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Editorial

Nuestro punto de vista.

Editorial

El derecho a la alimentación como derecho humano: abandonar el asistencialismo para garantizar la autonomía alimentaria

Si bien los alimentos producidos en el planeta son suficientes para alimentar a más del total de la población mundial, casi mil millones de personas pasan hambre. Por no hablar de que un tercio de esta producción se desperdicia o se pierde cada año. Por lo tanto, es evidente que el problema no es una cuestión de cantidad sino de distribución y acceso a los alimentos.

Según el derecho internacional, el derecho a la alimentación es un derecho humano que protege el derecho de todo ser humano a alimentarse dignamente, ya sea produciendo sus propios alimentos o comprándolos. Para producir sus propios alimentos, una persona necesita tierra, semillas, agua y otros recursos, y para comprarlos necesita dinero y acceso al mercado. En consecuencia, el derecho a la alimentación implica que el Estado debe garantizar una serie de mecanismos para posibilitar su disfrute por parte de todas las personas, independientemente de su situación socioeconómica.

No obstante, la crisis vinculada a la Covid-19 ha hecho más visible y ha agravado la inseguridad alimentaria en el mundo y también en nuestro país. Esta inseguridad alimentaria afecta a una proporción creciente de la población de España y, en particular, a las personas más vulnerables. Las imágenes de personas en fila frente a los lugares donde se distribuye la ayuda alimentaria han dejado una huella considerable en la opinión pública.

El derecho a la alimentación, que debería permitir a todas las personas comer dignamente, en forma adecuada y en cantidad suficiente, es así ampliamente mancillado. Es importante resaltar, por tanto, que ese incremento demuestra que el problema de los hogares españoles para acceder a una alimentación adecuada es estructural y que no está únicamente ligado a crisis coyunturales.

La actual crisis ha puesto de manifiesto los límites de la respuesta institucional a los problemas de inseguridad alimentaria. Una vez más la respuesta de las administraciones públicas responde a una concepción de ayuda alimentaria y no tanto de garantizar el derecho a la alimentación. El modelo imperante de respuesta de las entidades del tercer sector y de algunas de las políticas públicas llevadas a cabo, hacen que la lucha contra la inseguridad alimentaria se reduzca a la distribución de ayuda alimentaria.

Es fundamental tratar de superar esa concepción de las políticas públicas existentes que se enfocan solo en los síntomas de la inseguridad alimentaria y nunca en sus causas profundas: a saber, el nivel de pobreza y su intensidad para una parte de la población. Para ello, necesitamos promover una economía al servicio de todas las personas, apelando a un cambio de las reglas de los sistemas económicos injustos que perpetúan la pobreza y las desigualdades.

Esto pasa también por abandonar la asistencia para recibir alimento al acceso autónomo a la alimentación. En otras palabras, significa apostar por distribuir alimentos seleccionados con criterios de sostenibilidad y elegidos por quienes se benefician de ellos.

En definitiva, garantizar el respeto del derecho a la alimentación significaría dar a todas las personas la posibilidad de optar por una alimentación de calidad, íntegra desde el punto de vista ambiental, social y sanitario. En otras palabras, el reto de garantizar la seguridad alimentaria pasa por cruzar la lucha contra la pobreza y las desigualdades con los objetivos para un desarrollo sostenible.

 

Número 10, 2022
Editorial

El territorio rural: entre el olvido y la esperanza

Es fácil observar cómo la reflexión sobre lo rural se mueve entre dos polaridades. Por un lado, surge todo aquello que caracteriza la realidad más negativa. Hablamos de la constante despoblación de pueblos y territorios, de su envejecimiento, de la paulatina desaparición de servicios (centro de salud, escuela, farmacia, cajero…) y de una economía que, si bien aparece en un lugar destacado en la agenda política, se basa en una toma de decisiones que se da en ámbitos muy alejados del territorio y que, en general, se caracteriza por una falta de inversión pública, una visión cortoplacista y una búsqueda de la rentabilidad económica. En este sentido, el mundo rural sufre las consecuencias de la tensión de intereses muy diversos, tales como la cuestión ecológica, la transición energética y la gestión productiva del territorio. En síntesis, este primer polo de reflexión se plantea desde la percepción de olvido del mundo rural, de sus gentes, de su vida, de su historia… 

Por otro lado, existe una percepción más positiva del mundo rural si se observa cierta tendencia a “regresar al pueblo” (en época de vacaciones, los fines de semana, personas jubiladas…) y de cierto enfoque de lo rural como lugar de oportunidades para desarrollar la vida (iniciativas económicas innovadoras, asentamiento de población inmigrante, jóvenes que optan por el medio rural…). Estas situaciones son expresión de un mundo rural con capacidad de acoger y acompañar a quienes llegan, que puede enfrentar el discurso del olvido, del vaciamiento y de la falta de futuro abriendo posibilidades, que, en definitiva, tiene la capacidad de generar esperanza ante una realidad que invita al pesimismo. 

En medio de esta polaridad, podemos observar algunas claves en las que sería necesario profundizar. Vivimos en un mundo globalizado que está desarrollando su dimensión tecnológica en todos los ámbitos hasta límites cada vez más sorprendentes. Disponemos de más información y de más comunicación, pero, ¿somos más comunidad? Disponemos de más recursos y servicios y de mayor capacidad de interrelación, pero, ¿sabemos cuidarnos y sabemos cuidar? Disponemos de más opciones para viajar y conocer otros lugares y culturas, pero, ¿nos sentimos personas enraizadas?  

Estas cuestiones, de respuesta compleja, implican fundamentalmente que debemos desarrollar otra mirada al mundo rural. Una mirada que no sea únicamente sociológica o económica sino, también antropológica. Una mirada que reconozca todo lo que se puede aprender del mundo rural atendiendo a la interrelación de tres elementos: 

a) La dinámica del cuidado. El mundo rural dispone de un saber y de una práctica del cuidado, que se manifiestan en las relaciones de vecindad, en el fortalecimiento de los vínculos vitales y en el cuidado del entorno, tan importante como el cuidado de las personas que habitan en él.

b) La comunidad. Es la expresión de la acción comunitaria en vecindad, de lo público para el bien común, del valor de las tradiciones, de la fiesta, de la historia y la experiencia recogida, de la vivencia compartida…

c) El enraizamiento. La persona que vive en esta dinámica de cuidado y vecindad es una persona enraizada; enraizada en un territorio, en una historia, en un contexto cultural, en una comunidad.

Todo esto puede dar orientaciones y pistas para conocer el mundo rural y reconocer lo valioso que hay en él. Sin embargo, hay que recordar que el mundo rural no es un mundo uniforme y que cualquier enfoque y actuación requiere siempre hacer un buen análisis de la propia realidad. Un análisis que no caiga en el error de mirar lo rural desde lo urbano y que preserve una actitud dialogal que no imponga criterios. Para ello, resulta imprescindible potenciar la participación, en todo nivel, de las gentes del mundo rural y colaborar con otros (personas, instituciones, agentes diversos…) en la búsqueda de soluciones a su compleja problemática. 

Número 18, 2024
Editorial

Empresas de inserción: entre la dimensión empresarial y la dimensión social

Ante a la insostenible situación por la que atraviesan miles de millones de personas en el mundo que muestran a las claras la inequidad en la distribución de la riqueza del modelo económico vigente, hemos de preguntarnos cuál tiene que ser la alternativa al mismo.

Frente a lo que hoy se promueve desde los medios de comunicación y desde las universidades como un modelo económico de éxito el cual promueve una producción y consumo desmedidos, y que no tiene en cuenta las consecuencias en el daño al medio ambiente, sólo motivado por el afán de la acumulación de riqueza a favor de propietarios y accionistas, consideramos que hemos de volver la mirada hacia otro modelo de gestión de la economía en la cual, resignifiquemos el sentido de lo que la economía tiene que ser en el marco de una sociedad que está formada por PERSONAS, y que ha de estar principalmente a su servicio.

Para nosotros, esa economía puede adoptar diversos nombres, aquí la llamamos ECONOMÍA SOCIAL y tiene instrumentos para llevar a cabo su proyecto, para gestionar una alternativa al modelo económico vigente: otra forma de hacer economía y creemos que SÍ ES POSIBLE HACERLO. De hecho, la economía social se basa en principios del cooperativismo y están incorporados en nuestra legislación

Concretamente podemos advertir que el enfoque de esta economía apunta a dar valor a otra dimensión de la gestión económica, una que la HUMANIZA, otorga valor a los recursos desde la perspectiva de su uso racional en función de la necesidad de las personas y no de la acumulación de capital y riqueza, y prioriza a aquellas que tienen dificultades en nuestra sociedad, como son las personas en situación o riesgo de exclusión.

No obstante, también creemos que desde la economía social hay que tender puentes con las empresas que día a día trabajan en la economía del modelo vigente, que en definitiva es la mayoritaria y donde se generan la mayor parte de las oportunidades. Hay que transformar esa economía, y debe adoptar un paradigma diferente, humanizarse y mirar hacia otros valores, recuperar una gestión económica donde la persona vuelva a ser el centro y el resto de recursos estar a su servicio, una economía, donde la ética tiene que tener su lugar.

Entre las entidades que forman parte de la familia de la economía social, destacamos a una que, al decir del presidente de CEPES, Juan Antonio Pedreño, es quien mejor y más fielmente representa en su esencia y en sus valores, lo que es la economía social, y esta es la EMPRESA DE INSERCIÓN. Jurídicamente puede ser una sociedad de capitales, que por el tipo de objeto social que persigue (la inserción laboral de personas en riesgo de exclusión) y estar promovida por una asociación o fundación que también persiga el mismo fin, puede ser calificada como tal. Pero lo que destaca en este tipo de empresa, es la sensibilidad y la solidaridad, al posibilitar a personas en una situación particularmente difícil a retomar el camino hacia la normalización de sus vidas de cara a la obtención de una oportunidad en su tránsito hacia el empleo ordinario, pero sin perder de vista el objetivo de que estas personas deben hacerlo con un compromiso personal aportando de sí, en un entorno real de empresa.

Hasta que se legisló este tipo de figura en el año 2007 hubo muchos antecedentes, pero desde entonces, la empresa de inserción ha resultado ser una herramienta de trabajo muy eficaz para colectivos desfavorecidos, posibilitando su reinserción laboral, contribuyendo en la solución de un problema social; y también favoreciendo como empresas sociales en brindar bienes y servicios.

Por otra parte, mirando al futuro, las empresas de inserción tienen todavía camino por recorrer, al contar con importantes desafíos, tal y como seguir mejorando la gestión del delicado equilibrio entre su dimensión y empresarial, es decir, competir en el mercado, pero sin olvidar que son empresas con una misión social; gestionar la tensión existente entre el tiempo que requieren las personas para la formación en competencias, con la duración máxima de sus contratos; o conseguir un mayor protagonismo de estas empresas sociales en la prestación de contratos que se llaman a licitación y tener mayores posibilidades de poder crear empleo social.

Las empresas de inserción miran con esperanza el futuro y ante estos desafíos no decae el ánimo, en estos últimos años se ha crecido y se espera seguir haciéndolo.

 

Número 17, 2024
Editorial

La infancia como protagonista para la prevención de la pobreza e igualdad de oportunidades

Los niños y las niñas son sujetos de Derechos Humanos. La Declaración Universal, y con posterioridad la Convención de Derechos de la Infancia de Naciones Unidas nos lo recuerda. Sin embargo, desde la infancia estamos generando una brecha, o brechas, que de no corregirse solo puede devenir en una sociedad y en un mundo todavía más desigual e injusto.

Una situación que nos habla de la falta de garantía de derechos humanos y de la insuficiente dedicación de las políticas sociales dirigidas a la infancia en particular y, a la familia en general, visualizando un proceso de transmisión de las dificultades socio-económicas de una generación a otra. En donde el mayor riesgo que tienen las personas que han vivido su primera etapa vital dentro de un hogar en pobreza, de sufrir problemas económicos y situaciones de pobreza en su vida adulta, es lo que denominamos transmisión intergeneracional de la pobreza.

Riesgo al que se le suma la sensación de falta de seguridad que muchos niños o niñas viven y que no les permite vivir sin miedos. Si no nos sentimos con seguridad, no es posible sentirnos con autonomía y libertad para tomar decisiones, por ejemplo. Algo que, si bien es importante en cualquier etapa o momento vital, en la infancia y, especialmente en momentos de transición a la vida adulta es esencial.

Dejar atrás los miedos y mirar hacia la auto confianza y seguridad de todos los niños, niñas y adolescentes es fundamental para caminar en romper la herencia de la pobreza. Entendiendo que, la pobreza en general, y de manera específica en la infancia y en las familias con hijos e hijas depende de decisiones políticas, en donde, España y sus sucesivos gobiernos, han destacado por su escasa capacidad de reducirla.

No obstante, cualquier sociedad que aspire a la justicia y a una igualdad de oportunidades real no debería considerar la inversión en la infancia como una responsabilidad exclusiva de los progenitores, sino como una tarea de toda la sociedad orientada al bien común. Es, por tanto, necesario y urgente diseñar una política pública específicamente dirigida a luchar contra la transmisión intergeneracional de la pobreza y la exclusión social a partir de una atención integral y coordinada desde las políticas públicas y las entidades de la acción social. Y, para ello, la visión integral de la infancia como punto de partida desde un enfoque de derechos humanos y el conocimiento de la realidad de los niños y niñas y del territorio constituye el criterio clave desde el que programar las políticas sociales.

Todo esto nos lleva a lo realmente importante: a los niños y a las niñas. El coste de desatender a la infancia es enorme. Hay que situar a la infancia como protagonistas dentro de un mundo de personas adultas. Solo una sociedad que prefiera la equidad y la cohesión social a la desigualdad y la precariedad, empezando por la infancia, estará dispuesta a realizar el esfuerzo de compartir los recursos y fortalecer los mecanismos colectivos de redistribución y protección.

De ahí la importancia de artículos como los que aparecen en el presente número de Documentación Social en donde se ponga de manifiesto que la infancia sí importa, en donde no son sólo un asunto de sus familias (que, sin duda lo son) sino de toda la sociedad en su conjunto. El presente de muchas personas, y especialmente el futuro de nuestra sociedad, depende de cómo protejamos las familias y especialmente a la infancia. Nuestra sociedad no puede permitirse embargar el bienestar futuro por no querer afrontar el presente de los niños y niñas.

 

Número 16, 2024
Editorial

La crisis socioambiental: el mayor reto al que se enfrenta la humanidad

Todo está relacionado. Así se expresa el papa Francisco en la encíclica Laudato sí, que lanzó en mayo de 2015, y que puso en el foco el estado del planeta desde el punto de vista medioambiental, invitando a la humanidad a cambiar de rumbo para que toda la familia humana pudiese vivir dignamente en la casa común. Una mirada de ecología integral se convertiría en el medio para conseguirlo, lo que implica poner la vida en el centro y cuidarla.

Caritas Internationalis asumió la tarea encomendada por las Cáritas del mundo, que, a partir de su Asamblea General en 2019, decidieron que la ecología integral debía trabajarse mediante una campaña mundial de sensibilización. El resultado lleva por título: Juntos. Actuemos hoy por un mañana mejor.

En los ocho años que han pasado desde la publicación de Laudato si’, la humanidad no ha dado grandes pasos para adaptarse al cambio climático y la crisis socioambiental en la que nos encontramos. “No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socioambiental” (LS, 139). Es por eso que el Papa acaba de publicar una exhortación apostólica incidiendo de nuevo sobre la urgencia del mayor reto al que se enfrenta la humanidad. En Laudate Deum se profundiza en las respuestas posibles a la crisis climática y enfatiza la necesidad de un mayor compromiso.

La campaña Juntos. Actuemos hoy por un mañana mejor, en su tercer y último año, pretende poner de relieve las numerosas acciones que ya se están haciendo en el mundo, y celebrarlas para ampliarlas, con la esperanza de que el camino hacia la ecología integral forme parte de manera intrínseca en el trabajo de Cáritas en el mundo y, en lo posible, se contagie a la sociedad civil en general.

Las causas en las que hay que trabajar son múltiples y su dificultad radica en que todas están relacionadas. En este número no se pueden mostrar todas. Pero sí es posible dar unas pinceladas desde una perspectiva mundial, como lo que ocurre en la Amazonía, con los desastres medioambientales que provoca la industria extractiva; y también presentar una visión local con los problemas de abastecimiento y contaminación de agua que hay en España. Ambos ejemplos son extrapolables a otros lugares del mundo. Y al mismo tiempo se relacionan con otros temas de gran envergadura: la producción de alimentos y los problemas que conlleva para abastecer las necesidades mundiales, la dependencia excesiva de materias primas que se agotan, los problemas energéticos, el calentamiento global con fenómenos atmosféricos extremos que tienen consecuencias nefastas para una gran parte de la población mundial, el calentamiento de los océanos y su implicación en la vida marina, la fragilidad de los casquetes polares que se derriten con una celeridad inusitada.

Nadie está a salvo de lo que ocurre ya, y el tiempo apremia. Pero son las poblaciones más vulnerables y empobrecidas quienes más están sufriendo los efectos de la crisis climática. Es necesario adoptar una visión de desarrollo global integral de la humanidad y el planeta. Las soluciones dependen de acuerdos entre gobiernos, organismos internacionales, empresas multinacionales, entre otros, y para ello es necesaria una población concienciada y comprometida, porque las acciones locales, comunitarias y personales también son importantes, y la implicación política es vital.

Lo que está en juego es la vida del ser humano en la tierra, la vida de las generaciones futuras y de las demás especies vivas que forman parte de los imprescindibles ecosistemas que hacen de este planeta un lugar privilegiado. No somos los dueños de la tierra. Somos parte de ella. Y nuestra responsabilidad es cuidarla, es cuidar de que el futuro sea posible para otros cuando ya no estemos. Es el derecho de las personas, acceder a lo necesario para vivir, incluido disfrutar de un medioambiente sano. Así lo dice Laudato si’, 93: La tierra es esencialmente una herencia común cuyos frutos deben beneficiar a todos.

 

Esta publicación ha sido realizada con el apoyo financiero del Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030. El contenido de dicha publicación es responsabilidad exclusiva de la entidad subvencionada y no refleja necesariamente la opinión del Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030”.

 

Número 15, 2023
Editorial

¿Abundancia, holgura y dignidad?

Hace poco más de un año, al salir de la pandemia y afrontando la dura crisis inflacionaria, el presidente de la República francesa, Emmanuel Macron, vaticinaba en su país el fin de la abundancia y de la despreocupación…

Con esto no quiso anunciar el final de una época en la que cada uno vive personalmente en la opulencia (todo el mundo sabe que no es así), sino el cambio de un régimen económico en el que los recursos están disponibles en abundancia a un régimen en el que los recursos son escasos y por lo tanto más caros. Porque cuando habla de abundancia, el presidente francés también habla de dinero público e inversión estatal, y augura un cambio de tendencia, que podría venir acompañado de una vuelta a políticas de rigor, de austeridad y de sacrificios adicionales.

Este cambio ciertamente conducirá a una forma de vida occidental más sobria, una forma de vida que muchos han estado pidiendo desde hace mucho tiempo, por razones ecológicas. Ante el colapso de la biodiversidad, el sobreconsumo de los recursos del planeta y el calentamiento global, la sobriedad debería ser, una meta por la que luchar para que toda la humanidad pueda seguir viviendo con dignidad.

Sin duda, hay motivos estructurales, climáticos, sociales, demográficos y tecnológicos que podría sostener la actual crisis inflacionaria o al menos que los precios de muchos bienes de primera necesidad pueden mantenerse en un nivel bastante elevado. Una dinámica que no encuentra una correspondencia en los ingresos de los trabajadores y, por tanto, podría abundar en la pauperización de gran parte de la población.

En paralelo a esto, es cierto que la ciudadanía occidental está poco a poco tomando conciencia de que el paradigma de una sociedad basada en un crecimiento infinito y sostenido en el tiempo, ya no puede tener cabida. Al menos tendremos que ir orientándonos hacia un crecimiento sostenible económica y socialmente. Eso sí un crecimiento inclusivo, pero para ello es primordial considerar la igualdad de oportunidades durante el crecimiento económico para todos los que participan en la economía. En otras palabras, requiere a priori de una integración social suficiente para participar plenamente en la sociedad.

Por su parte, España es una sociedad globalmente rica, que dedica una parte importante de sus recursos a la protección social. Sin embargo, son muchos los análisis que nos reafirman que la pobreza persiste en los periodos de bonanza económica y aumenta de forma notable en los periodos de crisis, y esto se relaciona principalmente con la debilidad de nuestro modelo de protección social y, en especial, de nuestro modelo distributivo. La desigualdad se mantiene alta a lo largo de los años y a pesar de sucesivos procesos de recuperación económica que hemos dicho no son capaces de reducir las brechas, sino que éstas se cronifican en niveles preocupantes, en particular para los grupos poblacionales más frágiles.

Y son precisamente estos grupos poblacionales, que no pueden cubrir sus necesidades más básicas, se ven obligadas a realizar una serie de difíciles arbitrajes, responder a dilemas imposibles entre calentar la vivienda o comer menos productos frescos y saludables… todas ellas estrategias que generan tensiones, incertidumbre y sufrimiento para todos los miembros de la familia.

Dicho de otra manera, es imprescindible repensar cómo gastamos y distribuimos los recursos disponibles y las riquezas que generamos para responder a diversos imperativos. Pero esto debe de hacerse siempre incluyendo la idea de suficiencia de los más frágiles, porque no basta con tener lo justo y estrictamente necesario. Tenemos que exigir y apelar por que se proteja y garantice el derecho a un nivel de vida adecuado. Para ello, tenemos que pensar qué se necesita para cubrir los gastos necesarios e imprevistos, pero incorporando la noción de holgura, es decir favorecer vivir en condiciones dignas que nos permitan tomar decisiones adecuadas sobre nuestra existencia y percepción del mundo.

La relación entre una vida digna y la cobertura de necesidades básicas es estrecha. Por tanto, debe reconocerse y defenderse la ineludible dignidad de toda persona, que debe materializarse en el reconocimiento y promoción de los derechos humanos. Para que nadie quede socialmente excluido, el Estado, junto a todos los agentes de la sociedad civil, debe permanecer presente y activo al servicio del bien común, orientados al bien de las personas, en particular de las más vulnerables. Además, cada persona tiene la responsabilidad de decidir si quiere vivir con holgura o abundancia a costa de los demás. En este sentido, fortalecer los mecanismos de inclusión de la ciudadanía en nuestra sociedad requiere también de decisiones personales que permitan re-vincularnos como comunidad y ciudadanía.

En nuestro país, el sistema de protección social y, más específicamente, las prestaciones que forman la última red de garantía de ingresos se mantienen como un factor determinante de las condiciones de vida y la suficiencia de las rentas de los hogares. Y la sostenibilidad de este sistema se encuentra estrechamente condicionado a la capacidad que tengamos para desarrollar una pedagogía fiscal que nos permita tomar conciencia de que un mejor Estado de Bienestar necesita que todos seamos conscientes de sus costes y de las seguridades que nos ofrece. Y en este proceso cabe plantearse la necesidad de acometer una reforma en profundidad del sistema fiscal y redistributivo.

En definitiva, para hacer frente a los grandes retos globales, y hacerlo luchando eficazmente contra diferentes manifestaciones de la desigualdad, es necesario combinar diferentes instrumentos de política orientada a la construcción de una sociedad más equitativa y cohesionada que pase irrevocablemente y ante todo por exigir la protección y garantía de los derechos humanos, en particular para los sectores más frágiles y expulsados de la población. Pero también es fundamental que tomemos conciencia como sociedad y como comunidad para favorecer esa transformación social.

 

Número 14, 2023
Editorial

Una economía por y para las personas y el cuidado de la vida.

En los últimos años estamos asistiendo a grandes cambios socioeconómicos y cada vez son más las voces de todos los signos que plantean la necesidad de incorporar una visión de la economía más humanista, orientada al bien común, y que sobre todo impida los excesos del pasado, el deterioro medioambiental y la creciente desigualdad del capitalismo tradicional.

 

En cuanto analizamos mínimamente el contexto social, económico y medioambiental en el que nos encontramos se evidencia la necesidad de un cambio de valores en la economía, de tal manera que la competencia, el individualismo y el incremento desorbitado de beneficios como único objetivo, den paso a la colaboración, la preocupación por el bien común y la redistribución de la riqueza.

 

De hecho, cada vez son más las instituciones y organizaciones sociales que apuestan por la Economía Solidaria como un modelo que propone una alternativa real al capitalismo imperante y donde las personas y el desarrollo de la vida se anteponen a la acumulación de capital y que plantea una trasformación social mediante principios como la solidaridad, la sostenibilidad de la vida, la participación, el empoderamiento y la garantía de derechos e igualdad de oportunidades. Estas organizaciones persiguen un mundo donde la economía esté al servicio del cuidado de la vida y el planeta y donde se garanticen los derechos humanos de todas las personas.

 

Por eso, defienden el Trabajo decente, en el que la dignidad humana, el respeto de los derechos, y la promoción de la persona, se articula para dar respuestas a las necesidades de nuestro entorno. Promueven la Economía social, y en concreto las Empresas de Inserción y Centros Especiales de Empleo como alternativas empresariales en la que se generan oportunidades para las personas más vulnerables. Fomentan el consumo responsable, desde el Comercio Justo y las Finanzas Éticas, sabiendo que todas las personas tenemos un papel fundamental en la construcción de este modelo, e instando a que, en todas las fases del modelo productivo: producción, comercialización, consumo, financiación…, primen el cuidado del planeta y de las personas que vivimos en él.

 

Pero ¿realmente podemos hablar de otra forma de organizar la economía?, ¿es posible generar riqueza poniendo en el centro a las personas y al cuidado de la creación?

 

Existen multitud de iniciativas que impulsan y desarrollan la economía solidaria y centran su trabajo en generar oportunidades para las personas que lo tienen más dificil.  En resumen, hacen más que visible que la opción por las personas y el planeta es no solo posible, si no urgente y que necesitamos de todos y cada uno de los actores que participan del ciclo económico para conseguir un mundo más sostenible, próspero, justo e igualitario para todas las personas.

Número 13, 2023
Editorial

La irregularidad, problema estructural no resuelto. Signos para la esperanza

Las causas que obligan a las personas migrantes y refugiadas a abandonar sus países de origen y emprender un camino en la mayoría de las ocasiones peligroso y con final incierto, son variadas. De forma general, las personas refugiadas se mueven por una necesidad de salvar sus vidas y las personas migrantes lo hacen en busca de una vida mejor y con más oportunidades. Sin embargo, todas sufren las consecuencias de unos ordenamientos jurídicos de puerta estrecha que les condenan a vivir en la irregularidad en las sociedades de acogida durante años.

Resulta difícil comprender cómo es posible que haya ordenamientos jurídicos internacionales ampliamente ratificados que permitan la libre circulación de mercancías y capitales; pero no existan instrumentos similares para la libre circulación de las personas. En estos momentos, aunque la inmensa mayoría de los países miembros de la ONU adoptaron en Marrakech el primer acuerdo global para avanzar en este sentido, prácticamente no ha habido avances, y persiste una ausencia flagrante de canales legales y seguros para la movilidad de las personas en el mundo. Esta situación estructural es la causa fundamental de la irregularidad de millones de personas en el mundo: al no poder llegar y establecerse en las sociedades de acogida sino es de forma irregular.

En relación con eso, Europa, y específicamente nuestro país, no es ajena a esta situación de cierre de fronteras y restricción de la movilidad humana, que produce un mayor enriquecimiento de las mafias, y una búsqueda de rutas alternativas cada vez más largas y peligrosas, para las familias y personas. Una vez llegan, la realidad a la que deben integrarse las personas no es nada halagüeña.

De hecho, distintos estudios evidencian que el modelo migratorio español y su marco legislativo está condicionado a las necesidades del mercado de trabajo, motivo por el cual se considera generador de exclusión social y de una propuesta integradora débil. Circunstancias que se entienden en nuestro modelo por los rasgos propios en los que más de un 20% de nuestro producto interior bruto (P.I.B), unos 250.000 millones de euros, se encuentra dentro de la economía sumergida. Es precisamente sobre este sustrato de vulnerabilidad en el que trabajan más de un 30% de los inmigrantes en nuestro país, en aquellos sectores necesitados de una gran cantidad de mano de obra en condiciones precarias (servicio doméstico, cuidados, hostelería, agricultura, construcción, etc.).

Por ello, algunos autores señalan que España está generando un modelo propio dentro de los modelos de integración, que ha venido en denominarse un modelo patchwork de integración, que consiste en no tener un desarrollo normativo claro, ni dirigido, y que se viene configurando con cierta dosis de improvisación, y que tiene en su extremo más doloroso, el rostro de las personas en situación administrativa irregular.

El Instituto de Estudios Sociales Avanzados del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (EASIE/ CSIC) ha concluido en un reciente trabajo de investigación sobre las percepciones de los españoles hacia el colectivo inmigrante, que actualmente el rechazo antinmigrante es claramente minoritario en nuestro país y que siguen prevaleciendo actitudes benévolas o neutras hacia la inmigración y los inmigrantes.

Sin embargo, esta coexistencia tranquila, e incluso, de relaciones cordiales, aunque distantes, se sustenta sobre un sustrato éticamente cuestionable. La población de origen inmigrante continúa ocupando las peores posiciones sociales y económicas dentro de nuestra sociedad, como refleja el estudio llevado a cabo por la Universidad de Comillas en colaboración con la Fundación FOESSA y Cáritas.

En ese último peldaño es donde precisamente se encuentran las personas en situación administrativa de irregularidad. Desde hace tiempo Cáritas viene alertando sobre el importante aumento del número de personas en situación administrativa irregular que son atendidas a través de sus programas y recursos en todo el país.

La destrucción de empleo y la condicionalidad de nuestro marco jurídico al mercado laboral está empujando a la irregularidad sobrevenida a muchas familias y personas migrantes, que, al no encontrar un empleo, se ven abocadas a una situación administrativa irregular.

Pese a la reciente aprobación del Reglamento de Extranjería por parte del Gobierno que supone un avance orientado a facilitar el acceso de estas personas al mercado laboral, esta reforma perpetúa el enfoque de una política migratoria condicionada al mercado laboral y, en todo caso, tiene un alcance limitado al dejar fuera a personas en situación de especial vulnerabilidad.

En suma, esta realidad invisible que condena en nuestro país a más de 500.000 personas a vivir en la irregularidad, es la que pretende revertir el movimiento “Regularización Ya”, con la Iniciativa Legislativa Popular (ILP) que pretende llevar al Congreso para la regularización extraordinaria de las personas migrantes que viven en situación administrativa irregular en nuestro país.

Cuando quedan casi dos meses para que finalice el plazo para la recogida de firmas, esta ILP va camino de convertirse en una de las movilizaciones sociales que ha logrado cosechar más firmas en nuestra democracia. De esta forma, bajo el título de Esenciales, la propuesta de ley ha logrado sumar más de 800 organizaciones sociales y eclesiales, que llevan desde principios de año, recogiendo firmas y que, hasta la fecha, han alcanzado más de 450.000.

Esta iniciativa y lo que se está construyendo alrededor de ella, son signos para la esperanza en nuestra sociedad. Necesitamos un modelo de acogida que no esté supeditado únicamente al mercado laboral, esperábamos trabajadores, vinieron personas y queremos vecinos.

 

Número 12, 2022
Editorial

Avanzar hacia una red de seguridad más justa y accesible

El análisis de las condiciones de vida y los niveles de integración y exclusión social tras la pandemia, nos permite concluir que uno de los retos que tenemos por delante como sociedad es repensar y adaptar los servicios sociales a nuevas realidades y necesidades sociales.

Por un lado, tenemos enormes desafíos globales que afrontan las políticas sociales como son, entre otros, el envejecimiento de la población, la lucha contra la exclusión social, la protección de niños, niñas y adolescentes vulnerables y la integración de la población inmigrante. Por otro, la magnitud y diversidad de las situaciones de exclusión severa no solo demandan una mayor intervención por parte de los servicios sociales, sino un continuo proceso de adaptación, tanto del modelo de trabajo social como del modelo de organización.

Recordamos que, en los países industrializados, se designan por servicios sociales, el conjunto de instituciones, servicios y programas públicos, comunitarios y acción solidaria que buscan la prevención, readaptación y protección social de las personas, familias, grupos o colectivos para asegurar su bienestar y favorecer su autonomía de manera temporal o crónica.

En otras palabras, los servicios sociales buscan ayudar a la ciudadanía a conseguir condiciones de vida digna en un entorno saludable de convivencia, es decir una integración que además de cubrir las cuestiones materiales, tienen que buscar también la participación y el ejercicio de los derechos de ciudadanía.

Después de cada crisis, viene un momento de oportunidad para preguntarse sobre las fortalezas y debilidades estructurales de nuestro país, en particular en materia de protección y lucha contra pobreza y las desigualdades. En este caso, la experiencia y peculiaridad de lo vivido con la pandemia, nos presenta una nueva oportunidad para repensar los servicios sociales y restablecer el trabajo de proximidad y comunitario.

Las consecuencias económicas y sociales de la COVID-19 han significado una nueva amenaza de fractura en nuestra sociedad, haciendo emerger nuevas problemáticas o consolidarse otras que ya eran latentes en el periodo previo a la crisis sanitaria que también precisan de una intervención integral y ajustada.

De nuevo se comprueba como el empleo por sí sólo no puede garantizar la integración social. Los datos de la EINSFOESSA 2021 revelan la proporción especialmente elevada de empleos precarios e inestables y el consecuente aumento del fenómeno de los trabajadores pobres; o bien la persistencia de niveles altos de empleos irregulares, y las dificultades para salir del desempleo, entre otros motivos, por la cronificación del desempleo de larga duración.

Además, otros factores de fragilidad son de corte sociológico, como es la evolución de las estructuras familiares; en concreto el aumento continuo del número de hogares pequeños, en particular los hogares monoparentales; o son socioeconómicos, en especial la carga cada vez mayor de los costos de vivienda y de suministros en el presupuesto de los hogares. El modelo de todos propietarios que aún era la norma ya no funciona; así asistimos a un bloqueo de los itinerarios vitales – especialmente traumático entre los más jóvenes que se ven negado su proceso de emancipación, y alimenta un sentimiento de degradación y precariedad vital.

Por último, la pandemia y la crisis asociada también han pasado su factura en las relaciones sociales, que han sufrido desgaste y debilitamiento. Tensando y erosionando las redes familiares y comunitarias de apoyo mutuo, lo que ha generado en muchos casos un aumento de los problemas de aislamiento social y el recrudecimiento de problemáticas de salud mental.

Las experiencias inéditas asociadas a los periodos de confinamientos y en general el distanciamiento social han hecho más necesario que nunca el volver a vincularnos, a conectar con la comunidad. En este contexto, abogamos por repensar el trabajo social para (re)valorizar su labor esencial en la lucha contra la pobreza y la creación de oportunidades para facilitar el acceso a los derechos.

Esto debe pasar, por un lado, por el fortalecimiento de los servicios sociales en términos de recursos, y por otro, por formar a los profesionales de lo social haciendo hincapié en el desarrollo de las prácticas de ir hacia, que deben constituir el nuevo modelo de trabajo social, y en el trabajo social colectivo. De manera más amplia, se plantea restaurar la proximidad de los servicios sociales a las personas destinatarias, lo que pasaría por la reducción de las distancias no solo físicas sino también simbólicas entre las partes.

En definitiva, el campo de los servicios sociales y la solidaridad están ante una encrucijada capital: ser continuistas, es decir atrapados en las inercias del presente, o ser un vector de cambio y motor de innovación para proteger y promover el acceso de todas las personas a sus derechos.

El debate ya se ha iniciado…

 

Número 11, 2022

Palabras clave: documentación social

Editorial

Una nueva etapa, un nuevo reto

Natalia Peiro

Directora de Documentación Social y Secretaria general de Cáritas Española

 

Documentación Social es una revista con más de 60 años de historia. En el transcurso de los cuales ha atravesado diversas etapas, sabiendo adaptarse a las nuevas realidades sociales y a las necesidades que su labor pretendía cubrir.

Las personas que en la actualidad tenemos la responsabilidad sobre la revista, estamos seguras y orgullosas de la contribución que esta publicación ha realizado a lo largo de su dilatada vida. Para continuar con ese objetivo consideramos oportuno y necesario iniciar una nueva etapa.

Una nueva Documentación Social que quiere servir como espacio de formación, reflexión e intercambio de experiencias para todas las personas que, de la manera que sea, trabajan, participan, estudian o colaboran en el espacio de la acción social y solidaria.

Una revista digital que haga posible su gratuidad, un ritmo de publicación cuatrimestral de un número completo, pero también, una aparición más frecuente de artículos y contenidos que mantengan la tensión de la actualidad y la atención de los suscriptores.

Con un contenido abierto y accesible, en algunas ocasiones incluso locutado, que desde el primer momento, facilite la máxima difusión y, sobre todo, la utilización de los contenidos que aborda.

La nueva etapa no tendrá solamente a la academia como fuente de contenidos, sino que abrirá sus puertas a otras realidades, igualmente capaces de aportar elementos interesantes, sin por ello perder ni un ápice de rigor.

Cada uno de sus números tendrá una estructura de secciones, perdiendo el carácter monográfico de su última etapa, y ganando así en variedad y capacidad de interesar a más personas. No obstante manteniendo una sección denominada A FONDO, en la que se abordará un único tema desde tres perspectivas diferentes y con una extensión superior a las demás.

Las secciones LA CIENCIA SOCIAL y LA ACCIÓN SOCIAL nos aportarán elementos de carácter formativo y reflexivo, garantizando que su contenido plantee puentes que nos conecten con la acción concreta y real.

Por otra parte, EN MARCHA será el lugar privilegiado para compartir experiencias, prácticas reales a las que se les pedirá que recorran el camino inverso a las anteriores, es decir desde la acción concreta y real tiendan puentes con la formación y la reflexión.

Otras dos secciones darán voz a nombres y apellidos. CONVERSAMOS recogerá entrevistas, preferentemente en formato vídeo, a personas que por algunas circunstancias resulten significativas, y CON VOZ PROPIA ofrecerá breves columnas en clave de opinión, con firmas de esas a las que solemos reconocer criterio, al margen del acuerdo o no con su manera de mirar.

DEL DATO A LA ACCIÓN será otro espacio fijo en el que analizaremos un dato, una gráfica, una tabla… en referencia a algún elemento relevante de la realidad social por su especial vinculación a los contextos en los que intervenimos.

Y para concluir, queremos también reseñar DOCUMENTACIÓN, publicaciones, espacios virtuales o reales, que otras entidades y personas desarrollan, que pueden resultar de interés para los lectores y lectoras de Documentación Social.

Comenzamos esta etapa con mucha ilusión y sobre todo con vocación de servicio. Queremos construir una herramienta útil y relevante para las personas a las que va dirigida. Esperamos estar a la altura del reto, y sobre todo mantener la fidelidad al espíritu con el que Documentación Social nació hace ya más de sesenta años, y que podríamos resumir en ser un instrumento al servicio de quienes intervienen en la acción social. Un instrumento realizado desde una mirada a la realidad, con los ojos de aquella parte de la sociedad que sufre las peores consecuencias de nuestro modelo social y que no suelen estar presentes en las agendas políticas, sociales o comunicativas.

Editorial

Hacia una fiscalidad social que sea sinónimo de garantía y protección de los derechos

El pagar más o menos impuestos es un discurso recurrente que se lanza desde diferentes posturas ideológicas, pero que no se relacionan con el obligado y necesario sostenimiento financiero de un estado de bienestar que ha de integrar las dificultades de ingresos de una parte de la población. Por tanto, ¿es la fiscalidad justa una noción subjetiva o una realidad pragmática? Entre los derechos y deberes de la ciudadanía, el artículo 31 de la Constitución española recoge que todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio.

Eso significa que el impuesto es un tipo de obligación que, para ser percibida como legítima por la ciudadanía requiere una justificación.  Así, si el impuesto puede justificarse por la necesidad de financiar las instituciones cuyo propósito es mantener el orden público y la convivencia, asegurar la existencia de servicios públicos o proteger las libertades individuales. Sin embargo, no es evidente que imperativos éticos puedan justificar el establecimiento de tasas elevadas, para asegurar una redistribución justa de la riqueza.

Así, según el barómetro del CIS de julio de 2020 sobre Opinión Pública y Política Fiscal[1], una amplia mayoría de la población considera que vive en un país con enormes diferencias sociales y fiscales, donde el 80% cree que los impuestos no se cobran de forma justa en relación con la riqueza. En consecuencia, los impuestos no solo deben ser abordados desde una obligación legal, sino que deben conformarse, por un lado, a partir de normas justas, proporcionales y redistributivas, y por otro, un principio de solidaridad propio de los estados de bienestar, que solo es posible mediante una verdadera conciencia fiscal, que se aprende, crea y consolida a través de una educación en valores asociados a unos principios de cohesión y solidaridad social.

Aquí asociamos la noción de justicia fiscal con la de justicia o equidad social que, a su vez, se aglutina en torno al principio de consentimiento fiscal. La justica fiscal incluye por tanto una dimensión democrática de consentimiento real a las elecciones o decisiones fiscales que son tomadas por un determinado gobierno competente. En otras palabras, un impuesto puede considerarse justo sólo si es un impuesto aceptado y comprendido por el conjunto de la ciudadanía que tributa.

Los impuestos nunca son neutrales. Los impuestos son un indicador del tipo de sociedad que se quiere construir. Son el semáforo del compromiso social que desarrollamos como sociedad con el bien común y el interés general. En otras palabras, la fiscalidad es el instrumento que nos ayuda a definir dónde se sitúa el interés general y se relaciona de manera inmediata con la definición del Estado como social y de derecho. El papel de la política fiscal es precisamente la principal herramienta que permite configurar el presupuesto del Estado y por tanto va a marcar fuertemente las políticas sociales y económicas, la existencia de servicios públicos, su alcance y/o cobertura. Es decir, el estado de bienestar no es posible sin un presupuesto, sin una política fiscal redistributiva ante los déficits estructurales del sistema social y económico del momento.

En el marco y contexto europeo, la fiscalidad juega tradicionalmente un papel determinante como zócalo para el mantenimiento de un modelo social, tanto para la ciudadanía como para las empresas y otros agentes sociales y económicos. Sin embargo, esto se debe hacer en un contexto muchas veces adverso, debiendo luchar contra la evasión fiscal y otros abusos fiscales que ponen en peligro el contrato social que tradicionalmente une a ciudadanos y gobiernos, y que también son una amenaza a las reglas económicas de la libre competencia en condiciones justas.

Si bien la justicia social es un valor que promueve el buen respeto de los derechos y las obligaciones de cada ser humano en determinada sociedad, su corolario debería ser precisamente una justicia fiscal y redistributiva. Sin una fiscalidad justa difícilmente se pueden cubrir las inversiones sociales que requiere un sistema de protección social suficiente, que es capaz de amortiguar las desigualdades sociales existentes y previniendo la aparición de nuevas formas y brechas en la sociedad. De la misma manera, solo por tener un sistema fiscal adecuado contamos con servicios públicos eficaces y de calidad para el conjunto de la ciudadanía: redes de transportes y carreteras, sistema sanitario y judicial universales, un impulso económico para la creación de empresas, etc.

Desde hace más de una década, los análisis de la Fundación FOESSA reiteran el mensaje de que la pobreza y exclusión estructurales en España se relacionan con la debilidad de nuestro modelo de protección social y, en especial, de nuestro modelo distributivo. La pandemia de COVID-19 ha evidenciado la necesidad de reimpulsar y fortalecer el estado de bienestar social para responder a todas las necesidades y demandas sociales. La actual crisis social exige de una reparación y reconstrucción que sólo puede pasar por profundas reformas de nuestro modelo económico, productivo y social, en particular a través del sistema de garantía de ingresos que ofrezca cobertura suficiente y digna a todas las personas y familias que lo necesiten.

Las políticas de recaudación y fiscalidad son las principales herramientas instrumentales para el estado de las que disponemos para lograrlo. Podemos referirnos al impuesto progresivo, sus justificaciones y reformas, los debates sobre el impuesto sobre sucesiones, la necesidad o viabilidad de un impuesto de sociedades y al capital financiero, o incluso cualquier otra forma de impuesto sobre el patrimonio, nuevo o no. También puede afectar a las herramientas fiscales que tienen como objetivo corregir los déficits estructurales asociados al IRPF o al impuesto de valor añadido, como principales instrumentos de recaudación estatal.

Es por tanto fundamental devolver su sentido a la recaudación de impuestos desde un enfoque de derechos humanos y compensatorio para asegurar la financiación de las políticas públicas que beneficien a toda la comunidad, en particular a los grupos más desfavorecidos; y de esta manera, reducir las crecientes desigualdades entre los estratos de la sociedad que acumulan más renta y los que menos tienen, u otras formas de desigualdad social o de género o circunstancial sobrevenida. En suma, la fiscalidad da sentido a la siguiente afirmación: no hay sociedad sin impuestos, es decir que no hay sociedad justa sin impuestos justos que incluya a toda la ciudadanía.

 

[1] Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Barómetro sobre Opinión Pública y Política Fiscal 2020. Disponible en: http://datos.cis.es/pdf/Es3290marMT_A.pdf

 

Número 9, 2021
Editorial

COVID-19, un nuevo estigma sobre la salud mental de las personas en situación de exclusión social

Según la Organización Mundial de la Salud, la salud mental se define como «un estado de bienestar en el que una persona puede realizarse, hacer frente a las tensiones normales de la vida, realizar un trabajo productivo y contribuir a la vida de su comunidad». Por tanto, la noción de salud mental no se limita solo a la ausencia de trastornos mentales, sino que es una parte integral de la salud y el bienestar.

Resulta claro, por ende, que la salud mental abarca tanto una dimensión individual como una dimensión colectiva. ¿Esto qué significa? La salud mental de una persona es multifactorial; se combina de recursos psicológicos individuales, factores genéticos, un contexto social y económico individual, acceso a servicios públicos que promueven el bienestar y la salud mental.

En otras palabras, nadie es inmune a los problemas de salud mental. Todas las personas tenemos un capital de salud mental, más o menos frágil en función del contexto en el que crecemos y vivimos y de nuestra vulnerabilidad personal. En este sentido, el poder gozar o no de una buena salud mental no debe responsabilizar o individualizarse a las propias personas afectadas. La salud mental es un derecho humano, es decir que su acceso y adecuado disfrute se tienen que respetar, proteger, garantizar y promover independientemente de las circunstancias personales de cada una.

El barómetro del CIS[1] sobre salud confirmaba que la salud mental de las personas residentes en España está en su peor momento por culpa de la pandemia y sus repercusiones. Muchos de sus indicadores están en rojo: el estrés, la tristeza, la preocupación y la ansiedad están haciendo estragos.

Al igual que el propio virus afecta de manera más aguda a las capas más frágiles de la población, el contexto de pandemia impacta también con más fuerza a la salud mental de las personas que acumulan más situaciones de estrés socioeconómico y que previamente ya vivían situaciones de mayor vulnerabilidad social.

Desde Cáritas, observamos un aumento considerable de las demandas de ayuda que ha provocado esta crisis, tanto en las personas y familias que estaban siendo atendidas con anterioridad, como de nuevas situaciones que se han visto afectadas por la ralentización de la economía y las medidas de confinamiento.

La angustia psicológica se entiende fácilmente para los sectores sociales más populares, especialmente las personas jóvenes y las mujeres, grupos expuestos de manera desproporcionada a la crisis. A partir de la primavera de 2020, la pandemia se ha convertido en una gran crisis social, que han revelado nuevas brechas y/o acentuando formas de desigualdad ya existentes. Se han ido acumulando diversas crisis.

Una de estas crisis es una acumulación de situaciones, circunstancias y vivencias que han dañado el bienestar o han profundizado en el malestar psicológico o emocional padecido por determinadas personas: duelo, miedo a la enfermedad y al contagio, sobrecarga de trabajo y de cuidado, situaciones de mala convivencia en viviendas hacinadas y en malas condiciones, desempleo o precariedad…

Según datos del ORS[2], casi un tercio de los hogares acompañados por Cáritas, han sentido que ha empeorado su salud física, una proporción que alcanza a más del 50% de los hogares si hablamos de salud psicoemocional. Este empeoramiento se explica por las graves consecuencias sociales, laborales y relacionales de la crisis sanitaria y de las medidas asociadas para frenar la transmisión del virus.

Desde la acción social, es primordial diferenciar la salud mental de la enfermedad mental que requiere necesariamente de la intervención psiquiátrica. En el actual contexto de pandemia, el sufrimiento, el malestar, la angustia o la fatiga vital de las personas en situación de mayor fragilidad no pueden abordarse únicamente como un problema individual, sino que es esencial considerar el contexto en el que emergen las dificultades. En consecuencia, es primordial considerar el entorno social y los factores contextuales que afectan la salud mental de las personas. Una perspectiva de salud mental colectiva nos permite acompañar, apoyar y aportar consuelo mirando con otras gafas los desafíos del presente.

Concretamente, mediante un enfoque de salud mental colectiva y comunitaria se busca ubicar en el centro los cuidados. Huelga decir que este modelo no puede darse si no hay una garantía previa de disponibilidad y adaptabilidad de los recursos públicos que garanticen el acceso a la salud, la comunidad (entendida como las organizaciones sociales y la sociedad civil) y debemos de acompañar este proceso desde nuestra perspectiva ética (individual y colectiva). A medio largo plazo, esto significa luchar contra el estigma y la discriminación que muchas veces se asocian a las personas que sufren síntomas de malestar psicoemocional. En otras palabras, representa la alternativa de repensar el lugar de la salud mental en la sociedad hacia la construcción de una sociedad más justa y solidaria.

 

[1] CIS (2021): Avance de resultados del Encuesta sobre la salud mental de los/as españoles/as durante la pandemia de la COVID-19. 04-03-2021 http://www.cis.es/cis/opencms/ES/NoticiasNovedades/InfoCIS/2021/Documentacion_3312.html

[2] Cáritas Española (2021). Un año acumulando crisis. La realidad de las familias acompañadas por Cáritas en enero de 2021. Observatorio de la realidad social; la crisis de la COVID-19; n.º3.

 

Número 8, 2021
Editorial

¿Es posible una ciudad postcovid más humana y más justa?

Antes de marzo de 2020, la geografía de las ciudades se caracterizaba ya por fenómenos que hemos llegado a analizar y conocer bien, como son la gentrificación, la estigmatización territorial de ciertas zonas y, en general, diferentes formas de segregación, económica, social, cultural y étnica en particular. Sin embargo, al no aportar soluciones satisfactorias a todos estos problemas, con el paso del tiempo se han hecho estructurales.

Por su parte, la pandemia ha puesto de manifiesto, más si cabe, las desigualdades profundamente arraigadas de nuestros entornos urbanos. Tanto es así, que las zonas urbanas son la zona cero de la pandemia de COVID-19, aglutinando la inmensa mayoría de los casos comunicados. De hecho, las ciudades están sufriendo las peores consecuencias de la crisis, muchas de ellas con sistemas de salud sobrecargados, altas concentraciones de pobreza, empleo precarizado, acentuándose las profundas fracturas sociales preexistentes e incluso haciendo emerger nuevas formas de desigualdad dentro de las ciudades.

La crisis del coronavirus y su corolario, el confinamiento, nos ha dado un espejo donde mirar la forma en que la hemos construido y pensado nuestras ciudades; finalmente sobre la forma que vivimos y sufrimos cuando las condiciones de vida no son las adecuadas.

Investigaciones rigurosas han apuntado ya, a que los más afectados han sido los barrios y las zonas urbanas densas, y esto no es nada nuevo en sí mismo: las grandes epidemias históricas, como la peste, el cólera, la «gripe española” a principios de siglo XX se extendieron principalmente en lugares donde se concentraba la población, lo que parece obvio. Sin duda, existe una correlación entre el tamaño de la ciudad y el número de víctimas.

Sin embargo, lamentamos que en la mente de quienes gestionan lo público, los vínculos entre la salud pública y la planificación urbana no existen, o solo de manera excepcional. La preocupación por la salud o la toma en consideración de las desigualdades sociales ha desaparecido de nuestra manera de construir las ciudades. Por lo contrario, el modelo que predomina entre las actuales ciudades españolas es el de una ciudad productivista, pensada para un residente varón, sano, solvente y activo. En cambio, este modelo no parece adaptarse a los retos actuales y futuros de una gran parte de la sociedad, altamente precarizada, con cada vez más personas dependientes, desempleadas, jubiladas, migrantes y sin hogar. Las personas más pobres y vulnerables son empujadas sistemáticamente a los pliegues de la ciudad, a sus márgenes. Además, la falta de planificación y políticas que pongan en el centro a los niños, niñas y adolescentes, son algunas muestras de una profunda crisis de los cuidados.

Al inicio de esta crisis se destacaba el carácter casi democrático de la pandemia, que no dejaba a ningún estrato social o territorio exento de virus; y es cierto, el virus está afectando a diputados, ministros y consejeros de multinacionales, así como a los desempleados y a las personas sin hogar. Pero ahora, con mayor perspectiva, conocemos la sobreexposición a la Covid-19 que sufren ciertos barrios, cuyos vecinos y vecinas acumulan mayores factores de vulnerabilidad.

La mayor circulación del virus en los barrios más desfavorecidos puede explicarse, por un lado, por su composición social y, por otro lado, por determinadas especificidades territoriales intrínsecas. Las características de estos barrios, su alta densidad de población, el hacinamiento de las viviendas son algunos de los factores que contribuyen al aumento de la propagación del virus en estos territorios y que se correlacionan con el exceso de mortalidad vinculado a COVID-19.

Cada vez que emerge una crisis, tenemos una nueva oportunidad para reflexionar y reajustar la forma en la que vivimos, nos relacionamos y miramos hacia el futuro. Con el surgimiento de esta crisis social y sanitaria cabe repensar la ciudad; hacia dentro en nuestras casas y hogares, así como hacia fuera, en nuestra relación con el espacio público y con otros, tratando superar el necesario distanciamiento social que nos protege del contagio, pero que no debe hacernos olvidar nunca nuestra solidaridad y humanidad hacia los más desfavorecidos.

Reinventar la ciudad y el entorno urbano debe ser oportunidad para romper las desigualdades, caminar hacia una ciudad cohesionada y más justa que favorezca el vivir juntos, la ayuda mutua y la prevención de la soledad y el aislamiento. En otras palabras, (re)construir un entorno urbano favorable a la existencia y al fortalecimiento de la comunidad, teniendo en cuenta a las personas, las necesidades, debilidades y capacidades de cada uno.

 

 

Número 7, 2021
Editorial

El valor de la longevidad

La situación actual, ligada a la Covid-19, representa un gran desafío para nuestra sociedad. En los últimos meses hemos tenido que adaptar nuestra forma de relacionarnos y trabajar con los demás y, en particular, con las personas mayores. Más allá de su dimensión de crisis y de los peligros muy reales que conlleva, esta situación pone de relieve el lugar de las personas mayores en nuestra sociedad, pero también el valor que les damos y la forma en que las miramos.

A la vista de los datos más recientes, así como de las proyecciones para las décadas venideras, es un hecho que cada vez hay más personas mayores, y que su presencia va a ser cada vez más preponderante en el conjunto de la población. Las preguntas son saber qué lugar ocupan en esta sociedad cada vez más envejecida y cómo se tienen en cuenta sus necesidades y capacidades. En este contexto de mayor esperanza de vida con buena salud, hay motivos para cuestionar la imagen tradicional que tenemos del envejecimiento.

El envejecimiento, en el sentido que da el diccionario, se define, a escala de una población, como el aumento en la población total de la proporción de ancianos resultante del aumento de la esperanza de vida y la caída de la tasa de natalidad, fijándose generalmente el umbral para entrar en la vejez, por razones convencionales, en los 65 años. Esta clasificación se asocia generalmente al inicio del periodo de jubilación, pero es obsoleto para referirnos a las personas mayores. En realidad, muchas veces nos queremos referir a la pérdida de autonomía de las personas mayores no tanto a su situación de inactividad económica – laboral, aunque esta puede representar un factor de exclusión o al menos de invisibilización de estas personas.

Las condiciones de vida han mejorado y las personas viven mejor y más tiempo. De hecho, las personas, una vez jubiladas, dedican gran parte de su tiempo libre a mejorar la calidad de vida de la comunidad, al cuidado de los demás… En estos tiempos de pandemia, las personas mayores son las que más se están cuidando, más que nadie, en casa. Pero a veces cuidando a otros, sus nietos y nietas exponiéndose, a pesar del peligro, para que los más jóvenes puedan acudir al trabajo.

En este contexto, el agradecimiento y el reconocimiento deberían ser actitudes fundamentales hacia ellas y las generaciones precedentes, no sólo por su contribución pasada, sino por el uso que hacen en la actualidad de su longevidad.

A los ojos de la historia, una sociedad es juzgada por la forma en que trata a las generaciones más jóvenes y a las más mayores. Sin embargo, la crisis provocada por la covid-19 ha puesto en evidencia cómo la sociedad española está descuidando a sus mayores. Es más, esta crisis ha tenido un impacto desproporcionado sobre las personas mayores y ha evidenciado una profunda crisis estructural en el sistema de cuidados de larga duración y en las residencias, así como una falta de respuestas adecuadas a sus necesidades y derechos por parte de los poderes públicos.

Lejos de alimentar las polémicas políticas, lejos de la búsqueda de un chivo expiatorio fácil, debemos intentar hacer analizar a largo plazo y ver cómo, en el futuro, podemos estar más unidos con nuestras personas mayores.

Cuando hablamos de envejecimiento se debe privilegiar la noción de longevidad. Cuando referimos a una sociedad que envejece, las personas mayores son siempre otras, nunca uno mismo. El discurso dominante en torno a la longevidad es el del miedo, de la pérdida de autonomía, los costos, el asistencialismo… No obstante, gracias al progreso médico, económico y cultural, la vejez se materializa hoy más tarde que el todavía muy presente corte de los 65 años. La pérdida de autonomía de las personas mayores solo afecta a una minoría de personas y puede evitarse o retrasarse no solo con acciones médicas y médico-sociales, sino también acciones sociales que tengan como objetivo mantener vivos los vínculos de las personas mayores con su entorno familiar y social más cercano.

En suma, no podemos reducir la situación de las personas mayores a un cuadro alarmista y de preocupación, la longevidad es también una oportunidad para todos, una oportunidad para la sociedad… La longevidad concierne a todo el mundo.

 

 

Número 6, 2020
Editorial

La nueva normalidad

Normal es lo habitual, normal es la media, normal es lo natural, normal es la norma. Cada vez que en el discurso social aparece la palabra normal hay que estar atentos a qué deja de ser habitual, medio, natural o la regla. Cada vez que nuestra sociedad(ades) vive una intensa crisis, bien sea económica, social o sanitaria, que se desarrollan bien de forma simultanea o concatenada, hay personas, familias, comunidades y sectores sociales, que la padecen de una forma diferente. Algunas lo viven como una oportunidad. Tienen capacidades, recursos y se sienten dueños de su destino. Están muy bien adaptadas a los cambios de la postmodernidad digital y probablemente salgan reforzadas de la situación actual. En el lenguaje de los negocios serían personas emprendedoras de éxito.

Otras, sin embargo, no pudieron recuperarse suficientemente de la última crisis y hoy sienten miedo y desesperanza. Personas que viven en los intersticios de la normalidad y que aspiran a ella. Todas las crisis dejan víctimas, y habitualmente nutren, incrementando, el espacio de la exclusión social. Esto es un axioma para los investigadores que tratan de documentar la cuestión social.

Triunfadores y perdedores son los protagonistas de los relatos de las crisis. Sin embargo, es en los periodos de recuperación, cuando empezamos a percibir cuáles son las verdaderas y duraderas consecuencias y se comienzan a construir los diferentes relatos desde los diferentes grupos de interés. El que adquiere mayor fuerza hasta ahora es el de la nueva normalidad. Un nuevo paso en el cambio de época que estamos viviendo. Diversas cuestiones la compondrán, pero una especialmente, amenaza nuestra manera de entender la realidad de una forma más intensa, la distancia social. Mantenerla es fundamental para epidemiológicamente poder contener y prevenir la transmisión del virus. Es otro axioma.

Esa distancia no es problema para los triunfadores porque poseen los medios (para hacerse las pruebas diagnósticas que necesiten) las condiciones residenciales necesarias (casas y viviendas grandes y adecuadas con acceso al jardín) las capacidades para mantenerse interconectados (están bien adaptados a vivir en red) y valores adaptativos al cambio de época (individualismo posesivo). Para los perdedores es ponerles un obstáculo más en sus posibilidades de desarrollo. El capital social (débil) que poseen es una de sus pocas riquezas. Poder relacionarse está mejor ponderado en las clases populares. Es más, en una sociedad necesitada de revincularse ante las brechas de los sistemas de protección social, reducir el intangible de la sociabilidad puede derivar en la profundización o consolidación de los nuevos formatos de relaciones sociales mercantilizadas que nos ofrece la economía de plataformas.

Para muchos la nueva normalidad es una incógnita, pero para los conocedores, seguidores y documentadores de lo social, se va despejando alguna, que para los sectores más excluidos quedar fuera de la nueva normalidad será de lo más normal.

 

Numero 5, 2020
Editorial

Una transición ecológica justa

Recientes aún los ecos de la COP25, y con el sabor agridulce de sus resultados, en nuestro país comenzamos un nuevo ciclo político en el que parece que los temas de sostenibilidad, emergencia climática, transición ecológica… van a ocupar una parte significativa de la agenda institucional, con la prometida tramitación de la ley de cambio climático y transición energética, esperamos que a la altura de la preocupación social.

Tres son los elementos que nos informan de la necesidad y la urgencia de afrontar estas realidades. El tiempo perdido desde que se pusieron encima de la mesa estos temas, allá por los años setenta del siglo pasado; la evidencia científica de que es la acción humana la que hoy está provocando los cambios que nos amenazan; y la no menos evidencia de que el cambio, en los comportamientos individuales resulta necesario pero insuficiente.  Hay mucho en juego y poco tiempo para hacerlo.

La transición hacia un modelo social sostenible se apoya en una evidencia: resulta imposible mantener un modelo de crecimiento sostenido en un planeta con unos recursos finitos. Y se hará, por las buenas, fruto de la conciencia, o por las malas, por pura necesidad.

Pero ese modelo social sostenible no debemos comprenderlo solo como aquello que marca los límites físicos que tiene el seguir haciendo lo mismo que hacemos, en menor medida, pero lo mismo. Si lo hacemos estaremos minando su verdadera potencia transformadora. La clave está en saber que debemos empezar a hacer otras cosas completamente diferentes. Si hacemos lo mismo, pero menos, seremos un poco menos desiguales, pero desiguales. Seremos un poco menos consumistas, pero consumistas.

No podemos olvidar que los límites no solo son físicos, sino también morales y éticos. Y que la pobreza y la exclusión social hacen insostenible cualquier sociedad que se quiera decir decente. El sur del planeta y los sures del norte no solo participan en menor medida, o en ninguno de los supuestos beneficios del modelo, sino que también sufren las peores consecuencias presentes en forma de residuos y en general de efectos de huella ecológica.

Esperamos y trabajamos por una transición ecológica justa del modelo de producción, consumo y convivencia que no convierta también a los pobres y excluidos en nuevas víctimas.  Queremos una transición regulada por el bien común, que por ser el de todas y cada una de las personas que habitamos la casa común, ha de hacerse garantizando que el agua llega a todos los rincones del huerto, sin dejar zonas baldías, por mucho que estas no sean la mayoría.

 

Número 4, 2020
Editorial

El valor de la hospitalidad

Durante este verano hemos sido testigos, a veces mudos y la mayoría de ellas indignados, de algunos  episodios extremos de crueldad política y humanitaria al respecto de la inmigración. Nos referimos a las odiseas de algunos de los barcos que las ONGs tienen en el Mediterráneo desarrollando  labores de rescate de personas en el mar, labor  que debieran estar haciendo los estados.

Sabemos que se trata solo de la punta del iceberg, de casos absolutamente extremos de un fenómeno social como el de la movilidad humana, sea esta por motivos económicos o políticos. Y sabemos además que los hay aún peores, protagonizados por aquellos que ni siquiera han podido ser rescatados y han dejado sus sueños y su vida en el mar.

Tirando del hilo de esa indignación que vivimos al ver como determinados gobiernos de la Europa democrática y desarrollada, y aún más la propia Unión Europea en su conjunto, actúan de una manera tan cruel e inhumana, queríamos poner en valor la vieja virtud de la hospitalidad.

Somos conscientes que el tema de la inmigración es complejo, que tiene multitud de caras y que su gestión cotidiana no es sencilla. Que es necesaria una acción concertada de todos los gobiernos y de la propia UE. Pero creemos firmemente que esa política común o parte del principio de hospitalidad o está condenada al fracaso.

La vieja Europa o es hospitalaria o no es, y la hospitalidad consiste en acoger primero y preguntar después. En no permitir que el viajero duerma en la calle, en tanto haya camas libres. Y de camas libres Europa va sobrada, entre otras cosas porque las ha obtenido en buen medida a costa de explotar (antes y ahora) los recursos de esos países de los que ahora vienen los viajeros.

En tiempos como estos en los que, como respuesta al hastío, se retoma lo identitario, tenemos por delante una batalla que dar. No se trata de negar las identidades, sino de aprender que estas se pueden construir bien como castillo a defender, bien como riqueza a compartir.

Y la hospitalidad es una seña de identidad europea, hacer de las nuestras, tierras de refugio y acogida se convierte en una de esas valiosas riquezas. Nos enfrentamos a un asunto básico, previo, en el que se juega ni más ni menos que la vida o la muerte.

Podemos empeñarnos en contemplar la realidad encaramados a la almena de nuestro castillo, y mientras tanto a sus pies seguirán acumulándose, literalmente, los cadáveres de aquellos que se acercan. Y que no nos quepa la menor duda, la podredumbre generada a base de hacer política jugando con las vidas humanas, terminará por pudrir los cimientos del castillo.  Lo recordaba Carlos Álvarez:

Cuando el hambre madura,

no hay barrotes ni murallas.

Los barrotes se sacuden

y las murallas se saltan.

 

Número 3, 2019
Editorial

La voz de los vulnerables en los procesos electorales

El segundo número de la nueva etapa de Documentación Social sale a la luz tras un intenso proceso de elecciones sucesivas. Las adelantadas generales, las autonómicas en casi todas las comunidades y las municipales y europeas en el conjunto del Estado. Todas ellas celebradas en el espacio de un mes.

Desde el tercer sector de acción social somos cada vez más conscientes de que la acción no se puede situar al margen de los avatares y de las dinámicas de la política en ninguno de sus niveles, pues de las decisiones que en ellos se toman dependen muchas de las cuestiones de nos ocupan y preocupan. Y, conscientes de ello, desplegamos toda la tarea de incidencia política tratando de convencer a los partidos para que incluyan en sus programas esas medidas que se juzgan beneficiosas para las personas y los colectivos con los que trabajamos.

Y más allá de los programas, una vez constituidos los diversos gobiernos, nos ocupamos también de hacer un permanente seguimiento del grado de cumplimiento de lo escrito en los programas, y en general de las políticas reales que estos desarrollan o que dejan de desarrollar.

No obstante, aunque la labor de incidencia política desde el tercer sector es necesaria y debe seguir siendo una prioridad para la acción social, no debemos olvidar el hecho de que, a la postre, los partidos políticos van a actuar de una manera más decidida si los destinatarios de esa acción tienen peso electoral. Y todos los datos nos dicen que los sectores sociales más empobrecidos y excluidos votan menos, participan menos, se movilizan menos que la media de la población. Existe un problema en la representación de los “últimos” de la sociedad, cuya voz está cada vez más ausente de los procesos electorales.

Igual debemos reflexionar si la forma en la que hacemos incidencia política no debería empezar a tener en cuenta la potenciación de la participación política de las personas con las que trabajamos a riesgo de asumir como deseable el convertirnos en “voz de los que no la tienen” en un modelo de sociedad democrática en el que resulta que si la tienen y no tendrían por qué necesitarnos para ejercerla.

Procurar el bien común significa la búsqueda de lo bueno para todas y cada una de las personas que formamos el espacio colectivo. Y uno de sus indicadores es si realmente les va bien a los que están más abajo en la escala social. El interés general es otra cosa, porque no siempre lo que interesa se puede equiparar a lo bueno, ni lo general es necesariamente lo común, ateniéndonos a la definición anterior.

Pero en tanto el conjunto social toma conciencia de ello, la política se sigue moviendo en términos de interés general, conformado por lo que es percibido como interesante por las mayorías. Incorporar a esas mayorías decisorias la voz de los de abajo resulta algo esencial para hacer una buena y mucho más eficaz incidencia política que nos acerque realmente a entender el bien común como criterio de convivencia.

Número 2, 2019