Ciencia social

Las Huellas Sociales de la Pandemia

Margarita León Borja

Investigadora Instituto de Gobierno y Políticas Públicas (IGOP) y profesora de Ciencia Política en la Universitat Autònoma Barcelona

 

Esta crisis nos deja al tiempo un paisaje desolado y otro que alberga cierta esperanza. Una profunda crisis social y una oportunidad de rechazar las lógicas endiabladas y absurdas del capitalismo financiero global.

 

Cuando la marea baja, el Mar de Wadden deja al descubierto unas marismas extensas que permite a los caminantes pasear sobre el barro en el que los pies se hunden. ‘Alpinismo horizontal’ parece que lo llaman porque atravesar el lodazal antes de que regresen las aguas comporta un elevado riesgo. Si no logras alcanzar alguna de las islas a tiempo, el mar te arrastra en su viaje de vuelta. Se trata de una infraestructura frágil para recorrer un paisaje a un tiempo hermoso y vulnerable.

Las huellas sociales que nos dejará esta escarpada crisis serán profundas porque transitan por los surcos de la anterior. A su vez, sin embargo, si lográramos entender bien las coordenadas de la travesía, la Covid-19 nos otorga la posibilidad de reestablecer equilibrios quebrados hace tiempo.

España salió oficialmente de la crisis financiera hace sólo cinco años. En esta media década hemos lentamente recuperado niveles productivos anteriores a la Gran Recesión, pero el tejido social quedó repleto de fisuras. Multitud de indicadores sociales reflejan la consolidación de una sociedad cada vez más desigual y polarizada, en el que las experiencias vitales de unos y otros se alejan, donde el Estado de Bienestar, si bien amortigua los efectos de la desventaja social, no parece estar especialmente dotado para revertirla.

En nuestro país la crisis del 2008 dejó al descubierto elevados índices de desigualdad fundamentalmente por la pérdida de ingresos de los hogares situados en la parte inferior de la distribución. La misma pauta la encontramos en el resto de los países del Sur de Europa. Entre los años 2008 y 2013, la pérdida de ingresos de la decila más baja fue del 51% en Grecia, 34% en España, 28% en Italia y 24% en Portugal[1]. El aumento de la desigualdad por el deterioro de las condiciones de vida de los hogares con menos ingresos implica a su vez un mayor riesgo de pobreza para esos hogares a no ser que actúe el Estado de Bienestar. Mientras que en la UE-10 el porcentaje de personas en riesgo de pobreza y exclusión social no varió de manera sustancial antes y después de la crisis, en los países mediterráneos, especialmente España y Grecia, el efecto fue significativo. En nuestro país, en el transcurso de casi una década, el riesgo de pobreza aumentó en un 13,4%. Pero además, para cualquier diagnóstico sobre la vulnerabilidad resulta imprescindible analizar posibles cambios en las características de las personas en situación de pobreza. Según diversas microsimulaciones, las personas pobres desde la perspectiva de los ingresos, durante los años de la crisis económica experimentaron pérdidas de ingresos mucho más severas que aquellos que se encontraban en esa misma posición con anterioridad. Es decir, las capas más desfavorecidas de la sociedad presentan, a partir de la crisis anterior, una vulnerabilidad mayor. El perfil de las personas pobres también cambió sensiblemente tras la Gran Recesión. La pobreza infantil relativa (la ratio de hogares con personas menores de 18 años que caen por debajo de la línea de pobreza, medido como la mitad de los ingresos medios del total de hogares) en España tenía en el 2015 el peor registro de toda la Unión Europea.

Los recortes en políticas sociales y la lógica de la austeridad como respuesta a la crisis dificultó enormemente la salida de la crisis. El fuerte aumento de demanda social en España (en los peores momentos, el desempleo alcanzó el 26% de la población activa) no fueron suficientemente amortiguados con políticas redistributivas que compensaran la pérdida de ingresos de sectores importantes de la población. El comportamiento del gasto durante la crisis económica consiguió proteger a algunos colectivos, pero no alcanzó a muchos otros. Las drásticas reducciones presupuestarias de los últimos tres años de recesión económica y un cierto mantenimiento del gasto en el resto de países comunitarios hicieron que la distancia con la media de los países de la Unión Europea comenzara a aumentar recuperando los niveles de partida del año 2000. En la práctica totalidad de los presupuestos sociales, los recortes nos devolvieron a niveles de una década atrás lo que supuso una importante ruptura con la pauta de convergencia europea que llevábamos observando desde principios del 2000.

En conclusión, las políticas de austeridad unidas al extraordinario repunte del desempleo, hizo regresar a nuestro estado de bienestar a un diseño clásico, en el que preservar pensiones y protección por desempleo exigió sacrificar prácticamente todo lo demás, especialmente los ámbitos de política más marginales desde el punto de vista presupuestario como vivienda, familia o exclusión social, pero también aquéllos más universalistas como educación y sanidad. La anterior crisis nos dejó una capacidad ciertamente mermada para hacer frente a los nuevos riesgos sociales con una palpable debilidad institucional en sectores claves de nuestro Estado de bienestar. Prácticamente una década de austeridad nos dejó un paisaje con fracturas más profundas, donde la fragmentación es a su vez, cada vez más compleja. Ha crecido la distancia entre los ricos y los pobres porque estos últimos están en términos relativos peor de lo que estaban en los años anteriores a la crisis. En nuestro país, el aumento de la pobreza es un reflejo de esta desigualdad y de la escasa capacidad de nuestro Estado de bienestar de compensar o atenuar estas distancias. Unas diferencias que se convierten para algunos en cadenas incluso antes de nacer. Las desventajas tienen un efecto multiplicador con importantes ramificaciones.

La crisis del Covid-19 llega en un momento en el que la estructura social estaba iniciando una cierta, aunque lenta recuperación. Indudablemente la capacidad de aguante del tejido social está enormemente condicionada por las debilidades estructurales que hacen complicado las travesías por las distintas coyunturas. La recuperación de la actividad económica y del empleo se ha realizado con fuertes dosis de precariedad laboral en un mercado de trabajo fuertemente segmentado y con todavía un importante espacio para la economía informal. Del primer informe de Cáritas sobre el impacto de la COVID-19 en las familias acompañadas por la organización (un total de 600 entrevistas realizadas entre el 4 y el 11 de mayo del 2020) se desprende la magnitud de la fragilidad de los hogares para hacer frente a esta nueva crisis. Las emergencias son de todo tipo. La encuesta advierte de la existencia de una emergencia habitacional entre las personas en situación de grave exclusión. Un 66% de los hogares que atiende Cáritas vive en régimen de alquiler, de ellos en el mes de mayo alrededor de la mitad afirmaba no disponer de dinero suficiente para pagar gastos de suministros o directamente gastos de la vivienda. 3 de cada 10 personas en exclusión grave carece de cualquier tipo de ingresos y únicamente 1 de cada 4 en ese grupo puede sostenerse del empleo. La limitación de movimientos y el trabajo telemático ha afectado especialmente a todos aquellos sectores que concentran a trabajadores y trabajadoras precarios/as. La pérdida de empleo en sectores como el turismo, la restauración o el transporte ha sido mucho mayor que en sectores con mayor volumen de trabajo cualificado y menos dependiente de la presencialidad.

Además, como característica específica de esta crisis, el confinamiento ha generado riesgos múltiples entre la población más vulnerable. El cierre de las escuelas y la no consideración de la educación como actividad esencial llevó a un elevado número de los hogares atendidos por Cáritas a tener dificultades relacionadas con el cuidado de menores, lo que les obligó o bien a renunciar a un puesto de trabajo (el 18%), a prestar menos atención a sus hijos (12%) o incluso a tener que dejarlos solos durante al menos dos horas diarias (6%).

El impacto del confinamiento ha estado tan desigualmente repartido que el último informe de la Fundación FOESSA, Distancia Social y Derecho al Cuidado, habla del riesgo del confinamiento con tres grandes categorías: el confinamiento seguro, el confinamiento de riesgo y el desarraigo[2]. Durante semanas, el encierro indiscriminado de la población ocultó las realidades dramáticas de miles de personas ya fuera porque las condiciones de habitabilidad no permitían un confinamiento digno, por la pérdida súbita de ingresos, o por el deterioro de las condiciones de salud. Con el tiempo emergerá una realidad social que debía haber estado presente en todas las formulaciones del Estado de Alarma. En el año 2019 el VIII Informe FOESSA ya advirtió de que la salud había empezado a convertirse en el determinante más influyente en los procesos de exclusión grave en algunas partes de nuestro país. La encuesta realizada ahora por Cáritas revela que el 60% de los hogares en exclusión grave ha visto cómo empeoraba su estado psico-emocional durante el confinamiento, mientras que el 26% consideran que ha empeorado su estado físico. Así, aunque hemos escuchado muchas veces decir que el coronavirus afecta a todos por igual, sabemos que no es cierto. La edad y las patologías previas se cruzan con otras fragilidades. Es evidente que no estamos todos igualmente expuestos ni al contagio ni a las consecuencias de confinamientos imposibles. Los fuertes determinantes sociales de la salud y la capacidad de resistencia a la enfermedad y el aislamiento nos dejarán nuevas muestras de la relación entre riqueza y salud, entre precariedad y sobre-exposición al riesgo.

Sin embargo, contrariamente a lo que sucedió en la crisis anterior, los estados de bienestar han cobrado protagonismo en la lucha contra la COVID-19. En prácticamente todos los países ha habido una cierta causa común con quienes más han sufrido. En nuestro país el Estado de Alarma impuso un confinamiento prolongado y estricto que fue eficaz para luchar contra la curva de la COVID-19, pero devastador en términos sociales y económicos. Distintas fuentes nacionales e internacionales predicen para España una de las recesiones más severas en la UE con un impacto muy negativo sobre el empleo y las finanzas públicas. FUNCAS prevé un escenario de contracción del PIB en torno al 8,4% en el 2020, con el déficit público y la deuda alrededor del 10% y el 114% del PIB respectivamente. En este escenario la expectativa es que España no pueda volver a niveles pre-Covid hasta el año 2023.

A pesar del escenario económico, las medidas fiscales en España para responder a la pandemia ascendían a finales del 28 de mayo a 12,4 % del PIB, la mayor parte de este esfuerzo fiscal se concentró en medias de liquidez para empresas e individuos que tuvieron que paralizar su actividad o perdieron el empleo. Más de la mitad del gasto en estímulo fiscal (€17,8 billones, 1,5% PIB 2019) se dirigió a la financiación de los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo. Hacia finales del mes de abril, más de tres millones de trabajadores/as se habían beneficiado de los subsidios de desempleo gracias a los programas de ajuste temporal de empleo. Al contrario de lo que sucedió en la crisis económica anterior, la flexibilidad interna introducida por los ERTES y la prohibición de despidos mientras durase el Estado de Alarma contuvo enormemente el aumento del desempleo.

El Ingreso Mínimo Vital (IMV) ha sido la otra gran medida social introducida destinada a proteger la pérdida de ingresos de los grupos más vulnerables. Con la expectativa de llegar a 850.000 hogares, el IMV supone un logro histórico sin precedentes. Todavía quedan muchas incógnitas por resolver (su encaje con los programas de renta garantizada autonómicas y la posibilidad de mantenerlo en el tiempo) pero de momento podemos afirmar sin riesgo a equivocarnos que la crisis ha funcionado en esta ocasión como ventana de oportunidad para introducir una medida (sin votos en contra en el Congreso de los Diputados) que llevaba en la agenda durante mucho tiempo, pero para la que era difícil encontrar el impulso suficiente.

Pero nuestro Estado de bienestar también ha mostrado durante la COVID-19 su lado más oscuro. Pese a los esfuerzos partisanos por vincular la elevada mortalidad en las residencias de mayores a una negligente gestión política, análisis de más recorrido señalarán hacia la debilidad estructural de estas instituciones, la abusiva precariedad de las trabajadoras en el sector, la desinversión pública a lo largo de las últimas dos décadas y el escaso valor social que otorgamos a la esencial tarea de cuidar y cuidarnos, como piezas clave en la reconstrucción de esta trágica historia.

A Modo de Conclusión

Conseguiremos una detallada cartografía de las huellas sociales de la crisis con algo de tiempo, perspectiva y buenos datos. Recorrida la emergencia, deberíamos otear el horizonte y consensuar una hoja de ruta. Sin embargo, nos enfrentamos a lo que posiblemente será la mayor crisis en la historia de la democracia reciente de nuestro país con un complejo escenario político. Imaginar un proyecto de reconstrucción común se intuye difícil cuando predomina y persiste el enfrentamiento, y del todo inviable mientras duró la excepcionalidad democrática de gobernar a golpe de decreto.

Escucharemos promesas de lecciones aprendidas, porque lecciones hemos recibido muchas, pero podrían hundirse en el lodazal. Confiamos en que Europa nos tienda una mano cuando el paisaje europeo tiene su propia mutante volatilidad. Con unas expectativas de desempleo por encima del 20%, una deuda pública disparada y una de las presiones fiscales más bajas de toda la UE, sostener en nuestro país un escudo social que representa casi el 20% del Producto Interior Bruto requerirá de fuertes ajustes. Los enormes conflictos distributivos de muy diversa índole que explotan con virulencia en la arena política desde hace algunos años harán difícil la, por otra parte ineludible, discusión de cómo hacer las sumas y restas.

Pero la fragilidad admite también cambio y esperanza. La recompensa por horas de travesía sobre el barro de Wadden es una diversidad biológica inusual. Esta crisis nos deja al tiempo un paisaje desolado y otro que alberga cierta esperanza. Como si quisiera darnos una última oportunidad. La oportunidad de tratar con dignidad a todas aquéllas profesiones esenciales que sostienen la vida, la oportunidad de tejer hábitats sostenibles y próximos, de recuperar el valor de lo público y la celebración colectiva, de respetar y procurar el derecho a la educación y a la salud como parte de nuestros derechos fundamentales, de rechazar las lógicas endiabladas y absurdas del capitalismo financiero global. Las crisis en algunas únicas ocasiones se convierten en palancas de cambio hacia una sociedad mejor, ojalá seamos capaces de leer bien las coordenadas de este nuevo mapa.

[1] Pérez, S. y Matsaganis, M. (2017): The Political Economy of Austerity in Southern Europe New Political Economy, 23(2): 192-207.

[2] Izquierdo, A (2020): Sociología del confinamiento: https://documentacionsocial.es/5/con-voz-propia/sociologia-del-confinamiento.

 

Julio 2020