A fondo

El reto de la cooperación internacional ante la crisis del coronavirus, o cómo los países en desarrollo tienen mucho que enseñar al resto del mundo

Soledad Gutiérrez Pastor

Cooperante Cáritas Española

 

Introducción

El 11 de marzo de 2020 la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró el COVID-19 pandemia global. Ríos de tinta han corrido desde entonces, sin embargo, cada día se nos presentan más dudas que certezas.  La evolución de la enfermedad está siendo tan desigual en Asia, África, Europa o América que lo único cierto es que los modelos de contención y mitigación no son replicables en todos los contextos.

Lo singular de este virus, en relación con epidemias anteriores, es que ha traspasado todas las fronteras y se ha propagado mucho más rápido de lo que los gobiernos de todo el mundo han podido prever. Como consecuencia, los sistemas de salud pública de medio planeta se han colapsado y los recursos de protección individual se han agotado al mismo tiempo que la psicosis social estallaba. Y es ese componente universal lo que hace que el coronavirus sobrepase la dimensión sanitaria. Una vez que el virus se ha propagado libremente por todo el mundo, el impacto se empieza a notar también en el modelo de desarrollo económico capitalista, en un notable cambio en nuestras relaciones interpersonales y cómo nos afecta a nivel psicosocial. Y es que, por primera vez en nuestra historia reciente estamos asistiendo a un fenómeno global de pánico e incertidumbre del que nadie está a salvo, ni siquiera la población de los países occidentales, factor que ha aumentado su trascendencia a nivel planetario.

En este escenario, que muchos calificarían como apocalíptico, no debemos perder de vista que no es la primera vez que la humanidad se enfrenta a un reto semejante. Si echamos la vista atrás, la peste negra, una de las peores epidemias de la historia, causó entre 50 y 200 millones de muertes en el siglo XIV. La viruela acabó con la vida de entre 25 y 50 millones a partir del siglo XVI y el cólera durante los siglos XIX y XX mató a entre 50 y 100 millones de personas. La gripe española, muy recordada estos días, se saldó con entre 20 y 50 millones de fallecidos. Sin olvidarnos del VIH Sida que a día de hoy ya ha matado a 32 millones de personas y sigue siendo una de las grandes amenazas junto a la tuberculosis y la malaria.

Si estos casos ya habían caído en el olvido, también encontramos buenos ejemplos en nuestra historia más reciente. La gripe A (H1N1) ha sido considerada la primera (y única hasta el COVID-19) pandemia de nuestro siglo. Se registraron casos en más de 200 países y provocó la muerte de 284.000 personas en 2009. Por su parte, más de 11.000 personas perdieron la vida a causa del ébola de 2014 a 2016[1] y un nuevo brote resurgió en África Occidental y en la República Democrática del Congo en 2019.  El zika se detectó en Sudamérica, América Central y el Caribe entre 2015 y 2016 y actualmente se ha extendido fuera del continente. Y por extraño que parezca, el sarampión, que tiene vacuna desde hace casi 60 años, amenaza en 2020 a más de 117 millones de niños en 37 países al haberse paralizado las campañas de inmunización desde la irrupción del coronavirus.

Cómo el COVID-19 afecta a los países más vulnerables

Si hay un denominador común al rápido repaso de epidemias que acabamos de hacer es que la mayor parte de afectados durante el siglo XXI se encuentra en países del sur. Y no es casualidad. La debilidad de sus sistemas sanitarios no permite hacer frente a la explosión de casos. Desde la falta de medios para la detección temprana de contagios, pasando por la escasez de camas hospitalarias, equipos de protección individual y respiradores, el lento y costoso desarrollo de soluciones farmacológicas y la dificultad de los estados para implementar medidas de confinamiento.

Contrario al caso asiático, donde se registraron los primeros contagios de COVID-19 y que parece haber contenido el virus con más éxito que en Europa, existe bastante incertidumbre entre la comunidad científica sobre el impacto y la propagación de la pandemia en África. En este continente la reflexión es, si cabe, aún más pesimista y el dilema se plantea entre sobrevivir al coronavirus o morir de hambre. La población más vulnerable de los países en desarrollo vive al día, dependientes de una economía de subsistencia que les impide aprovisionarse de víveres[2] y con la dificultad añadida del aumento de la inflación, la reducción de las remesas y la escasez de productos básicos. Especialmente vulnerables son las zonas rurales, donde el aislamiento es mayor y la gente no tiene un acceso fácil a la comida o el agua. En estos contextos, donde la inseguridad alimentaria ya afecta a millones de personas, medidas como el confinamiento total resultan impensables. Estas familias no podrán sobrevivir si permanecen encerradas en sus hogares, más aun teniendo en cuenta que muchas viven en condiciones de hacinamiento, por lo que encerrarlos en espacios pequeños y sin medidas de higiene puede incluso aumentar el número de contagios.

La crisis alimentaria y nutricional que ya sufren la mayor parte de los países del sur se verá, sin duda, agravada por los efectos de la pandemia, que impactará en los cuatro pilares de la seguridad alimentaria: la disponibilidad, el acceso, el control y la estabilidad de los alimentos. Las familias pobres y muy pobres tendrán más dificultad para aprovisionarse de alimentos de primera necesidad y las personas desnutridas, con un sistema inmunológico debilitado, serán más vulnerables al COVID-19. Las restricciones de movimiento también limitarán el pastoreo, obligando a concentrar el rebaño en ciertas zonas y provocando conflictos entre pastores y agricultores.

Por tanto, una de las principales medidas de contención puestas en marcha por los países desarrollados, el confinamiento, solo podrá ser aplicada en aquellas zonas en las que se cuente con más reservas económicas, con mayor autosuficiencia alimentaria y menos dependientes del turismo. O por los estados menos democráticos que imponen medidas autoritarias. Países como Sierra Leona han decretado el estado de emergencia durante un año tras haber registrado un único caso positivo y en Uganda se instauró el confinamiento total e inmediato en un plazo de 24 horas cuando aún sólo habían contabilizado 44 contagios. Medidas de urgencia también han sido aplicadas en Perú y El Salvador. En el extremo contrario se encuentran países como Brasil y México, que siguen cuestionando la gravedad de la crisis. Mención especial merece Burundi, donde sus dirigentes han declarado que el país se mantiene a salvo por la gracia de Dios y que no se necesitan medidas especiales de protección. Y Nicaragua, donde se sigue dando la bienvenida al turismo y donde incluso se ha organizado la conocida marcha amor en tiempos del COVID-19. Estos ejemplos muestran el riesgo hacia una deriva autoritaria de algunos gobiernos y hace temer la imposición de medidas especialmente duras para una población ya de por sí castigada.

Si esto no fuera suficiente, nuevas informaciones[3] revelan que la contaminación aumenta la potencia de las epidemias. Y una vez más, muchos de los países en desarrollo se caracterizan por una elevada presión poblacional que vive en las regiones del planeta más afectadas por las consecuencias del cambio climático. La sequía, inundaciones y desaparición de los ecosistemas no van a frenar su ritmo devastador durante esta crisis. Así que, si a la ecuación sumamos la amenaza climática, tenemos como resultado una tormenta perfecta de previsiones catastróficas en estos contextos.

Lecciones aprendidas en la gestión de otras crisis sanitarias

Si el coronavirus ya plantea un escenario desconcertante en las zonas más prósperas del planeta, las previsiones para los países en desarrollo auguran un desastre casi total. Según la Comisión Económica de las Naciones Unidas para África (CEPA) la pandemia podría dejar en la región un saldo de 300.000 muertos, colapsando los sistemas sanitarios de varios países y provocando la extrema pobreza de 27 millones de personas[4]. Todo ello en uno de los continentes con menor incidencia de la enfermedad.

A pesar de que la amenaza para África es inminente desde hace varias semanas, la catástrofe, sin embargo, no termina de llegar. Aunque unos estados lo viven con más intensidad que otros, desde el continente se desconfía de las previsiones y comienzan a elevarse voces contra esa visión derrotista. Algunas de ellas podemos encontrarlas en el manifiesto firmado por medio centenar de intelectuales africanos de diversas disciplinas que hacen un llamamiento a la unidad para poner en valor la inteligencia, la creatividad, los recursos endógenos, las tradiciones, la identidad diaspórica y los conocimientos científicos en la lucha contra el COVID-19[5]. Denuncian que los países occidentales están aprovechando la oportunidad para relanzar el afropesimismo propio de épocas pasadas. Según el documento, la respuesta no debe ser exagerada ni minimizada, sino racionalizada y recuerda las inversiones que muchos países han realizado para adaptar sus sistemas de salud a la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) para 2030. Aunque muchos de ellos siguen siendo insatisfactorios y necesitan una renovación en profundidad, ponen de relieve que la atención sanitaria es a menudo social y comunitaria y se basa en vínculos culturales que requieren solidaridad y el tratamiento de la enfermedad en el ámbito familiar.

Si bien esta postura podría parecer excesivamente optimista, conviene recordar que una buena parte de los países del sur ha reaccionado ante la amenaza de la pandemia de forma mucho más rápida y coordinada de lo que lo ha hecho Europa. El cierre de fronteras, la suspensión de reuniones de carácter religioso, la cancelación de clases en todos los niveles de la educación, el toque de queda en unos casos y el confinamiento total en otros, el control de carreteras y el aislamiento y seguimiento de casos sospechosos han sido algunas de las medidas adoptadas cuando apenas se habían registrado unos pocos casos.

Algunos de los ejemplos más representativos los han protagonizado países como Sudáfrica, que unos días después de conocerse su primer caso ya había organizado un comité de expertos en salud pública y responsables médicos de los países que integran la Comunidad de Desarrollo de África Austral para ofrecer una respuesta coordinada y compartir información. O la movilización de equipos de respuesta rápida en Senegal[6] para detectar a los contagiados y aislarlos, así como hacer un seguimiento cercano de todos sus contactos. Sin olvidar el reparto de víveres en zonas rurales de numerosos países para evitar la desnutrición de la población[7].

Efectivamente, no es la primera vez que África se enfrenta a una amenaza sanitaria. Su historia reciente ha estado marcada por el ébola, el VIH, la malaria e incluso el sarampión. La gestión de estas crisis ha dejado valiosas lecciones que bien pueden suponer una ventaja en la lucha contra el COVID-19. Una veintena de países africanos ha rescatado esas prácticas y ha establecido un plan de centros de aislamiento separados de las clínicas de salud habituales para evitar el colapso sanitario y poder seguir atendiendo al resto de enfermos.

La experiencia con el ébola en África Occidental y República Democrática del Congo ya puso de manifiesto las consecuencias de recluir a las poblaciones en el medio rural, totalmente dependiente de la agricultura y la ganadería tanto para autoabastecerse como para suministrar al resto del país. Para evitar el declive de la producción agropecuaria, se optó por un confinamiento a nivel comunitario de modo que todo un pueblo se puede mantener aislado de manera conjunta y así sus habitantes puedan seguir atendiendo sus responsabilidades en los huertos y con los animales.

Aún sin certezas absolutas, se presupone que otro factor que podría tener el continente africano a su favor para frenar la incidencia de la pandemia es su demografía. Una población más joven[8], la práctica ausencia de instituciones de acogida de personas mayores (los más afectados por el COVID-19) y una eventual inmunidad de grupo podrían ser algunos de los factores que expliquen una propagación más lenta del virus en el continente.

América Latina también cuenta con sobrada experiencia en la gestión de recientes epidemias[9]. La inversión técnica y en capacitación para llevar a cabo desde 2016 la detección temprana del rotavirus del zika, así como los análisis serológicos para detectar anticuerpos en la sangre han permitido el desarrollo de modelos que comienzan a realizarse en México para identificar casos de COVID-19. La comunidad científica se ha puesto al servicio de la epidemiología para extender la tecnología a las instituciones y aumentar su fuerza de trabajo.

En Argentina se trabaja en crear un test molecular simple, sólido, económico y rápido y que tenga en cuenta la realidad de la sanidad en Latinoamérica. Este reto ya fue asumido en la lucha contra el dengue, cuando se diseñó un dispositivo que ha resultado ser muy útil en el brote epidémico que actualmente sufre la región.

Por su parte, una tecnología desarrollada entre universidades de México y EEUU en el diagnóstico de la influenza H1N1 está siendo aprovechada para reconducir el análisis hacia la evolución de los virus. Predecir las posibles mutaciones e identificar patrones ayudará en el desarrollo de una vacuna más eficaz contra el coronavirus.

Por tanto, son numerosos los ejemplos que demuestran que los países del sur global no navegan a la deriva en esta crisis sanitaria. Si bien se enfrentan a una serie de debilidades que representan un agravio comparativo con respecto a los países desarrollados, su disposición a la adopción de medidas de protección y su experiencia previa no deben ser tomadas a la ligera. Sin olvidar el importante trabajo que las ONG de desarrollo y de acción humanitaria llevan décadas desarrollando y que constituyen un extenso compendio de buenas prácticas (y otras a evitar) no sólo en el sector de la salud, sino también en el de alimentación y nutrición, acceso al agua y al saneamiento, medios de vida, promoción económica, protección de la población vulnerable y gestión de las crisis humanitarias.

Qué puede y debe hacer la cooperación internacional

Aunque la pandemia sigue aún una progresión incontrolable y cada país está centrando los esfuerzos en encontrar una solución sostenible a la salida de la crisis, el mundo no puede permitirse paralizar la acción humanitaria. Hoy más que nunca resulta imprescindible la adopción de medidas que favorezcan el desarrollo de los países con menos recursos y repensar un nuevo orden mundial. Dos ideas principales subyacen en la reflexión sobre la era post COVID-19: por un lado, están los que creen que nada será como antes y abogan por la búsqueda de nuevas alternativas y el fin del feroz sistema capitalista y, por otro, los que opinan que nada va a cambiar.

Sea cual sea el futuro a medio plazo de la humanidad, no debemos olvidar que contamos con la herramienta que nos puede permitir equilibrar la balanza. La cooperación internacional al desarrollo lleva décadas desarrollando e implementando modelos de ayuda que pueden y deben ponerse al servicio de la búsqueda de soluciones ante esta crisis. Si bien es cierto que el coronavirus está poniendo a prueba la solidaridad internacional y que la capacidad de los donantes se ha visto fuertemente golpeada, el sistema de ayuda humanitaria y al desarrollo se está reorganizando para poder atender la creciente demanda internacional.

La respuesta debe estar a la altura del reto, pero no se trata únicamente de recaudar fondos. Tanto organismos internacionales como ONG están aprobando programas especiales para la lucha contra el COVID-19. Y si bien resultan imprescindibles, también es cierto que corremos el riesgo de centrar los esfuerzos exclusivamente en la lucha contra la pandemia y dejar de lado el resto de amenazas que afrontan los países en desarrollo. En muchos de ellos la incidencia no es, al menos de momento, tan significativa, y pueden sentir la presión para reorientar su labor en este sentido. Las organizaciones no especializadas en salud corren el riesgo de quedarse fuera del circuito del nuevo modelo de ayuda y de no encontrar las fuentes de financiación necesarias para atender la creciente demanda de la población vulnerable y de las continuas crisis humanitarias.

Una de las primeras medidas que se han adoptado ha sido la paralización de los procesos administrativos en los países emisores de ayuda. Esto implica que, al menos durante el tiempo que duren los estados de alerta, la imputación de gastos a los proyectos en curso se verá condicionada. Esta medida afecta tanto al mantenimiento de sedes y personal en los países receptores como al funcionamiento de las organizaciones en los países donantes.

Para reducir el impacto de la pandemia en los grandes sectores en los que interviene la cooperación internacional se debe garantizar la continuidad de las acciones ya iniciadas y que, a su vez, contribuyen a reforzar la capacidad de resiliencia de la población vulnerable. Entre las líneas prioritarias destaca la lucha contra la desnutrición y la malnutrición mediante programas de seguridad alimentaria y desarrollo rural, así como a través del reparto de víveres, garantizando una gestión transparente en los procesos de licitación impulsados por los gobiernos. Una alternativa a ello son las transferencias de efectivo, que permiten a las familias con menos recursos contar con liquidez para adquirir los alimentos y productos de primera necesidad en función de sus necesidades.

Garantizar el acceso universal al agua y al saneamiento es otro de los ejes esenciales en la lucha contra cualquier enfermedad. Evitar las aglomeraciones en los pozos comunitarios y proveer a la población de estos recursos esenciales en cantidad y calidad suficientes resulta imprescindible tanto para la salud individual como para la prevención comunitaria.

Los programas educativos tampoco deben descuidarse. Las medidas especiales adoptadas por los diferentes estados han promulgado el cierre inmediato y por tiempo indefinido de los centros formativos. Poner en suspenso la educación o dar por perdido el curso escolar provocará, sin duda, un considerable retroceso en los avances alcanzados hasta la fecha y futuros abandonos escolares precisamente del grupo de población con menos opciones de capacitación.

Otro de los sectores con más riesgo de sufrir un retroceso es el relativo a la igualdad de género y contra el maltrato femenino. Si bien es cierto que son los hombres los más afectados por el virus, el mayor porcentaje de personas que trabajan en primera línea (servicios de limpieza, supermercados, atención sanitaria primaria, etc.) son mujeres, por lo que están más expuestas al contagio. Y en el caso de las que deben quedarse en casa, están sufriendo un aumento de la violencia de género. Permanecer encerradas con su agresor las hace aún más vulnerables y limita sus posibilidades de pedir ayuda.

El impacto de la pandemia sobre las mujeres también es perceptible en los sectores formales e informales de la economía por la destrucción de empleo. Son ellas las más dependientes de la economía sumergida, por lo que resulta imprescindible seguir implementando planes de creación de empleo y promoción del autoempleo para que el conjunto de la población vulnerable cuente con las herramientas que les permitan afrontar el periodo de recesión económica que ya ha comenzado.

Y, por supuesto, seguir invirtiendo en la promoción del acceso a la salud para todos los sectores de la población. El trabajo que las ONG especializadas vienen realizando en mejorar los sistemas de salud pública no se puede frenar. El intercambio de conocimientos, la dotación de equipos médicos, la investigación de ésta y del resto de enfermedades, la movilización de recursos y una gestión eficaz y transparente de los mismos son algunos de los ejes en los que se debe seguir apostando.

La estrategia debe estar clara, pero no es sencilla. Acompañar a los más vulnerables es éticamente necesario, pero también nos ayudará a conseguir un mayor equilibrio global que nos permita estar más preparados para hacer frente a ésta y a las amenazas que vendrán.

[1] Cifras recogidas en la infografía elaborada por Junior Report y publicada en https://www.lavanguardia.com/vida/junior-report/20200330/48114789119/infografia-epidemias-pandemias.html. Consulta realizada el 23/04/2020.

[2] En África Subsahariana el 89,2% de la población se desempeña en el sector informal según datos de la OIT publicados en el informe The impact of the COVID-19 on the informal economy in Africa and the related policy responses, publicado el 14/04/2020.

[3] Para más información al respecto se puede consultar la comunicación Assessing nitrogen dioxide (NO2) levels as a contributing factor to coronavirus (COVID-19) fatality, publicada en el sitio web https://www.sciencedirect.com/science/article/pii/S0048969720321215?via%3Dihub

[4] Resumen del informe recogido en el sitio web https://www.un.org/africarenewal/news/coronavirus/eca-report-covid-19-africa-protecting-lives-and-economies. Consulta realizada el 26/04/2020.

[5] Manifiesto traducido al español y publicado en el blog de Casa África. http://blog.africavive.es/2020/04/coronavirus-juntos-podemos-salir-mas-fuertes-y-unidos/. Consulta realizada el 18/04/2020.

[6] Precisamente Senegal está colaborando con Reino Unido en la fabricación de kits portátiles rápidos que permitan detectar en tan sólo 10 minutos la presencia del virus.

[7] Ejemplos recogidos en el artículo publicado en el sitio web https://www.lavanguardia.com/internacional/20200420/48618698038/africa-rechaza-alarmismo-oms-coronavirus.html. Consulta realizada el 21/04/2020.

[8] Según datos publicados por Epdata, África es el continente con la mayor proporción de personas jóvenes. La edad media de la población africana es de 19,7 años, frente a los 42,5 años de medida de los europeos. https://www.epdata.es/datos/tendencias-poblacion-mundo-datos-graficos/411. Consulta realizada el 27/04/2020.

[9] Ejemplos extraídos del artículo https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-52154158. Consulta realizada el 20/04/2020.

 

Número 5, 2020