Con voz propia

Sociología del confinamiento

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Antonio Izquierdo

Catedrático de Sociología de la Universidad de A Coruña

 

 

Esta es una reflexión sobre las heridas que infringe a la sociedad el coronavirus. La hago desde el confinamiento en un piso. La puerta y el balcón son mis observatorios. Los enfoco hacia dos fundamentos de la vida social: el principio de igualdad y el de comunidad. El primero nos acerca; y el segundo nos vincula.

Al cabo de una semana de encierro suena el timbre y abro. Es el repartidor del supermercado. Me trastorno, y siento que por la puerta está entrando el contagio. En ese instante, no veo a la persona, pero me altero ante el virus invisible. El miedo corre más rápido que la vista y la razón. Me calmo, y reparo en que el recadero es un joven inmigrante suramericano.

¡Deja los paquetes ahí afuera, no pases!

La compra la hicimos a través de internet. Una herramienta que segmenta y excluye a una parte de la población. Tal y como ocurre con la epidemia que nos asola. Esta infección es una de las enfermedades contagiosas que se asocian con la pobreza. Antes que la medicina diera con el remedio, nuestros antepasados vencieron a estas pandemias mejorando la alimentación, la pureza del agua y la calidad de las viviendas.  Nos creíamos inmunes.

Me alarga el recibo de la entrega. Reparo en que no lleva mascarilla ni guantes (en la segunda entrega ha venido más protegido). Lo firmo, le doy las gracias, y cierro. La realidad es que por la puerta se ha asomado la desigualdad social, es decir, una vida cargada de riesgos. El repartidor pertenece a la clase de los trabajadores vulnerables de servicios necesarios. Ellos se encaran a diario con el virus a cambio de un salario esquelético, mínima seguridad laboral y, hasta hoy, nulo reconocimiento. No alteraremos la jerarquía de prestigio de las ocupaciones. ¿Enfermeros o futbolistas?

Está apareciendo una estratificación social vinculada al riesgo. Formo parte de la clase de los confinados seguros. Muchos, y desde esta crisis, cada vez seremos más, teletrabajamos en casa y, a finales de mes, recibimos la paga en nuestra cuenta bancaria. No tenemos necesidad de exponernos al contagio. Me encuentro entre los 5,8 millones de hogares confinados en los que viven dos personas. Hemos reorganizado los espacios y las tareas de reproducción en el hogar: comidas, limpieza y conciencia de que dependemos uno del otro y debemos cooperar.

Después están los confinados de riesgo. Señaladamente dos millones de hogares habitados por mayores que viven solos. En su mayoría son mujeres que aplauden a las ocho asomadas a las ventanas. Los afectos están lejos y les llegan por teléfono. Salen a comprar con el carrito. Van embozadas, pero se exponen al contagio por falta de red comunitaria. Por último, están los desarraigados, los extranjeros sin cobertura social. Guardan cola y distancia en la acera vacía esperando recibir comida.

No estoy entre los dos millones y medio de hogares que viven en menos de 60 metros cuadrados. A las ocho me asomo al balcón y lo que percibo es una comunidad ingrávida. Se apoya en aplausos y miradas lejanas. Durante unos minutos se siente un ethos comunitario. La distancia antisocial que se está imponiendo es una puntilla para la comunidad humana. Sin roce, sin abrazo, sin reunión, manifestación, ni conversación cálida. Esta epidemia está debilitando la cultura fraternal. El principio de la vida comunitaria es el antimercado, la ayuda desinteresada, la cooperación sin recibir moneda. ¿Cómo ayudar sin acercarnos?

El móvil y el ordenador nos han servido para skypear con la familia y los amigos. Nos vemos y hablamos sin tocarnos en lo que se denomina una comunidad virtual. La informatización de la sociedad nos aísla, nos deshumaniza y, contra la apariencia, acrece la desigualdad social. La enorme concentración de poder que rige el capitalismo digital fortalece la burocracia, succiona la democracia y desintegra la comunidad humana. Es necesario, tras el confinamiento, rediseñar un puerta a puerta vecinal. Embuzonando la información de proximidad y tejiendo redes de cercanía cargadas de sensaciones y sentidos.

La comunidad es una malla de provisión mutua. Por eso, una sociedad es más rica cuánto mayor es la acumulación de vínculos generosos; y más pobre, cuánto más dominan los intereses viles. La pandemia del COVID-19 no es selectiva, pero la sociedad sí que lo es y eso explica los distintos grados de exposición a los virus sanitarios y tecnológicos. Por ahora, este enclaustramiento nos ha partido en cuatro clases: los confinados seguros, los expuestos necesarios, los confinados vulnerables y los desarraigados.

La sociología del confinamiento es un apunte sobre los riesgos que conlleva la sociedad hacia dentro y, por extensión, la comunidad virtual. Ambas experiencias potencian la práctica del ensimismamiento, sin generación ni pasado. Pero la sociedad es un haz de reciprocidades, no el homo clausus.

 

Número 5, 2020