24,1% señala que se debe priorizar la implementación de procesos que faciliten la prestación de apoyos en la comunidad, en cualquier contexto en el que la persona participe. En otras palabras, avanzar hacia la desinstitucionalización de las personas con discapacidad, y no solo en lo que a vivienda se refiere, sino transformando también la excesiva dependencia del colectivo de las instituciones existentes para recibir los apoyos que sean necesarios. La emergencia sanitaria provocada por la COVID-19 ha visibilizado los riesgos de una atención masiva en centros con una elevada concentración de personas; centros que pueden verse desbordados, y, consecuentemente, dejar de prestar apoyos individualizados en una situación límite como la vivida:

El cierre abrupto de los centros no residenciales y la falta de preparación para la teleasistencia han supuesto un obstáculo. Creo que ha habido que organizarse sin conocimientos ni recursos. Eso sí, el compromiso ha sido enorme por parte de los profesionales de los centros, y no creo que se les pueda reprochar nada. Las carencias se deben a características estructurales de nuestro sector, en el que la institucionalización (también en servicios no residenciales) es el paradigma dominante (Profesional)

En segundo lugar (23,7%), la situación de confinamiento ha puesto de manifiesto, según la opinión de los profesionales, la necesidad de continuar trabajando en la transformación tecnológica de las organizaciones y la mejora del acceso a posibles apoyos telemáticos. Si bien las nuevas tecnologías se han convertido en aliado de los profesionales durante el confinamiento, también ha puesto de manifiesto la necesidad de seguir formando no solo a los profesionales en el uso de la tecnología, sino también a las personas con DID y sus familias, reduciendo así su brecha tecnológica. La dependencia de estas herramientas durante el confinamiento ha dejado fuera a una parte importante de las personas con DID, provocando una exclusión de mayor calado sobre quienes mayores necesidades pudieran presentar.

 A pesar de la cantidad de cursos de nuevas tecnologías que han recibido las personas con DID se ha visto cómo la brecha digital ha hecho mella en ellos.  No se han realizado aprendizajes significativos para poderlos llevar a sus espacios cotidianos (Profesional)

En tercer lugar, a causa del cierre de centros y servicios, muchos profesionales han tenido que reforzar los lazos de colaboración con las familias, otorgando a éstas un papel mucho más activo. Asimismo, debido a la necesidad de apoyar a aquellos que residían en su hogar de una forma individualizada, los profesionales manifiestan la necesidad de adoptar modelos centrados en la persona y su familia (y no exclusivamente en los servicios) a la hora de trabajar.

Darnos cuenta de que tenemos que involucrar más en el trabajo diario a las familias también les ha hecho darse cuenta a las familias de la importancia de que participen más del desarrollo de sus hijos. Hasta ahora muchos delegaban demasiado en el centro, y nos hemos propuesto que esta situación nos sirva para cambiar esto (Profesional)

Las necesidades generadas por la pandemia se evidencian, por último, en cómo los trabajadores perciben como necesarios cambios que implican reforzar y mejorar la ratio de profesionales-usuarios (14,1%):

 Valorar más al personal de atención directa de residencia, con formación y otros turnos de trabajo. Apenas tienes tiempo de desconectar, son turnos muy difíciles para conciliar con la vida personal, ha sido muy duro para algunos (Profesional)

Conclusiones

La situación de precariedad que desde hace años experimenta el tercer sector ha sido visibilizada por la pandemia, pues la prestación de apoyos ha requerido de un importante esfuerzo por parte de los profesionales dados los deficitarios recursos con que se cuenta. Así, tres cuartas partes de los trabajadores que siguieron en activo durante el confinamiento han visto incrementados sus niveles de estrés y ansiedad por la emergencia sanitaria, debido sobre todo a la sensación de impotencia al no poder desarrollar su trabajo como desearían. Estos datos, junto con los arrojados por personas con DID y sus familias que el lector interesado puede consultar en Navas et al. (2020), nos llevan a subrayar la necesidad de contar con medidas que, durante el periodo de recuperación de esta crisis sanitaria, no solo refuercen el tercer sector, sino que también lo curen, garantizando a familias, profesionales, personas con DID y organizaciones, adecuados recursos. En este sentido, quisiéramos señalar, además, que los datos que se presentan en este estudio reflejan la situación de profesionales que, mayoritariamente, trabajaban en servicios dirigidos a población adulta. Los datos que se recogen en el informe completo ponen de manifiesto que las personas con DID menores de edad que acudían a centros de educación, especiales y ordinarios, han visto aún más mermados los apoyos con los que habitualmente contaban, siendo especialmente urgente revisar el modo en que el sistema educativo garantiza el acceso a la educación de alumnos con necesidades educativas especiales en momentos como el vivido.

El esfuerzo realizado por los profesionales contrasta con el realizado desde las administraciones públicas, quienes, según un 60% de los trabajadores encuestados, no han tomado medidas suficientes para proteger a las personas con DID durante la emergencia sanitaria. Esta valoración negativa se debe, en la mayor parte de los casos, a la carencia de recursos económicos y material de protección, y a la ausencia de protocolos y políticas enfocadas al sector de la discapacidad, sector que se ha sentido olvidado durante esta crisis.

En último lugar, quisiéramos destacar que la situación provocada por la COVID-19 ha dejado al descubierto las carencias y fragilidad de nuestra política social, excesivamente anclada en una estructura de centros y servicios en detrimento de una provisión de apoyos más personalizada, estructura sin la cual muchos apoyos no llegan a las personas. Y así lo perciben también los profesionales, señalando la necesidad de avanzar hacia modelos de prestación de apoyos centrados en la persona y su familia, independientemente de que acudan o no a un centro o servicio específico. La situación actual debe llevarnos a reclamar el cambio de nuestro modelo de apoyos hacia un modelo comunitario inclusivo, que contribuya a mejorar la calidad de vida de todas las personas. Debemos aprovechar la visibilización que ha provocado la COVID-19 de las carencias de nuestro sistema de atención, muchas veces segregador y con escasos apoyos naturales, para construir hogares en los que todos quisiéramos vivir y desarrollar un proyecto personal a cualquier edad y en cualquier condición vital.

Referencias

Crespo, M., Verdugo, M. A., Navas, P., Martínez, S. y Amor, A. M. Impacto de la COVID-19 en las personas con discapacidades intelectuales y del desarrollo, sus familiares, y los profesionales y organizaciones de apoyo. Siglo Cero, Anejo 1, junio 2021 (en prensa)

Navas, P., Verdugo, M. A., Amor, A. M., Crespo, M. y Martínez, S. COVID-19 y discapacidades intelectuales y del desarrollo. Impacto del confinamiento desde la perspectiva de las personas, sus familiares y los profesionales y organizaciones que prestan apoyo. 2020. Publicación online disponible en: https://sid-inico.usal.es/documentacion/covid-19-y-discapacidades-intelectuales-y-del-desarrollo/

 

[1]El lector interesado puede consultar las encuestas dirigidas a todos los grupos de interés en: https://inico.usal.es/analisis-del-impacto-y-seguimiento-de-la-emergencia-covid-19-en-poblacion-con-discapacidad-intelectual-y-del-desarrollo-en-espana/

 

Mayo 2021
En marcha

Descolonizar los medicamentos y la salud mundial

Tammam Aloudat

Médico, asesor estratégico de la Campaña de Acceso a medicamentos de Médicos Sin Fronteras.

Puedes encontrar a Tammam Aloudat en Twitter.

 

Debo admitir que, en algunas circunstancias, las cosas buenas pueden brotar de cosas malas. El Renacimiento puede surgir de la Edad Media, los derechos humanos de levantarse ante la tiranía y el humanitarismo de la guerra. Una sola muerte fuera de una tienda en Minneapolis puede, como hemos visto recientemente, encender una llama por un cambio que aún podría poner en marcha un cambio global.

Sin embargo, la transición rara vez es limpia. Con demasiada frecuencia, las huellas del mal original persisten para empañar el nuevo mundo que nace.

La medicina tropical cae claramente en esta categoría. Una disciplina fundada para proteger a los soldados del imperio de las enfermedades y permitir su continua opresión de los súbditos coloniales, se ha transformado en las últimas décadas en una disciplina de salud global que, al menos en principio, busca el acceso equitativo a la atención médica de calidad para todos.

Hoy en día, la salud global, incluido el movimiento para promover el acceso a los medicamentos —nuestro propio enfoque en la Campaña de Acceso de MSF— todavía lleva el residuo de un pasado racista y colonial que, aunque rechazamos e intentamos deshacernos de él, permanece en muchos de los detalles de cómo se construye, mantiene y funciona el sistema.

Esta discrepancia entre quienes ostentan el poder y los que no, a la hora de determinar la política sanitaria mundial, no deja de sorprenderme cuando doy un pequeño paseo por Ginebra cerca de nuestras oficinas. Ahí están la ONU, la Organización Mundial de la Salud, GAVI, el Fondo Mundial, UNICEF y otros. A través de las ventanas se ven reuniones en las que se toman decisiones de las que depende millones de vidas en todo el mundo. Las personas en esas oficinas, junto con las grandes fundaciones, los donantes gubernamentales de salud y otros en la oligarquía mundial de la salud, tienen mucho poder y poca rendición de cuentas.

Es un pensamiento muy curioso. Lo que sucede aquí define las oportunidades de vida de familias y comunidades a miles y miles de kilómetros de distancia, lejos del lago Ginebra y sus lujosos autos diplomáticos que bordean su brillante orilla.

Es sabido que el colonialismo ha cambiado drásticamente su rostro en las últimas décadas. El neocolonialismo hoy en día no lo llevan a cabo soldados con armas y bayonetas, lo hacen personas con trajes elegantes que tienen los antecedentes, las conexiones y los recursos para decidir el destino de los demás.

Con demasiada frecuencia, incluso con las mejores intenciones, los actores sanitarios pueden, sin saberlo, ser complacientes con ese comportamiento colonial. Hay una línea muy delgada, apenas un pelo, entre ser defensor del derecho a la salud de las personas y ser una herramienta colonial que les lanza las migajas para que callen mientras siguen siendo explotadas.

Las actitudes neocolonialistas en las organizaciones médicas y humanitarias se pueden discernir de muchas maneras: las decisiones estratégicas se toman exclusivamente en la parte superior de las jerarquías y en los centros de poder, generalmente por un grupo reducido de personas; los que toman las decisiones más importantes son mucho más privilegiados y corren mucho menos riesgo que los afectados por ellas; Las consultas y la incidencia tienen lugar entre un grupo limitado y exclusivo de personas que ni son diversas ni están dispuestas a alejarse de las convenciones.

No es una situación saludable.

Sin embargo, exigir y promulgar un cambio total de este sistema corre el riesgo de dañar a las mismas personas a las que servimos en Médicos Sin Fronteras (MSF) y cuyas vidas y salud dependen de la forma en que las cosas funcionan ahora, admitidas como imperfectas.

Por otro lado, presionar por reformas menores podría ser incluso peor. Harán poco más que abordar los síntomas y no las raíces de la injusticia y profundizarán la complicidad de la salud mundial en el continuo y opresivo statu quo. No reducirán la desigualdad del poder de decisión sobre quién vive y quién muere.

Por lo tanto, sugiero aquí un enfoque alternativo, una reforma no reformista basada en un concepto presentado por primera vez por filósofos y sociólogos en el siglo pasado en relación con los movimientos laborales. Este tipo de reforma tiene como objetivo generar un cambio fundamental que tenga las necesidades humanas como el fin óptimo en lugar de la preservación del sistema de poder.

Es un sistema de reforma que se origina en las personas que la necesitan y tiene como objetivo lograr lo que requieren, en lugar de emanar de un brillante palacio junto a un lago en Europa. Y aunque no tiene como objetivo romper el sistema a toda costa, claramente quiere remodelar tanto el sistema como el equilibrio de poder para satisfacer las necesidades más importantes de la mayoría de la ciudadanía.

Se trata de un tipo de reforma que podríamos estar orgullosos de promulgar

Este enfoque se opone rotundamente a la reforma reformista, actualmente generalizada, que considera lo que es posible solo dentro de los límites del statu quo y trata de mejorar los resultados a través de enfoques de arriba hacia abajo que nunca desafían la jerarquía de poder que causa el daño en primer lugar.

La Campaña de Acceso de MSF trabaja en la elaboración de políticas que eliminen las barreras de acceso a medicamentos, vacunas y diagnósticos que impiden que algunos de los pacientes más vulnerables obtengan la atención médica que necesitan.

Ahora, la COVID-19 ha situado los problemas que abordamos todos los días en el centro del escenario global: la disponibilidad de nuevas herramientas médicas como tratamientos y vacunas, los precios, los monopolios de algunas compañías farmacéuticas, la competición entre países ricos para acaparar esos recursos a expensas de los países más pobres, y la falta de cooperación global a favor de estrechos intereses nacionalistas, han pasado a ser el centro de atención.

Nada de esto es nuevo, es solo una desigualdad en salud sobrecargada. Sin embargo, el objeto de mi texto no es discutir esa parte de la historia que resultará en medicinas y vacunas que estarán más disponibles para los ricos y seguirán eludiendo a los pobres.

No. El tema que me preocupa hoy es que la COVID-19 ha enfatizado, además de las desigualdades económicas y nacionalistas, el gran desequilibrio de poder entre quienes están tratando de abordar el problema. Los más afectados, una vez más, han sido pasados por alto en la urgencia por encontrar soluciones. Nada sobre nosotros, sin nosotros es el llamado de atención de la sociedad civil en todas partes para una inclusión y participación significativas en el desarrollo de soluciones a los problemas que los afectan principalmente. Es más importante en esta época de COVID-19 que nunca antes y, una vez más, está siendo ignorado.

Ahí es donde volvemos a la reforma no reformista y la necesidad de poner a los pacientes y sus comunidades en el asiento del conductor. Y si la noción de reforma no reformista parece demasiado radical en el ámbito de la salud mundial actual —como una persona con vaqueros rotos y una camisa raída que grita en una fiesta de gala— nos consuela ya que MSF siempre ha sido exactamente eso, la persona desaliñada que grita en la fiesta educada y los que irrumpen en contextos imposibles para proporcionar medicamentos a personas que pocos creen que deberían recibirlos.

Sin embargo, también en MSF debemos auto examinarnos. Antes de enfurecernos contra el aparato, debemos mirarnos en el espejo y decidir deshacernos de nuestros propios vestigios de un pasado colonial. Para ser honestos con nuestros objetivos, tenemos que convertirnos en una idea y en una organización descolonizadas y descolonizadoras que toma su legitimidad del compromiso y el poder de las personas en el extremo receptor de nuestros servicios y no solo de aquellos en la parte superior de nuestra jerarquía.

Ser un profesional de la salud global, como organización o como individuo, debería ser un acto radical de rebelión contra el sistema de poder.

 

Dr. Tammam Aloudat, asesor estratégico de la Campaña de Acceso a medicamentos de Médicos Sin Fronteras. Tammam Aloudat es un médico sirio. Ha trabajado como profesional médico humanitario durante los últimos 20 años con MSF y el Movimiento de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja.

 

 

Número 7, 2021
Ciencia social

Incidencia de COVID-19 y desigualdad residencial: apuntes sobre la situación en las grandes ciudades

José Manuel Díaz Olalla

Médico de Familia y Comunidad y Epidemiólogo. Madrid Salud.

Puedes encontrar a José Manuel Díaz en Twitter y en el blog No le digas a mi madre que trabajo en salud pública.

 

La pandemia de la COVID-19 afecta más y más severamente a la población más desfavorecida. Territorialmente existe un riesgo incrementado de infectarse y de morir por esta causa en los distritos más pobres de la ciudad y en los que los hogares se componen de más personas. Analizamos el riesgo de infectarse por SARS-Cov-2 en los distritos de la ciudad de Madrid y su relación con algunas variables contextuales socioeconómicas y demográficas.

 

La COVID-19 no solo ha puesto en evidencia las graves desigualdades e inequidades existentes, sino que las ha incrementado1. La pandemia se ceba en los más vulnerables a la vez que provoca más desigualdad en la población, aunque en algún momento, al principio de su expansión, muchos pensáramos que pudiera no ser así. En aquellas desconcertantes semanas de marzo y abril, la cantidad de noticias que difundían los medios sobre personajes famosos que habían adquirido la infección (empresarios de éxito, artistas, gente de la jet set en general), alguno de los cuales lamentablemente fallecieron por ella, nos hizo pensar no que se tratara de un problema de vulnerabilidad inversa, tan poco comunes en salud pública, sino en cierta transversalidad de su extensión social en relación con la posición socioeconómica.

Nada de eso era así: el tiempo nos ha enseñado que estábamos en aquellos precoces momentos ante un déficit de información generalizada y que en la medida en que hemos conocido más y mejor la naturaleza de este problema y de cómo prevenirlo, quienes disfrutan de las mejores condiciones de vida (vivienda, transporte, trabajo, ocio) pueden elegir exponerse menos al coronavirus SARS-Cov-2 que los demás.

Por lo tanto, las cosas se encauzaron pronto hacia lo que nos señala la experiencia y el conocimiento del efecto que los determinantes sociales tienen en la salud, que no es otra cosa que el hecho de que la vulnerabilidad va más allá de aspectos individuales y biológicos y es determinada por el contexto social, económico y político. Por ello, esta infección afecta más y más severamente a trabajadores informales y a quienes no tienen trabajo, a inmigrantes y al resto de la población en situación de precariedad, así como a quienes viven en condiciones de hacinamiento o de franca exclusión residencial, ya sea por carencia, inseguridad o inadecuación de la vivienda.

Esta pandemia es a la vez reflejo y causa de desigualdad social.  Cuando hablamos de vulnerabilidad nos referimos tanto a la asociada a la profundización de las inequidades y las condiciones sociales adversas preexistentes, como a la relativa a las dificultades en la adop­ción y el cumplimiento de las medidas recomenda­das. Es decir, quienes asumen las medidas de salud pública no farmacológicas dictadas por la autoridad sanitaria (confinamiento domiciliario, cierre de escuelas y centros de trabajos, aislamiento de espacios residenciales cerrados, destacadamente de mayores, restricciones en el transporte público y en las concentraciones de personas) sufren más sus efectos no deseados, en especial si viven en la precariedad. Es importante añadir, por último, la vulnerabilidad asociada a la presencia de enfermedades crónicas que agravan el cuadro clínico y la mortalidad por esta causa.

Y, en este punto, resulta muy importante, si hablamos de avanzar hacia la equidad en la salud, conocer cuáles son los obstáculos existentes para que las medidas de prevención de la infección lleguen a todos y todas o, lo que es lo mismo, qué condiciones de los grupos y las personas limitan su aplicación o el acceso a ellas. Entre ellas y exclusivamente desde el plano de las políticas, como triada común de estas dificultades, en todos los análisis encontramos: los límites a la universalidad de la atención sanitaria, las políticas de mercantilización de la salud y el empecinamiento en aplicar medidas locales a problemas que son globales. No olvidemos que el principal factor que ha determinado la mala evolución de la pandemia en España es la precaria situación en que ha quedado el sistema sanitario público tras más de una década de recortes y privatizaciones2.

La OMS publicó hace algunos años un informe en el que afirmaba que es posible acabar con el efecto de las desigualdades sociales en la salud en todo el mundo en tan solo una generación3 si conseguíamos mejorar las condiciones de vida de la gente, luchar contra el reparto desigual del poder, el dinero y los recursos y medir su magnitud y sus efectos. Creemos que parte de nuestro trabajo diario debe servir para aportar conocimiento a la última de las medidas propuestas por ese organismo internacional. Para ello, y en relación con lo expuesto, hemos analizado con datos de las personas infectadas durante la primera oleada epidémica en la ciudad de Madrid, su evolución por distritos de la ciudad y, estudiando la información de forma agregada en el territorio (análisis ecológico), hemos comprobado si se podía discernir alguna relación entre el riesgo que tiene la población de infectarse por el SARS-Cov-2 y la situación socioeconómica y demográfica del distrito en que reside4. Hay que destacar que, según datos recientes, en aquéllos primeros 4 meses de epidemia que recoge el estudio apenas se diagnosticaba un 10% de los casos reales, mientras que en la actualidad la cobertura de diagnósticos llega a más de un 60%. Quiere decir eso que el acceso a través de los datos oficiales solo nos mostraba una pequeña parte de la enfermedad y que este sesgo definido por las circunstancias, por la escasez de pruebas PCR y por los protocolos de actuación vigentes entonces determina que una parte de la realidad, sin duda la más leve, ha quedado fuera del estudio.

Con todo, y contando con que este tipo de análisis aportan poco a la búsqueda de la causalidad aunque son muy importantes para la elaboración de hipótesis sobre la misma, encontramos que se dan asociaciones entre variables que son muy significativas: existe una clara relación entre la renta del distrito y el número de hogares por habitante en esos territorios, separadamente, con la tasa de infecciones acumuladas, en ambos casos de naturaleza inversa, es decir, a más renta en el distrito y a menos hacinamiento en el hogar corresponde una menor probabilidad de infección. Y se observa no solo que existe esa relación, sino también que su fuerza es relevante. Así, cuando en ese trabajo estudiamos conjuntamente el efecto de ambas circunstancias adversas, baja renta territorial y hacinamiento en un modelo de regresión lineal múltiple, hallamos que actuando conjuntamente ambas son capaces de predecir hasta un 30% de la incidencia de COVID-19 en los hombres de los distritos de la ciudad. Las peores circunstancias que se dan en las ciudades grandes, específicamente en Madrid y, dentro de esta, en los distritos del sur y sureste se confirman en este análisis de la incidencia de COVID-19, pues en el conjunto urbano se sitúa por encima del doble que en el resto de España y en los dos distritos de Vallecas, Moratalaz y Vicálvaro la incidencia ajustada por edades supera el 240 por cien en relación con la tasa nacional.

En otras ciudades grandes como Barcelona llegan a conclusiones semejantes, lo que nos indica que la relación entre la pobreza analizada territorialmente y la infección por este coronavirus es sólida (Un estudio revela que la incidencia de casos es casi tres veces mayor en los distritos con menos renta de la capital catalana5). Incluso en otros países la relación es evidente: en Suecia, país en que las medidas generales de protección, especialmente el confinamiento, no se aplicaron durante la primera ola, la evolución de la pandemia ha sido especialmente mala, castigando de forma desproporcionada a los más desfavorecidos: en una encuesta de seroprevalencia se halló un 30% de positivos en los barrios pobres frente a un 4% en los ricos6.

Junto a una mayor susceptibilidad, las personas de nivel socioeconómico bajo sufren mayores tasas de contagio, morbilidad y mortalidad por la COVID-197, por lo tanto, es necesario ampliar su protección social. Para ello se requiere aumentar el nivel de cobertura de los programas existentes, priorizando aquellos grupos en situación de vulnerabilidad (p. ej., trabajadores informales como los temporeros, inmigrantes y otros grupos con altas tasas de trabajo desregularizado, etc.). De la misma forma, no se debe olvidar que esta infección tiene un efecto amplificador de las inequidades, como ocurre en muchos casos en situaciones de violencia de género y abuso de las mujeres.

Desde la protección social de los trabajadores precarios y amenazados por el desempleo, hasta las medidas tendentes a impedir los lanzamientos de la vivienda habitual, en especial si no hay alternativa habitacional, adquieren especial relevancia otras que son transversales, como la comunicación de riesgos, la participación social y comunitaria, los derechos humanos y el seguimiento y la evaluación de sus efectos.

Es falso el dilema que contrapone economía frente a salud en la resolución de la pandemia de COVID-19, pues la salud pública es necesaria para la recuperación económica. Ahora es el momento de construir una nueva normalidad y de trabajar hacia una recuperación que ponga la salud, la justicia social y la equidad en el centro de la agenda política, es decir hacia la construcción de una sociedad que no deje a nadie atrás.

 

Referencias

1.- Organización de las Naciones Unidas. A UN framework for the immediate socio-economic response to COVID-19. Nueva York: Naciones Unidas; 2020. Se encuentra en https://unsdg.un.org/resources/un-framework-immediate-socio-economic-response-covid-19

2.- Editorial. “COVID-19 in Spain: a predictable storm?”. The Lancet Public Health. Volume 5, ISSUE 11, e568, November 01, 2020. Se encuentra en https://www.thelancet.com/journals/lanpub/article/PIIS2468-2667(20)30239-5/fulltext#articleInformation

3.- Organización Mundial de la Salud, Comisión Sobre Determinantes Sociales de la Salud. Subsanar las desigualdades en una generación. Informe final de la Comisión sobre Determinantes sociales de la salud. OMS, Ginebra, 2009.

4.- Blasco‑Novalbos, G., Díaz‑Olalla, J.M., Valero Oteo, I. “Incidencia acumulada de COVID-19 en los distritos de la ciudad de Madrid y su relación con indicadores socioeconómicos y demográficos”. Gac Sanit., 34 (octubre 2020), pp 41. Se encuentra en: https://static.elsevier.es/miscelanea/congreso_gaceta2020.pdf

5.- Mouzo, J. “La covid-19 se ceba con la Barcelona pobre. Un estudio revela que la incidencia de casos es casi tres veces mayor en los distritos con menos renta de la capital catalana.” El País, Barcelona, 10 de agosto de 2020. Se encuentra en: https://elpais.com/sociedad/2020-08-10/la-covid-19-se-ceba-con-la-barcelona-pobre.html?outputType=amp&ssm=TW_CC&__twitter_impression=true

6.- Segura, Ana R. “Encuesta serológica en Suecia, el país sin confinamiento: 30% de positivos en barrio pobre, 4% en barrio rico. Un estudio de seroprevalencia y un análisis geográfico evidencian que, sin control, el virus se ceba con la población más humilde por sus condiciones de vida”. eldiario.es, Madrid, 5 agosto 2020. Se encuentra en: https://www.eldiario.es/internacional/encuesta-serologica-suecia-pais-confinamiento-30-positivos-barrio-pobre-4-barrio-rico_1_6146868.html#click=https://t.co/UnSxuV6VrJ

7.- Jani, A. “Preparing for COVID-19’s aftermath: simple steps to address social determinants of health.” J R Soc Med. 2020;113(6):205-207. Se encuentra en https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/32314660/

 

Enero 2021
Conversamos

Cuatro retos de la Cooperación al Desarrollo y Ayuda Humanitaria ante la COVID-19

 

 

Número 6, 2020

¿Qué espacio estamos dejando a las personas mayores en nuestra sociedad?

Editorial

El valor de la longevidad

La situación actual, ligada a la Covid-19, representa un gran desafío para nuestra sociedad. En los últimos meses hemos tenido que adaptar nuestra forma de relacionarnos y trabajar con los demás y, en particular, con las personas mayores. Más allá de su dimensión de crisis y de los peligros muy reales que conlleva, esta situación pone de relieve el lugar de las personas mayores en nuestra sociedad, pero también el valor que les damos y la forma en que las miramos.

A la vista de los datos más recientes, así como de las proyecciones para las décadas venideras, es un hecho que cada vez hay más personas mayores, y que su presencia va a ser cada vez más preponderante en el conjunto de la población. Las preguntas son saber qué lugar ocupan en esta sociedad cada vez más envejecida y cómo se tienen en cuenta sus necesidades y capacidades. En este contexto de mayor esperanza de vida con buena salud, hay motivos para cuestionar la imagen tradicional que tenemos del envejecimiento.

El envejecimiento, en el sentido que da el diccionario, se define, a escala de una población, como el aumento en la población total de la proporción de ancianos resultante del aumento de la esperanza de vida y la caída de la tasa de natalidad, fijándose generalmente el umbral para entrar en la vejez, por razones convencionales, en los 65 años. Esta clasificación se asocia generalmente al inicio del periodo de jubilación, pero es obsoleto para referirnos a las personas mayores. En realidad, muchas veces nos queremos referir a la pérdida de autonomía de las personas mayores no tanto a su situación de inactividad económica – laboral, aunque esta puede representar un factor de exclusión o al menos de invisibilización de estas personas.

Las condiciones de vida han mejorado y las personas viven mejor y más tiempo. De hecho, las personas, una vez jubiladas, dedican gran parte de su tiempo libre a mejorar la calidad de vida de la comunidad, al cuidado de los demás… En estos tiempos de pandemia, las personas mayores son las que más se están cuidando, más que nadie, en casa. Pero a veces cuidando a otros, sus nietos y nietas exponiéndose, a pesar del peligro, para que los más jóvenes puedan acudir al trabajo.

En este contexto, el agradecimiento y el reconocimiento deberían ser actitudes fundamentales hacia ellas y las generaciones precedentes, no sólo por su contribución pasada, sino por el uso que hacen en la actualidad de su longevidad.

A los ojos de la historia, una sociedad es juzgada por la forma en que trata a las generaciones más jóvenes y a las más mayores. Sin embargo, la crisis provocada por la covid-19 ha puesto en evidencia cómo la sociedad española está descuidando a sus mayores. Es más, esta crisis ha tenido un impacto desproporcionado sobre las personas mayores y ha evidenciado una profunda crisis estructural en el sistema de cuidados de larga duración y en las residencias, así como una falta de respuestas adecuadas a sus necesidades y derechos por parte de los poderes públicos.

Lejos de alimentar las polémicas políticas, lejos de la búsqueda de un chivo expiatorio fácil, debemos intentar hacer analizar a largo plazo y ver cómo, en el futuro, podemos estar más unidos con nuestras personas mayores.

Cuando hablamos de envejecimiento se debe privilegiar la noción de longevidad. Cuando referimos a una sociedad que envejece, las personas mayores son siempre otras, nunca uno mismo. El discurso dominante en torno a la longevidad es el del miedo, de la pérdida de autonomía, los costos, el asistencialismo… No obstante, gracias al progreso médico, económico y cultural, la vejez se materializa hoy más tarde que el todavía muy presente corte de los 65 años. La pérdida de autonomía de las personas mayores solo afecta a una minoría de personas y puede evitarse o retrasarse no solo con acciones médicas y médico-sociales, sino también acciones sociales que tengan como objetivo mantener vivos los vínculos de las personas mayores con su entorno familiar y social más cercano.

En suma, no podemos reducir la situación de las personas mayores a un cuadro alarmista y de preocupación, la longevidad es también una oportunidad para todos, una oportunidad para la sociedad… La longevidad concierne a todo el mundo.

 

 

Número 6, 2020
Acción social

¿Qué supondría, hoy y aquí, avanzar hacia una intervención social (de base) más comunitaria?

Fernando Fantova

Consultor social.

Puedes encontrar a Fernando Fantova en Facebook, Twitter y Linkedin, además de su página web.

 

El artículo nos propone una reflexión sobre la posibilidad de otro modelo de intervención social. Se proponen cinco líneas estratégicas que permitirían construir una intervención social universal, sectorial (e integrada) y comunitaria. En otras palabras, el modelo comunitario de acción social.

 

Posiblemente en la mente, en los sentimientos, en los valores, en los actos, en las decisiones, en las organizaciones de no pocas personas dedicadas a la intervención social (a la acción social, a los servicios sociales) podemos percibir, de forma más explícita o implícita, un modelo, una concepción, una comprensión de esa labor, consistente en hacerse cargo de manera integral de la satisfacción de las necesidades (o de las carencias) de una persona o grupo de personas, para, posteriormente (incluso inmediatamente), ir dejando de dar respuesta a unas u otras de dichas necesidades a medida que las propias personas u otros agentes están en (mejores) condiciones de hacerlo, cuando esto puede suceder y sucede.

Esta visión de la acción social, esta forma de pensarla y practicarla parece verse reforzada, además, en momentos o situaciones de emergencia (como la generada por la pandemia de la covid-19), en los que, en buena medida, lo que está en juego es la propia supervivencia de muchas personas, por la afectación en cadena, rápida, intensa e imprevisible de diferentes áreas críticas de su vida. Sin embargo, esa concepción, seguramente, hunde sus raíces en la historia de esa actividad que ahora denominamos intervención social (o, a los efectos de este artículo, sin mayores distinciones, acción social o servicios sociales) y que, en nuestro entorno, es realizada, en buena medida, desde disciplinas y profesiones como el trabajo social, la educación social, la psicología de la intervención social, la integración social, la asistencia personal y otras.

En esa historia, la intervención social se construyó en muchos momentos como una acción (final y) residual frente a otros modos de satisfacción de necesidades (de cualquier necesidad) de las personas: si no tenías la capacidad funcional para dar satisfacción a algunas de tus necesidades, si no tenías recursos con los que dar respuesta (directa o indirectamente) a ellas, si no tenías relaciones primarias que te facilitasen dicha satisfacción, si no eras titular de algún derecho o garantía para obtener respuesta a ciertas necesidades, entonces, en la medida en que todo eso sucediese, tu situación de exclusión social y vulnerabilidad general te llevaba a ser objeto de intervención social, destinataria de la acción social, usuario de los servicios sociales.

La evolución de nuestra sociedad y de los diferentes mecanismos (profesiones, sistemas, organizaciones, instituciones) de los que disponemos las personas para satisfacer nuestras necesidades ha ido poniendo en cuestión, ha hecho entrar en crisis este modelo (de última red) residual de acción social, en contextos en los que la creciente complejidad interconectada de los riesgos a los que nos enfrentamos hace que consideremos, en general, más valiosa la respuesta a las necesidades que se realiza desde la especialización sectorial (por necesidades: salud, alimentación, seguridad, transporte, cuidados y otras) y recelamos, en general, de supuestas proveedoras integrales o inespecíficas de respuesta al conjunto de nuestras diversas necesidades.

¿Qué pasa, entonces, si los subsistemas o disciplinas correspondientes van mejorando su capacidad técnica de respuesta a diversas necesidades (como las de alojamiento o vestido, por citar otros dos ejemplos) y va perdiendo sentido y utilidad que, desde la intervención social, pretendamos alojar o vestir (por seguir con los mismos dos ejemplos)? ¿Qué pasa si, como ha sucedido en esta pandemia, parece hundirse, por ejemplo, la reputación o deseabilidad de las residencias de mayores, resistente ejemplo de ese modelo de hacerse cargo integralmente desde los servicios sociales del que estamos hablando? ¿Qué pasa si importantes capas de población, excluidas por procesos estructurales del acceso, por ejemplo, a la calefacción o la atención odontológica, entienden que, en último caso, podrán ir a los servicios sociales públicos o del tercer sector para poder acceder a esos bienes (y eso será misión imposible)?

Lo que pasa, posiblemente, es que la intervención social (la acción social, los servicios sociales), tanto pública como solidaria, se ha de preguntar si hay otro modelo, otra forma de comprenderse y de producirse. Y la respuesta podría ser que sí, que lo hay, pero que hay que entender que representa un giro copernicano, un cambio de paradigma, un salto cualitativo respecto al modelo anterior, ya que estamos hablando de una intervención social que:

  • Abandonando su posicionamiento como actividad orientada a una parte de la población, se declara y se pretende universal, se construye como valiosa para todas y cada una de las personas de la sociedad. Se acabó el soniquete de los que más lo necesitan, los colectivos vulnerables y expresiones por el estilo.
  • Abandonando su ambición integral, identifica con claridad a qué necesidades, potencialidades, problemas o demandas de las personas pretende dar respuesta y se integra con otras respuestas sectoriales o parciales. Se acabó el soniquete de la atención integral, la visión holística y demás.
  • Abandonando su tradición de hacerse cargo de las personas, incluso alejándolas y protegiéndolas de sus redes familiares y comunitarias, se transforma en una intervención social que busca desencadenar cambios en las comunidades, imbricarse en la vida de la comunitaria, atender a las personas en la comunidad y a través de la comunidad, de la mano de otros servicios y agentes comunitarios. Se acabó una intervención social dispuesta a apartar de la vista de la comunidad a personas rechazadas, discriminadas o excluidas por ella.

Por tanto, postulamos aquí que podemos identificar prácticas realmente existentes y conocimiento construido que apuntarían a una intervención social universal, sectorial (e integrada) y comunitaria. Seguramente, tanto en la Administración pública como en la economía solidaria, sigue predominando una acción social residual, (pretendidamente) integral y desconectada de las comunidades, pero hay mimbres, hay algunos mimbres que permitirían girar hacia ese modelo de acción social de base comunitaria y abierto a la diversidad del que estamos hablando. Postulamos que estamos hablando de modelos alternativos, es decir, que universalidad, sectorialidad y base comunitaria van de la mano (del mismo modo que el modelo residual y pretendidamente integral supone y necesita el alejamiento de la comunidad).

Tomando conciencia de la envergadura de la apuesta alternativa que se está planteando, para finalizar este breve artículo, se proponen a continuación (y después se glosan) cinco líneas estratégicas que permitirían construir, poner a prueba, pulir y escalar el modelo comunitario de acción social que se pretende dibujar:

1. Separar radicalmente la intervención social (cuyo objeto sería la interacción) de las actividades de asignación de recursos económicos o materiales para necesidades de subsistencia o similares.

2. Impulsar con fuerza la transición desde una intervención social de carácter mera o principalmente práctico a otra basada en el conocimiento científico.

3. Apostar por el desarrollo tecnológico y la digitalización de los servicios sociales.

4. Entender la construcción de los servicios sociales como un proceso de innovación social en las comunidades en las que éstas van generando, aceptando, modulando y modificando normas, instituciones, valores y consensos reguladores de la vida cotidiana e interdependiente de las personas en los domicilios, vecindarios y territorios.

5. Forjar una alianza estratégica con las políticas e intervenciones urbanísticas y de vivienda en el marco de una acción comunitaria transversal y una gobernanza integrada del bienestar.

En primer lugar, diremos que, en una sociedad tan mercantilizada como la nuestra y con tantos obstáculos estructurales y emergentes para el acceso de importantes segmentos poblacionales a bienes físicos de primera necesidad (como el alimento, el vestido o la energía, o, también, al alojamiento), cabe considerar prácticamente imposible que se configure y posicione una intervención social dedicada a promover y proteger la interacción de todas las personas (es decir, su autonomía para decisiones y actividades de la vida diaria en relaciones primarias familiares y comunitarias) mientras las estructuras y agentes de los servicios sociales tengan encomendada, a la vez, la tramitación de ayudas para la obtención de dichos bienes, tramitación que debiera corresponder a los Departamentos correspondientes a dichos bienes (como Comercio, Industria o Vivienda) o, en su defecto, a Departamentos de Hacienda (y en el caso de organizaciones solidarias, posiblemente, también a estructuras y agentes diferenciados).

En segundo lugar, la intervención social y sus disciplinas y profesiones deben hacer un esfuerzo por superar su actual estadio de desarrollo dominado por un saber hacer artesanal práctico para, sin desconocer nunca la importancia de la pericia profesional, entrar decididamente en una etapa de intervención social de carácter o base científica, con las consecuencias y condiciones que ello conlleva en términos de configuración de las comunidades y redes de conocimiento, de las dinámicas y procedimientos para su construcción y avance del saber y de las herramientas, instrumentos, aplicaciones y plataformas de evaluación de la intervención y sus efectos.

En tercer lugar, la acción social, como cualquier otra actividad, debe ser objeto de un desarrollo e innovación tecnológica que la incorpore a la capa digital y que le permita beneficiarse de la comunicación telemática, la inteligencia artificial distribuida, el procesamiento de grandes cantidades de datos, el internet de las cosas (también de las llevables) o las plataformas colaborativas, tanto para su realización, gestión y gobierno como para su integración vertical (intrasectorial) y horizontal (intersectorial) con otras ramas de actividad.

En cuarto lugar, se ha de entender que este modelo de intervención social puede llegar a afectar, a mayor o menor escala territorial y humana, al cambio y la innovación en la comprensión y configuración del contrato social, entendido como el conjunto de normas asumidas por las personas (individual y colectivamente) sobre lo que pueden esperar de otras personas o instancias y lo que deben aportar. Estamos hablando de una acción social organizada y profesionalizada que busca nuevas e importantes sinergias con las relaciones y redes primarias de carácter familiar y comunitario, brindándoles aportes y esperando que brinden apoyos.

Por último, el giro desde una intervención social residual a una de base comunitaria representa un cambio en la manera en la que los servicios sociales se relacionan y se integran con otros ámbitos de actividad, en las intervenciones y políticas transversales de igualdad y atención a la diversidad (de género, generacional, funcional y cultural), que podríamos englobar como acción comunitaria, y, por tanto, en la gobernanza del conjunto de políticas sociales. En ese marco, la intervención social, posiblemente, está llamada a una especial integración y alianza con la intervención urbanística y habitacional, para la consecución de territorios y comunidades amigables, inteligentes y sostenibles.

 

Septiembre 2020
Acción social

La orientación laboral en los tiempos del COVID: situación, retos y propuestas de acción

Antonio Prieto Clemente

Técnico de Orientación. Consejería de Empleo de la CAM. Experto formador y asesor de entidades públicas y privadas en programas de formación, orientación e inserción laboral.

Puedes encontrar a Antonio Prieto en Linkedin y Facebook.

 

En tiempos del COVID, la orientación laboral necesita dar respuesta a un mercado de trabajo voraz y paradójico, con dificultades para la coordinación entre administraciones y con el reto pendiente de la innovación.

 

Si los personajes de Gabo[1] fueron capaces de encontrar el amor en los tiempos del cólera, los ciudadanos tienen que poder acceder a los servicios de orientación laboral en un momento tan destructivo para el empleo como es la situación de emergencia sanitaria que vivimos en respuesta al Covid-19.

En esta reflexión se identifican y analizan los factores críticos que es necesario abordar para gestionar la atención a los desempleados asumiendo nuevos retos y la necesidad de acometer antiguas deficiencias. Por supuesto, concreto algunas propuestas de acción en respuesta a estos retos: aquí y ahora.

Ésta es una reflexión inacabada que necesita de vuestras aportaciones, que se irán anotando escrupulosamente para su difusión actualizada. Muchas gracias por anticipado.

Mercado de trabajo paradójico

El mercado de trabajo actual se caracteriza por la destrucción de empleo[2], especialmente en los sectores de comercio, hostelería, construcción e industria afectando sobre todo a autónomos y PYMES, al mismo tiempo paradójicamente, se ve imposibilitado para cubrir la demanda de trabajadores de ciertos sectores como sanidad, servicios sociales, servicios telemáticos, logística y distribución, y agricultura no pueden cubrir sus vacantes.

Esto ocurre en un momento en que los servicios de intermediación de las administraciones públicas y las agencias de colocación se están colapsando, difundiendo ofertas de empleo por diferentes canales cuya información va replicándose y rebotando cíclicamente por las redes sociales completamente desactualizada y generando una distorsión en la captación de candidatos y en la gestión de ofertas de empleo. En este sentido convendría que los intermediadores del mercado de trabajo públicos (servicios públicos de empleo) y privados (agencias de colocación principalmente) gestionasen, con exclusividad[3], cada una de las oferta de empleo, para evitar duplicidad de esfuerzos y distorsión en la gestión,  adquiriendo el compromiso de la cobertura de vacantes.

En esta situación, las ayudas para mantener el tejido productivo de autónomos y PYMES son absolutamente necesarias, ya que son quienes más empleo han creado en España durante la crisis de 2008[4] y su recuperación requiere mucho tiempo.

Por otro lado, es necesario impulsar la adaptación de las empresas a procesos productivos y comerciales virtuales y acelerar su proceso de informatización y la universalización de la banda ancha en todo el territorio nacional para favorecer el teletrabajo. Medidas aprobadas desde 2010 en la Estrategia Europea 2020, cuya aplicación sufre un evidente retraso, y que ya necesitábamos mucho antes de la crisis sanitaria, para facilitar la incorporación de personas con dificultades de movilidad (discapacidad, ámbito rural, privación de libertad, conciliación, etc.) al mercado de trabajo.

No podemos olvidar la necesidad de regular las condiciones de laborales del teletrabajo.

Los trabajadores desempleados tendrán que reciclarse a ocupaciones de sectores deficitarios en mano de obra. Este reciclaje ha de ser muy rápido, sin apenas procesos formativos, por lo que es fundamental contar con el asesoramiento de un orientador laboral que indique cuál puede ser la ocupación colindante, con demanda en el mercado, susceptible de satisfacer el mayor porcentaje de requerimientos posibles con las competencias que ya posee el candidato[5]. Ejemplos: de dependiente a televendedor, de recepcionista a teleoperador, de pinche a preparador de catering.

Para aprovechar al máximo las competencias de las personas desempleadas y hacer una reclasificación eficaz es muy importante la evaluación por competencias del candidato, y la descripción de los requerimientos del puesto de trabajo por competencias, sólo así podremos hacer casación eficaz.

La brecha digital se añade a la brecha laboral de los más vulnerables

 

Porcentaje de usuarios frecuentes de Internet en relación con renta mensual. Encuesta sobre Equipamiento y Uso de Tecnologías de Información y Comunicación en los hogares 2013, INE

A las dificultades habituales para encontrar empleo de los colectivos más vulnerables, en estos momentos se añaden las dificultades para utilizar internet, porque no saben o porque no pueden, para acceder a información de ofertas de empleo, gestionar ayudas y prestaciones, realizar trámites ante la administración pública: la brecha digital se suma a la brecha laboral.

Es por esto que, a pesar de los grandes esfuerzos que están haciendo los equipos de orientación para adaptar sus servicios y actividades a las videoconferencias, con excelentes resultados, sólo estamos respondiendo a los desempleados que cuentan con recursos suficientes para acceder a internet y un mínimo de habilidades informáticas. No estamos llegando a colectivos que ya tenían grandes dificultades para acceder al mercado laboral antes de la crisis sanitaria.

Por eso, además de la teleorientación es necesario reforzar la atención presencial con las máximas precauciones e incrementar la orientación laboral telefónica y videotelefónica, ya que esta población sí que suele disponer de teléfono móvil.

Mejorar la coordinación entre empleo, servicios sociales y educación

Atender a los colectivos más vulnerables, en estos momentos más que nunca, requiere de una coordinación estrecha entre los servicios de empleo, los centros educativos, los servicios sociales y la sociedad civil organizada (ONG, redes…), especialmente en el ámbito local:

Los alumnos, con edad laboral, que compaginaban (o no) su formación presencial con el empleo o con la búsqueda de empleo se quedarán sin acceder a la transformación de esta formación presencial en teleformación si no tienen recursos informáticos suficientes. Además, tendrán graves dificultades para acceder a la oferta formativa virtual, la información sobre ofertas de empleo, los recursos públicos y la tramitación de solicitudes y ayudas.

Estas dificultades ya las estaban padeciendo las personas vulnerables y en riesgo de exclusión social atendidas por los servicios sociales municipales, a los que se suman los nuevos desempleados que no pueden acceder a los subsidios extraordinarios, los autónomos que no pueden declarar cese de actividad y todos los trabajadores de la economía sumergida[6] que no pueden acceder a ninguna ayuda por desempleo. Como consecuencia, las bolsas de pobreza se están disparando y los bancos de alimentos se están agotando[7] especialmente en el ámbito urbano de las grandes ciudades.

Por eso es absolutamente necesaria la coordinación de los servicios públicos de empleo, servicios sociales y educación en el ámbito local a través de mesas de empleo o equipos de coordinación permanentes que sean capaces de:

  1. Identificar los individuos, familias y grupos que están en situación de riesgo social y de pobreza.
  2. Canalizar las ayudas de forma eficiente y eficaz en el menor tiempo posible a los sujetos anteriores.
  3. Facilitar el acceso a las prestaciones sociales, por desempleo y educativas a través de mecanismos, procedimientos y actividades adaptadas a las características y posibilidades de los colectivos objeto.
  4. Mantener el apoyo a esos colectivos con asesoramiento e itinerarios de inserción sociolaboral viables, sostenibles y accesibles.

En este sentido tenemos que aprovechar que los servicios sociales municipales y las ONG han demostrado durante la crisis económica su capacidad para estar en contacto directo con las personas más vulnerables y llegar a donde los servicios de empleo y educativos no pueden llegar con sus medidas, recursos, prestaciones y asesoramiento.

Orientadores y orientadoras laborales: entre la precariedad y la innovación

Jamás nadie podía prever una situación de crisis como la que estamos viviendo. El incremento exponencial del desempleo junto con las dificultades de atención como consecuencia del confinamiento y de la aplicación de las medidas preventivas, nos ha empujado a improvisar nuevas metodologías de acción, intermediación, preparación laboral, orientación laboral e integración sociolaboral: diagnósticos de empleabilidad por teléfono, diseño de itinerarios por correo-e, actividades de entrenamiento en técnicas y habilidades sociolaborales y para la búsqueda de empleo a través de videoconferencias, video teléfono o en espacios abiertos a voces para mantener la distancia de seguridad y por supuesto: el acompañamiento personalizado, utilizando todos los medios posibles, en muchos casos asumiendo riesgos sanitarios para poder atender presencialmente a personas vulnerables: no había otra manera.

La innovación y utilización de la radio y aplicaciones informáticas ha sido tan espectacular como la edición de recursos de información, formación o asesoramiento en páginas webs, blogs, redes sociales…

No cabe duda de que esta situación (lejos de bloquearnos) nos ha hecho crecer profesionalmente, pero a costa de:

  • Sobrecargar los tiempos de dedicación con jornadas interminables de teletrabajo para la atención a personas, añadiéndole el tiempo necesario para el diseño y gestión de nuevas herramientas y nuevas actividades y modalidades de atención. En muchos casos sobrecarga de actividades de gestión justificativa y búsqueda de recursos.
  • Incrementar el estrés producido por esta sobrecarga de dedicación y el contacto con las nuevas situaciones perentorias que viven las personas que atendemos… incremento de impotencia y frustración.
  • Diversificar nuestras funciones para poder ofrecer una respuesta inmediata a las necesidades de las personas y mantener las entidades.

Ahora más que nunca es necesaria una respuesta a las necesidades que tenemos como orientadores inmersos en este mercado de trabajo voraz y paradójico, con pocas posibilidades de coordinación y apoyo entre administraciones y con el reto de la innovación permanente para mantener nuestro compromiso con los desempleados y la sociedad. Necesitamos:

  • Formación instrumental, con metodologías flexibles y adaptadas, en utilización de recursos telemáticos para la atención individual y grupal.
  • Formación en técnicas y habilidades para abordar las situaciones de bloqueo, tanto de usuarios como de técnicos, aprovechando al máximo sus propios recursos: Coaching aplicado a la orientación laboral y al liderazgo de equipos de trabajo.
  • Supervisión externa de apoyo y soporte para conseguir resultados en estos nuevos retos.
  • Coordinación para la sistematización y socialización de la experiencia a través de la difusión e intercambio de buenas prácticas en plataformas y redes especializadas.

 

[1] Gabriel García Márquez

[2]  El desempleo ha pasado de un 13,6% en diciembre a un 14,5% en mayo. Instituto Nacional de Estadística

[3] En España. la intermediación laboral no puede tener ánimo de lucro por lo que las empresas pueden encargar la captación de candidatos idóneos para cubrir sus vacantes a varias entidades intermediadoras a la vez. No existe exclusividad en la intermediación de las ofertas de empleo.

[4] El 99% de las empresas en España tienen menos de 50 trabajadores y emplean al 53% de los trabajadores.

[5] Transferibilidad de habilidades de trabajadores en los sectores potencialmente afectados Covid-19. Banco de España.

[6] Según el informe de Empleo irregular en España de ASEMPLEO. El 20 20% del PIB se produce en economía sumergida y supone en torno al 13% de la población activa.

[7]Las entidades solidarias quintuplican en un mes la entrega de alimentos y productos básicos. Estamos bajo mínimos https://www.elconfidencial.com/espana/2020-04-18/coronavirus-banco-alimentos-comida-solidaria_2555024/

 

Agosto 2020
Ciencia social

Las Huellas Sociales de la Pandemia

Margarita León Borja

Investigadora Instituto de Gobierno y Políticas Públicas (IGOP) y profesora de Ciencia Política en la Universitat Autònoma Barcelona

 

Esta crisis nos deja al tiempo un paisaje desolado y otro que alberga cierta esperanza. Una profunda crisis social y una oportunidad de rechazar las lógicas endiabladas y absurdas del capitalismo financiero global.

 

Cuando la marea baja, el Mar de Wadden deja al descubierto unas marismas extensas que permite a los caminantes pasear sobre el barro en el que los pies se hunden. ‘Alpinismo horizontal’ parece que lo llaman porque atravesar el lodazal antes de que regresen las aguas comporta un elevado riesgo. Si no logras alcanzar alguna de las islas a tiempo, el mar te arrastra en su viaje de vuelta. Se trata de una infraestructura frágil para recorrer un paisaje a un tiempo hermoso y vulnerable.

Las huellas sociales que nos dejará esta escarpada crisis serán profundas porque transitan por los surcos de la anterior. A su vez, sin embargo, si lográramos entender bien las coordenadas de la travesía, la Covid-19 nos otorga la posibilidad de reestablecer equilibrios quebrados hace tiempo.

España salió oficialmente de la crisis financiera hace sólo cinco años. En esta media década hemos lentamente recuperado niveles productivos anteriores a la Gran Recesión, pero el tejido social quedó repleto de fisuras. Multitud de indicadores sociales reflejan la consolidación de una sociedad cada vez más desigual y polarizada, en el que las experiencias vitales de unos y otros se alejan, donde el Estado de Bienestar, si bien amortigua los efectos de la desventaja social, no parece estar especialmente dotado para revertirla.

En nuestro país la crisis del 2008 dejó al descubierto elevados índices de desigualdad fundamentalmente por la pérdida de ingresos de los hogares situados en la parte inferior de la distribución. La misma pauta la encontramos en el resto de los países del Sur de Europa. Entre los años 2008 y 2013, la pérdida de ingresos de la decila más baja fue del 51% en Grecia, 34% en España, 28% en Italia y 24% en Portugal[1]. El aumento de la desigualdad por el deterioro de las condiciones de vida de los hogares con menos ingresos implica a su vez un mayor riesgo de pobreza para esos hogares a no ser que actúe el Estado de Bienestar. Mientras que en la UE-10 el porcentaje de personas en riesgo de pobreza y exclusión social no varió de manera sustancial antes y después de la crisis, en los países mediterráneos, especialmente España y Grecia, el efecto fue significativo. En nuestro país, en el transcurso de casi una década, el riesgo de pobreza aumentó en un 13,4%. Pero además, para cualquier diagnóstico sobre la vulnerabilidad resulta imprescindible analizar posibles cambios en las características de las personas en situación de pobreza. Según diversas microsimulaciones, las personas pobres desde la perspectiva de los ingresos, durante los años de la crisis económica experimentaron pérdidas de ingresos mucho más severas que aquellos que se encontraban en esa misma posición con anterioridad. Es decir, las capas más desfavorecidas de la sociedad presentan, a partir de la crisis anterior, una vulnerabilidad mayor. El perfil de las personas pobres también cambió sensiblemente tras la Gran Recesión. La pobreza infantil relativa (la ratio de hogares con personas menores de 18 años que caen por debajo de la línea de pobreza, medido como la mitad de los ingresos medios del total de hogares) en España tenía en el 2015 el peor registro de toda la Unión Europea.

Los recortes en políticas sociales y la lógica de la austeridad como respuesta a la crisis dificultó enormemente la salida de la crisis. El fuerte aumento de demanda social en España (en los peores momentos, el desempleo alcanzó el 26% de la población activa) no fueron suficientemente amortiguados con políticas redistributivas que compensaran la pérdida de ingresos de sectores importantes de la población. El comportamiento del gasto durante la crisis económica consiguió proteger a algunos colectivos, pero no alcanzó a muchos otros. Las drásticas reducciones presupuestarias de los últimos tres años de recesión económica y un cierto mantenimiento del gasto en el resto de países comunitarios hicieron que la distancia con la media de los países de la Unión Europea comenzara a aumentar recuperando los niveles de partida del año 2000. En la práctica totalidad de los presupuestos sociales, los recortes nos devolvieron a niveles de una década atrás lo que supuso una importante ruptura con la pauta de convergencia europea que llevábamos observando desde principios del 2000.

En conclusión, las políticas de austeridad unidas al extraordinario repunte del desempleo, hizo regresar a nuestro estado de bienestar a un diseño clásico, en el que preservar pensiones y protección por desempleo exigió sacrificar prácticamente todo lo demás, especialmente los ámbitos de política más marginales desde el punto de vista presupuestario como vivienda, familia o exclusión social, pero también aquéllos más universalistas como educación y sanidad. La anterior crisis nos dejó una capacidad ciertamente mermada para hacer frente a los nuevos riesgos sociales con una palpable debilidad institucional en sectores claves de nuestro Estado de bienestar. Prácticamente una década de austeridad nos dejó un paisaje con fracturas más profundas, donde la fragmentación es a su vez, cada vez más compleja. Ha crecido la distancia entre los ricos y los pobres porque estos últimos están en términos relativos peor de lo que estaban en los años anteriores a la crisis. En nuestro país, el aumento de la pobreza es un reflejo de esta desigualdad y de la escasa capacidad de nuestro Estado de bienestar de compensar o atenuar estas distancias. Unas diferencias que se convierten para algunos en cadenas incluso antes de nacer. Las desventajas tienen un efecto multiplicador con importantes ramificaciones.

La crisis del Covid-19 llega en un momento en el que la estructura social estaba iniciando una cierta, aunque lenta recuperación. Indudablemente la capacidad de aguante del tejido social está enormemente condicionada por las debilidades estructurales que hacen complicado las travesías por las distintas coyunturas. La recuperación de la actividad económica y del empleo se ha realizado con fuertes dosis de precariedad laboral en un mercado de trabajo fuertemente segmentado y con todavía un importante espacio para la economía informal. Del primer informe de Cáritas sobre el impacto de la COVID-19 en las familias acompañadas por la organización (un total de 600 entrevistas realizadas entre el 4 y el 11 de mayo del 2020) se desprende la magnitud de la fragilidad de los hogares para hacer frente a esta nueva crisis. Las emergencias son de todo tipo. La encuesta advierte de la existencia de una emergencia habitacional entre las personas en situación de grave exclusión. Un 66% de los hogares que atiende Cáritas vive en régimen de alquiler, de ellos en el mes de mayo alrededor de la mitad afirmaba no disponer de dinero suficiente para pagar gastos de suministros o directamente gastos de la vivienda. 3 de cada 10 personas en exclusión grave carece de cualquier tipo de ingresos y únicamente 1 de cada 4 en ese grupo puede sostenerse del empleo. La limitación de movimientos y el trabajo telemático ha afectado especialmente a todos aquellos sectores que concentran a trabajadores y trabajadoras precarios/as. La pérdida de empleo en sectores como el turismo, la restauración o el transporte ha sido mucho mayor que en sectores con mayor volumen de trabajo cualificado y menos dependiente de la presencialidad.

Además, como característica específica de esta crisis, el confinamiento ha generado riesgos múltiples entre la población más vulnerable. El cierre de las escuelas y la no consideración de la educación como actividad esencial llevó a un elevado número de los hogares atendidos por Cáritas a tener dificultades relacionadas con el cuidado de menores, lo que les obligó o bien a renunciar a un puesto de trabajo (el 18%), a prestar menos atención a sus hijos (12%) o incluso a tener que dejarlos solos durante al menos dos horas diarias (6%).

El impacto del confinamiento ha estado tan desigualmente repartido que el último informe de la Fundación FOESSA, Distancia Social y Derecho al Cuidado, habla del riesgo del confinamiento con tres grandes categorías: el confinamiento seguro, el confinamiento de riesgo y el desarraigo[2]. Durante semanas, el encierro indiscriminado de la población ocultó las realidades dramáticas de miles de personas ya fuera porque las condiciones de habitabilidad no permitían un confinamiento digno, por la pérdida súbita de ingresos, o por el deterioro de las condiciones de salud. Con el tiempo emergerá una realidad social que debía haber estado presente en todas las formulaciones del Estado de Alarma. En el año 2019 el VIII Informe FOESSA ya advirtió de que la salud había empezado a convertirse en el determinante más influyente en los procesos de exclusión grave en algunas partes de nuestro país. La encuesta realizada ahora por Cáritas revela que el 60% de los hogares en exclusión grave ha visto cómo empeoraba su estado psico-emocional durante el confinamiento, mientras que el 26% consideran que ha empeorado su estado físico. Así, aunque hemos escuchado muchas veces decir que el coronavirus afecta a todos por igual, sabemos que no es cierto. La edad y las patologías previas se cruzan con otras fragilidades. Es evidente que no estamos todos igualmente expuestos ni al contagio ni a las consecuencias de confinamientos imposibles. Los fuertes determinantes sociales de la salud y la capacidad de resistencia a la enfermedad y el aislamiento nos dejarán nuevas muestras de la relación entre riqueza y salud, entre precariedad y sobre-exposición al riesgo.

Sin embargo, contrariamente a lo que sucedió en la crisis anterior, los estados de bienestar han cobrado protagonismo en la lucha contra la COVID-19. En prácticamente todos los países ha habido una cierta causa común con quienes más han sufrido. En nuestro país el Estado de Alarma impuso un confinamiento prolongado y estricto que fue eficaz para luchar contra la curva de la COVID-19, pero devastador en términos sociales y económicos. Distintas fuentes nacionales e internacionales predicen para España una de las recesiones más severas en la UE con un impacto muy negativo sobre el empleo y las finanzas públicas. FUNCAS prevé un escenario de contracción del PIB en torno al 8,4% en el 2020, con el déficit público y la deuda alrededor del 10% y el 114% del PIB respectivamente. En este escenario la expectativa es que España no pueda volver a niveles pre-Covid hasta el año 2023.

A pesar del escenario económico, las medidas fiscales en España para responder a la pandemia ascendían a finales del 28 de mayo a 12,4 % del PIB, la mayor parte de este esfuerzo fiscal se concentró en medias de liquidez para empresas e individuos que tuvieron que paralizar su actividad o perdieron el empleo. Más de la mitad del gasto en estímulo fiscal (€17,8 billones, 1,5% PIB 2019) se dirigió a la financiación de los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo. Hacia finales del mes de abril, más de tres millones de trabajadores/as se habían beneficiado de los subsidios de desempleo gracias a los programas de ajuste temporal de empleo. Al contrario de lo que sucedió en la crisis económica anterior, la flexibilidad interna introducida por los ERTES y la prohibición de despidos mientras durase el Estado de Alarma contuvo enormemente el aumento del desempleo.

El Ingreso Mínimo Vital (IMV) ha sido la otra gran medida social introducida destinada a proteger la pérdida de ingresos de los grupos más vulnerables. Con la expectativa de llegar a 850.000 hogares, el IMV supone un logro histórico sin precedentes. Todavía quedan muchas incógnitas por resolver (su encaje con los programas de renta garantizada autonómicas y la posibilidad de mantenerlo en el tiempo) pero de momento podemos afirmar sin riesgo a equivocarnos que la crisis ha funcionado en esta ocasión como ventana de oportunidad para introducir una medida (sin votos en contra en el Congreso de los Diputados) que llevaba en la agenda durante mucho tiempo, pero para la que era difícil encontrar el impulso suficiente.

Pero nuestro Estado de bienestar también ha mostrado durante la COVID-19 su lado más oscuro. Pese a los esfuerzos partisanos por vincular la elevada mortalidad en las residencias de mayores a una negligente gestión política, análisis de más recorrido señalarán hacia la debilidad estructural de estas instituciones, la abusiva precariedad de las trabajadoras en el sector, la desinversión pública a lo largo de las últimas dos décadas y el escaso valor social que otorgamos a la esencial tarea de cuidar y cuidarnos, como piezas clave en la reconstrucción de esta trágica historia.

A Modo de Conclusión

Conseguiremos una detallada cartografía de las huellas sociales de la crisis con algo de tiempo, perspectiva y buenos datos. Recorrida la emergencia, deberíamos otear el horizonte y consensuar una hoja de ruta. Sin embargo, nos enfrentamos a lo que posiblemente será la mayor crisis en la historia de la democracia reciente de nuestro país con un complejo escenario político. Imaginar un proyecto de reconstrucción común se intuye difícil cuando predomina y persiste el enfrentamiento, y del todo inviable mientras duró la excepcionalidad democrática de gobernar a golpe de decreto.

Escucharemos promesas de lecciones aprendidas, porque lecciones hemos recibido muchas, pero podrían hundirse en el lodazal. Confiamos en que Europa nos tienda una mano cuando el paisaje europeo tiene su propia mutante volatilidad. Con unas expectativas de desempleo por encima del 20%, una deuda pública disparada y una de las presiones fiscales más bajas de toda la UE, sostener en nuestro país un escudo social que representa casi el 20% del Producto Interior Bruto requerirá de fuertes ajustes. Los enormes conflictos distributivos de muy diversa índole que explotan con virulencia en la arena política desde hace algunos años harán difícil la, por otra parte ineludible, discusión de cómo hacer las sumas y restas.

Pero la fragilidad admite también cambio y esperanza. La recompensa por horas de travesía sobre el barro de Wadden es una diversidad biológica inusual. Esta crisis nos deja al tiempo un paisaje desolado y otro que alberga cierta esperanza. Como si quisiera darnos una última oportunidad. La oportunidad de tratar con dignidad a todas aquéllas profesiones esenciales que sostienen la vida, la oportunidad de tejer hábitats sostenibles y próximos, de recuperar el valor de lo público y la celebración colectiva, de respetar y procurar el derecho a la educación y a la salud como parte de nuestros derechos fundamentales, de rechazar las lógicas endiabladas y absurdas del capitalismo financiero global. Las crisis en algunas únicas ocasiones se convierten en palancas de cambio hacia una sociedad mejor, ojalá seamos capaces de leer bien las coordenadas de este nuevo mapa.

[1] Pérez, S. y Matsaganis, M. (2017): The Political Economy of Austerity in Southern Europe New Political Economy, 23(2): 192-207.

[2] Izquierdo, A (2020): Sociología del confinamiento: https://documentacionsocial.es/5/con-voz-propia/sociologia-del-confinamiento.

 

Julio 2020
A fondo

Apuntes para la mejora de los servicios sociales locales tras el COVID-19: impacto sobre algunos retos previos

Jose Ignacio Santás García

Trabajador Social

 

1. Introducción

El año 2020 comenzaba con grandes retos aún pendientes de resolver para el joven Sistema de Servicios Sociales, creado en la década prodigiosa para los mismos, que es la comprendida entre 1978 (aprobación de la Carta Magna) y 1988 (puesta en marcha del Plan Concertado para el desarrollo de las prestaciones básicas. Un sistema generado de manera desigual y fragmentada pero que había experimentado un crecimiento continuado y que presentaba grandes carencias y potencialidades.

A lo largo de marzo de 2020, la crisis generada por la propagación del COVID-19 ha evidenciado grandes oportunidades de mejora para los servicios sociales municipales.

Así, tras la crisis sanitaria, la crisis social en la que ya nos encontramos, se avecina con efectos mucho más prolongados. La cohesión social está en peligro, y en ello, los servicios sociales son fundamentales.

Si bien se desconoce aún el alcance e impacto de la crisis, es preciso ir reflexionando sobre las evidencias que se han puesto de manifiesto, con la finalidad de ir generando respuestas adecuadas ante el escenario en el que los servicios sociales se moverán en el futuro inmediato.

Es el objetivo del presente artículo.

2. Situación en 2020

Los Servicios Sociales nacen bajo el prisma de la asistencia social (así se denomina en la Carta Magna), lejos de una concepción de protección social y por tanto sin necesidad de un marco jurídico propio, siendo relegado éste al ámbito de cada comunidad autónoma.

La democracia española se estaba fraguando y ni la sociedad ni las comunidades autónomas dedicaron un esfuerzo especial a la construcción de unos servicios sociales que, en sí mismos, hoy, se reconocen como un garante democrático al facilitar la inclusión social de la ciudadanía.

Por ello, los servicios sociales crecieron de manera rápida y desordenada, con una provisión de recursos (materiales, técnicos y económicos) de carácter mixto y variable según sectores, entre lo público y lo privado (con y sin ánimo de lucro) y siempre fragmentados por la territorialización y la dispersión competencial entre estado, autonomías, y entidades locales, con el añadido de diputaciones y mancomunidades en algunos casos.

Así, durante los años 80, las CCAA fueron aprobando sus normativas, casi todas con escasa ambición y aún menos voluntad realmente ejecutiva, cuestión que la llegada de las llamadas Leyes de Tercera Generación, no han traducido en desarrollos prácticos, bien por la falta de concreción posterior, por la limitación de recursos, por la ausencia de carteras de servicios, etc. (Ayto Madrid, 2018)

A pesar de ello, la aprobación de la Ley 39/2006, de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia, arrojó una esperanza ante tal fragmentación, aunque nació con las limitaciones propias de la implementación en plena crisis económica. Sin embargo, esta misma ley evidenció las dificultades de articulación entre los diferentes niveles administrativos, que con frecuencia perciben las ‘competencias’ más como recurso defensivo entre las administraciones, que como una llamada a la responsabilidad (Aguilar Hendrickson 2014).

En este escenario se desarrollaron unos servicios sociales atomizados, en un marco en el que las necesidades vitales de la población no son cubiertas suficientemente, existe una alta inestabilidad laboral, baja protección por desempleo (en comparación con el marco europeo), carencias en los sistemas sanitario y educativo y una desbocada situación inmobiliaria entre otros factores, que afectan principalmente a la población vulnerable.

Así, los servicios sociales, que tienen por objeto la protección y la adecuada cobertura de las necesidades sociales derivadas de la interacción de las personas con su entorno (Demetrio Casado, 1994), han ido centrando sus funciones en el ámbito de la autonomía personal, la protección de la infancia y de la población mayor y la inclusión social, alejándose cada vez más de aquella asistencia social de la que nacieron, pero sin dejar de practicarla. Nos guste o no, ante el escenario de inexistencia de un sistema de cobertura de necesidades (ingresos vitales) más amplio, la asistencia social sigue siendo un pilar fundamental dentro de los servicios sociales.

Por todo lo anterior, los servicios sociales entraron en la tercera década del siglo XXI sin una definición propia de su objeto, atomizados y anhelando alcanzar un ámbito universal centrado en la promoción de las personas, pero embarrados en la cobertura de necesidades básicas.

Muchos retos, entre otros que se describirán a continuación, para un joven sistema, que deberá afrontar una prueba de fuego con la llegada de la crisis por contagio del COVID-19.

3. Marzo 2020. Inicio de la crisis por el COVID-19 

A continuación, se abordan algunos de los mayores retos que tienen por delante los servicios sociales, incidiendo en el efecto de la crisis provocada por el COVID-19:

Reto 1: creación de un marco general de acción social

Como ya se ha detallado, la ausencia de un marco estatal y el bajo interés de las CCAA en organizar sus territorios (ya no digamos de establecer acuerdos de reciprocidad con otras CCAA), son las principales causas de que no exista a día de hoy algo que podamos llamar Sistema de Servicios Sociales en comparación con el educativo o el sanitario. Es más, ello contribuye a que cualquier intento de organización o elaboración de modelos de atención social a la ciudadanía por parte de las entidades locales, se vea continuamente frustrado debido a que las competencias en políticas de rentas o de dependencia son de ámbito superior.

Existen dos tendencias contrapuestas:

  • Por una parte, la descentralizadora, basada en el valor de la proximidad y la adaptación a las necesidades de la población de un territorio, que ahonda en la fragmentación de los servicios sociales.
  • Por otra parte, la centralizadora, que trata de minimizar la desigualdad existente entre los derechos de la ciudadanía, no sólo entre comunidades autónomas, sino entre municipios e incluso entre diferentes territorios dentro de las grandes ciudades del país.

El conflicto entre ambas tendencias se manifiesta de manera cada vez más frecuente en los servicios sociales, tanto a nivel estatal como dentro de cada autonomía e incluso de grandes municipios.

De hecho, la fragmentación de los servicios sociales se evidenció antes de la crisis del COVID-19 con la llegada de personas de origen extranjero, tanto en los territorios más próximos a África, como en aquellos que son entrada aérea principal, como es el caso de Madrid tras la entrada de población venezolana. Esto produjo el acercamiento de miles de personas a unos Servicios Sociales ya limitados con el consiguiente cruce de acusaciones (sobre la responsabilidad / competencia en la cobertura de las necesidades básicas) entre la administración responsable del estatus de refugio (Estado) o la localidad de residencia.

Solapándose con dicha problemática, estalla la crisis del COVID-19, cuyos efectos hacen especial daño en el empleo sumergido (que es en gran parte gracias al que sobrevive el colectivo anteriormente mencionado y otros que de manera amplia denominamos vulnerables). En dicha situación, se hace aún más necesaria una coordinación interadministrativa, así como la agilidad en la provisión de recursos, ya que comienza a plantearse nuevamente el conflicto entre el Gobierno Central, que anuncia líneas de ayudas, y los servicios sociales municipales, que son quienes están prestando el apoyo inmediato a las necesidades urgentes, junto con el Tercer Sector (en gran medida subvencionado desde los poderes públicos).

La resolución de problemáticas generales e incluso provenientes del exterior hace aún más necesario un acuerdo de mínimos para el conjunto del Estado, especialmente para la cobertura de las necesidades básicas de la población, al igual que alcanzar una adecuada gobernanza multinivel capaz de enfrentarse a las situaciones que puedan generarse en materia social.

Reto 2: ruptura de la vinculación entre los procesos de prestaciones y apoyos

Existen dos grandes bloques de prestaciones: el de las vinculadas a la autonomía personal/dependencia y el de aquellas relacionadas con la garantía de rentas/cobertura de necesidades básicas.

En cuanto a las prestaciones económico-materiales, los servicios sociales han estado funcionando en la inmensa mayoría de las CCAA bajo el paradigma de la vinculación entre prestaciones y apoyos, asumiendo una labor fiscalizadora o de control técnico no sólo para el acceso, sino para el mantenimiento de las mismas, a través de acuerdos donde se enmarcan de una u otra manera, contraprestaciones para el cobro de ayudas.

En este escenario, y mientras el debate sobre la necesidad de una Renta Básica (no condicionada) se pone sobre la mesa, llega la crisis por el COVID-19 y hace que miles de personas demanden ayudas económicas tras la pérdida fulgurante de puestos de trabajo, ya fuese en el mercado formal o en el empleo sumergido.

Ante dicha situación, los servicios sociales se han visto obligados a la dispensación de recursos con la máxima celeridad, eliminando la lógica imperante hasta la fecha del establecimiento de un diseño de intervención, debido a los siguientes factores:

  • No es posible contrastar datos: ni en caso de empleo sumergido ni en el empleo formal es posible una consulta a tiempo real. Tampoco en el caso del cobro de las nóminas correspondientes a las prestaciones por desempleo para quien tuviera derecho a ellas.
  • No es posible exigir la realización de actividades condicionantes previas (tales como asistencia a formación, entrevistas de trabajo, etc.) por el estado de confinamiento obligado.
  • No es posible recabar la suscripción de programas de intervención social, no sólo por el propio cierre de los centros de servicios sociales o el confinamiento de la población, sino porque, en todo caso, los servicios sociales no tienen recursos humanos suficientes para esta labor dado el aumento de población atendida.

Por tanto, el COVID-19 ha obligado a modificar de manera urgente un sistema de control previo, siendo sustituido por otro en el que la ciudadanía recibe ayudas sin necesidad de justificación previa, rompiéndose ese vínculo que hasta la fecha era el modus operandi de los servicios sociales, al menos en lo tocante a ayudas económicas.

A partir de ahora, los servicios sociales deberán revisar la necesidad de volver al modelo anterior o bien, como sería más adecuado en mi opinión, establecer un sistema de ayudas que traspase el peso del control o fiscalización previa, al seguimiento posterior que sea necesario.

Reto 3: consecución del universalismo proporcional

Los servicios sociales han continuado centrados en la focalización (es decir, prestar un mayor nivel de recursos a la población con mayor nivel de necesidad) sacrificando el principio de la universalidad.

A pesar del gran avance que supuso la Ley de Dependencia, que trajo cierta universalización de servicios para personas dependientes (en un momento en el que la necesidad emergente era el envejecimiento poblacional), la atención por parte de los servicios sociales generales para la población no cubierta por dicha ley, continúa siendo en gran medida centrada en personas en exclusión social. Por ejemplo, determinadas iniciativas de acceso directo (como centros de apoyo a las familias, donde se tratan situaciones de rupturas familiares, o centros de atención a la mujer) quedan frecuentemente fuera de la estructura de los servicios sociales generales, que nuevamente quedan relegados a un papel de atención a población marginal.

Fruto del propio paradigma de la intervención social sí o sí, (insisto, sin un marco de garantía de rentas), las prestaciones económicas terminan teniendo como beneficiarias, en gran medida, no a personas con una situación de necesidad puntual, sino a quienes viven situaciones muy complejas, donde la ayuda económica no sólo se reitera en el tiempo, sino que forma parte de diseños de intervención social que abordan dificultades multiproblemáticas.

Ello sería un ejercicio de focalización positiva si no fuese porque ha producido un déficit en la universalización, dado que, usualmente, la familia que únicamente precisa ayuda económica (pero en otros aspectos su vida familiar no tiene carencias) es expulsada del propio sistema, ya que no era objeto de la intervención social.

Sin embargo, el COVID-19 ha obligado a la apertura de los servicios sociales a población que tradicionalmente era expulsada, como se ha descrito anteriormente: personas que han sufrido un ERTE, la suspensión de empleo doméstico, etc.

Ello conllevará a la configuración de sistemas de acceso rápido, transparente, y abierto a población con dificultades puntuales exentas de otras problemáticas (lo que tradicionalmente se denominamos clases medias), para después establecer qué tipo de seguimiento (o no) deberá realizarse, pero que en todo caso no debe volver a seguir los patrones anteriores, de exceso de focalización, sino que debe alcanzar un universalismo proporcional.

Reto 4: desburocratización

La Administración ha evolucionado durante los últimos años facilitando ciertos trámites a la ciudadanía, pero aún existen demasiadas dificultades vinculadas a una deficiente interoperatividad entre diferentes administraciones y con la población destinataria.

La normativa existente, principalmente la de procedimiento administrativo (39/2015) continúa siendo similar a la anterior (30/92) ya que el cambio no aportó apenas novedades en lo que se refiere a la relación entre ciudadanía y administraciones.  La nueva norma tampoco introdujo avances en lo establecido en la Ley 11/2007, de acceso electrónico de los ciudadanos a los servicios públicos, que ha demostrado ser insuficiente y que da un margen a las administraciones locales tan amplio que perjudica al conjunto de la ciudadanía.

En este escenario, estalla la crisis del COVID-19, evidenciando graves dificultades que, en parte, deberían haber estado previstas:

  • Los procedimientos de prestaciones sociales requieren solicitud, autorización en materia de consulta de datos, etc. y no pueden realizarse sin oficinas presenciales.
  • Los procesos de fiscalización y control son excesivos para las situaciones de necesidad social emergentes. Ello repercute en el bienestar de aquellas personas a las que irían dirigidas: no parece lógico que, para prestaciones sencillas como una ayuda a domicilio sea preciso un procedimiento similar al de una subvención.

Durante la crisis del COVID-19, los servicios sociales han establecido canales de solicitud telemáticos y telefónicos, han habilitado mecanismos de solicitud sin necesidad de traslados y se han modificado normas internas dando mayor capacidad de ejecución a lo prescrito por sus profesionales. Todo ello para poder facilitar servicios a la ciudadanía demandante. Era posible.

Así es preciso que, ante la remisión de crisis, no se vuelva a la hiperburocratización anterior, articulando procedimientos de ayuda excluidos de fiscalización /control jurídico previo, donde la prescripción facultativa sea suficiente para determinar la situación de necesidad, sin perjuicio de que los procesos garantistas sean ejecutados con posterioridad.

Reto 5: mejora de la colaboración público-privada

Los servicios sociales públicos se crean en la década de los 80. Los servicios sociales privados, principalmente al cargo de instituciones religiosas, ya existían varios siglos antes. En determinados sectores, como el de la discapacidad, la iniciativa social y familiar es preexistente a los servicios sociales públicos. Por ello, la población se encuentra en un escenario de cobertura mixto (público y privado) y que frecuentemente se solapan.

En el campo de los servicios sociales, el crecimiento en gasto ha encontrado sólo en los últimos años, una lógica racionalizadora, que se materializa actualmente a través del aumento del control en procesos de contratación, concierto y subvención. Un escenario en el que el tercer sector (en buena medida dependiente de fondos públicos) debe enfrentarse a mecanismos de competencia, la exigencia de resultados, y la paulatina eliminación de duplicidades.

La crisis del COVID-19 ha producido que diversas entidades e iniciativas sociales se hayan lanzado al apoyo a la población demandante de ayudas, pero, tras el shock de las primeras semanas, ya es evidente que es preciso una organización que permita llegar a toda la población en situación de necesidad sin perder el objetivo de la eficiencia evitando solapamientos.

Por tanto, se ha puesto de manifiesto la necesidad de encontrar espacios y criterios comunes, e incluso lugares de coordinación estables.

Teniendo en cuenta que la gestión de los servicios sociales responde a la preocupación por poder organizar los recursos sociales disponibles con la finalidad de poder efectuar una práctica profesional eficaz y eficiente (Fernandez, T. 2009), es preciso que, a nivel local, los servicios sociales asuman la coordinación de los recursos sociales prestados dentro de un territorio, facilitando a su vez el ejercicio de iniciativas de solidaridad mediante la cooperación con iniciativas sociales en marcos comunitarios.

Reto 6: revisión de los modelos de atención

El modelo de atención social, de manera general, y hasta la crisis del COVID-19, era principalmente presencialista. La sacralización del despacho como espacio idóneo para la intervención social, había relegado a un papel testimonial o cuanto menos no sistematizado, las intervenciones grupales, visitas domiciliarias o relación telemática o telefónica con la ciudadanía.

La entrevista en despacho, aparte de garantizar la confidencialidad, produce también una merma en cuanto a la transparencia, y refuerza la arbitrariedad y una dinámica donde la persona debe demostrar constantemente (incluso para el acceso a la información) determinados condicionantes y adquirir un compromiso enmarcado en un diseño de intervención. Sin embargo, la eliminación de tales trámites suele levantar rechazo profesional, bajo el temor a convertirse en meros dispensadores de recursos: un debate que debería trasladarse a la atmósfera política e institucional, y no a la ciudadanía, que es quien acaba sufriendo el conflicto.

La crisis actual pone sobre la mesa que deben establecerse respuestas diferentes: el COVID-19 ha producido una demanda de servicios que multiplica sobradamente la capacidad de respuesta en el modelo tradicional. Miles de personas y familias demandan apoyo urgente, sin necesidad alguna de intervención social propiamente dicha: únicamente necesitan un apoyo económico puntual.

Ello supone grandes oportunidades, no sólo para implementar sistemas de acceso y atención telemáticos (explorar vías como apps, whatsapp, chats, mailings masivos, sistemas de alertas, etc.), sino para el establecimiento de modelos que prevean qué tipo de seguimiento (indirecto, etc) debe realizarse con la población que ha accedido a los servicios sociales y que no precisa, a priori, intervención social.

Por otro lado, y dado el aumento poblacional (aún sin cuantificar), es urgente la provisión de recursos humanos suficientes, que, arrastrando un déficit de épocas anteriores, pueda responder a la ciudadanía de manera ágil. La revisión de los modelos no debe únicamente conllevar modificaciones en procesos y metodologías, sino que obligatoriamente debe contar con un aumento de las plantillas, así como realizar una apuesta por la diversificación de los perfiles profesionales en los centros de servicios sociales, una necesidad que ya existía. 

Reto 7: el reto tecnológico

Si la situación de partida ya era deficitaria en la materia, la crisis por el COVID-19 ha evidenciado que es necesario que los servicios sociales locales se apropien de las TIC, entendida como el dominio del objeto cultural -en este caso la tecnología (Carabaza 2013):

  • Sin registros abiertos, y en estado de obligado confinamiento, se ha demostrado la escasa cobertura de la modalidad de gestión telemática para la ciudadanía.
  • La población vulnerable está sufriendo en mayor medida la crisis, entre otras cosas por su incapacidad para las gestiones telemáticas, en elementos tan sencillos como tramitaciones de desempleo. Incluso entre quienes eran atendidos/as habitualmente, las carencias eran graves, poniendo en evidencia que no ha habido un esfuerzo suficiente por la inclusión digital desde los servicios sociales generales.
  • Los procedimientos digitales no estaban extendidos en los servicios sociales, usándose hasta la fecha expedientes en papel de manera habitual, tanto de manera interna como para aquellos que debían ser tratados por departamentos diferentes (ayudas económicas, etc).
  • Existe una escasa interconexión entre las diferentes plataformas destinadas a la gestión de prestaciones, la consulta de datos y la atención social.

Por otro lado, la necesidad del teletrabajo ha puesto sobre la mesa no sólo la ausencia de un planteamiento previo (el teletrabajo era concebido como algo totalmente imposible), sino que buena parte de las tareas cotidianas son factibles desde casa. Sin embargo, hay carencias técnicas como la calidad de las conexiones, la disponibilidad de dispositivos para llamadas, videollamadas, seguridad, etc.  Ello ha supuesto un escollo. Por supuesto, no se dispone de herramientas de medición /evaluación del trabajo en esta modalidad.

Es necesario que los servicios sociales asuman las TIC de una vez por todas: no sólo porque la alfabetización digital de la población es un camino para la inclusión social cada vez evidente, o por la agilidad que supone para las prestaciones y el contacto con profesionales de referencia, sino porque la tecnología ofrece enormes posibilidades.

El aumento de la cobertura poblacional atendida por los servicios sociales tras el COVID-19, debería conllevar el diseño de herramientas de diagnosis homogéneas que, haciendo uso de Big Data, puedan determinar actuaciones preventivas/ proactivas mediante algoritmos de cálculo de probabilidad de riesgo social, así como establecer la intensidad y tipología de las intervenciones sociales e incluso evaluar el impacto de aquellas.

Bibliografía

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Ayto de Madrid. Area de Equidad, Derechos Sociales y Empleo. Servicios Sociales en el Ayuntamiento de Madrid: ¿qué modelo necesitamos para el futuro? (julio 2018) Acceso en : https://www.fresnoconsulting.es/upload/77/87/fresno_Modelo_SerSoc_draft_final__2jul2018_.pdf

CASADO PÉREZ, Demetrio. Introducción a los Servicios Sociales, Madrid: Ed. Popular, 1994. ISBN: 847884144X

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DE LAS HERAS, Patrocinio y CORTAJARENA, Elvira. Introducción al Bienestar Social. Madrid: Federación Española de asociaciones de Asistentes Sociales. Madrid, 1979.

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FERNANDEZ GARCIA, TOMAS (Coord.) Fundamentos del Trabajo Social. Madrid: Alianza, 2009. ISBN 978-84-206-8884-8

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Número 5, 2020
A fondo

Primeros apuntes para la construcción de un relato

Juan Antonio García Almonacid

Equipo de Inclusión de Cáritas Española

 

¿Qué está ocurriendo?

Cuando comencé a pensar y escribir algo que pudiera aportar una reflexión sobre el impacto de la crisis por el coronavirus en Cáritas, en el sector social y algunos retos, la sensación fue muy desconcertante. Jamás he vivido algo parecido: ¿de qué experiencia puedo partir para poder comparar y aportar algo útil?  Me resultaba muy difícil. Las veces que he salido a la calle, ya en pleno confinamiento, lo que veía era, y es, irrealidad, literalmente, vacío. Nadie en la calle, todo cerrado y parado. Silencio. Muy extraño. ¿Impacto en esta irrealidad? ¿Qué puedo comentar y pensar en un momento en que los datos de ayer hoy se han multiplicado y ya eran enormes? Un mes después continúa siendo, en parte, así. Una realidad mundial, con infinidad de publicaciones con proyecciones económicas, epidemiológicas, sociales y en algún momento, de cada una de ellas se afirma que todo esto puede ser así, o no. Apenas sabemos, excepto que un ser microscópico, sin apenas significancia, ha puesto en jaque a un mundo que, tecnológicamente, parecía que lo podía todo pero que desconoce la interacción básica de dos organismos vivos: un virus y nuestro cuerpo.

Sí, hay una serie de aspectos que desde el principio me llamaron la atención.

De manera tranquilizadora, me llamó la atención que el virus no procediera de países pobres ni de migrantes pobres. Al no ser así, no ha habido una reacción generalizada y visceral buscando culpables, algo que siempre viene bien cuando el miedo, la incertidumbre e inseguridad se apoderan de la realidad. De momento no se ha rentabilizado el miedo contra “el otro”, sobre todo contra el otro pobre. El efecto puede venir después en medio de una crisis económica que comienza a mostrar el rostro.

En cambio, la primera expansión del virus ha sido en los países ricos. Ha sido el sistema circulatorio global el encargado de hacer del virus un ciudadano transnacional, un producto más circulando en el mercado global agazapado en la chaqueta de un ejecutivo o en la camisa de un turista, el mismo sistema circulatorio que en 2008 favoreció la pandemia financiera. En ambos casos, la hiperconexión global ha expandido el virus, y el enorme desarrollo tecnológico ha sido incapaz de impedirlo: se creía que en el mundo ya solo podían existir mercado, eficiencia y beneficios al margen de las personas.

En 2008, al comienzo de la Gran Recesión, Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal, no tuvo en cuenta el riesgo que suponía un enorme impago de hipotecas y su potencial pandemia en el ámbito financiero, estaba convencido de que el sistema se ajustaría solo. Un tiempo después, Nicolas Sarkozy, más espectacular, planteó refundar el capitalismo en un sueño de protagonismo casi mesiánico: La autorregulación para resolver todos los problemas, se acabó; le laissez faire, c’est fini, proclamó. Hay que refundar el capitalismo sobre bases éticas, las del esfuerzo y el trabajo, las de la responsabilidad, porque hemos pasado a dos dedos de la catástrofe. Esto en septiembre de 2008. La década posterior confirmó que, en esencia, la capacidad de ajuste del sistema, como confiaba Bernanke, ha funcionado a la perfección: los pocos que tenían mucho ahora tienen muchísimo, los muchos que tenían muy poco ahora apenas tienen nada. Esta lógica global asentada en los excesos, en los beneficios, apenas ha tenido en cuenta las desigualdades que produce, el impacto ecológico, el sufrimiento humano. El avance y consolidación de esta lógica es el que ha dejado sin protección a millones de personas. Este es el drama ante el coronavirus.

Aunque tengo muy poca confianza, sin embargo, en la actual crisis, inédita, ha emergido el debate entre las dos opciones posibles: salvamos la economía o salvamos a las personas, y con grandes resistencias entre gobiernos, la decisión mundial ha sido parar la economía y, de alguna forma, optar por las personas, algo impensable de no existir la pandemia. Confiemos, controlada la pandemia, en que esta opción implique otra forma de recuperación y desarrollo económico y humano, así como la recuperación de la ética para las personas. En todo caso, esta crisis ha puesto en evidencia la fragilidad humana y el reto ante una más que probable crisis alimentaria demoledora.

También me ha llamado la atención el concepto de normalidad y no normalidad del momento. Obviamente, no estamos en una situación normal. Pero cuando trascurridos los días de confinamiento me he parado a pensar en esta transitoria no normalidad, lo que descubro es que no hay ruido, que oigo a los pájaros, que se puede andar sin tráfico por el centro de la calle cuando voy a comprar, que el cielo está azul sin estelas del humo de los aviones, que hay menos contaminación, que no tengo la sensación de estar siempre con prisas, que deseamos abrazarnos, ver a las personas que queremos, que nos preocupa la vecina, que hay conciencia de la necesidad de un sistema público de salud fuerte, que las noticias, buenas y malas, hablan de personas y que por un tiempo somos el sujeto de la historia, no el último iPad de Apple. Y me pregunto a qué normalidad deseamos y debemos volver.

Finalmente, me ha interesado la combinación de dos realidades, que no son contradictorias, pero desvelan dos miradas diferentes. El quédese en casa y lávese las manos invitaba a la responsabilidad individual y al cierre, sin duda necesario. Pero de manera simultánea comenzó a emerger la responsabilidad colectiva mediante la apertura: salgamos. Comienza a cobrar importancia el bien común, la cooperación, las personas mayores que viven solas, la solidaridad que nos obliga a salir y no cerrar. La protección individual pasa por la protección y el cuidado de los demás, pasa por el prójimo como alteridad y por el próximo como cercanía, comunidad, vecindad y personas concretas. Solo podemos salir juntos. Como diría Emmanuel Lizcano, hay una nueva metáfora social que nos piensa y esto es bueno.

La velocidad y dureza de los acontecimientos. La construcción del relato

La primera noticia del coronavirus es de principios de diciembre: China, Wuhan. Entre guerras comerciales, a pie de calle seguíamos en la más absoluta normalidad. El 31 de enero el Ministerio de Sanidad comunica el primer caso positivo de COVID-19 en España, un turista alemán controlado en La Gomera, continúa un goteo de casos con baja intensidad todos localizados y relacionados con el exterior. El 12 de febrero, el mayor congreso tecnológico del mundo, el Mobile World Congress de Barcelona, fue cancelado por miedo al contagio, a la vez se comienza a hablar del impacto económico en la hostelería de Barcelona. El problema seguía estando fuera.

Un mes después, de golpe, con una velocidad desconocida, teníamos 1.000 casos y 16 fallecidos localizados en todas las comunidades autónomas. El 11 de marzo el contagio ya se había extendido a más de 100 países y la Organización Mundial de la Salud declara el estado de pandemia mundial. El 14 de marzo, con unos 6.000 casos y 200 muertos en España, el Consejo de Ministros decreta el Estado de Alarma, la progresión ya es tremenda, descontrolada, pero esa semana todavía tomamos café juntos los compañeros de trabajo a media mañana.

El lunes 16 de marzo las calles estaban vacías. El país estaba cerrado. Nadie sabía lo que estaba pasando. Desde el 14 de marzo a finales de abril, en poco más de un mes, hemos llegado en España a más de 200.000 personas contagiadas y casi 25.000 fallecidos y en el mundo a más de 3 millones de contagiados y 200.000 fallecidos en más de 200 países. El mundo está paralizado. Este es el primer impacto: ¿Qué está ocurriendo?

Ante la imposibilidad inicial de comprender, el día a día ha ido construyendo un relato con las situaciones y necesidades concretas que van apareciendo, perfilando hipótesis de futuro, retos, aprendizajes que deben quedar, cuestiones irrenunciables… Iba quedando claro que comenzábamos a manejar dos escenarios simultáneos: el impacto fortísimo del presente y el no menos perturbador del futuro. En ambos casos, el impacto de la crisis en las organizaciones sociales es el impacto en las personas en situación de vulnerabilidad y exclusión social que acompañamos.

El primer comunicado de Cáritas es el 13 de marzo, días antes de las medidas de confinamiento. En el comunicado se apela a todas las Cáritas Diocesanas al diálogo, la coordinación y la flexibilidad de todos sus agentes, voluntarios, contratados y participantes para que, al tiempo que se evitan situaciones de riesgo, los recursos y programas de toda la organización continúen operativos. El objetivo era mantener la atención a todas las personas en situación más precaria y evitar que pudieran caer en una situación de vulnerabilidad aún mayor a causa de la crisis.

El día 14 de marzo se decreta el estado de alarma y el 17 de marzo Caritas Española inicia una consulta interna, cuyo objetivo era recabar una información rápida sobre cómo estaba afectando la situación en el conjunto del territorio

El impacto en la organización está siendo tremendo y difícil, reorganización de recursos humanos, tareas, horarios, cambio de criterios y normas, ampliación de centros, financiación, puesta en marcha de nuevas iniciativas, cansancio, desgaste emocional… Pero en medio de esta dificultad, la respuesta también ha sido inmediata, desvelando en términos de impacto positivo la enorme capacidad para mantener la actividad.

En cambio, la necesidad de cerrar proyectos, aun siendo una dolorosa decisión, apenas ha sido difícil: se cierran, aunque en la mayor parte de los casos se hayan reorganizado para mantener lo máximo posible de atención y contacto.

A la hora de pensar en el impacto no he pensado en los recursos que permanecen abiertos: de inmediato me han invadido imágenes de lo cerrado por imposibilidad de mantener unas medidas adecuadas sanitarias: la animación territorial rural y urbana, el trabajo de calle, centros de día, apoyo a domicilio y el voluntariado en la medida en que se paraliza la actividad. Qué significa cerrar: que, junto al acompañamiento más individualizado, más terapéutico, también desaparecen los espacios relacionales de encuentro e inclusión, fundamentales para la esperanza de las personas más vulnerables.

Me vienen a la imaginación diferentes situaciones de personas concretas que he conocido, con realidades en las que quedarse en casa es una tarea imposible.

Pienso en la dureza del cierre de un centro de día de acompañamiento a drogodependientes y en lo que puede suponer: un retroceso tal que la persona tenga que comenzar casi desde cero, con una motivación rota, vuelta a buscarse la vida, a un mercado de drogas reducido y caro, solo en la calle con la posibilidad de que le sancionen por no quedarse en casa porque, por irónico que parezca, la droga no es un artículo de primera necesidad. Pienso en hombres en los que la asistencia a un curso de formación para el empleo no solo les capacita en una carrera quizá imposible, también charlan, salen de casa, se sienten comprendidos, mejoran la autoestima y vuelven a casa quizá sin certezas, pero con un horizonte de esperanza. Pienso en el cierre del proyecto, confinados en unas paredes que ya han contemplado los efectos de la desesperanza, la violencia de no tener un lugar en el mundo, violencia con la mujer, los hijos, un espacio sin contención en el que todos acaban siendo víctimas sin esa visión idílica de colaboración y disfrute familiar.

Pienso en una mujer que conocí en un curso sobre salud mental y emocional. Nos contó su experiencia en un proyecto de acompañamiento a mujeres, de trabajo de calle, de apoyo emocional y psicosocial, de dedicación de tiempo infinito, de aceptación incondicional de lo que era. La clave fue ese espacio y tiempo de espera activa en medio de las heridas que deja la droga y la calle. Hoy, en medio de la imposibilidad de acompañar en sus lugares, en sus tiempos, ella se habría quedado rota en medio de la nada.

Pienso en menores que permanecen en casa contemplando una televisión que no habla de ellos, sin apoyo escolar, sin alguien que le diga tú puedes. Qué lejos de ese confinamiento familiar televisado: padres e hijos que aprenden juntos, juegan, que mantienen el ritmo diario, abren el ordenador y despliegan una creatividad con todos los ingredientes a mano. La imposibilidad de encontrarse con un grupo de voluntarios les devuelve, de nuevo, a ser receptores de la pobreza de progenitores y sus espacios. Pensar en lo que parece normal, es no pensar en ellos.

Pienso en tantas personas que se han sumado a esa responsabilidad compartida y solidaria, que somos juntos, todos dependientes de todos, todas y todos somos sociedad cuando nos jugamos la vida. Por decencia básica: ¿podemos seguir considerándolas solo un expediente administrativo? ¿Sin nombre? ¿Invisibles? ¿Irregulares? Es el momento en que la persona, la regularidad, esté por encima de la norma.

El VI Informe Foessa sobre exclusión y desarrollo social en España 2008 desarrolla en el capítulo sexto un título tan sugerente como es Capital social y capital simbólico como factores de exclusión y desarrollo social. En la presentación plantea: la exclusión social deteriora los vínculos, las comunidades, la constitución del sujeto y sus marcos de sentido, y cada vez somos más conscientes de su importancia como factores de desarrollo social y, en especial, de su papel en los procesos de empoderamiento de las personas en situación de exclusión.  El cierre de estos espacios de sociabilidad, de encuentro, simbólicos, de capacidad, de esperanza, de subjetividad, relega a las personas a sus condiciones de vida originales, a un confinamiento del que, justo, necesitaban salir. El sueño al derecho a la felicidad queda confinado en cuatro paredes a pesar del tremendo esfuerzo por acompañar en la distancia.

Retos para Cáritas y el sector social

Para esta parte de retos, vuelvo a agradecer a Victor Renes, maestro, el ponerse a disposición de una red de organizaciones que acompañan a reclusos de la que formamos parte. Le pedimos que nos ayudara a re-pensarnos ante una realidad que había cerrado mal la crisis de 2008, generando más pobreza y como sector social precarizado, atomizado y alejado de nuestra misión propia. Necesitábamos ser fundamentalmente un espacio cooperativo y no competitivo ante una financiación escasa. Los retos que nos planteó, en parte los he rescatado de entonces, hoy son todavía más actuales.

La anterior crisis económica, y la actual probablemente con más impacto, están desvelando una realidad que nos está obligando a revisar y repensar cuestiones de fondo. Lo que está en juego no es solo qué debemos hacer de manera inmediata durante y después de la crisis, pues la cuestión no solo se sitúa en la economía de los recursos, sino en el cómo nos re-conocemos, epistemología, de cara a afrontar y comprender retos de largo recorrido.

Si miramos hacia atrás, lo que vemos es que más allá de las consecuencias económicas y sanitarias, lo que sigue estando en crisis, nada nuevo, no es solo el Estado de bienestar en cuanto a prestaciones sino el cómo comprendemos la gestión común de los riesgos de las personas y, por tanto, la construcción de los derechos sociales y humanos.

Lentamente hemos asistido al retroceso en el acceso a los derechos por falta de inversión, siempre justificada por el déficit presupuestario, mantra en el retroceso ideológico que ha hecho avanzar la responsabilidad individual en la gestión de los riesgos, deteriorando la accesibilidad a los derechos de los más vulnerables y excluidos de la sociedad, incluidas las clases medias precarizadas.

Día a día, se ha ido cuestionando lo público y sospechando de lo colectivo, desligando al individuo de la potencia de lo social, de lo común, a la vez que se iba legitimando la responsabilidad individual, lo privado y la gestión de los riesgos mediante una capitalización individual y no mediante el reparto, capitalización que se ha puesto a disposición del mercado y entidades privadas. Este es el nuevo proyecto social de copagos, seguros, planes de pensiones… Y en esta situación, es crucial desvelar en qué medida el Tercer Sector también ha ido permitiendo y desentendiéndose, en la práctica, de la implantación progresiva de este discurso. En su relación con las administraciones públicas, fundamentalmente vía financiación, hoy el Tercer Sector se somete también a la lógica que recorta lo común, de modo que no solo tiene que hacer frente a los colectivos vulnerables que representa sino a su propia sostenibilidad económica e institucional.

Este debate es hoy más necesario que nunca. Cuando el Estado de bienestar gestiona los riesgos de las personas, el Tercer Sector puede desarrollar una función propia que llega donde lo público no puede llegar, pero con acciones preventivas y de acompañamiento centrado en las personas y colectivos en exclusión. En cambio, el desmantelamiento de lo común y el auge del modelo de gestión individual de riesgos, están obligando al Tercer Sector a suplir la ausencia de lo público mediante acciones cada vez más asistenciales y, en no pocas ocasiones, totalmente residuales, lo que le distancia de las condiciones necesarias para la inclusión social. Esto, en un contexto futuro de mayor exclusión social y crisis económica, sitúa al Tercer Sector no solo en la crisis de sostenibilidad económica, también de identidad, al tambalearse la capacidad que tiene en el desarrollo de un nuevo modelo social alternativo, de movilización y participación de la sociedad.

Entonces: qué retos de fondo podemos plantearnos como organizaciones sociales:

  • El primer reto se desprende de la propia realidad actual y la recuperación de lo público. El impacto de la pandemia y la necesidad de un sistema público de salud robusto y accesible es una oportunidad para recuperar una alta intensidad en la protección a las personas con la garantía de los derechos básicos a todos los niveles y dimensiones de la vida.
  • Ante la preocupación de las organizaciones sociales por su sostenibilidad financiera en un futuro económico de enorme incertidumbre, puede ser el momento adecuado para redefinir las formas de colaboración con el Estado sin perder la complementariedad, pero volviendo a conectarse con la sociedad de la cual procede, reforzando su función cívica y la defensa de los derechos sociales, así como fomentando la cooperación y el debate entre las entidades.
  • Esto sitúa a las organizaciones sociales en la necesidad de reforzar su carácter de interlocutor en el desarrollo de las políticas sociales y no como mero colaborador instrumental, en tanto es cauce de participación social y solidaria.
  • La actual crisis ha puesto de manifiesto la importancia de la participación e implicación de las personas destinatarias de la acción de las organizaciones en la respuesta a la pandemia, esto evidencia que la participación trasciende a la mera recepción de servicios, ayudas, a ser usuario, lo que implica una nueva comprensión tanto de nuestra propia acción como de la solidaridad y alteridad. Las organizaciones sociales tienen el reto de constituir nuevos marcos de acción colectiva que integren como participantes necesarios a las personas excluidas.
  • El aumento de las necesidades básicas y los apoyos necesarios son y van a ser prioritarios a la vez que aumentan las colaboraciones de empresas para paliar dichas necesidades. Las organizaciones sociales tenemos el reto de no reducir la integralidad de nuestra acción a la mera ayuda, excluyendo nuestra capacidad de producción de bienestar. Es prioritario seguir diferenciando lo urgente de lo importante.
  • El actual sistema de financiación de las organizaciones sociales mediante la concurrencia competitiva y la sujeción del proyecto a lo económico, hace que las organizaciones se alejen de la cooperación como ámbito natural y que se transforme el potencial inagotable de intangibles y solidaridad en algo escaso y tangible para poder ser medido y evaluado: el ámbito de la economía, como ciencia, solo es competente en lo escaso reduciendo lo abundante de nuestros proyectos a la escasez de lo financiado. A la vez, todo lo que supone nuestra acción como inversión social queda relegado solo a la lógica del gasto, su justificación y la eficiencia. ¿Dónde queda el tiempo invertido y necesario para acompañar a una persona?, ¿cómo quedan sus aspiraciones, su esperanza?… Poner en valor nuestra aportación como inversión y el retorno que genera, es fundamental y así poder adelantarnos a lo que puede llegar a ser un mero intercambio entre financiador y productor social como si del mercado de la solidaridad se tratase. Sin intangibles no hay sociedad.
  • La reacción de la comunidad y lo comunitario en la actual crisis nos sitúa en el reto de elevarlo a eje estratégico en las organizaciones sociales. El impulso de lo comunitario desde el Tercer Sector, así como una comprensión desde las organizaciones como auténticas comunidades con una insustituible función cívica y ética, constituye un reto.
  • Finalmente, las crisis han visibilizado las periferias y la precariedad en que viven las personas excluidas. El Tercer Sector tiene como reto superar su función apenas de cuidados paliativos en los contextos de exclusión redescubriendo su función central desde lo que aporta en la estructuración de una nueva sociedad inclusiva y a una nueva visión diferente de los derechos y defensa de la fragilidad humana.

 

Número 5, 2o2o

COVID-19: un virus no democrático

Acción social

El Derecho de pertenecer a una comunidad

Víctor Renes Ayala

Sociólogo

 

Esta afirmación condensa una cuestión esencial y una dificultad sustantiva. Cuestión esencial: no hay sociedad sin vida en común; ser parte de una sociedad no es realizable al margen de la vida en común. Dificultad: lo común no pertenece a la propiedad, sino que es categoría relacional. Y cuando hablamos de derecho, reconocemos que si lo es debe ser jurídicamente reclamable, y una categoría relacional no puede dar pie a ello[1].

 

A qué nos referimos cuando reclamamos la comunidad. La satisfacción de las necesidades sociales, como idea de justicia social, ha dado pie a los derechos sociales, derechos de segunda generación. Las instituciones de bienestar han sido, por encima de todo, un proyecto de vida en común. El estado social ha sido la última encarnación de la idea de comunidad, es decir, la materialización institucional de esa idea en su forma moderna de ‘totalidad imaginada’, forjada a partir de la conciencia y la aceptación de la dependencia recíproca, el compromiso, la lealtad, la solidaridad y la confianza [2].

Ahora bien, nuestra sociedad está cuestionando esta ‘totalidad’ con la afirmación del individualismo metodológico. Este proyecto ha entrado en crisis desde el momento en que se están cuestionando los sistemas de bienestar. Lo que está haciendo que se vaya abandonando la idea de comunidad. Sin embargo, aún sigue siendo una aspiración en nuestras sociedades lograr una sociedad cohesionada. Lo que, como efecto necesario, implica un bien común al que deberían aspirar todos los ciudadanos. Sin ello es difícil mantener una sociedad cohesionada con un grado aceptable de inclusión social y ni siquiera hubiera sido posible el comportamiento cívico ante la crisis sanitaria del COVID-19. Además, si todas las personas tienen el derecho de pertenecer a una comunidad, hay que ser conscientes de que es un derecho imposible si no existe esa comunidad. Estamos ante un tema que se desenvuelve entre contradicciones y paradojas.

 

Lo común como categoría relacional. Este derecho solo puede existir como resultado de compartir un conjunto de responsabilidades individuales y colectivas que lo fundamenten. Es, pues, fruto de un compromiso colectivo. Como el comportamiento de la ciudadanía en cómo ha afrontado esta crisis sanitaria, a través del ‘confinamiento solidario’, con el compromiso de la población para preservar lo Común, en este caso el ‘bienestar colectivo’.

Vivir en común representa colaborar en común. Pero no deja de ser un derecho, aunque sea relacional. O sea, no se puede reducir al habitual concepto de Propiedad, con el que se suele relacionar el derecho. Porque el concepto de Propiedad acaba absorbiendo el de Apropiación y el de Posesión. Y esta confusión genera efectos perversos porque reduce esos aspectos a la dimensión jurídica de la relación Persona / Bienes, que acaba reduciendo todo a Propiedad.

El concepto de propiedad, concepto jurídico, no proporciona ‘significados’ a la relación persona – sociedad – bienes, sino solo dominio. Y no se puede reducir todo a propiedad. Porque, en la relación jurídica (propiedad), ¿quién se apropia de quién? Además, en esa relación de apropiación, ¿quién posee a quién? Por tanto, no está en juego solo el derecho como una relación jurídica, sino como proceso de humanización / des-humanización. Y en este proceso se produce un proceso de ‘personalización’ (aun en la esfera societal), o de ‘cosificación’ (también en la esfera societal), según sea la persona quien se apropie de las cosas, o las cosas se apropien de la persona.

Hay muchas relaciones entrecruzadas que no se pueden reducir al concepto de propiedad, y son fundamentales para el desarrollo humano. ‘Apropiarse’ del común, que no significa hacerse propietario, significaría otra cosa. Poseer la comunidad no es ser su propietario. No despojamos a nadie de nada si poseemos con los demás la comunidad, con las responsabilidades compartidas. En esa relación social establecemos las bases de una sociedad que vive en común. Si alguien se hace propietario, lo común mengua o desaparece.

 

Por tanto hay que unir ambos aspectos, comunidad – derechos. Pues bien, al considerar su intrínseca relación estamos considerando la vinculación social como un bien común, y la exclusión como la ruptura de ese derecho, por lo que la vida en común queda quebrada, con fracturas que generan rupturas y dejan fuera de la sociedad. Lo que traduce esa relación en inclusión – derechos. De ahí que incrementar las relaciones horizontales mediante la recuperación de la comunidad y la participación de todos, colectivos vulnerables incluidos, sea una contribución a la existencia de la comunidad y a la posibilidad de ejercer ese derecho a la comunidad. En otros términos, aparece la vinculación social como un bien común que alcanzar. Ello implica no solamente la existencia del derecho al bien, sino a que el bien sea gestionado en común y que, en consecuencia, su uso lo sea, también, en régimen comunitario.

Si algo hemos podido constatar en la crisis sanitaria del COVID-19 es que se ha generado una reacción de vinculación de múltiples formas. La expresión diaria de aplauso es la más significativa. En ella se ha producido la presencia, en ausencia física, pero presencia real de sanitarios, servidores públicos, trabajadores de lo esencial. La ciudadanía les ha hecho ser, y ha hecho comunidad con ellos; nos vinculamos con ellos. Ha puesto en valor el bien común de la salud, del que todos participamos y, como contribución responsable, se ha puesto a disposición de este bien la propia libertad. Hay más expresiones: el surgimiento de redes de ayuda y cuidado, de profesiones que se ponen al servicio de otros, etc. En qué han coincidido todos. Que o bien se defendía responsablemente el bien de la salud entre todos, o todos perdíamos. Apropiarnos de la salud, es no ser propietario de mi decisión de romper el consenso común, y así poseer el mejor y mayor bien. Lo que es cuestión de toda la comunidad.

El catalizador ha sido el derecho al bien para lo que la comunidad es un bien necesario y, por ello, creado por todos. Esto es más significativo que denominarlo derecho. ¿Por qué? Pensemos en la salud. Solemos decir que tenemos derecho a la salud. Pero la salud es un bien ante el que tenemos derecho a una sanidad que nos garantice la salud. Y no es juego de palabras. La comunidad es un bien que no debe ser discutible ni negociable. Como es un bien, debemos poner los medios, comunitarios en este caso, sanitarios en el ejemplo. Y los medios son aportados por todos, y disfrutados por el común, como comunidad. Esto también nos saca del estrecho concepto del derecho reducido a propiedad.

Por ello, para consolidar este bien, es decisivo rescatar la importancia de los vínculos comunitarios —ya sea con las personas, con el territorio o con la naturaleza— y afianzar los valores compartidos que crean comunidad. En este sentido afirmamos que lo común no pertenece a la propiedad, sino a la categoría relacional.

 

Todo ello plantea muchas cuestiones, pero hay una destacada: la articulación entre políticas públicas (su objetivo es el ejercicio de los derechos) y la acción comunitaria. Se suelen reducir las políticas públicas a la acción específica con las situaciones vulnerables. Pero la acción comunitaria debe ser la dinámica básica desde la que realizar la acción específica. Lo que afecta a la Comunidad, debe ser resuelto desde una mirada comunitaria, asentada territorialmente y desde la confluencia y vertebración de todos los agentes políticos, técnicos y ciudadanos protagonistas.

Pero, la acción comunitaria no es reductible a la acción ‘en’ la comunidad, sino que es acción de la comunidad; o sea, solo puede ser comunitaria siendo acción de la comunidad, creando comunidad. Cierto que no se puede simplificar la acción contra la pobreza; hay que trabajar específicamente las situaciones vulnerables. La acción de promoción social (objetivo de las políticas de derechos) exige la dimensión específica, pero debe ser comunitaria, de y desde la comunidad. Ineludible si no queremos una sociedad cuyo tejido social rechace lo distinto, lo diferente, especialmente si éste es pobre, excluido, vulnerable. Por ello la acción comunitaria asienta en los territorios las bases necesarias para que el desarrollo de las políticas públicas en lo local sea más efectiva y eficiente.

Además, la existencia de una acción comunitaria en red permite poner en relación a todos los recursos de cada territorio, multiplicando su impacto en la población. Sin olvidar que la dimensión comunitaria promueve un sentimiento de pertenencia a un territorio, lo que facilita que la ciudadanía se preocupe por su vecino o vecina, trasladando necesidades a los recursos, permitiendo construir redes de apoyo vecinal, de cuidados y sostenimiento de la vida.

La existencia del derecho implica, en consecuencia, la tensión permanente de creación de comunidad, la que crea sociedad. Crear sociedad, es crear tejido social, tejido comunitario, red ciudadana, vinculación social y ciudadanía, a la que contribuye con su acción de acogida, acompañamiento, encuentro. Hay que activar y dar valor social lo que implica vivir en común, tener comunidad. Por ejemplo, la creación de espacios de encuentro y acogida; espacios para la inclusión social, donde sea relevante lo que le pasa al otro; el espacio del don, de la gratuidad, del apoyo, de la relacionalidad, de la comunidad; favorecer y potenciar la educación para aceptar las diferencias como un valor superando las barreras que excluyen; profundizar el espacio de lo social, de lo común; la creación de redes de solidaridad. Y tantos otros. No sé cuál es el coronavirus permanente que necesitamos, pero sin la C, no de Coronavirus, sino de Compartir, Cooperar, Corresponsabilidad, Coparticipación, Com-pasión, Común, COMUNIDAD, incluso Cariño (afecto, empatía, encuentro), difícilmente podemos vivir en común en sociedad, en sociedad cohesionada y accesible, menos aún fraterna.

[1] Tomamos estas referencias del VIIIº Informe Foessa, cap. 6.

[2] Z. Bauman: El tiempo apremia. Conversaciones con Citlali Rovirosa-Madrazo. Barcelona 2010: Arcadia.

 

Número 5, 2020
Con voz propia

Sociología del confinamiento

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Antonio Izquierdo

Catedrático de Sociología de la Universidad de A Coruña

 

 

Esta es una reflexión sobre las heridas que infringe a la sociedad el coronavirus. La hago desde el confinamiento en un piso. La puerta y el balcón son mis observatorios. Los enfoco hacia dos fundamentos de la vida social: el principio de igualdad y el de comunidad. El primero nos acerca; y el segundo nos vincula.

Al cabo de una semana de encierro suena el timbre y abro. Es el repartidor del supermercado. Me trastorno, y siento que por la puerta está entrando el contagio. En ese instante, no veo a la persona, pero me altero ante el virus invisible. El miedo corre más rápido que la vista y la razón. Me calmo, y reparo en que el recadero es un joven inmigrante suramericano.

¡Deja los paquetes ahí afuera, no pases!

La compra la hicimos a través de internet. Una herramienta que segmenta y excluye a una parte de la población. Tal y como ocurre con la epidemia que nos asola. Esta infección es una de las enfermedades contagiosas que se asocian con la pobreza. Antes que la medicina diera con el remedio, nuestros antepasados vencieron a estas pandemias mejorando la alimentación, la pureza del agua y la calidad de las viviendas.  Nos creíamos inmunes.

Me alarga el recibo de la entrega. Reparo en que no lleva mascarilla ni guantes (en la segunda entrega ha venido más protegido). Lo firmo, le doy las gracias, y cierro. La realidad es que por la puerta se ha asomado la desigualdad social, es decir, una vida cargada de riesgos. El repartidor pertenece a la clase de los trabajadores vulnerables de servicios necesarios. Ellos se encaran a diario con el virus a cambio de un salario esquelético, mínima seguridad laboral y, hasta hoy, nulo reconocimiento. No alteraremos la jerarquía de prestigio de las ocupaciones. ¿Enfermeros o futbolistas?

Está apareciendo una estratificación social vinculada al riesgo. Formo parte de la clase de los confinados seguros. Muchos, y desde esta crisis, cada vez seremos más, teletrabajamos en casa y, a finales de mes, recibimos la paga en nuestra cuenta bancaria. No tenemos necesidad de exponernos al contagio. Me encuentro entre los 5,8 millones de hogares confinados en los que viven dos personas. Hemos reorganizado los espacios y las tareas de reproducción en el hogar: comidas, limpieza y conciencia de que dependemos uno del otro y debemos cooperar.

Después están los confinados de riesgo. Señaladamente dos millones de hogares habitados por mayores que viven solos. En su mayoría son mujeres que aplauden a las ocho asomadas a las ventanas. Los afectos están lejos y les llegan por teléfono. Salen a comprar con el carrito. Van embozadas, pero se exponen al contagio por falta de red comunitaria. Por último, están los desarraigados, los extranjeros sin cobertura social. Guardan cola y distancia en la acera vacía esperando recibir comida.

No estoy entre los dos millones y medio de hogares que viven en menos de 60 metros cuadrados. A las ocho me asomo al balcón y lo que percibo es una comunidad ingrávida. Se apoya en aplausos y miradas lejanas. Durante unos minutos se siente un ethos comunitario. La distancia antisocial que se está imponiendo es una puntilla para la comunidad humana. Sin roce, sin abrazo, sin reunión, manifestación, ni conversación cálida. Esta epidemia está debilitando la cultura fraternal. El principio de la vida comunitaria es el antimercado, la ayuda desinteresada, la cooperación sin recibir moneda. ¿Cómo ayudar sin acercarnos?

El móvil y el ordenador nos han servido para skypear con la familia y los amigos. Nos vemos y hablamos sin tocarnos en lo que se denomina una comunidad virtual. La informatización de la sociedad nos aísla, nos deshumaniza y, contra la apariencia, acrece la desigualdad social. La enorme concentración de poder que rige el capitalismo digital fortalece la burocracia, succiona la democracia y desintegra la comunidad humana. Es necesario, tras el confinamiento, rediseñar un puerta a puerta vecinal. Embuzonando la información de proximidad y tejiendo redes de cercanía cargadas de sensaciones y sentidos.

La comunidad es una malla de provisión mutua. Por eso, una sociedad es más rica cuánto mayor es la acumulación de vínculos generosos; y más pobre, cuánto más dominan los intereses viles. La pandemia del COVID-19 no es selectiva, pero la sociedad sí que lo es y eso explica los distintos grados de exposición a los virus sanitarios y tecnológicos. Por ahora, este enclaustramiento nos ha partido en cuatro clases: los confinados seguros, los expuestos necesarios, los confinados vulnerables y los desarraigados.

La sociología del confinamiento es un apunte sobre los riesgos que conlleva la sociedad hacia dentro y, por extensión, la comunidad virtual. Ambas experiencias potencian la práctica del ensimismamiento, sin generación ni pasado. Pero la sociedad es un haz de reciprocidades, no el homo clausus.

 

Número 5, 2020
Del dato a la acción

La rápida destrucción del empleo que tanto costó alcanzar

Raúl Flores MartosDaniel Rodríguez de Blas

Equipo de Estudios de Cáritas Española

 

Situación laboral de la población activa acompañada por Cáritas antes y después de la crisis del COVID-19. Proporción de población en cada situación según fecha y evolución de las diferentes situaciones.

 

La paralización de una parte importante de la economía ha provocado una rápida subida del desempleo. Mientras que en el conjunto de la sociedad española ha supuesto un incremento del 2,5%[1] entre el mes de febrero y abril, para la población acompañada por Cáritas ese incremento del paro alcanza el 20%. Por tanto, el incremento del desempleo para las familias más vulnerables ha sido ocho veces superior al incremento medio, y ha situado la tasa de paro en el 73%.

La pérdida de empleo y, por tanto, la reducción de las tasas de ocupación se ha producido tanto en el espacio del empleo formal como del empleo informal, un 12% y un 8%, respectivamente. Confirmando por tanto el importante impacto que esta crisis ha generado en tan corto espacio de tiempo. El perder el empleo es un fenómeno socialmente estresante y económicamente grave para cualquier persona, pero adquiere una dimensión especialmente preocupante entre la población más vulnerable y en exclusión. Los procesos de inserción laboral para la población acompañada por Cáritas suelen ser largos, llenos de esfuerzo y de tesón por parte de los participantes de Cáritas y de orientación y cuidado por parte de sus agentes. Y la situación actual es que una crisis de tan solo 2 meses (hasta el momento) ha podido destruir o paralizar los logros laborales que se han gestado durante años.

Esas 20 de cada 100 personas que habían logrado tener un empleo y lo han perdido de forma súbita constituyen un reto importante para la acción social de las entidades que trabajan por la inserción laboral. Será importante apoyar en las situaciones de desprotección que quedan muchos de los que tenían un empleo regular pero no tienen generada una prestación por desempleo, y en especial a los que tenían un empleo informal; Pero los programas de empleo deberán enfrentarse a dificultades tales como la desmotivación de algunos de sus participantes, más aún en un contexto de crisis con menos oportunidades, a la vez que generan reflexión y alternativas estables de empleo para un colectivo que suele ser el primero en recibir la noticia del despido cuando en el horizonte asoma, independientemente de su naturaleza e intensidad, una nueva crisis económica.

[1] Los datos proporcionados por el SEPE en los Datos nacionales de paro registrado, indican que el paro registrado ha pasado de 3.246.047 personas en febrero a 3.831.203 personas en abril de 2020.

Número 5, 2020
A fondo

El reto de la cooperación internacional ante la crisis del coronavirus, o cómo los países en desarrollo tienen mucho que enseñar al resto del mundo

Soledad Gutiérrez Pastor

Cooperante Cáritas Española

 

Introducción

El 11 de marzo de 2020 la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró el COVID-19 pandemia global. Ríos de tinta han corrido desde entonces, sin embargo, cada día se nos presentan más dudas que certezas.  La evolución de la enfermedad está siendo tan desigual en Asia, África, Europa o América que lo único cierto es que los modelos de contención y mitigación no son replicables en todos los contextos.

Lo singular de este virus, en relación con epidemias anteriores, es que ha traspasado todas las fronteras y se ha propagado mucho más rápido de lo que los gobiernos de todo el mundo han podido prever. Como consecuencia, los sistemas de salud pública de medio planeta se han colapsado y los recursos de protección individual se han agotado al mismo tiempo que la psicosis social estallaba. Y es ese componente universal lo que hace que el coronavirus sobrepase la dimensión sanitaria. Una vez que el virus se ha propagado libremente por todo el mundo, el impacto se empieza a notar también en el modelo de desarrollo económico capitalista, en un notable cambio en nuestras relaciones interpersonales y cómo nos afecta a nivel psicosocial. Y es que, por primera vez en nuestra historia reciente estamos asistiendo a un fenómeno global de pánico e incertidumbre del que nadie está a salvo, ni siquiera la población de los países occidentales, factor que ha aumentado su trascendencia a nivel planetario.

En este escenario, que muchos calificarían como apocalíptico, no debemos perder de vista que no es la primera vez que la humanidad se enfrenta a un reto semejante. Si echamos la vista atrás, la peste negra, una de las peores epidemias de la historia, causó entre 50 y 200 millones de muertes en el siglo XIV. La viruela acabó con la vida de entre 25 y 50 millones a partir del siglo XVI y el cólera durante los siglos XIX y XX mató a entre 50 y 100 millones de personas. La gripe española, muy recordada estos días, se saldó con entre 20 y 50 millones de fallecidos. Sin olvidarnos del VIH Sida que a día de hoy ya ha matado a 32 millones de personas y sigue siendo una de las grandes amenazas junto a la tuberculosis y la malaria.

Si estos casos ya habían caído en el olvido, también encontramos buenos ejemplos en nuestra historia más reciente. La gripe A (H1N1) ha sido considerada la primera (y única hasta el COVID-19) pandemia de nuestro siglo. Se registraron casos en más de 200 países y provocó la muerte de 284.000 personas en 2009. Por su parte, más de 11.000 personas perdieron la vida a causa del ébola de 2014 a 2016[1] y un nuevo brote resurgió en África Occidental y en la República Democrática del Congo en 2019.  El zika se detectó en Sudamérica, América Central y el Caribe entre 2015 y 2016 y actualmente se ha extendido fuera del continente. Y por extraño que parezca, el sarampión, que tiene vacuna desde hace casi 60 años, amenaza en 2020 a más de 117 millones de niños en 37 países al haberse paralizado las campañas de inmunización desde la irrupción del coronavirus.

Cómo el COVID-19 afecta a los países más vulnerables

Si hay un denominador común al rápido repaso de epidemias que acabamos de hacer es que la mayor parte de afectados durante el siglo XXI se encuentra en países del sur. Y no es casualidad. La debilidad de sus sistemas sanitarios no permite hacer frente a la explosión de casos. Desde la falta de medios para la detección temprana de contagios, pasando por la escasez de camas hospitalarias, equipos de protección individual y respiradores, el lento y costoso desarrollo de soluciones farmacológicas y la dificultad de los estados para implementar medidas de confinamiento.

Contrario al caso asiático, donde se registraron los primeros contagios de COVID-19 y que parece haber contenido el virus con más éxito que en Europa, existe bastante incertidumbre entre la comunidad científica sobre el impacto y la propagación de la pandemia en África. En este continente la reflexión es, si cabe, aún más pesimista y el dilema se plantea entre sobrevivir al coronavirus o morir de hambre. La población más vulnerable de los países en desarrollo vive al día, dependientes de una economía de subsistencia que les impide aprovisionarse de víveres[2] y con la dificultad añadida del aumento de la inflación, la reducción de las remesas y la escasez de productos básicos. Especialmente vulnerables son las zonas rurales, donde el aislamiento es mayor y la gente no tiene un acceso fácil a la comida o el agua. En estos contextos, donde la inseguridad alimentaria ya afecta a millones de personas, medidas como el confinamiento total resultan impensables. Estas familias no podrán sobrevivir si permanecen encerradas en sus hogares, más aun teniendo en cuenta que muchas viven en condiciones de hacinamiento, por lo que encerrarlos en espacios pequeños y sin medidas de higiene puede incluso aumentar el número de contagios.

La crisis alimentaria y nutricional que ya sufren la mayor parte de los países del sur se verá, sin duda, agravada por los efectos de la pandemia, que impactará en los cuatro pilares de la seguridad alimentaria: la disponibilidad, el acceso, el control y la estabilidad de los alimentos. Las familias pobres y muy pobres tendrán más dificultad para aprovisionarse de alimentos de primera necesidad y las personas desnutridas, con un sistema inmunológico debilitado, serán más vulnerables al COVID-19. Las restricciones de movimiento también limitarán el pastoreo, obligando a concentrar el rebaño en ciertas zonas y provocando conflictos entre pastores y agricultores.

Por tanto, una de las principales medidas de contención puestas en marcha por los países desarrollados, el confinamiento, solo podrá ser aplicada en aquellas zonas en las que se cuente con más reservas económicas, con mayor autosuficiencia alimentaria y menos dependientes del turismo. O por los estados menos democráticos que imponen medidas autoritarias. Países como Sierra Leona han decretado el estado de emergencia durante un año tras haber registrado un único caso positivo y en Uganda se instauró el confinamiento total e inmediato en un plazo de 24 horas cuando aún sólo habían contabilizado 44 contagios. Medidas de urgencia también han sido aplicadas en Perú y El Salvador. En el extremo contrario se encuentran países como Brasil y México, que siguen cuestionando la gravedad de la crisis. Mención especial merece Burundi, donde sus dirigentes han declarado que el país se mantiene a salvo por la gracia de Dios y que no se necesitan medidas especiales de protección. Y Nicaragua, donde se sigue dando la bienvenida al turismo y donde incluso se ha organizado la conocida marcha amor en tiempos del COVID-19. Estos ejemplos muestran el riesgo hacia una deriva autoritaria de algunos gobiernos y hace temer la imposición de medidas especialmente duras para una población ya de por sí castigada.

Si esto no fuera suficiente, nuevas informaciones[3] revelan que la contaminación aumenta la potencia de las epidemias. Y una vez más, muchos de los países en desarrollo se caracterizan por una elevada presión poblacional que vive en las regiones del planeta más afectadas por las consecuencias del cambio climático. La sequía, inundaciones y desaparición de los ecosistemas no van a frenar su ritmo devastador durante esta crisis. Así que, si a la ecuación sumamos la amenaza climática, tenemos como resultado una tormenta perfecta de previsiones catastróficas en estos contextos.

Lecciones aprendidas en la gestión de otras crisis sanitarias

Si el coronavirus ya plantea un escenario desconcertante en las zonas más prósperas del planeta, las previsiones para los países en desarrollo auguran un desastre casi total. Según la Comisión Económica de las Naciones Unidas para África (CEPA) la pandemia podría dejar en la región un saldo de 300.000 muertos, colapsando los sistemas sanitarios de varios países y provocando la extrema pobreza de 27 millones de personas[4]. Todo ello en uno de los continentes con menor incidencia de la enfermedad.

A pesar de que la amenaza para África es inminente desde hace varias semanas, la catástrofe, sin embargo, no termina de llegar. Aunque unos estados lo viven con más intensidad que otros, desde el continente se desconfía de las previsiones y comienzan a elevarse voces contra esa visión derrotista. Algunas de ellas podemos encontrarlas en el manifiesto firmado por medio centenar de intelectuales africanos de diversas disciplinas que hacen un llamamiento a la unidad para poner en valor la inteligencia, la creatividad, los recursos endógenos, las tradiciones, la identidad diaspórica y los conocimientos científicos en la lucha contra el COVID-19[5]. Denuncian que los países occidentales están aprovechando la oportunidad para relanzar el afropesimismo propio de épocas pasadas. Según el documento, la respuesta no debe ser exagerada ni minimizada, sino racionalizada y recuerda las inversiones que muchos países han realizado para adaptar sus sistemas de salud a la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) para 2030. Aunque muchos de ellos siguen siendo insatisfactorios y necesitan una renovación en profundidad, ponen de relieve que la atención sanitaria es a menudo social y comunitaria y se basa en vínculos culturales que requieren solidaridad y el tratamiento de la enfermedad en el ámbito familiar.

Si bien esta postura podría parecer excesivamente optimista, conviene recordar que una buena parte de los países del sur ha reaccionado ante la amenaza de la pandemia de forma mucho más rápida y coordinada de lo que lo ha hecho Europa. El cierre de fronteras, la suspensión de reuniones de carácter religioso, la cancelación de clases en todos los niveles de la educación, el toque de queda en unos casos y el confinamiento total en otros, el control de carreteras y el aislamiento y seguimiento de casos sospechosos han sido algunas de las medidas adoptadas cuando apenas se habían registrado unos pocos casos.

Algunos de los ejemplos más representativos los han protagonizado países como Sudáfrica, que unos días después de conocerse su primer caso ya había organizado un comité de expertos en salud pública y responsables médicos de los países que integran la Comunidad de Desarrollo de África Austral para ofrecer una respuesta coordinada y compartir información. O la movilización de equipos de respuesta rápida en Senegal[6] para detectar a los contagiados y aislarlos, así como hacer un seguimiento cercano de todos sus contactos. Sin olvidar el reparto de víveres en zonas rurales de numerosos países para evitar la desnutrición de la población[7].

Efectivamente, no es la primera vez que África se enfrenta a una amenaza sanitaria. Su historia reciente ha estado marcada por el ébola, el VIH, la malaria e incluso el sarampión. La gestión de estas crisis ha dejado valiosas lecciones que bien pueden suponer una ventaja en la lucha contra el COVID-19. Una veintena de países africanos ha rescatado esas prácticas y ha establecido un plan de centros de aislamiento separados de las clínicas de salud habituales para evitar el colapso sanitario y poder seguir atendiendo al resto de enfermos.

La experiencia con el ébola en África Occidental y República Democrática del Congo ya puso de manifiesto las consecuencias de recluir a las poblaciones en el medio rural, totalmente dependiente de la agricultura y la ganadería tanto para autoabastecerse como para suministrar al resto del país. Para evitar el declive de la producción agropecuaria, se optó por un confinamiento a nivel comunitario de modo que todo un pueblo se puede mantener aislado de manera conjunta y así sus habitantes puedan seguir atendiendo sus responsabilidades en los huertos y con los animales.

Aún sin certezas absolutas, se presupone que otro factor que podría tener el continente africano a su favor para frenar la incidencia de la pandemia es su demografía. Una población más joven[8], la práctica ausencia de instituciones de acogida de personas mayores (los más afectados por el COVID-19) y una eventual inmunidad de grupo podrían ser algunos de los factores que expliquen una propagación más lenta del virus en el continente.

América Latina también cuenta con sobrada experiencia en la gestión de recientes epidemias[9]. La inversión técnica y en capacitación para llevar a cabo desde 2016 la detección temprana del rotavirus del zika, así como los análisis serológicos para detectar anticuerpos en la sangre han permitido el desarrollo de modelos que comienzan a realizarse en México para identificar casos de COVID-19. La comunidad científica se ha puesto al servicio de la epidemiología para extender la tecnología a las instituciones y aumentar su fuerza de trabajo.

En Argentina se trabaja en crear un test molecular simple, sólido, económico y rápido y que tenga en cuenta la realidad de la sanidad en Latinoamérica. Este reto ya fue asumido en la lucha contra el dengue, cuando se diseñó un dispositivo que ha resultado ser muy útil en el brote epidémico que actualmente sufre la región.

Por su parte, una tecnología desarrollada entre universidades de México y EEUU en el diagnóstico de la influenza H1N1 está siendo aprovechada para reconducir el análisis hacia la evolución de los virus. Predecir las posibles mutaciones e identificar patrones ayudará en el desarrollo de una vacuna más eficaz contra el coronavirus.

Por tanto, son numerosos los ejemplos que demuestran que los países del sur global no navegan a la deriva en esta crisis sanitaria. Si bien se enfrentan a una serie de debilidades que representan un agravio comparativo con respecto a los países desarrollados, su disposición a la adopción de medidas de protección y su experiencia previa no deben ser tomadas a la ligera. Sin olvidar el importante trabajo que las ONG de desarrollo y de acción humanitaria llevan décadas desarrollando y que constituyen un extenso compendio de buenas prácticas (y otras a evitar) no sólo en el sector de la salud, sino también en el de alimentación y nutrición, acceso al agua y al saneamiento, medios de vida, promoción económica, protección de la población vulnerable y gestión de las crisis humanitarias.

Qué puede y debe hacer la cooperación internacional

Aunque la pandemia sigue aún una progresión incontrolable y cada país está centrando los esfuerzos en encontrar una solución sostenible a la salida de la crisis, el mundo no puede permitirse paralizar la acción humanitaria. Hoy más que nunca resulta imprescindible la adopción de medidas que favorezcan el desarrollo de los países con menos recursos y repensar un nuevo orden mundial. Dos ideas principales subyacen en la reflexión sobre la era post COVID-19: por un lado, están los que creen que nada será como antes y abogan por la búsqueda de nuevas alternativas y el fin del feroz sistema capitalista y, por otro, los que opinan que nada va a cambiar.

Sea cual sea el futuro a medio plazo de la humanidad, no debemos olvidar que contamos con la herramienta que nos puede permitir equilibrar la balanza. La cooperación internacional al desarrollo lleva décadas desarrollando e implementando modelos de ayuda que pueden y deben ponerse al servicio de la búsqueda de soluciones ante esta crisis. Si bien es cierto que el coronavirus está poniendo a prueba la solidaridad internacional y que la capacidad de los donantes se ha visto fuertemente golpeada, el sistema de ayuda humanitaria y al desarrollo se está reorganizando para poder atender la creciente demanda internacional.

La respuesta debe estar a la altura del reto, pero no se trata únicamente de recaudar fondos. Tanto organismos internacionales como ONG están aprobando programas especiales para la lucha contra el COVID-19. Y si bien resultan imprescindibles, también es cierto que corremos el riesgo de centrar los esfuerzos exclusivamente en la lucha contra la pandemia y dejar de lado el resto de amenazas que afrontan los países en desarrollo. En muchos de ellos la incidencia no es, al menos de momento, tan significativa, y pueden sentir la presión para reorientar su labor en este sentido. Las organizaciones no especializadas en salud corren el riesgo de quedarse fuera del circuito del nuevo modelo de ayuda y de no encontrar las fuentes de financiación necesarias para atender la creciente demanda de la población vulnerable y de las continuas crisis humanitarias.

Una de las primeras medidas que se han adoptado ha sido la paralización de los procesos administrativos en los países emisores de ayuda. Esto implica que, al menos durante el tiempo que duren los estados de alerta, la imputación de gastos a los proyectos en curso se verá condicionada. Esta medida afecta tanto al mantenimiento de sedes y personal en los países receptores como al funcionamiento de las organizaciones en los países donantes.

Para reducir el impacto de la pandemia en los grandes sectores en los que interviene la cooperación internacional se debe garantizar la continuidad de las acciones ya iniciadas y que, a su vez, contribuyen a reforzar la capacidad de resiliencia de la población vulnerable. Entre las líneas prioritarias destaca la lucha contra la desnutrición y la malnutrición mediante programas de seguridad alimentaria y desarrollo rural, así como a través del reparto de víveres, garantizando una gestión transparente en los procesos de licitación impulsados por los gobiernos. Una alternativa a ello son las transferencias de efectivo, que permiten a las familias con menos recursos contar con liquidez para adquirir los alimentos y productos de primera necesidad en función de sus necesidades.

Garantizar el acceso universal al agua y al saneamiento es otro de los ejes esenciales en la lucha contra cualquier enfermedad. Evitar las aglomeraciones en los pozos comunitarios y proveer a la población de estos recursos esenciales en cantidad y calidad suficientes resulta imprescindible tanto para la salud individual como para la prevención comunitaria.

Los programas educativos tampoco deben descuidarse. Las medidas especiales adoptadas por los diferentes estados han promulgado el cierre inmediato y por tiempo indefinido de los centros formativos. Poner en suspenso la educación o dar por perdido el curso escolar provocará, sin duda, un considerable retroceso en los avances alcanzados hasta la fecha y futuros abandonos escolares precisamente del grupo de población con menos opciones de capacitación.

Otro de los sectores con más riesgo de sufrir un retroceso es el relativo a la igualdad de género y contra el maltrato femenino. Si bien es cierto que son los hombres los más afectados por el virus, el mayor porcentaje de personas que trabajan en primera línea (servicios de limpieza, supermercados, atención sanitaria primaria, etc.) son mujeres, por lo que están más expuestas al contagio. Y en el caso de las que deben quedarse en casa, están sufriendo un aumento de la violencia de género. Permanecer encerradas con su agresor las hace aún más vulnerables y limita sus posibilidades de pedir ayuda.

El impacto de la pandemia sobre las mujeres también es perceptible en los sectores formales e informales de la economía por la destrucción de empleo. Son ellas las más dependientes de la economía sumergida, por lo que resulta imprescindible seguir implementando planes de creación de empleo y promoción del autoempleo para que el conjunto de la población vulnerable cuente con las herramientas que les permitan afrontar el periodo de recesión económica que ya ha comenzado.

Y, por supuesto, seguir invirtiendo en la promoción del acceso a la salud para todos los sectores de la población. El trabajo que las ONG especializadas vienen realizando en mejorar los sistemas de salud pública no se puede frenar. El intercambio de conocimientos, la dotación de equipos médicos, la investigación de ésta y del resto de enfermedades, la movilización de recursos y una gestión eficaz y transparente de los mismos son algunos de los ejes en los que se debe seguir apostando.

La estrategia debe estar clara, pero no es sencilla. Acompañar a los más vulnerables es éticamente necesario, pero también nos ayudará a conseguir un mayor equilibrio global que nos permita estar más preparados para hacer frente a ésta y a las amenazas que vendrán.

[1] Cifras recogidas en la infografía elaborada por Junior Report y publicada en https://www.lavanguardia.com/vida/junior-report/20200330/48114789119/infografia-epidemias-pandemias.html. Consulta realizada el 23/04/2020.

[2] En África Subsahariana el 89,2% de la población se desempeña en el sector informal según datos de la OIT publicados en el informe The impact of the COVID-19 on the informal economy in Africa and the related policy responses, publicado el 14/04/2020.

[3] Para más información al respecto se puede consultar la comunicación Assessing nitrogen dioxide (NO2) levels as a contributing factor to coronavirus (COVID-19) fatality, publicada en el sitio web https://www.sciencedirect.com/science/article/pii/S0048969720321215?via%3Dihub

[4] Resumen del informe recogido en el sitio web https://www.un.org/africarenewal/news/coronavirus/eca-report-covid-19-africa-protecting-lives-and-economies. Consulta realizada el 26/04/2020.

[5] Manifiesto traducido al español y publicado en el blog de Casa África. http://blog.africavive.es/2020/04/coronavirus-juntos-podemos-salir-mas-fuertes-y-unidos/. Consulta realizada el 18/04/2020.

[6] Precisamente Senegal está colaborando con Reino Unido en la fabricación de kits portátiles rápidos que permitan detectar en tan sólo 10 minutos la presencia del virus.

[7] Ejemplos recogidos en el artículo publicado en el sitio web https://www.lavanguardia.com/internacional/20200420/48618698038/africa-rechaza-alarmismo-oms-coronavirus.html. Consulta realizada el 21/04/2020.

[8] Según datos publicados por Epdata, África es el continente con la mayor proporción de personas jóvenes. La edad media de la población africana es de 19,7 años, frente a los 42,5 años de medida de los europeos. https://www.epdata.es/datos/tendencias-poblacion-mundo-datos-graficos/411. Consulta realizada el 27/04/2020.

[9] Ejemplos extraídos del artículo https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-52154158. Consulta realizada el 20/04/2020.

 

Número 5, 2020
Ciencia social

Derecho a la energía, cambio climático y protección social en tiempos del COVID-19 y más allá

Cristina Linaje Hervás

Politóloga, técnica del equipo de Incidencia de Cáritas Española

 

El debate sobre la garantía de los suministros básicos energéticos y, específicamente, la ineficiencia energética de la vivienda en España, será uno de los factores a considerar en el nuevo ciclo político que marcará la agenda del Gobierno, una vez hayamos superado la emergencia causada por el COVID-19. Una mejora en la eficiencia energética que no olvide a los más vulnerables.

 

Llevamos días confinados en nuestros hogares y posiblemente, hoy más que nunca, somos conscientes de la importancia de contar con una vivienda segura y adecuada. Un bien valioso que, haciendo nuestras las palabras de la Relatora Especial de Naciones Unidas para el Derecho a la Vivienda, se ha convertido en la primera línea de defensa frente al coronavirus. También ahora más que nunca, podemos entender por qué ya desde el año 1991 Naciones Unidas nos alertaba de que el contenido del derecho humano a la vivienda no puede desvincularse del acceso de ciertos servicios indispensables para la salud, la seguridad, la comodidad y la nutrición como son el acceso al agua o la energía en sus distintas formas y, por tanto, fundamentales para un desarrollo de la vida en condiciones de dignidad[1]. Resulta asimismo importante sumar las telecomunicaciones a este listado, con un papel fundamental en posibilitar el seguimiento médico de aquellas personas contagiadas que permanecen en su residencia o, simplemente, en hacer más llevadera la soledad forzosa de muchas personas en estos días de aislamiento obligatorio.

Dada su importancia, las organizaciones sociales hemos puesto de manifiesto la necesidad de que el gobierno garantizase, entre otras medidas y como mínimo durante la duración del estado de alarma, la protección de las familias frente al corte de suministros por impago, extendiendo esta protección incluso más allá de su vigencia hasta que la situación sanitaria, social y económica quede plenamente restablecida o al menos ofrezca visos de situarse en esa senda de recuperación. En un primer momento, el gobierno recogió parcialmente esta demanda, dentro del paquete de medidas contempladas por el RD-ley 8/2020 para hacer frente al impacto económico y social del COVID-19 aprobado el 17 de marzo. Decimos parcialmente porque, en su diseño no había contemplado a las más de 1,5 millones de familias que han optado, informada o desinformadamente, por abandonar el mercado regulado y contratar su suministro eléctrico en el mercado libre. Una carencia que habría sido subsanada dentro del nuevo paquete de medidas recogido en el RD-ley 11/2020 de 31 de marzo, garantizando esta protección para todas las personas independientemente del mercado al que pertenezcan.

Más allá de la situación de vulnerabilidad extrema que miles de familias enfrentan en estas semanas, lo cierto es que el debate sobre la garantía de los suministros básicos y su conceptualización como derechos que deben ser garantizados para el conjunto de la población desde criterios de accesibilidad, asequibilidad y acceso suficiente debe trascender la emergencia generada por la pandemia del covid-19 y nos devuelve de lleno a una problemática social que resulta especialmente acuciante en el caso de la energía eléctrica, vivamos o no en tiempos de coronavirus, y cuya incidencia alcanza a entre 3,5 y 8,1 millones de personas en España, dependiendo del indicador utilizado[2]. Es momento, por tanto, de poner las luces cortas mientras dure esta crisis y asegurar el suministro energético de las familias para que no quede condicionado a su capacidad de pago, pero sin olvidarnos de encender las largas y definir políticas que ofrezcan soluciones estructurales y preventivas, capaces de poner fin a esta problemática de forma definitiva, y de ir cobrando un protagonismo paulatino frente a otras medidas prestacionales como el bono social.

En artículos anteriores de Documentación Social nos hemos asomado al perfil y a las consecuencias de la pobreza energética entre las personas en exclusión social, a partir de datos de la encuesta Foessa de 2018 y hemos profundizado en los factores del mercado energético español que condicionan e incluso determinan que un creciente sector de la sociedad esté o pueda estar próxima a una situación de pobreza energética. En ambos casos, además, se ha puesto de manifiesto el vínculo existente entre renta de las familias y precios energéticos en ascenso desde una interrelación con enorme capacidad explicativa de esta problemática. Un vínculo que nos afianza en una concepción de la pobreza energética como una expresión más de la pobreza económica que enfrentan muchas familias en nuestro país, pero que igualmente debe provocarnos una reflexión sobre la razonabilidad de la configuración actual de los precios de la energía eléctrica.

Partiendo de las premisas anteriores, en este artículo queremos poner el foco en el tercer aspecto que, desde la mirada de Cáritas Española contribuye a agravar la imposibilidad de muchos hogares de un pleno disfrute del derecho a la energía, como es la ineficiencia energética de la vivienda en España, desde las medidas previstas por el Gobierno para su abordaje, que necesariamente se vinculan con la relevancia que la agenda climática y sus políticas tendrán previsiblemente en este nuevo ciclo político, una vez hayamos superado la emergencia causada por el COVID-19.

La transición a una economía y una sociedad que no comprometa el futuro del planeta

En los últimos años, la preocupación por el cambio climático ha cobrado fuerza en el debate público de la mano de una evidencia científica cada vez más contundente sobre las consecuencias sociales y económicas que conllevaría el aumento de la temperatura global del planeta por encima de los 2ºC. España, el país más vulnerable de Europa a sus efectos, se ha sumado a este esfuerzo internacional desde el marco de actuación de la Unión Europea (UE), nivel desde el que se articula una parte muy sustantiva del marco normativo relacionado con su lucha como parte del cumplimiento de los objetivos comprometidos en el Acuerdo de París suscrito en 2015. Un marco normativo europeo que, por el momento, ya ha determinado sus objetivos de reducción de emisiones a 2030 y que igualmente ha anunciado el compromiso con la neutralidad climática a 2050 a través del denominado Pacto Verde Europeo y el desarrollo de una Ley del Clima europea.

En respuesta a este mandato, el gobierno español se ha comprometido a aprobar una Ley de Cambio Climático y Transición Energética, como marco regulador de los distintos planes, estrategias y políticas a desplegar, y cuya tramitación parlamentaria se ha visto necesariamente pospuesta por el estado de alarma en el que nos encontramos.  En paralelo se está terminando de definir el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC), que concreta los objetivos sectoriales de descarbonización para España en la próxima década y las actuaciones para lograrlo. En su marco, la apuesta por la mejora de la eficiencia energética de la vivienda ocupa un lugar destacado tanto como medida para reducir nuestras emisiones, como para disminuir la vulnerabilidad energética de los hogares.

Vivienda e ineficiencia energética en España

El mal estado de las viviendas en términos de condiciones de habitabilidad contribuye a agravar la incidencia de la pobreza energética, de forma que si un hogar habita en una vivienda poco eficiente necesitará dedicar un porcentaje de renta mayor para asegurar la satisfacción de su demanda de servicios energéticos. Según datos de la Fundación Renovables, el 53% de los edificios en España carece de aislamiento térmico y más de 1,5 millones de hogares requieren actuaciones de urgencia. Una situación que nuevamente golpea más a quien ya acumula otros rasgos de vulnerabilidad como es el caso de la población en situación de exclusión social severa, cuyas viviendas presentan un grado de ineficiencia por deterioro en porcentajes que duplican el de la población general[3].

Una realidad que no sólo tiene consecuencias en las personas en forma de agravamiento de la vulnerabilidad energética. Igualmente contribuye en gran medida al problema del calentamiento global ya que el gasto energético en edificios en España supone aproximadamente un 31% de la demanda final de energía, con un fuerte peso de los combustibles fósiles sobre todo en el sector residencial[4]. Es decir, cuanto peor es el aislamiento mayor será el consumo de energía necesario para alcanzar la conocida como temperatura de confort tanto en invierno como en verano, y con ello, las emisiones potenciales de gases de efecto invernadero a la atmósfera.

No resulta extraño, por tanto, que la apuesta por la mejora de la eficiencia energética en este sector ocupe un lugar destacado tanto en las actuaciones del PNIEC como en la Estrategia Nacional de Pobreza Energética 2019-2013 aprobada por el gobierno en abril del pasado año, conjuntamente con el autoconsumo térmico o eléctrico en asociación. En lo concreto, establecen intervenciones a corto, medio y largo plazo orientadas a la rehabilitación integral y mejora de la envolvente térmica en 1,2 millones de edificios en una década, así como de renovación de instalaciones térmicas de calefacción y agua caliente sanitaria en 300 mil viviendas cada año.

Eficiencia energética sí, pero desde planteamientos inclusivos capaces de no dejar a nadie atrás

Ahora bien, lo que pareciera una aproximación razonable para contribuir a la prevención de la pobreza energética, a la vez que permite dar respuesta a los compromisos ambientales, puede tener sin embargo un efecto muy desdibujado justamente frente a uno de los dos objetivos a los que declara destinarse, por dos motivos principales. El primero es la falta de capacidad económica de los sectores excluidos para sufragar el coste que tales rehabilitaciones y mejoras implicarían. Por ello, es urgente acompañar estos objetivos con mecanismos de financiación adaptados a su realidad, que preferentemente tendrán que ser a coste cero para ser efectivos.

Una segunda barrera tiene que ver con el régimen de tenencia de la vivienda. Sabemos que las familias en exclusión social residen en viviendas alquiladas en un porcentaje mucho mayor al de la población general, lo que necesariamente implica ofrecer un tratamiento especial a colectivos de especial vulnerabilidad que residen en viviendas en régimen de alquiler, y la puesta en marcha de una combinación de regulación e incentivos capaces de superar el conocido como dilema entre el arrendador y el arrendatario sin que ello genere un efecto indeseado en forma de aumento del precio de los alquileres e inacceso a viviendas que hayan mejorado sus condiciones de eficiencia y habitabilidad, en una lógica similar al efecto que la gentrificación ha tenido en muchos barrios de nuestras ciudades.

En definitiva, las políticas públicas destinadas a frenar el cambio climático que igualmente están orientadas a abordar estructuralmente la pobreza energética deberán dialogar con las características particulares de aquellos hogares que con mayor intensidad ven vulnerado su derecho a la energía, desplegando medidas de protección e incentivos adaptados a su realidad, evitando así que tales segmentos sociales queden excluidos o penalizados en el proceso de transición a una sociedad energéticamente más eficiente.

Bibliografía

[1] Observación General nº 4 del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas. Accesible en: https://www.escr-net.org/es/recursos/observacion-general-no-4-derecho-una-vivienda-adecuada-parrafo-1-del-articulo-11-del-pacto

[2] Estrategia Nacional de Lucha Contra la Pobreza Energética 2019-2023.

[3] La encuesta EINSFOESSA 2018 muestra que un 10,8% de las familias en situación de exclusión severa, frente a un 4,2% de la población general, declara residir en una vivienda que presenta una o varias de las siguientes situaciones: deficiencias graves en la construcción, necesidad de rehabilitar instalaciones eléctricas, o necesidad de cambiar puertas y/o ventanas.

[4] Fundación Renovables: Hacia una Transición Energética Sostenible. Propuestas para afrontar los retos globales. Accesible en: https://fundacionrenovables.org/wp-content/uploads/2018/03/Hacia-una-Transicion-Energetica-Sostenible-Fundacion-Renovables-032018.pdf

 

Abril 2020