Mª Carmen Nieto León. Trabajadora social y Antropóloga social. Técnico del equipo de Inclusión de Cáritas Española.
Si queremos conseguir una sociedad fraterna, donde ponga en el centro a la persona, independientemente de sus circunstancias, este es el camino: poner a la persona, a su dignidad, por encima de todo. Amamos a nuestros hermanos y hermanas, especialmente a los más empobrecidos, no podemos negarlo. Pero, además de decirlo, ¿lo hacemos vida? ¿les tratamos como a los preferidos del Señor? Reflexionaremos sobre ello a través de las situaciones difíciles que plantean las vidas de Ana y Daniel.
Ana es una mujer que hasta hace 3 años ha tenido trabajo limpiando en un colegio. Cuando se le terminó el contrato gestionó su documentación para poder acceder a la prestación por desempleo. Sus planes eran cobrar esta prestación y mientras buscar trabajo. Tenía 8 meses de prestación y estaba segura de que si buscaba bien durante ese tiempo encontraría algo. Pero los meses iban pasando y la respuesta a todos los curriculums que envió no llegaba… bueno, si se acaba la prestación, tenía unos ahorros, aún podía tirar otro poco tiempo… seguro que antes le llegaría alguna oferta de empleo, estaba segura.
El tiempo pasó, la prestación se acabó, los ahorros se acabaron y el trabajo no llegó. En ese momento Ana se sintió perdida, no sabía qué hacer, había buscado por todas partes y había enviado cientos de curriculums, pero no había tenido respuesta. Sus dos hijos, de 10 y 12 años, no eran consciente de la situación que estaba viviendo la familia. Desde que se separó de su marido intenta protegerles de los problemas familiares. Durante este tiempo ha intentado estirar el dinero, no hacer gastos innecesarios; cuando sus amigas le proponían salir al cine, ponía cualquier excusa, porque el cine le suponía un pico y si a alguna se le ocurría decir de ir a cenar después ya sí que para ella era imposible. Siempre que proponían en el grupo de WhatsApp de las amigas, alguna actividad, ella ponía cualquier excusa para no ir. Al final decidió no contestar en el grupo, y poco a poco se fue aislando de sus amigas. Para ella, salir a cenar o al cine, ya no era una opción. Esto provocó que poco a poco, se quedara sola. No quiere compartir con sus amigas su situación real, aunque ellas saben que está pasando estrecheces económicas y que está buscando trabajo, no son conscientes de la situación tan extrema a la que se enfrenta, y ella no se lo quiere contar por vergüenza.
El primer mes que no tenía para pagar el alquiler le pidió prestado a su madre, que se lo dio, pero con eso sólo tenía para el alquiler y ¿cómo pagaría la luz? ¿Y el agua? ¿Y de dónde conseguiría más dinero para comer?
Su hermana mayor, que también la ayudaba ocasionalmente, aunque ella no le pedía nada porque la vergüenza, de nuevo, se lo impedía, le sugirió que fuera a Cáritas, allí ayudaban a la gente sin recursos. Ana pensó que eso era para los pobres, ella nunca se había encontrado en esa situación, siempre había trabajado y se había organizado muy bien sus gastos. Ella no era pobre ¿o sí? Su vida había cambiado en los últimos años, estaba claro, pero ella no quería ir a las colas del hambre, no quería ponerse en una cola a la puerta de cualquier entidad social, para que le dieran bolsas de comida, podía pasar alguien, reconocerla y entonces sus hijos lo sabrían y esa idea le atormentaba. Pero también era consciente que necesitaba ayuda, fuera de donde fuera.
Se acercó a Cáritas, le dieron una cita para dentro de dos días y apenas pudo pegar ojo, esas dos noches, pensando en la situación a la que se tenía que enfrentar. Nunca se hubiera imaginado llegar a la situación en la que estaba. Pero allí estaba y tendría que salir adelante. En la entrevista con la persona que le atendió, se sintió cómoda, iba con mucha desconfianza, pero le informaron, le preguntaron si había ido a los Servicios Sociales, le preguntaron si había gestionado el Ingreso Mínimo Vital, si quería que la incluyeran en el programa de empleo de Cáritas y sobre todo le dijeron que le iban a apoyar para que pudiera hacer frente a sus gastos mientras iba poniendo en marcha todos estos recursos. Ella dijo que no quería ponerse en ninguna cola para que le dieran comida, que no quería que la conocieran en el barrio. Por lo tanto, Ana estaba manifestando una de sus grandes preocupaciones; no quería mostrar su vulnerabilidad, su situación de necesidad, porque quería que la siguieran percibiendo como Ana, no como a una persona sin recursos, porque eso, pensaba ella, le restaba dignidad, sería señalada por sus problemas económicos y pensaba que eso también estigmatizaría a sus hijos. Lo que deseaba era una ayuda que le permitiera vivir como al resto de personas, que le permitirá seguir viviendo como antes, con ajustes en sus gastos, pero con la libertad de poder gestionar sus necesidades. A día de hoy, hay muchas formas de mantener el deseo de Ana. Las ayudas sociales destinadas a personas como ella no tienen por qué restarles ni un ápice de dignidad. Por ejemplo, en Cáritas se puede apoyar a través de transferencias bancarias, dinero en efectivo o tarjetas monedero, lo que le permitiría ir a comprar o pagar los recibos que tuviera pendientes sin que nadie supiera de donde procedía ese dinero. Además, estas formas de apoyo o ayuda, llevan consigo la posibilidad de que las personas sigan gestionando su vida, organizando sus gastos, dándole prioridad a sus necesidades más acuciantes.
Desgraciadamente, hay muchas anas en nuestros entornos más cercanos, en nuestros barrios, en nuestras parroquias, en nuestros pueblos. La situación de estas personas nos muestra cómo vivimos en una sociedad semi-segura, es decir, la mayoría de los salarios apenas nos da para pagar el alquiler o la hipoteca, cubrir nuestras necesidades básicas, pagar los recibos de los gastos corrientes, es más, si un mes nos viene un recibo extra (IBI, seguro de la casa, del coche…) nos vemos en una situación complicada. Cualquier persona se puede encontrar en esa situación.
Tampoco nos olvidemos de que las personas necesitamos ocio que nos ayude a disfrutar y a vivir nuestra vida de forma más sana, porque el ocio también es una necesidad y nos ayuda a tener una salud mental más equilibrada, nos socializa y nos permite relacionarnos. Las personas sin recursos, o sin recursos suficientes, parece ser que no tienen ese derecho, como no tienes apenas recursos, no te puedes tomar un café o salir un rato con amigos, o ir un día al cine, si hacen esto, les juzgamos, ¿cómo puede gastarse dinero en tomarse un café con la situación que tiene?, pero nadie valora lo que supone tomarte ese café con unas amigas, pasar un rato conversando, intentando no estar todo el día pensando en cómo podré seguir adelante sin trabajo, y con pocas perspectivas de encontrarlo. Estos ratos, como otros muchos que nos facilita el ocio, son sanadores, todas las personas los necesitamos, necesitamos relacionarnos, no vivir todo el tiempo de forma estresante, tenemos que ponernos medios para tener una salud mental equilibrada, que me ayude a gestionar mi situación y a vivir de la manera que menos daño me haga, porque vivir estas situaciones, dañan. Dañan la vida de las personas, minan su autoestima, la percepción de sus capacidades, el mapa de pensamiento, que te hace creer que eres menos que nadie, asumes que el encontrarte en esta situación de carencia lleva consigo el recorte de tus derechos como persona y como ciudadana. Y eso no es así, por eso, las personas que nos encontramos en otra situación o que hemos tenido la suerte de tener recursos para cubrir nuestros gastos, nos tenemos que trabajar la mirada hacia estas personas; no están así porque se lo merezcan, ni porque sean menos que nosotros, están así porque la sociedad no está bien organizada para asegurar que todas las personas podamos tener una vida digna, sin excesos pero sin encontrarnos en situaciones donde tener una vivienda, sea de alquiler o en propiedad, es una misión prácticamente imposible, por ejemplo, la sociedad, la organización de la misma, ha de facilitar que Ana tenga sus necesidades cubiertas y se desarrolle como persona, en todas sus dimensiones, a pesar de su situación.
Ana, encontró una puerta abierta en Cáritas, que la apoyaron y le informaron para intentar paliar su situación. Pero lo que le hizo sentir bien es que se sintió escuchada y que no le juzgaran, por lo que no sintió vergüenza. Agradeció mucho la información, ahora tenía un nuevo camino por el que transitar, pero lo más importante es que se sintió tratada de igual a igual, así lo manifestó en otras intervenciones posteriores, se dio cuenta de que le habían entendido, aunque ella le contó su historia personal, esta fue saliendo de forma natural, no la presionaron ni le preguntaron por sus intimidades, aunque fueron saliendo, pero sobre todo se sintió escuchada, comprendida y vio una cercanía que le hizo sentir que ser pobre no tiene que ver con cómo sean las personas, sino que es una situación en la que cualquiera nos podemos encontrar y que pedir ayuda o apoyo, no tiene por qué ser estigmatizante si la respuesta que encontramos pone en el centro a la persona y su dignidad.
Cada persona tiene una situación diferente que le puede llevar a encontrarse sin recursos. Pero no todas las personas que se encuentran en esa situación son iguales, ni las causas que les han llevado a ella son las mismas, ni los apoyos, por lo que los caminos para mejorar las situaciones pueden parecerse o no. No vale el mismo traje para todos, cada uno tiene su medida. Cada persona tiene que ser tratada desde su situación particular, aunque los medios puedan ser los mismos, pero las situaciones son diferentes, de eso no cabe la menor duda.
También me gustaría reflexionar sobre la situación de las personas migrantes, que en la actualidad abundan en nuestras parroquias. Estas personas llegan a nuestras ciudades y pueblos en busca de una vida mejor, huyendo de guerras, hambrunas, carestía, sistemas políticos corruptos… Vienen llenas de esperanza ante la posibilidad de que su vida pueda mejorar, a pesar de dejar atrás la vida que han llegado hasta ahora y, en la mayoría de los casos, a sus seres queridos. La movilidad humana en el mundo es un derecho, aunque, tristemente, en la actualidad pueden moverse con más libertad por el mundo las cosas que las personas. Además de sueños y esperanza, también traen mucho miedo a lo desconocido, a lo distinto a no saber que se van a encontrar…
Ante la llegada de estas personas, me surge el siguiente interrogante: ¿cómo les acogemos los que estamos aquí?, ¿les escuchamos?, ¿les reconocemos como personas iguales a nosotros?, ¿entendemos las causas por las que ha tenido que emigrar?, ¿nos ponemos en su lugar? o ¿les juzgamos y les tratamos como personas inferiores, porque son distintas a nosotros? Conozcamos la historia de Daniel, por si nos ayuda a situarnos mejor en lo que quiero decir.
Daniel llega de Colombia a una ciudad pequeña de España. Lleva 7 días en esa ciudad, ha tenido que venir de su país, dejando allí a su familia, su trabajo, y la vida tan organizada que llevaba hasta ahora. El motivo por el que ha salido de su país es que está amenazado por un grupo de paramilitares, que le quieren extorsionar porque piensan que tiene dinero, pero como no es así y él no ha cumplido con las perspectivas de este grupo, le han agredido físicamente varias veces. Ante estos hechos, reflexionándolo con su mujer, decidieron que se fuera del país, a pesar de que eran conscientes de todo lo que suponía para la vida de ambos; ella se queda allí con los niños, él se marcha, teniendo por delante un futuro incierto, con el objetivo de intentar empezar su vida en paz en otro lugar. Después, cuando él esté ubicado, se reagrupará la familia. Esa idea, a pesar de ser consciente de la dificultad que entraña, es la que Daniel tiene en su cabeza durante mucho tiempo. Tiene claro que no puede seguir viviendo en esa situación de miedo permanente, ni por su mujer, ni por sus hijos, ni por él. Desde estas premisas, la familia invierte la mayor parte de sus ahorros en el billete de avión que trasladará a Daniel de Colombia a España.
Después de pasar por Madrid, llega a esta ciudad de España donde le han dicho que lo tendrá más fácil para encontrar vivienda y trabajo. Daniel apenas tiene 300€ en el bolsillo, con ese dinero se alquila una habitación durante un mes, que le cuesta 250€, por lo que apenas le quedan 50€ para el resto de gastos. En este momento empieza a ser consciente de lo que le toca vivir y se siente acorralado, desesperado, no conoce a nadie en la ciudad, no tiene casa, ni dinero, ni comida, ni sabe qué hacer… La vida de Daniel, hasta ahora había sido la de una persona normal, tenía a sus dos hijos, su mujer, tenía un trabajo y amigos y familia. Ahora en España se encuentra solo, sin dinero, ni trabajo, ni familia…, su vida se ha roto, ya no puede sentir ni pensar con claridad. Él es un hombre creyente, confía en Dios, a pesar del dolor que siente en ese momento, a pesar de la soledad, siente que no puede rendirse, aunque las cosas están mal, tiene que seguir adelante, ha de regularizar su documentación, tiene que buscar un trabajo, conseguir un sitio donde vivir. Pero siente mucha tristeza, mucha impotencia, porque no sabe por dónde empezar ni adonde dirigirse para comenzar con todos estos trámites. No sabe con quién hablar para expresar sus sentimientos, sus anhelos, siente que ante todo necesita a alguien que le escuche, alguien con quién llorar la pena, alguien a quien contarle todo lo que está pasando por su cabeza y por su corazón. También necesita ayuda material, evidentemente, necesita tener un sitio donde cobijarse, necesita poner su documentación en regla, necesita comer, y ropa para abrigarse. Pero lo que más desea es estar cerca de alguien que le escuche, que le consuele, que le deje llorar en su hombro y les transmita la fuerza que tiene el sentirte acogido y escuchado para avanzar y continuar, a pesar de las dificultades.
Ante esta situación desde Cáritas ¿qué podemos hacer? A veces en nuestros recursos tenemos normas y criterios que, ayudándonos en la organización y con la mejor de las voluntades, lo que hacen es impedir que Daniel encuentre en nosotros, quizá, ese hombro en el que apoyarse, esos ojos que le miren y le reconozcan, esa mano que le acaricie el hombro. Daniel, lo que busca es alguien que le reconozca como persona y también necesita cubrir sus necesidades materiales. Cuando llegue a Cáritas, ha de encontrar esto, bajo mi punto de vista, primero esa acogida incondicional, que reconoce que Daniel es una persona con las mismas necesidades que yo, con los mismos sueños y los mismos anhelos, y que, por lo tanto, necesita que le traten de igual a igual, con dignidad, con esa dignidad que le viene de ser hijo de Dios y que es inherente a su ser persona. No necesita un vale para ir a la tienda del barrio, donde le reconocerán y le pondrán la etiqueta de persona sin recursos. Necesita un espacio donde sentarse y se le ayude a aclarar el horizonte, donde se le acoja desde la globalidad de su ser persona. Necesita a alguien que le ayude a explorar por donde continuar y sentir que a otras personas les importa lo que le está pasando. Quizá hasta encuentre, en el entorno parroquial, personas que quieran acogerle en alguna vivienda, que le ofrezcan un espacio donde vivir y así poder quitarse algo de preocupación, ¿por qué no? Hay multitud de experiencias en algunas de nuestras ciudades donde los miembros de la parroquia se abren a la hospitalidad y ofrecen sus casas a estas personas, haciendo vida los valores del evangelio: fui forastero y me acogisteis[1].
Si queremos conseguir una sociedad fraterna, donde ponga en el centro a la persona, independientemente de sus circunstancias, si queremos que el Reino de Amor y de justicia que Cristo nos propone se haga realidad, este es el camino: poner a la persona, a su dignidad, por encima de todo, y compartir los bienes que tenemos. Mientras haya personas que sufran, que no tengas cubiertas sus necesidades, que tengan que abandonar sus hogares y no encuentren acogida allá donde lleguen, mientras todo esto siga sucediendo, no es posible el desarrollo de los derechos humanos ni será posible el Reino de Amor que Dios quiere para todas las personas.
Tanto Ana como Daniel plantean situaciones difíciles en sus vidas, en un mundo, donde el valor de las personas ha dejado de tener el valor absoluto. Hemos de reclamar, a nuestras sociedades y a nuestros gobiernos, que el valor de la vida de cada persona, su bienestar, sea lo que prime a la hora de organizar la vida. En un Estado de Derecho, no se trata de que, a través de los servicios sociales, a los cuales Daniel, por ejemplo, no puede acudir porque no está empadronado, se les de lo que nos sobra y además organizando todo lo que tiene que tener y cómo lo tienen que hacer.
Ayudar a Daniel o a Ana es reconocerle su dignidad de persona, es poner en tela de juicio que no les estamos ayudando, si no que estamos dándoles lo que en justicia merecen. Es tratarle como a mí me gustaría que me trataran, es facilitar el acceso a todos los derechos que tiene como persona, por ser hijo de Dios y por ser ciudadano. ¿Nos creemos esto? ¿somos capaces de analizar lo que pasa en el mundo y lo que favorecen los gobernantes con sus políticas? ¿estamos dispuestas a ver en el otro y la otra al hermano y tratarle como tal? Pues ese es el camino, bajo mi punto de vista, para conseguir un mundo más justo, más igualitario y más fraterno, en definitiva, hacer posible y real el Reino de Amor que Dios quiere para todas las personas.
[1] Evangelio de Mateo 25,35
Número 14, 2023