Ruralidad en España: diversas realidades y retos sociales

Editorial

El territorio rural: entre el olvido y la esperanza

Es fácil observar cómo la reflexión sobre lo rural se mueve entre dos polaridades. Por un lado, surge todo aquello que caracteriza la realidad más negativa. Hablamos de la constante despoblación de pueblos y territorios, de su envejecimiento, de la paulatina desaparición de servicios (centro de salud, escuela, farmacia, cajero…) y de una economía que, si bien aparece en un lugar destacado en la agenda política, se basa en una toma de decisiones que se da en ámbitos muy alejados del territorio y que, en general, se caracteriza por una falta de inversión pública, una visión cortoplacista y una búsqueda de la rentabilidad económica. En este sentido, el mundo rural sufre las consecuencias de la tensión de intereses muy diversos, tales como la cuestión ecológica, la transición energética y la gestión productiva del territorio. En síntesis, este primer polo de reflexión se plantea desde la percepción de olvido del mundo rural, de sus gentes, de su vida, de su historia… 

Por otro lado, existe una percepción más positiva del mundo rural si se observa cierta tendencia a “regresar al pueblo” (en época de vacaciones, los fines de semana, personas jubiladas…) y de cierto enfoque de lo rural como lugar de oportunidades para desarrollar la vida (iniciativas económicas innovadoras, asentamiento de población inmigrante, jóvenes que optan por el medio rural…). Estas situaciones son expresión de un mundo rural con capacidad de acoger y acompañar a quienes llegan, que puede enfrentar el discurso del olvido, del vaciamiento y de la falta de futuro abriendo posibilidades, que, en definitiva, tiene la capacidad de generar esperanza ante una realidad que invita al pesimismo. 

En medio de esta polaridad, podemos observar algunas claves en las que sería necesario profundizar. Vivimos en un mundo globalizado que está desarrollando su dimensión tecnológica en todos los ámbitos hasta límites cada vez más sorprendentes. Disponemos de más información y de más comunicación, pero, ¿somos más comunidad? Disponemos de más recursos y servicios y de mayor capacidad de interrelación, pero, ¿sabemos cuidarnos y sabemos cuidar? Disponemos de más opciones para viajar y conocer otros lugares y culturas, pero, ¿nos sentimos personas enraizadas?  

Estas cuestiones, de respuesta compleja, implican fundamentalmente que debemos desarrollar otra mirada al mundo rural. Una mirada que no sea únicamente sociológica o económica sino, también antropológica. Una mirada que reconozca todo lo que se puede aprender del mundo rural atendiendo a la interrelación de tres elementos: 

a) La dinámica del cuidado. El mundo rural dispone de un saber y de una práctica del cuidado, que se manifiestan en las relaciones de vecindad, en el fortalecimiento de los vínculos vitales y en el cuidado del entorno, tan importante como el cuidado de las personas que habitan en él.

b) La comunidad. Es la expresión de la acción comunitaria en vecindad, de lo público para el bien común, del valor de las tradiciones, de la fiesta, de la historia y la experiencia recogida, de la vivencia compartida…

c) El enraizamiento. La persona que vive en esta dinámica de cuidado y vecindad es una persona enraizada; enraizada en un territorio, en una historia, en un contexto cultural, en una comunidad.

Todo esto puede dar orientaciones y pistas para conocer el mundo rural y reconocer lo valioso que hay en él. Sin embargo, hay que recordar que el mundo rural no es un mundo uniforme y que cualquier enfoque y actuación requiere siempre hacer un buen análisis de la propia realidad. Un análisis que no caiga en el error de mirar lo rural desde lo urbano y que preserve una actitud dialogal que no imponga criterios. Para ello, resulta imprescindible potenciar la participación, en todo nivel, de las gentes del mundo rural y colaborar con otros (personas, instituciones, agentes diversos…) en la búsqueda de soluciones a su compleja problemática. 

Número 18, 2024
A fondo

¿Qué servicios sociales para el s.XXI?

Pedro Fuentes Rey, equipo de Estudios de Cáritas Española

 

El artículo plantea una reflexión sobre la realidad de los servicios sociales contextualizada en la teoría del Estado del bienestar. Señala los retos para convertir los servicios sociales en el pilar de bienestar que la realidad reclama, y propone caminos para avanzar en la construcción del mismo.

 

1. Los servicios sociales en el marco del Estado del bienestar

En la tradición política europea se habla de los pilares del Estado del bienestar, entendiendo por tales un conjunto de sistemas que tienen por misión la garantía del ejercicio de los derechos fundamentales de la ciudadanía. Cada uno de los pilares constituyen un sistema, es decir cuenta con unos recursos humanos y materiales reconocibles y coordinados entre sí, con un objeto claro y unos procedimientos de funcionamiento; que resultan accesibles de manera gratuita al conjunto de la población con independencia de su nivel de renta. De esta comprensión surge el siguiente esquema:

 

Pero conviene no confundir lo diseñado con lo realmente construido. En España, la realidad de este modelo se parece más a este otro esquema,

 

 

En él vemos cómo, con todo lo de mejorables que puedan tener, solamente podemos hablar de sistema si lo hacemos en el pilar de la salud y en el de la educación. En el resto hay actuaciones más o menos deslavazadas y más o menos contundentes, pero en todo caso lejos de constituir un sistema.

Centrándonos en el pilar de los servicios sociales (SS), y de manera muy sintética, hoy está gestionando el subsistema de dependencia; la parte del pilar de garantía de rentas que tiene que ver con la población más vulnerable (rentas autonómicas y ayudas de emergencia) y una serie de programas de intervención que se subdividen entre lo que se articula desde los servicios de base, que son puerta de entrada al sistema y triaje,  gestores de programas poblacionales (juventud, personas mayores, infancia, familias…) gestionados desde los municipios. Y los servicios sociales especializados que abordan otro tipo de situaciones que requieren mayor especialización (personas con situaciones de drogodependencia, personas sin hogar, personas con discapacidad…) generalmente gestionadas desde las comunidades autónomas.

Empezamos con esta contextualización en lo teórico y en lo real para que nuestro discurso posterior ni se quede en esbozar propuestas bonitas pero que de lejanas constituyan el proyecto de los servicios sociales del S.XXII, ni lo haga en proponer medidas de tan corta visión que solo retoquen lo construido en el S.XX.

2. ¿Hablamos de un pilar o de una viga?

Si miramos la realidad de lo construido, nos encontramos con la evidencia de que los SS son hoy más una viga que un pilar. Son el coche escoba que intenta paliar las peores consecuencias de las ineficiencias de los demás, y de las ausencias de acción de los pilares de existencia teórica.

La ciudadanía, que sabe ver lo que realmente está ocurriendo, tiene una imagen de los SS como un servicio especializado para pobres, y en tanto esto es así, no es algo que tenga que ver con la media, ni con el interés general.

Los diversos actores políticos, que también leen la realidad, no colocan el tema de los SS en las agendas de acción. La historia de las democracias liberales muestra con claridad que los pobres no votan, y que las propuestas dirigidas a ese sector de la población, en ocasiones restan votos.

Así, en principio, mantener los SS como servicio para pobres, es garantía de que estos continúen siendo un pobre servicio.

Apostar por construir los SS como pilar pasa necesariamente por dotarlos de contenido de carácter universal, cuestión esta que precisa de una definición de su objeto de acción. Este asunto ha generado abundante literatura especializada, con propuestas diversas, pero sin haber logrado un consenso lo suficientemente amplio como para constituir la base de un nuevo modelo.

La ley de dependencia, y su incardinación en el marco de los SS, abre una muy interesante posibilidad para dotar de ese carácter universal a los SS. Una sociedad envejecida precisa de desarrollo de servicios de atención a la dependencia para todas las personas, la vejez no entiende de clases sociales, si bien afecta de manera diferente según en la que estés.

Tirar de ese hilo y abrir el concepto de dependencia mucho más de lo que la actual legislación hace podría convertirse en un buen camino. La dependencia no es un asunto que tenga que ver solamente con las personas mayores, ni las situaciones que hacen a alguien dependiente tienen solo que ver con la salud o lo fisiológico.

 

3. La universal fragilidad de lo humano

Nada está aislado, nada es independiente de todo lo demás, todo está interrelacionado, es más depende de esas relaciones. Nacemos vulnerables y dependientes. A lo largo de la vida nadie está exento de riesgos vitales de mayor o menor severidad, y si todo transcurre según lo esperable, terminaremos nuestros días de nuevo vulnerables y dependientes. Somos seres con necesidad de cuidados y con la capacidad de procurarlos. Una imagen diametralmente opuesta a aquella que nos dibuja como seres autosuficientes, reflejada en aquel axioma de yo me he hecho a mí mismo, y no le debo nada a nadie.

Vivir debería significar desarrollarse de manera integral para ir siendo lo más importante que podemos llegar a ser: Personas. Ir transitando por las diversas etapas del crecer, disfrutando a tope de las posibilidades de cada una de ellas que incluyen, pero no se agotan en la preparación para la siguiente.

Así las capacidades para una adecuada autogestión del grado de libertad posible son diferentes y existen otras situaciones que requieren de ayuda. La pobreza es una de ellas, todo el entramado de circunstancias que provocan la exclusión social también.

Especialmente significativas son las realidades que tienen que ver con la ausencia o la escasez de vínculos relacionales, de carácter personal y comunitario. Caminamos hacia un modelo social que está debilitando los lazos comunitarios. Una sociedad colmena en la que los individuos son solo funcionales al conjunto. Zánganos reproductores (en nuestro caso zánganas) y abejas obreras dedicadas a la producción, que al perder su rol funcional pierden su razón de existir.

Una sociedad colmena no necesita comunidad, pero una sociedad humana no lo es sin ella. Permítasenos contar la historia de Benjamina, una niña que sufría craneosinotosis, una deformación congénita del cráneo que provoca, entre otras muchas cosas, graves dificultades motoras y cognitivas. Benjamina murió con 10 años de edad, cuidada hasta donde supieron por sus seres cercanos. Una historia, cuyo interés fundamental se centra en su fecha. Estos acontecimientos ocurrieron hace 530.000 años, en la sierra de Atapuerca.

Como esta, la paleontología ha encontrado numerosas evidencias de fósiles cuya supervivencia hubiera resultado imposible sin cuidados, por parte de su comunidad. Parece entonces que esto de los vínculos comunitarios no es ni más ni menos que uno de los elementos base del proceso de humanización, aún sin que el fin de estos cuidados fuera la reproducción funcional de mano de obra. Benjamina, y esto debía ser obvio para todos, nunca recolectaría ni cazaría.

Por estos lares de las vulnerabilidades humanas que dificultan o impiden la autogestión de la propia vida y la generación de los necesarios vínculos comunitario andan los mimbres con los que construir un sistema universal de servicios sociales.

 

4. ¿Es estable el edificio?

Una vez visto un esbozo de lo que sería una apuesta por hacer de los SS un pilar más del estado del bienestar, necesitamos dar un paso más. Hablar de un pilar de manera aislada puede ser practico, pero nos da una mirada insuficiente.

Cabe preguntarse si resulta posible hacer de los SS un nuevo pilar sin hablar de los demás. Y nos respondemos que claramente no. En una buena parte, la transversalización, o conversión en viga, que los SS han ido experimentando se debe a las deficiencias y a las inexistencias de los demás.

Lo que sostiene un determinado edificio son las relaciones adecuadas entre los elementos sustentadores y los sustentados. De poco sirve inspeccionar un solo pilar si el objetivo es vigilar la seguridad real de un edificio.

El sistema sanitario ha de eliminar las barreras reales que dificultan el acceso de determinadas personas a aquello que tiene desarrollado (por ejemplo, las zonas rurales) y ampliara su cartera de prestaciones en temas tan serios como la salud bucodental, la salud mental o lo relacionado con la visión. Y el sistema educativo debe ocuparse de compensar las dificultades de acceso al éxito académico de todos y cada uno de los participantes, y desarrollar, universalizándolas, las etapas tempranas de la educación.

La garantía de rentas ha de construirse como pilar, en primer lugar, formulándose como derecho subjetivo, que no lo está. Ha de intentar aglutinarse, y estructurarse como sistema pasando de la actual dispersión y yuxtaposición de prestaciones, a veces descoordinadas o en competencia a un modelo integral que responda al objetivo de garantizar el derecho a una renta protectora, con suficiencia e intensidad. A la par que libere a los agentes de otros pilares de las tareas de gestión de prestaciones.

De igual manera, pero con mucha más contundencia y urgencia, es necesario construir el pilar de la vivienda. El derecho a la misma es hoy una mera declaración de intenciones que exige sacar su satisfacción de la órbita del mercado mediante la creación de un parque público de viviendas en alquiler, suficiente para dejar al mercado lo que es del mercado, que resulta incapaz por si solo de garantizar este derecho.

Con estos elementos activados, y probablemente otros que faltan por enumerar, el rol de coche escoba que hoy tienen asignado de facto los SS deja de tener sentido y espacio. Pero sin ellos seguirá siendo precisa esa viga, que tan solo apuntala el edificio ayudando a que no se caiga, pero que se ubica al margen de la lógica de los derechos, que ha de ser imperante en una sociedad que se quiera llamar a si misma decente.

 

5. La transición necesaria

Terminamos con una reflexión de proximidad. Evidentemente todo lo relatado hasta ahora exige un proceso legislativo, de acción política e institucional imposible en el corto plazo, pero inviable si no se planifica y se comienza a dar los pasos necesarios. Es necesario saber dónde queremos llegar, para hacer que el camino tenga sentido y para orientar las acciones en el corto plazo. Para intentar evitar que lo posible para ya, profundice en las razones que impiden llegar a donde aspiramos.

Desarrollar lo que hay que hacer para emprender esta transición trasciende las posibilidades de este artículo. Nos conformamos con plantear una propuesta modesta que, no obstante, creemos tiene un potencial experimental del que tirar para ese camino más ambicioso.

Empecemos por los territorios concretos, por los barrios y pueblos donde hay, de una manera o de otra, un espacio de servicios sociales, un colegio y un centro de atención primaria. Asignemos a los primeros un rol transversal de coordinación de los tres espacios en los que se concreta la arquitectura real de los pilares que hoy tenemos, y construyamos un programa de coordinación de la acción, de detección de carencias y de prevención de situaciones de exclusión de los derechos.

Y empecemos a caminar.

 

Número 11, 2022
Conversamos

Fragilidad laboral y vital

Puedes escuchar la conversación con Remedios Zafra en Youtube, iVoox y Spotify.

 

Número 11, 2022
En marcha

El modelo de cuidados de larga duración en transición: la articulación de programas comunitarios en el sistema público de bienestar tras la Covid-19

Raquel Martínez Buján, Doctora en Sociología y Profesora del Dpto de Socioloxía e Ciencias da Comunicación de la Universidade da Coruña

Puedes encontrar a Raquel en Twitter

 

Este proyecto de investigación financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación para el período 2021-2024, explora las posibilidades de la comunidad como una esfera desde la que se pueden articular programas públicos de cuidados de larga duración y desde la que es posible integrar una participación ciudadana en el diseño y gestión de servicios sociales. Su redacción tuvo lugar durante el proceso de la pandemia de la Covid-19, cuando se puso en evidencia tanto la relevancia de todas las actividades relacionadas con la reproducción social, como el potencial de las redes colaborativas para afrontar las situaciones del cuidado cotidiano de una manera ágil y flexible. De ello es ejemplo la rápida y exitosa configuración de grupos de apoyo mutuo y de acción vecinal durante el confinamiento en numerosas áreas urbanas (Diz et al., 2022). De esta manera, se ha visualizado una vez más, al igual que ya sucedió después de la Gran Recesión de 2008, que existe un agotamiento de los servicios sociales convencionales para dar resupuesta a los nuevos riesgos sociales  (aquellos que han surgido de los cambios sociales y económicos de las últimas décadas: precariado, envejecimiento, conciliación laboral y familiar, cuidado social…) y los límites de los programas públicos para responder con dinamismo a las necesidades sociales (por ejemplo, cuidados paliativos y soledad no deseada, entre otras). De hecho, los modelos de intervención dominantes de corte individual están siendo cuestionados por su incapacidad para dar respuesta a los problemas sociales emergentes y crece el interés por métodos y prácticas de corte comunitario. Su reorientación se está produciendo de diferentes formas, ya sea incorporando fórmulas comunitarias de intervención, métodos de investigación-acción comunitaria (Suárez-Balcazar, 2020) o modelos emergentes como la co-creación (Osborne, 2018), desde los que está creciendo una relevante literatura para su desarrollo en el ámbito del envejecimiento (Zúñiga, 2020).

Es en este contexto de desigualdad social en el que están surgiendo nuevas reflexiones sobre cómo gestionar los recursos públicos, qué prácticas pueden detener la privatización de los mismos y, cómo puede propiciarse la restauración de aquellos que ya se habían conseguido anteriormente. De esta manera, en los últimos años se ha producido una relevante y asentada literatura científica centrada en caracterizar la comunidad como una esfera de provisión de cuidados, ámbito que había sido menos explorado en los debates académicos sobre bienestar. Además, entre algunos grupos sociales se están ensayando fórmulas reales de autogestión que se articulan en torno a valores colectivos y que transcienden a las habituales opciones institucionalizadas. Estas iniciativas han sido especialmente relevantes en el ámbito de los cuidados como es el caso de las viviendas colaborativas de mayores (co-housing) (Artiaga, 2021) y de los grupos de crianza infantil (Martínez-Buján et al., 2021). Todas ellas pueden considerarse como una reactivación de la esfera de la comunidad. También se están poniendo en marcha distintas experiencias cooperativas animadas por las administraciones públicas, sobre todo las de carácter local, alrededor de cuestiones básicas como salud y provisión de cuidados. Es ahí donde destacamos iniciativas de los programas Radars en Barcelona para paliar la soledad no deseada (Moreno, 2018) o las supermanzanas, iniciativa que tiene como objetivo la autogestión del SAD por parte de sus propias trabajadoras (Moreno, 2021). También se encontrarían los programas Madrid, ciudad de los cuidados (Barbero, 2017) y los bancos de tiempo (Del Moral, 2018). Este cuidado en lo comunitario más que un concepto normativo de partida, se plantea bajo una comprensión amplia que incluye experiencias de cooperación. Se trata de prácticas muy heterogéneas cuyos confines no siempre son claros; a veces remiten a procesos autogestivos basados en la afinidad y la elección, mientras que en otras ocasiones se entrelazan con servicios del Estado y de organizaciones particulares. Más que un recorte preciso como algo absolutamente diferenciado con respecto a otros ámbitos (familias, Estado y mercado) lo comunitario se organiza en procesos híbridos en los que se toca con instancias públicas, economías monetarias o relaciones de parentesco (Vega, et al., 2018:24).

De esta manera, mientras que la respuesta política a la crisis de los cuidados ha consistido en la creación LAPAD cuya aplicación ha sido muy restringida, se ha producido una creciente conciencia de que este tipo de medidas no son capaces de responder a todas las necesidades de sostenimiento que surgen en el transcurso de la vida. De hecho, la respuesta de la ciudadanía tanto, ante la crisis generada por la pandemia, como con la que se propició tras la Gran Recesión, ha sido la de organizarse en grupos de apoyo a personas en situación de fragilidad. Si en el caso de la crisis económica se centró en actuaciones para afrontar la especulación inmobiliaria y el desempleo, en esta ocasión, las acciones se desplegaron para apoyar a las personas mayores desde una lógica local y comunitaria, proporcionando, para aquellos que vivieron en soledad el encierro, comidas preparadas y compañía por medios telemáticos. Para la población en su conjunto también se crearon las denominadas cajas de resistencias, se cosieron mascarillas de tela para el personal sanitario en hogares particulares y se crearon bancos de alimentos. Y es que la pandemia de la Covid-19 ha demostrado tanto la necesidad de la interdependencia humana para la sostenibilidad de la vida como la emergencia de la comunidad en contextos de crisis.

El contexto actual parece haber puesto aún más de manifiesto la importancia que la participación tiene en la vida social y comunitaria para posibilitar los cuidados de larga duración en el entorno de la vida cotidiana. Además, estudios recientes nos alertan de que la pandemia parece estar teniendo un impacto negativo en lo que a edadismo y percepción social de la vejez se refiere, (Ehni y Wahl, 2020) así como está generando o acrecentando la tensión intergeneracional (Meisner, 2021). La participación comunitaria se presenta aquí, una vez más, como un elemento fundamental no solo para la mejora de la calidad de vida, sino para la cohesión social. Paradójicamente, ante amenazas y riesgos de dimensiones planetarias como la pandemia de la Covid-19, parte de la solución parece pasar por volver la mirada hacia lo más cercano, hacia la comunidad local.

En este proyecto planteamos analizar el potencial que estas redes y dinámicas tienen para continuar realizando esta labor en un escenario post-crisis y articularse como una esfera de provisión del cuidado que podría fomentarse desde las administraciones públicas. Optimizar esta función, pasará necesariamente por tejer este ámbito con el resto de esferas que proporcionan atención y en asignarle un rol bien definido dentro del modelo de cuidados de larga duración. Esto requerirá investigación y desarrollo en este ámbito, ya que implica enfrentar ciertos debates y dificultades, como son la consideración o no de la comunidad como derecho, el establecimiento de mecanismos que aseguren un estándar de seguridad y calidad mínimo en la provisión, así como la generación de espacios desde los que se posibilite su interrelación con el resto de esferas que participan en la provisión de cuidados y bienestar. De esta manera, el proyecto profundiza en la capacidad de estas prácticas encardinadas desde la comunidad para promover alternativas al modelo de cuidados. En concreto, la investigación se detiene en cuatro de ellas: 1) la vivienda colaborativa de personas mayores (co-housing), 2) las cooperativas de trabajadoras de cuidados, 3) grupos autogestionados para paliar situaciones de vulnerabilidad y fragilidad consecuencia de la pandemia y 4) programas públicos de bienestar que tienen una base comunitaria. Así se incluye el ámbito comunitario en las cuatro esferas del modelo de cuidados: la familiar y de convivencia, la de trabajo, la de la sociedad civil y la pública.

El análisis de los efectos de la Covid-19 en el modelo de cuidados supone una evaluación de los servicios sociales y de las políticas públicas destinadas a esta finalidad durante la pandemia, pero también de las consecuencias que este fenómeno ha dejado de manera perdurable en el propio sistema. De esta manera, los resultados del proyecto pueden convertirse en herramientas prácticas que generen alternativas a las situaciones de refamiliarización y precarización laboral que se encuentran en el sector del cuidado social. Consideramos que sus resultados podrían convertirse en cuatro productos susceptibles de transferencia social, orientados a:

  1. Diseñar nuevas fórmulas desde las que gestionar de manera más sostenible y equilibrada el trabajo de cuidados remunerado tanto el que se desarrolla en los servicios sociales como el que se desempeña en los hogares. Eso supone mejorar la calidad de atención de estos recursos públicos y abaratar los costes de las excesivas tramitaciones burocráticas y de gestión en las que se encuentra inmerso el ámbito del cuidado social.
  2.  Valorar los recursos de cuidados que las familias consideran más adecuados para afrontar la asistencia de las personas mayores y dependientes y como éstos se articulan con los servicios públicos, privados y comunitarios del entorno. Evidentes consecuencias pueden advertirse sobre la calidad de vida de la población y ofrece pistas de qué servicios deben potenciarse desde las empresas (preferentemente de enconomía social) y de las administraciones públicas.
  3. Diseñar soluciones a las necesidades de cuidados basadas en esquemas de innovación social, marco desde el cual se promueve la acción comunitaria.
  4. Contribuir a construir políticas más sensibles hacia las necesidades de la ciudadanía, de las personas implicadas, que incorporen su participación en la gestión y que contribuyan a mantener comunidades más fuertes y cohesionadas.

Referencias bibliográficas

Artiaga, A. (2021). “Cuidados comunitarios y gobierno común de la dependencia: viviendas colaborativas de personas mayores”. Revista Española de Sociología, 30(2): a29.

Barbero, FJ. (2017). “Experiencia 1. Plan Madrid Ciudad de los Cuidados”. Documentación Social, 187: 161-175

Del Moral, L. (2018). “Desfamiliarizar, desprivatizar. Bancos de tiempo, sostenibilidad de la vida y nuevos comunes en el Sur de Europa”. En C. Vega, R. Martínez-Buján y M. Paredes (eds.), Experiencias y vínculos cooperativos en el sostenimiento de la vida en América Latina y el Sur de Europa. Madrid: Traficantes de Sueños: 209-231.

Diz, C. et al. (2022). Caring democracy now: neighborhood support networks in the wake of 15M. Social Movement Studies (en prensa).

Ehni, H., Wahl, H., (2020). “Six Propositions against Ageism in the COVID-19 Pandemic”. Journal of Aging & Social Policy, 32(4-5): 515-525

Martínez-Buján, R. et al. (2021). “Experiencias colectivas de cuidados durante la infancia: dinámicas, debates y tensiones”. Revista Española de Sociología, 30(2): a31

Meisner, B. (2021). “Are You OK, Boomer? Intensification of Ageism and Intergenerational Tensions on Social Media Amid COVID-19”. Leisure Sciences, 43(1): 56-61.

Moreno, S. (2018). “La acción comunitaria y los cuidados a domicilio”. En: C. Vega, R. Martínez-Buján y M. Paredes (eds.), Experiencias y vínculos cooperativos en el sostenimiento de la vida en América Latina y el Sur de Europa, Madrid: Traficantes de Sueños: 169-178.

Moreno, S. (2021). “Construyendo comunidad desde lo público: el caso de las Superilles Socials”. Revista Española de Sociología, 30(2): a27.

Osborne, S. (2017). “From Public Service-dominant Logic to Public Service Logic: Are Public Service Organizations Capable of Co-production and Value Co-creation?” Public Managament Review, 20(2): 225-231

Suárez-Balcazar, Y. (2020). “Meaningful Engagement in Research: Community Residents as Co-creators of Knowledge”. American Journal Community Psichology, 65(3-4): 261-271

Vega, C. et al. (2018). Cuidado, Comunidad y Común. Madrid: Traficantes de Sueños.

Zuniga, M. (2020). “La comunidad del siglo XXI. Un marco interpretativo desde la perspectiva del Trabajo Social”. Cuadernos De Trabajo Social, 33(2): 197-219.

 

Número 10, 2022

La salud mental, el epicentro de una sociedad más justa y solidaria

A fondo

Pandemia: la ciudad desvelada

Javier Segura del Pozo, médico salubrista y epidemiólogo

Puedes encontrar a Javier Segura del Pozo en Twitter

 

Las epidemias rompen la normalidad y crean situaciones extraordinarias. Como tal, aparentemente son lo más opuesto a lo cotidiano, a lo normal. Sin embargo, desde otro punto de vista, las epidemias (y las pandemias) dejan al descubierto elementos de nuestra normalidad y de nuestra sociedad, que están ocultos, pero muy presentes y activos, en los periodos interepidémicos. La epidemia sería la resultante de la ruptura de un equilibrio inestable y el consecuente surgimiento de casos más numerosos de los esperados de una enfermedad (o de una enfermedad nueva). Sería el resultado del desborde de una situación de riesgo y vulnerabilidad previa a la epidemia.

Un ejemplo son los brotes epidémicos de gastroenteritis víricas en las residencias de personas mayores, que investigué en mis primeros años de práctica epidemiológica, cuando merced a un modelo de externalización de las residencias de personas mayores, se optó por una reducción de la plantilla de las cuidadoras de los residentes no válidos[1] y una precarización de sus condiciones de contratación. Oficialmente el origen de los brotes eran los norovirus, pero en la realidad, las epidemias nos hablaban de la precariedad laboral y la búsqueda de la plusvalía en la gestión de estas instituciones. Los brotes, aunque eran percibidos como la ruptura de la vida cotidiana de las residencias, no dejaban de describirnos aspectos de esta. Por desgracia, las mismas causas han tenido un evidente protagonismo en las muertes en las residencias durante este año pandémico. El asesino no era tanto el coronavirus, sino la precariedad laboral en las residencias y cierto modelo de final de vida como negocio rentable.

Famosas epidemias y pandemias anteriores también nos dieron pistas de situaciones de nuestra estructura social, económica, política y urbanística, que estaban en el origen de estas alarmas epidémicas: el brote de las vacas locas nos puso sobre aviso sobre el sistema de alimentación caníbal del ganado, la epidemia de la gripe aviar sobre los riesgos de los métodos de ganadería intensiva, la de ébola sobre las políticas devastadoras de terrenos selváticos, donde viven animales salvajes portadores de virus, etc. Todas ellas nos advertían sobre las consecuencias de la progresiva sobreexplotación medioambiental, el crecimiento insostenible e irresponsable, la rapiña neocolonialista, la rápida globalización epidémica a través del comercio y los vuelos internacionales, las consecuencias ambientales y agropecuarias de un consumismo exacerbado,  además de la mayor vulnerabilidad al contagio de las poblaciones más depauperadas, como consecuencia de la creciente desigualdad social, entre otras amenazas a la vida. Se podría resumir, que las epidemias nos hablan de las consecuencias de tener en un sistema económico y político muy poco cuidadoso con las personas, sus derechos humanos y su medioambiente. Les dejo a ustedes que pongan el nombre a este sistema.

Me dirán que siempre han existido epidemias. Y es cierto. Pero también que siempre han retratado la sociedad donde han surgido. Y que es con el nacimiento de la industrialización, la urbanización y el proletariado (es decir, con el capitalismo), cuando estas epidemias adquieren las formas, la intensidad y la extensión que seguimos sufriendo en nuestras urbes. Por eso es la ciudad industrial la que dio el impulso definitivo al desarrollo de la salud pública y la epidemiologia, tal como la entendemos hoy en día. Precisamente, por la necesidad de afrontar el reto que supusieron las epidemias de cólera y otras enfermedades que asolaron las ciudades del novecientos. Las epidemias ponían el foco y el interés de la medicina y de los gobernantes en las miserables condiciones de vida de las clases populares en los barrios bajos de las grandes ciudades. La miseria de los pobres que también amenazaba la salud de los barrios burgueses y aristocráticos.

Así pues, desde el nacimiento de la medicina social y la cuestión social, las epidemias nos hablan paradójicamente del statu quo del periodo interepidémico. De la normalidad social escondida. Como estaban escondidas, bajo la monumentalidad de los centros de las ensanchadas ciudades liberales, las infraviviendas de estos barrios periféricos, las infrahumanas condiciones de trabajo en las industrias, la pertinaz malnutrición, la escandalosa mortalidad maternoinfantil y la muerte prematura del proletariado. No solo era un fenómeno urbano. Si médicos sociales como Rudolf Virchow, describían a mediados del siglo XIX la desigualdad social como origen de los brotes infecciosos en ciudades como Berlín, casi un siglo antes, otro médico, Johann Peter Frank, describía la miseria del campesinado, desposeído de sus tierras y esclavizado, como la madre de las enfermedades y epidemias[2].

Cuando escribo este texto, a finales del fatídico 2020, apenas tenemos información cierta sobre las causas que desencadenaron la pandemia de Covid-19, pero sí que tenemos muchas pistas de las dinámicas sociales, económicos y políticas que han favorecido la transmisión descontrolada del virus en nuestras ciudades y el impacto diferencial que ha tenido en términos de contagio, gravedad y muerte entre los grupos sociales que habitan nuestras ciudades.

Cuando llegó la pandemia, muchos y muchas estábamos poniendo en cuestión una sociedad urbana en la que hay una esquizofrenia entre el mundo productivo y el mundo reproductivo y en la que no se le da suficiente valor al mundo de los cuidados[3]. Estos siguen feminizados, precarizados y, sobre todo, escondidos a la mirada de la economía y la política, incluidas las políticas urbanas. Forman, junto a las desigualdades sociales en salud, esa parte oculta de la normalidad que antes mencionábamos. La llegada de la pandemia, y especialmente de ese confinamiento primaveral, supuso la parada del mundo productivo y el protagonismo del mundo reproductivo, del mundo de los cuidados. Creo que la pandemia nos ha hecho a las personas más conscientes de nuestra vulnerabilidad y de nuestra interdependencia. Ahora bien, ahora en diciembre de 2020, ya instalados en plena „nueva normalidad“, no se cuánto tiempo durará esa consciencia adquirida en la pasada primavera y qué consecuencias tendrá para la ciudad postcovid.

Hace unos nueve meses, la pandemia trajo a primer plano nuestra vulnerabilidad ante la enfermedad y la muerte. A los que somos sesentones, que creíamos que los 60 eran los nuevos 50, nos ha puesto ante el espejo de la fragilidad de nuestra esperanza de vida y de los proyectos aplazados para las últimas décadas de vida. La pandemia nos ha traído el miedo a la muerte prematura. También al miedo al mal final de vida y a la mala muerte. Nos ha recordado la necesidad de buscar una rápida alternativa al modelo de residencias de mayores y a encontrar, cuanto antes, la oportunidad de vivir en comunidades compasivas que sepan acompañar a la muerte y al duelo. También nos ha puesto frente a nuestra vulnerabilidad económica: de la perdida repentina del empleo y el empobrecimiento súbito.

Vulnerabilidad e interdependencia. Nuestra interdependencia se hizo más evidente que nunca durante el confinamiento. Éramos dependientes de los cuidados que nos podíamos proporcionar las personas allegadas. Por ello, también aumentó el riesgo al descuido, cuyas expresiones van desde la violencia de género que se disparó durante este periodo, a la soledad no deseada, multiplicada por esta decretada distancia social y el miedo al contacto humano. Las situaciones de soledad no deseada y desamparo identificadas durante estos meses han golpeado no solamente a las personas mayores, sino a los otros grupos sociales que ya identificamos en la encuesta que hicimos en Madrid Salud[4]. Tenían una mayor prevalencia de sensación frecuente de soledad: las personas con diagnósticos de enfermedad mental, discapacidad, en situación de calle, inmigrantes y familias monomarentales.

La dependencia económica también se visualizó por el frágil acceso a los bienes básicos. Por ejemplo, por nuestra dependencia de las cadenas de producción y distribución de alimentos. Asimismo, fuimos conscientes de la necesidad de una mayor autonomía del extranjero en la producción de material sanitario esencial (EPIS; ventiladores mecánicos, pruebas PCR, etc.) y de su valor estratégico (industria pública?).

El confinamiento nos hizo también valorar la proximidad, que venía siendo reivindicada por los que sosteníamos la bandera de lo comunitario (incluida la salud comunitaria): tener un vecindario bien dotado de infraestructuras, zonas verdes, carriles bicis o aceras, pero también de solidaridad vecinal. La ciudad de los 15 minutos popularizada por la alcaldía de Paris. Participé entonces en el diseño de modelos de desconfinamiento con arquitectos y urbanistas. Abogábamos por elegir las zonas o unidades geográficas de confinamiento más adecuadas, para minimizar el riesgo de contagio y maximizar la eficiencia para cubrir las necesidades de la vida cotidiana. Recomendábamos limitar los movimientos a la proximidad eficiente (área de movimiento para comprar, pasear, cuidar, trabajar, producir, etc.), e ir ampliándola a medida que disminuyera el riesgo de contagio y pudiera permitirse el flujo de movimientos con las zonas limítrofes. Usando otras palabras, recomendábamos configurar unidades locales integradas de trabajo productivo y reproductivo (actividades de cuidado y sostén de la vida).

Pero la pandemia también ha revalorizado el espacio público, como bien que compensa las diferencias de calidad de las viviendas (del espacio privado). Igual que la sanidad y la educación pública benefician especialmente a los que tienen menos acceso a la sanidad y educación privadas, la calle, el parque y la plaza son especialmente apreciados para quien tiene viviendas poco confortables. Por eso, el cierre de los parques y otros espacios públicos, perjudicó especialmente a las clases populares. La inequidad en la vivienda se hizo especialmente visible en el confinamiento, pero también durante la llamada segunda ola de transmisión del coronavirus, que en una ciudad como Madrid, se cebaba con mayor saña en los barrios populares del sur, donde las condiciones de habitabilidad y hacinamiento dificultaban el cumplimento eficaz de las cuarentenas y favorecían el contagio de todos los convivientes. Si ya antes de la pandemia era cada vez mas frecuente el hecho de que se viviera en habitaciones alquiladas, en vez de en pisos, el empobrecimiento pandémico aumentó el numero de viviendas donde habitaban varías familias. También hemos vuelto a considerar el espacio público como el espacio por excelencia de las relaciones comunitarias. La limitación de su acceso durante el confinamiento dificultó las acciones de los grupos vecinales de apoyo mutuo y fue fundamental para las acciones solidarias de las despensas comunitarias que se desarrollaron después del confinamiento.

La pandemia también descubrió el teletrabajo para una parte importante de la población. Sin embargo, el teletrabajo también desveló el gradiente social del mundo laboral. No todas las ocupaciones tuvieron acceso al teletrabajo. Para algunos era un privilegio. Según un estudio de los servicios sociales de Madrid[5] mientras que en los niveles más altos de renta había en torno a un 70% de trabajadores teletrabajando, por debajo de los 1.500€ de ingresos mensuales había menos de la mitad, y entre los de menos de 1.000€ la cifra solo llega al 13%. El teletrabajo también nos ha descubierto que se puede hacer desde casa casi las mismas cosas que desde la oficina, pero también que es un riesgo de mayor explotación, especialmente para las mujeres (doble jornada).

Más cosas desveladas por la pandemia: el valor de las y los trabajadores esenciales pero precarizados (cajeras y reponedoras de supermercados, limpiadoras, riders, agricultores/recolectores, transportistas, cuidadoras de personas mayores y discapacitadas, etc.). Ellos y ellas permitieron que pudiésemos estar confinados durante la primera ola, pero también fueron las que siguieron desarrollando sus trabajos precarios de forma presencial durante la segunda ola, mientras que el resto de los trabajadores de rentas medias y altas, seguían teletrabajando desde el refugio de sus casas. Esta mayor exposición al contagio no siempre se ha hecho evidente por las deficiencias de los sistemas de información en morbilidad y mortalidad que no recogen bien la variable ocupación. No tenemos todavía estudios finos sobre la mortalidad en la pandemia por clases sociales u ocupaciones.

Pero hay un interesante estudio en el Reino Unido[6] sobre la mortalidad entre marzo y junio por clases ocupacionales. Llegó a la conclusión que quien más había muerto eran las personas con ocupaciones más bajas, básicas y precarias. En el caso de los hombres, eran las personas que cuidaban, los conductores de taxi o autobús, los obreros de cadenas de producción, etc. En el caso de mujeres, eran las empleadas en tareas de cuidados domiciliarios o residenciales las que habían tendido mayores tasas de mortalidad. Probablemente se mezclaba el riesgo de la exposición en sus trabajos con los inherentes a la propia clase social, pues habia una clara sobremortalidad en aquellas personas que vivían en zonas con mayor privación social. Hay estudios parecidos en otros lugares europeos y americanos. Por otra parte, acaba de salir la cuarta ronda del estudio de seroprevalencia en España[7] que apunta a que estas profesionales mas precarizadas (cuidados, limpieza, etc.) han tenido un mayor contacto con el virus que la población general, así como las personas con menor renta.

No nos olvidemos tampoco como la pandemia ha confirmado el valor de la sanidad pública y de los servicios públicos en general, incluyendo la educación publica volcada en la teledocencia y preocupada por la brecha digital, o los servicios sociales. Así como el daño que sufrimos cuando estos servicios públicos se debilitan o se desmovilizan. Es en esas situaciones de merma de lo público cuando las redes comunitarias aparecen como un tesoro. Es decir, la pandemia nos ha vuelto a enseñar que debemos exigir servicios públicos fuertes, pero tenemos que estar preparados por si el estado nos deja tirados. En ese caso, la autoorganización previa de la ciudadanía es un activo. Lo Público puede reforzar lo Comunitario, pero lo Común no es sinónimo de lo Público.

La pandemia, como todos los test de estrés, hizo aflorar lo mejor y lo peor de nuestra sociedad. En caso de amenaza, se desatan tanto las pulsiones más individualistas, autoritarias (el policía de balcón), xenófobas, sectarias y demagogas, como las más solidarias y altruistas, propias de la ética del cuidado. Entre lo peor incluyo la exacerbación de la polarización de la vida política, la imposibilidad de dialogo argumentado y consensos, la dificultad de ir más allá de las burbujas tribales informativas y de opinión, de las dos Españas

Pero si algo ha desvelado la pandemia es la ciudad desigual y segmentada en términos sociales y de salud. Las desigualdades sociales en salud acabaron dando su cara en las machaconas estadísticas diarias sobre la pandemia. Como saben, nos referimos a aquellas diferencias en salud que consideramos injustas por estar determinadas socialmente y, por tanto, ser evitables. Estas desigualdades también suelen estar escondidas en periodos interepidémicos y solo se desvelan con estudios, estadísticas y gráficos, por ejemplo los que muestra un gradiente en la prevalencia de las principales enfermedades crónicas (hipertensión, diabetes, artrosis, depresión…) según clase social. Pero también en mapas como los de esperanza de vida por barrios de Madrid, que muestran una diferencia de hasta 9 años de longevidad entre las personas que viven en barrios más ricos y más pobres (que se agrupan en un patrón espacial noroeste (más longevo y rico)/sureste (menos longevo y rico) y centro/periferia

España es uno de los países de Europa con mayor nivel de desigualdad social, muy incrementada tras las medidas de ajuste socioeconómico por la anterior crisis iniciada en el 2008. Esto se vio claramente cuando a finales de julio de 2020, recién estrenada la nueva normalidad,  empezó a preocupar la situación epidémica de territorios urbanos muy densos y socialmente muy segmentados, como Barcelona o Madrid. En el caso de la Comunidad de Madrid, que conozco mejor, los mapas de incidencia de coronavirus mostraban desde el inicio de la segunda ola ese claro y clásico patrón espacial noroeste/sureste, antes mencionado, que llevó a que los barrios obreros del sur de la capital y las ciudades del sur de su área metropolitana llegaran a alcanzar en septiembre tasas de incidencia en 14 dias por encima de 1.000 casos por 100.000 habitantes. Las diferencias con el norte urbano más rico no podían ser atribuidas a un cierto modo de vida de sus habitantes, como sí que hizo Isabel Ayuso, la presidenta de la Comunidad de Madrid. Sino al hecho de la mayor exposición al coronavirus de estas clases populares y a su mayor vulnerabilidad (gradiente social de obesidad, diabetes, hipertensión, cardiovasculares, etc.), que implicaban una mayor gravedad y mortalidad de los casos. La mayor exposición se ha dado tanto en el ámbito doméstico (dificultades para cumplir con los aislamientos domiciliarios en viviendas hacinadas), como en el laboral (bajísimo porcentaje de teletrabajo, obligado uso del transporte público masificado en horas punta, trabajo presencial en ocupaciones precarias, presentismo, etc.)

No solo se ha desvelado el clasismo en ciertas miradas y políticas públicas, sino el frio calculo y aceptación de la muerte evitable. Incluso en momentos de grave riesgo de contagio, se ha evidenciado una resistencia feroz a limitar cualquier tipo de actividad comercial o de ocio, invocando la muerte de la economía (aun a pesar de que el exceso de mortalidad, la muerte de verdad, era ya evidente en el mes de septiembre). Cuando escribo estas líneas, siguen vigentes las mismas invocaciones al consumo para salvar la navidad, a pesar del escandaloso número de muertes acumuladas en esta segunda ola. Creo que se ha conseguido que la sociedad normalice estas muertes y las considere asumibles para salvar la economía. Muertes que no nos olvidemos se ensañaban con el sector más anciano, económicamente más humilde y laboralmente menos activo, que ya sufrió una selección utilitarista de sus vidas en la primera ola. Entonces se dejó morir sin atención sanitaria a miles que vivían en residencias de personas mayores y discapacitadas, siguiendo un vergonzoso protocolo de selección para la derivación a hospitales. Es decir, se ha ejercido y asumido una necropolítica[8], que más que matar, ha dejado morir, invocando una macabra ecuación muerte vs economía, en la que no todas las clases sociales ponían el mismo número de muertos en ese altar del sacrificio, ni se beneficiaban igual de la segunda parte de la ecuación.

De nuevo la pandemia que desvela; en este caso: la naturalización de la muerte en nuestras ciudades. En periodos interpandémicos la ciudadanía no sabe (¿o no quiere saber?) que la mayoría de los muertos que tenemos son evitables y que esta etiqueta tambien depende de los cambios de la percepción social. Un ejemplo son las muertes por accidentes de tráfico. Cuando había 6.000 o 9.000 muertos anuales hace unos años, se tenía como algo normal. Tuvo que haber una campaña intensiva para que se tomara conciencia de que esos muertos no tenían por qué existir y que se podían evitar. Ahora mismo nos escandalizaríamos con aquellas cifras. Ocurrió lo mismo con la contaminación atmosférica. Los mismos lideres políticos (ahora en el gobierno municipal) que animan a salir al consumo, ponían en tela de juicio las medidas de limitación a la movilidad en vehículo privado por el centro de Madrid del anterior gobierno municipal. Aunque entonces no se decía explícitamente, parece que el mensaje era asumir esas muertes por contaminación. En salud pública tenemos muchos ejemplos en que se ha enfrentado truculentamente la salud colectiva a la economía o al empleo.

Termino señalando que la desigualdad social no solo ha influido en el mayor riesgo de los y las trabajadoras precarias, sino en los grupos más vulnerables que han perdido el empleo o que ya estaban en situación de exclusión social, a los que las prometidas ayudas estatales, sin dejar de ser importantes, están llegando lenta y tardíamente por la importantes barreras burocráticas (como ocurre con el Ingreso Mínimo Vital), por lo que muchas veces han dependido de la acción solidaria de los grupos vecinales de ayuda mutua, como antes hemos dicho. Necesitamos dejar pasar un tiempo, no solo para ver cómo se comporta esta segunda ola, sino para comprobar el impacto indirecto que ha tenido esta sobrecarga del sistema sanitario y estas desigualdades sociales en la salud colectiva de la ciudadanía española. Lo que me queda claro es que la ciudad postcovid volverá a una nueva normalidad en la que mucho de lo que se ha desvelado con toda la crudeza, volverá a pasar desapercibido. ¿O tal vez no?

 

[1]    Se llamaban así a las personas que no tenían la suficiente autonomía personal, incluido el control de esfínteres y, por lo tanto, eran una fuente y una víctima de este tipo de brotes epidémicos transmitidos por vía oral-fecal.

[2] Frank JP. „The People’s Misery: Mother of Diseases“. [Traducción del Latín e introducción de Henry Sigerist]. Bulletin of the History and Medicine. 1941;9:81-100. Pag 93. Accesible en: https://www.academia.edu/4027552/THE_PEOPLES_MISERY_MOTHER_OF_DISEASES

[3] Barbero Gutierrez, J „Experiencia 1. Plan Madrid Ciudad de los Cuidados“ Documentación social, Nº 187, 2017 (Ejemplar dedicado a: Hacia una sociedad que se cuida)-pp. 161-175

[4] Estudio de Salud de la Ciudad de Madrid, 2018.“ Madrid Salud. Ayuntamiento de Madrid. Accesible en: https://www.madrid.es/portales/munimadrid/es/Inicio/Servicios-sociales-y-salud/Salud/Publicaciones/Estudio-de-Salud-de-la-Ciudad-de-Madrid-2018/?vgnextfmt=default&vgnextoid=f3ce3439ae292710VgnVCM1000001d4a900aRCRD&vgnextchannel=e6898fb9458fe410VgnVCM1000000b205a0aRCRD

[5] Estudio sobre el impacto de la situación de confinamiento en la población de la ciudad de Madrid tras la declaración del estado de alarma por la pandemia COVID-19“. AG Familia, Igualdad y Bienestar Social, Ayuntamiento de Madrid, mayo 2020. Accesible en  https://diario.madrid.es/wp-content/uploads/2020/05/Informe-Encuesta-Impacto-Confinamiento-Ciudad-de-Madrid.pdf

[6]   “Coronavirus (COVID-19) related deaths by occupation, England and Wales: deaths registered between 9 March and 25 May 2020”  Office National Statistic. United Kingdom. June 2020. https://www.ons.gov.uk/peoplepopulationandcommunity/healthandsocialcare/causesofdeath/bulletins/coronaviruscovid19relateddeathsbyoccupationenglandandwales/deathsregisteredbetween9marchand25may2020

[7]    “Estudio ENE-COVID: Cuarta ronda estudio nacional de sero-epidemiologóa de la infección por SARS-CoV-2 en España”.  15 de diciembre de 2020. Instituto de Salud Carlos III: Accesible en: https://www.mscbs.gob.es/gabinetePrensa/notaPrensa/pdf/15.12151220163348113.pdf

[8]             Mbembe, A. Necropolitica.  Barcelona:  Melusina, ,2011

 

 

Número 7, 2021
A fondo

La vivienda, clave para la salud

Thomas Ubrich

Investigación e Incidencia en Asociación Provivienda

 

La recuperación económica de España, tras cinco años de crecimiento, ha permitido recuperar o incluso superar el PIB previo a la crisis: así lo vuelve a resaltar el último informe semestral de la Comisión Europea. Sin embargo, resalta también la profundidad de las cicatrices que ha dejado la Gran Recesión en gran parte de la población. Por su parte, los indicadores sociales no se han recuperado de la misma manera; muchas familias, especialmente las más pobres, siguen atravesando importantes dificultades económicas. En la actualidad, España es uno de los pocos países de la UE en el que, pese a un fuerte crecimiento económico, la situación socioeconómica es menos favorable que antes de la crisis, con graves niveles de desigualdad y un alto riesgo de pobreza o exclusión, el 26,6% de la población según la última Encuesta de Condiciones de Vida 2017. El empleo se ha recuperado, pero ya no es un soporte de bienestar por la debilidad e inestabilidad del mercado laboral: el desempleo en España duplica la media europea, con malos datos tanto en el paro de larga duración como en el juvenil o en el infraempleo por la sobrerrepresentación de los contratos temporales de corta duración y baja remuneración.

A todo ello hay que sumar uno de los factores que más incide en el empobrecimiento de la población, y es el surgimiento de una nueva crisis de asequibilidad y estabilidad en la vivienda. El sistema de provisión de vivienda y bienestar social que se caracteriza por una profunda y endémica carencia de vivienda social y asequible no está garantizando la función social de la vivienda. La vivienda no se produce ni se distribuye para que todo el mundo tenga un lugar digno para vivir, sino como una mercancía altamente rentable para unos pocos inversores. En esta línea, el sociólogo de la London School of Economics David Madden ironiza que «no hay una crisis de la vivienda por un fallo del sistema, sino porque está funcionando perfectamente».

Pues bien, en las principales ciudades del Estado los precios del alquiler han aumentado de manera brusca y continua (un 18,3% en el último año), mientras que la actual renta de los hogares es claramente inferior a la de 2008 (más de 1.200 euros menos). Paralelamente, el gasto público destinado a vivienda no ha dejado de disminuir desde el estallido de la burbuja inmobiliaria, alcanzando un mínimo histórico (0,13% del gasto público en 2018). El resultado es que los hogares tienen que dedicar un porcentaje cada vez mayor de sus ingresos al pago del alquiler y, por tanto, se enfrentan a enormes dificultades para afrontar los gastos relacionados con la vivienda y su mantenimiento. El parque de vivienda es excluyente para un importante segmento de la población española; esto ha llevado y sigue llevando a miles de familias a perder su vivienda habitual de compra o alquiler. Solo en el año 2018 se han practicado más de 44.000 lanzamientos (casi 600.000 desde 2008); y seis de cada diez son lanzamientos por impagos de alquiler.

En el plano del derecho España es bastante avanzada, pero no respeta su puesta en marcha. Las recomendaciones del Comité DESC de Naciones Unidas reprenden al Estado español por la reiterada vulneración del derecho a la vivienda. Por ejemplo, cada vez que se ordena un desalojo sin las debidas garantías y alternativa habitacional, cuando existen situaciones de infravivienda, de precariedad energética, o cuando las familias se ven obligadas a ocupar una vivienda sin título legal porque no tienen alternativa habitacional.

Es en este contexto, y a través de nuestra intervención residencial directa, en Provivienda hemos detectado problemáticas que relacionan la vulnerabilidad social y residencial con la salud, y las hemos desarrollado en el Informe «Cuando la casa nos enferma». Nuestra hipótesis, que las malas condiciones en vivienda o la ausencia de la misma enferman a las personas, y en mayor medida a la infancia, puede parecer evidente. Pero resulta fundamental ilustrar y demostrar con evidencias cómo la existencia o no de un hogar, las condiciones físicas de la vivienda, su entorno físico y/o el entorno social del barrio pueden repercutir sobre la salud física, psicológica y mental y el bienestar socio-relacional de las personas, en particular entre las personas más vulnerables.

En palabras de Gaston Bachelard, «la casa es nuestro rincón del mundo. Es nuestro primer universo. Es realmente un cosmos» (Bachelard 1957). El hogar se constituye como la base sobre la cual construir el bienestar social, físico y psicológico de las personas, entendiendo este como factor clave para la integración social y la emancipación. Así, disponer de un alojamiento digno es un elemento transversal que afecta de manera directa a la calidad de vida de las personas, en cuanto la vivienda es el espacio donde se construye el hogar propiamente dicho, pero también su entorno social y urbano (el barrio y la comunidad), así como su lugar en el conjunto de la ciudad. En este sentido, la vulneración del derecho a la vivienda tiene consecuencias directas en el ejercicio de otros derechos, entre otros el derecho a la salud. Como señala la propia Organización Mundial de la Salud (OMS), cuando los requisitos mínimos que debe reunir una vivienda no se cumplen o son insuficientes, el derecho a la vivienda no se está garantizando y, por tanto, tampoco lo está siendo el derecho a la salud de las personas.

1. La salud no es un problema de genética, sino un problema de desigualdad social asociado a la vivienda

Aquí nos referimos a la salud no solo como ausencia de enfermedad, sino como un concepto multidimensional que está relacionado con «las circunstancias en que las personas nacen, crecen, viven, trabajan y envejecen, incluido el sistema de salud». Desde la OMS se define la salud como «un estado de completo bienestar físico, mental y social».

En este sentido, cabe introducir el concepto de «desigualdades en salud», que hace referencia a las diferencias existentes en el estado de salud entre individuos o grupos; son medidas en términos como la esperanza de vida, la mortalidad o la morbilidad. Las desigualdades sociales en salud no son diferencias en salud derivadas del azar o de las decisiones individuales, sino que se basan en las diferencias evitables que se relacionan con variables sociales, económicas y ambientales sobre las cuales el individuo no ejerce control alguno y que pueden abordarse mediante políticas públicas (Rey del Castillo 2015).

En este marco conceptual, el acceso a una vivienda digna y asequible constituye un determinante social central de la salud. Por lo tanto, si las condiciones de vivienda son un factor determinante de las desigualdades sociales en materia de salud, las políticas de vivienda deberían, al igual que otros enfoques sectoriales, buscar reducirlas.

Si bien es muy difícil establecer una relación causal directa entre las dificultades de vivienda y los problemas de salud, ambos están muy entrelazados. Eso sí, podemos establecer que la vivienda es un factor, entre otros, que destaca de la precariedad social que hace crecer los riesgos de desarrollar problemas de salud, enfermedades o empeorar síntomas ya existentes. De hecho, no disponer de una vivienda independiente, dormir en la calle, vivir en viviendas precarias, demasiado caras o inseguras, crea estrés y aumenta el riesgo de enfrentar problemas de salud. Por el contrario, disfrutar de buenas condiciones de vivienda favorece la prevención y recuperación (Mikkonen y Raphael 2011). En otras palabras, la salud también es disponer de una vivienda en buenas condiciones, con áreas comunes en buenas condiciones, un buen aislamiento acústico y térmico, espacio suficiente, pagando un precio adecuado y tener buenas relaciones de vecindad versus aislamiento social. No obstante, las implicaciones sociales, físicas y psicológicas relacionadas con la salud no se limitan a las condiciones físicas de la vivienda.

2. Las fragilidades residenciales

A continuación nos centramos en diferentes casuísticas de la fragilidad residencial que afectan también al bienestar psicológico de los hogares entrevistados. Los obstáculos para acceder, las dificultades de asequibilidad de la vivienda o la inestabilidad en la misma, en especial la ocupación por necesidad, son situaciones que a su vez afectan claramente al ejercicio del derecho a la salud.

Zakia, beneficiaria de la Red de Viviendas Solidarias en el distrito de Puente de Vallecas, en Madrid, destaca el cambio que ha supuesto acceder a la casa en la que vive ahora: «ahora estoy mucho mejor, muy contenta porque me han dado vida, (…) en esta casa estoy súper feliz con mis hijos (…). Los niños están viviendo la vida que tenían anteriormente. (…) Me preocupa la vivienda, quiero una vivienda estable, un alquiler social y un trabajo para salir adelante. (…) Estoy temporalmente en la vivienda, pero necesito un empujón, algo estable. (…) A mí me gusta estar aquí, el cambio influye mucho en los niños, ya me he cambiado tres veces de vivienda y los niños han cambiado de colegio también, es muy agobiante porque no hay estabilidad tampoco para ellos».

Como Zakia, muchas de las personas entrevistadas que actualmente se benefician de la ayuda de recursos de viviendas temporales, confiesan su inquietud o temor de que se termine su contrato o estancia en el recurso. Además, para otras que alquilan directamente en el mercado libre, pese a la reciente reforma de la Ley de Arrendamientos Urbanos[1], vivir en una casa de alquiler tiene una fecha de caducidad reducida de cinco años y no existen garantías de que el contrato de arrendamiento se renueve al finalizarse. Esta realidad es especialmente perjudicial para personas y familias en situación de vulnerabilidad social, con itinerarios personales a veces complejos que requieren de un proceso de reconstrucción largo, que tienen ingresos muy bajos, fruto de trabajos precarios o prestaciones sociales reducidas, la perspectiva de la finalización de su contrato de alquiler se convierte en una fuente de angustia que paraliza e incluso impide prácticamente vivir.

La incertidumbre y la incapacidad de controlar la situación de inestabilidad residencial en la que se encuentran las familias se relacionan con la percepción de «no controlar su vida». En estos casos la depresión es la enfermedad más habitual, así como cuadros de ansiedad, desánimo, trastornos del sueño y otros problemas de salud mental que, cuando no son atendidos, se amplifican y se enquistan con el tiempo. En este sentido son muy necesarias la prevención, detección y atención temprana de esas situaciones para evitar el desarrollo de trastornos y problemas futuros más graves.

En Arona, Tenerife, Juan y María cuentan que «la ayuda que hemos recibido para regularizar nuestra situación y acceder a un alquiler social nos ha permitido (…) tener un proyecto de vida, criar a nuestras hijas, trabajar, compartir con nuestra familia y amigos momentos buenos, sin renunciar a poder estar mejor en un futuro». Ofrecer estabilidad residencial, permite, en sus palabras, «empezar a caminar de vuelta». Otra prueba de la tranquilidad y sosiego que ha supuesto el acceder a una vivienda digna lo cuenta Sidra, en Barcelona: «Este piso para mí es el paraíso. Todo limpio, ordenado, amueblado, sin goteras, no cae ningún techo, no hay cucarachas, ni chinches, ni ratas, ni peligro para los niños. El otro piso era otro mundo. No tenía calefacción, pasábamos mucho frío, los niños enfermaban mucho». De hecho, el miedo a un futuro incierto se incrementa cuando aparecen otros problemas graves de salud en el ámbito intrafamiliar, momento en el que se dimensiona aún más el valor de la estabilidad en una vivienda como lugar de recuperación y reposo.

Por su parte, la falta de asequibilidad se vincula con la priorización de los gastos, apartando otras necesidades básicas para poder cubrir gastos de la casa. Lázaro, del Puente de Vallecas, Madrid, se avergüenza reconociendo que «no hay dinero para seguir cada día la dieta que necesita mi hijo por la diabetes». Además, el grave estrés que padece por culpa de su vivencia incide negativamente en su hipertensión. «No hay seguridad de vida. Evidentemente [tiene impacto en la salud]. Hoy aquí, pero mañana no sabes».

3. La pérdida de la vivienda, y su influencia en la salud psicológica

El problema de vivienda hace resurgir problemas de salud que en muchos casos ya estaban superados. En concreto, la pérdida de la vivienda influye fuertemente en la salud psicológica: estrés postraumático como alteraciones del sueño, nerviosismo, desconcentración o miedo. Así, las personas en proceso de desahucio tienen trece veces más probabilidades de percibir su salud como mala; el 57,3% de los hombres y el 80,9% de las mujeres informan de mala salud (Equipo de Investigación en Desahucios y Salud, 2014). Estos problemas psicológicos desencadenan, entre otras afecciones físicas, el aumento de la hipertensión y de los problemas cardiacos, el empeoramiento de hábitos no saludables como el consumo de tabaco y alcohol, una dieta no saludable, en muchos casos como mecanismos sustitutivos para aliviar la ansiedad.

La expectativa de pérdida de vivienda trae a su vez consigo la posibilidad del cambio de barrio o incluso de municipio de residencia. Ese cambio conlleva en muchos casos el cambio de profesionales de referencia, del centro de salud, de los centros educativos y de los centros de servicios sociales. Esto incide especialmente en el desarrollo de las niñas, niños y adolescentes, obligados a abandonar su círculo social más cercano (el colegio, el vecindario…). Esa pérdida de redes, en muchos casos, implica la pérdida del arraigo en el barrio y el apoyo emocional, y también en forma de servicios no mercantilizados, a través de la solidaridad, como el cuidado de los hijos, etc., que muchas veces representa paras las familias, en particular para las monomarentales.

4. La ocupación por necesidad, un caso paradigmático de emergencia habitacional

La ocupación por necesidad responde a una emergencia habitacional de muchas familias con menores de edad a cargo, sin que para ello se haya seguido ningún tipo de organización o planificación previa. Es la situación a la que se ven abocadas familias que han perdido su vivienda y que no cuentan con alternativa habitacional digna. Las familias tienen que recurrir a estos “alquileres” de viviendas vacías, generalmente en malas condiciones y desestimadas por su baja rentabilidad; “comprar llaves” para poder disponer de un sitio en el que vivir. María, de Villaverde, cuenta cómo tuvo que comprar la suya: «Te dan la llave, te la venden por 1.500 euros; que te echen o no, eso no tiene que ver con ellos, no se hacen cargo. Es jugar a una carta».

Esa ocupación es pacífica y silenciosa, esconde un problema complejo y desconocido con muchos matices que requiere ser estudiado en profundidad para conocer todos los impactos que tiene en los diferentes ámbitos a los que afecta. Se trata de una flagrante vulneración de derechos a la que se ven sometidos estas familias y los vecinos que viven en estos bloques de viviendas y barrios, y, por tanto, que no puede ser reducida a una cuestión de conflictividad social ni ser criminalizada.

Por ejemplo, Ricardo incide con fuerza en que, como en su caso particular, la inmensa mayoría de las familias que están en situación de ocupación lo están por obligación y necesidad al no tener otra alternativa habitacional, y sobre todo no tienen nada que ver con algunas prácticas mafiosas y el tráfico de drogas: «el perfil que se tiene del ocupante está falseado por los medios de comunicación, entre otros. Los que trafican con los pisos son bancas, no trabaja ninguno, son delincuentes, venden drogas…».

Muchas personas relatan angustiadas su impotencia y frustración al enfrentarse a una situación inédita y sobrevenida en sus vidas. Johanna, en el distrito de Tetuán en Madrid: «yo nunca me había visto en éstas», o Lázaro: «nunca en mi vida he estado yo así». Gara, en Tenerife, insiste en que no es un privilegio: «Me metí en una vivienda ocupando, por necesidad, yo no la quería para nada más, la casa estaba bastante mal, destrozada, poco a poco la fui arreglando, más que nada por mis hijas, pero fue un paso esporádico, yo no quería la casa para quedármela ni nada, justo entré en mayo y en junio tenía trabajo, ya yo me iba a ir, a buscar un alquiler para mis hijas [se emociona]». Asimismo, Carolina, de Usera, también lo deja claro: «Vivir ocupando no es ningún privilegio, ocupar no es ningún lujo (…). Mi paz no la negocio con nadie».

Si no se dispone de un refugio donde estar, o si este está amenazado, se convierte en un lugar hostil que genera una inestabilidad muy grave para las personas. No poder ofrecer a tus hijos un espacio seguro convierte la casa en un infierno para todos. De hecho, la mayor parte de las personas entrevistadas expresan sensaciones de nerviosismo, ansiedad e intranquilidad, derivadas de su inestabilidad e informalidad en la vivienda. Viven con el miedo, estrés y angustia de que «tiren la puerta» en cualquier momento y tener que enfrentarse a un procedimiento legal en su contra. Estos trastornos de ansiedad cronificados se vinculan a problemas musculares y digestivos, cefaleas o cansancio. Lo relata Eliana, que se encontró ocupando sin su conocimiento: «Me estresé mucho cuando nos dijeron que estábamos ocupando la vivienda. Dijimos que habíamos pagado un alquiler y fianza. Denunciamos y empezamos a acondicionar la casa. (…) Con la ansiedad me daban ganas de comer, y a veces estaba deprimida y no sabía por qué. Hasta que llegó Esther [trabajadora de Provivienda] y nos dijo que estábamos ‟ocupando‟; es cuando nos dimos cuenta de que nos habían estafado».

Además, son situaciones que se prolongan y enquistan en el tiempo, sin que estas personas reciban siempre información suficiente sobre los pasos a seguir. Gema, en Villaverde, cuenta cómo le provoca mucho malestar, estrés y depresión: «Lo que voy a contar es la verdad, que estamos de ocupas, que antes teníamos trabajos, pero ahora solo tenemos la RMI. (…) Estoy muy cansada de esta vida, quiero salir adelante pero a veces caigo en depresión. A veces me encuentro contenta pero a veces me veo ahogada. (…) No queremos vivir por el morro, como dice la gente, queremos vivir con la conciencia tranquila pagando nuestros gastos y todo (…). Lo único que pido es tener una vivienda, poder pagar nuestras cosas, vivir tranquilos sin tener el ahogo de pensar todos los días que nos van a echar a la calle, y un trabajo y salud para poder seguir adelante».

5. ¿Qué se puede hacer?

Se trata de un estrés muy profundo que muchas veces requeriría de una intervención en consecuencia. El miedo, la vergüenza, la incertidumbre y las depresiones que se apoderan de estas personas dificultan gravemente su capacidad de llevar una vida normalizada y tomar decisiones adecuadas. Por otro lado, se ven inmersos en interminables gestiones administrativas para tratar de conseguir la regularización de su situación, mediante un alquiler social, a un precio asumible por los reducidos ingresos de la familia. A su vez, muchas veces se ven ahogados en procedimientos judiciales que generan, sobre todo, frustración.

Sin embargo, vivir en estado de permanente alerta y agobio provoca incluso que muchas personas desatiendan sus problemas de salud. Lázaro intuye también la posible presencia de problemas de salud asociados a su situación de incertidumbre vital: «Ignoro mis problemas de salud, los ignoro pero sé que están». Cuenta, en referencia a su decisión de permanecer en la vivienda pese a la ilegalidad de su situación, que: «La inseguridad y la incertidumbre te acompaña en el día a día, esto es lo más grave». Se podría equiparar los problemas de salud asociados a la vivienda con las enfermedades profesionales. Los casos de ansiedad pueden generar a largo plazo casos de enfermedades más graves causadas por los problemas actuales con la vivienda.

La mejor política de prevención de la salud es una política de vivienda inclusiva. Desde la acción pública es fundamental generar alternativas residenciales asequibles para garantizar el derecho a la vivienda y a la salud de todas las personas, y en particular de las más vulnerables, las que sufren procesos de desahucio, gran parte de estas con menores de edad a cargo, que dejan en un grave dilema a muchas de las familias afectadas: vivir en la calle o habitar una vivienda propiedad de una entidad bancaria.

Por su parte, desde la intervención social se debe acompañar a las personas para devolverles un hogar. Las paredes son importantes, pero solo en la medida que se convierten en un hogar seguro. En este proceso, los y las profesionales deben a su vez generar convivencia y socialización, fortalecer los lazos comunitarios perdidos.

Bibliografía

Bachelard, G. (1957). La poétique de l’espace. Paris: Les Presses Universitaires de France, 3e édition, 1961, 215 pp. Première édition, 1957. Collection: Bibliothèque de philosophie contemporaine.

Comisión Europea (2019). Informe sobre España 2019, con un examen exhaustivo en lo que respecta a la prevención y la corrección de los desequilibrios macroeconómicos.

Equipo de Investigación en Desahucios y Salud (2014). Estado de salud de la población afectada por un proceso de desahucio.

Mikkonen, J., & Raphael, D. (2010). Social Determinants of Health: The Canadian Facts. Toronto: York University School of Health Policy and Management.

Provivienda (2018). Cuando la casa nos enferma. La vivienda como cuestión de salud pública. Madrid, octubre de 2018.

Rey del Castillo, J. (2015). «Análisis y propuestas para la regeneración de la sanidad pública en España». Fundación Alternativas.

[1] En el BOE de 10 de abril de 2019 ha sido publicada la  Resolución de 3 de abril de 2019, del Congreso de los Diputados, por la que se ordena la publicación del Acuerdo de Convalidación del Real Decreto-Ley 7/2019, de 1 de marzo, de medidas urgentes en materia de vivienda y alquiler.

 

Número 2, 2019

 

A fondo

Gran Recesión y salud en España

Esteban Sánchez Moreno

Facultad de Trabajo Social, Universidad Complutense de Madrid

 

La crisis económica que comienza en 2008, conocida como la Gran Recesión, constituyó un eje de inflexión a nivel global. En efecto, la fase de crecimiento previa desembocó en una recesión económica solo comparable, por su gravedad y la de sus efectos, con la Gran Depresión de comienzos del siglo XX. Se trata, por tanto, de un periodo central para comprender las sociedades contemporáneas, siendo sus efectos un elemento fundamental para la comprensión de dichas sociedades en el momento de escribir estas líneas. El presente artículo tiene como objetivo abordar, precisamente, algunas de dichas consecuencias. En concreto, en los párrafos que siguen se abordará el impacto de la Gran Recesión en la salud y en la calidad de vida, con especial referencia a la población residiendo en España. Se trata de dilucidar la medida en la cual el bienestar en nuestro país se vio afectado por el impacto de las crisis. Pero no solo se busca determinar el posible efecto de la crisis en la salud, sino también de comprender los mecanismos a través de los cuales se produce dicha relación. Y para ello, la hipótesis que se defenderá es que el impacto negativo de la recesión de 2008 en España solo puede comprenderse adecuadamente en el marco de la organización social de las desigualdades y el impacto de la crisis en nuestros esquemas de estratificación social.

1. La salud va por barrios

Se ha hecho ya popular esta frase: “El código postal es más importante para predecir tu salud que el código genético”. En un principio, esta afirmación puede parecer exagerada. Y de hecho lo es o, cuanto menos, se trata de una sobreactuación premeditada para poner sobre la mesa el debate en torno a la influencia de los procesos sociales en la salud y la enfermedad de las personas. Porque lo cierto es que la pobreza mata. Y en este caso no estamos ante una exageración. No solo porque existen contextos geopolíticos y sociales en los cuales la pobreza es pobreza entendida absoluta, causa de muerte prematura de forma evidente (por ejemplo, en muchos países del conteniente africano); no solo porque en determinadas sociedades la pobreza está inexorablemente ligada a una violencia estructural que es causa de muerte (piénsese en ciudades Latinoamericanas como San Salvador, Ciudad Juárez o los sectores de favelas en Río de Janeiro). En nuestro entorno más cercano, en las sociedades del bienestar, también la pobreza está vinculada a una mayor tasa de mortalidad. Esta es la conclusión de la investigación que en 2017 publicó la célebre revista The Lancet, que analizó los determinantes de la muerte prematura en un estudio multicohorte con 1,7 millones de personas. Los resultados mostraron que un estatus socioeconómico bajo estaba asociado con una reducción de 2,1 años en la esperanza de vida entre los 40 y los 85 años. Este resultado se obtuvo con una muestra procedente de siete países diferentes; ninguno de ellos era africano, ni latinoamericano, la lista no incluye La India, o países asolados por la guerra. Eran el Reino Unido, Francia, Suiza, Portugal, Italia, Estados Unidos y Australia.

La salud no se distribuye de manera aleatoria, las enfermedades no responden únicamente al azar, ni siquiera exclusivamente al azar genético. De hecho, existe una ingente evidencia empírica que pone de manifiesto que existe una conexión directa entre desigualdades sociales y desigualdades en salud, un gradiente que sugiere que la estratificación en nuestras sociedades incluye una estratificación socioeconómica de la salud y una desigual prevalencia (e incidencia) de las enfermedades en función de factores como los ingresos, el nivel educativo, el estatus de empleo o el capital social.

2. Estratificación social, salud y Gran Recesión en España

La crisis de 2008 tuvo una dimensión global, pero lo cierto es que sus efectos fueron tanto cuantitativa como cualitativamente específicos en los diferentes países que la sufrieron. En el caso de España, uno de dichos efectos consistió en una reconfiguración de la estratificación social, en la consolidación de un modelo de desigualdad basado en la exclusión social. Esta consolidación implica tanto un incremento de las desigualdades (y una cierta polarización de la población en términos socioeconómicos) como una redefinición del riesgo socioeconómico, que se ha convertido en una realidad transversal en nuestra sociedad. Lo cierto es que el incremento de las desigualdades socioeconómicas en España durante la Gran Recesión está sobradamente documentado (véase el Informe Foessa de 2014). No es este el momento de analizar este proceso ni sus causas (la profunda segmentación de nuestro mercado de trabajo, la elección de políticas de austeridad para abordar las consecuencias macroeconómicas de la crisis, un mercado de vivienda afectado por un gran riesgo financiero, etc.).

Lo importante para los objetivos de este artículo consiste en vincular este incremento de las desigualdades sociales en España durante la crisis, por un lado, y la evidencia en torno a la existencia de un gradiente social en la salud y la enfermedad, por otro. La Gran Recesión afectó de manera importante en la salud de la población europea, y España no es una excepción a un proceso que supuso un riesgo claro para la población en un amplio número de indicadores de salud y calidad de vida. La evidencia empírica al respecto es clara: la crisis de 2008 tuvo un impacto negativo en la salud de la población española.

Para comprender los procesos que explican dicho impacto es preciso mirar en diversas direcciones. En primer lugar, una crisis como la que nos ocupa genera necesariamente una situación de incertidumbre y vulnerabilidad que puede poner en riesgo el bienestar psicológico y la salud mental de la población. Más aún cuando la profundidad y gravedad de la crisis viene acompañada de un desarrollo temporal especialmente dilatado, como ocurrió en el caso español. En segundo lugar, la crisis llevó a un número creciente al deterioro de su situación económica, situando a millones de personas, incluidos menores, por debajo del umbral de la pobreza. Los ajustes familiares necesarios para afrontar la pobreza cobran diversas formas, siendo una de las más importantes un ajuste del presupuesto del hogar que puede implicar decisiones potencialmente negativas para la salud: reducción del presupuesto en alimentación, en medicinas y en cuidados de la salud, en hábitos saludables, en mantenimiento de las condiciones de habitabilidad del hogar (calefacción, suministros), etc. En tercer lugar, la situación de estrés psicosocial generada típicamente en los periodos de recesión económica se asocia con conductas de afrontamiento que suponen un riesgo para la salud, como por ejemplo el consumo de tabaco, drogas y alcohol. En cuarto lugar, las políticas utilizadas para afrontar los efectos macroeconómicos de la Gran Recesión se basaron por entero el concepto de austeridad, dando lugar a un retroceso sobresaliente en las políticas de bienestar y protección social. En España estos recortes no solo afectaron a la cobertura sanitaria y al copago en medicinas, sino también a las políticas de dependencia, familiares, por citar tan solo dos de ellas. Este retroceso del Estado de Bienestar constituye igualmente una causa potencial del deterioro de la salud de las personas.

Como puede apreciarse, todos estos elementos giran en torno –en mayor o en menor medida– al crecimiento de las desigualdades sociales. Dicho de otra forma, tenemos sobre la mesa un puzle con tres elementos: sabemos que existen un gradiente socioeconómico en la distribución social de la salud y las enfermedades; sabemos además que las desigualdades socioeconómicas aumentaron en España de manera profunda y sostenida desde 2008 y que solo muy recientemente esta progresión se ha revertido; sabemos que la Gran Recesión tuvo un impacto negativo sobre la salud de la población, en términos generales. En este puzle, todas las piezas encajan, siempre y cuando seamos capaces de establecer un vínculo que implique una conexión entre crisis y salud a través de las desigualdades sociales.

Esta hipótesis articula el estudio, recientemente publicado bajo el título Gran Recesión, desigualdades sociales y salud en España, editado por la Fundación FOESSA. Este estudio abordó la conexión entre crisis y salud situando en el centro de esta conexión las desigualdades socioeconómicas. Para ello, dichas desigualdades se definieron a dos niveles. En primer lugar, se incorporó un indicador de desigualdad económica “clásico”, los ingresos y, en concreto, la distribución de la población en quintiles según sus ingresos. Se trata de una forma ampliamente utilizada de medir la desigualdad, ya que refleja la forma en la cual un individuo (o un hogar) se diferencia con respecto a otro individuo (u otro hogar) en cuanto al presupuesto disponible.

En segundo lugar, se incorporaron indicadores de desigualdades a nivel agregado, es decir, no interindividuales, sino desigualdades sociales en sentido estricto. Nos referimos aquí a la medida en la cual las sociedades son más o menos igualitarias, más o menos desigualitarias. Por ejemplo, ¿cuál es el porcentaje de la población que se encuentra en situación de exclusión social? ¿Y cuál es el porcentaje en situación de pobreza? ¿Cuál es la tasa poblacional de desempleo de larga duración? La hipótesis que subyace es que el desempleo, o la pobreza, o la exclusión, no solo tienen un efecto sobre la persona en situación de desempleo, de pobreza o de exclusión, sino que también tienen un efecto especialmente relevante sobre todas las personas en dicha situación y sobre toda la población en general. En el estudio citado se consideró a la población según su comunidad autónoma de residencia, y se realizaron análisis que incluían indicadores agregados para cada comunidad. En concreto, las variables utilizadas fueron los porcentajes de la población de las comunidades autónomas en situación de privación material, pobreza y baja intensidad laboral (es decir, tres dimensiones de la exclusión social) y la tasa de desempleo de larga duración. Además, para asegurar la validez de los resultados, se introdujeron dos variables de control, el PIB per cápita y el gasto sanitario (como porcentaje de PIB de cada comunidad autónoma).

Es importante recordar que nuestra hipótesis establece que el impacto de la Gran Recesión en la salud podría comprenderse, parcialmente, a través de la desigualdad socioeconómica. Por ello, para contrastar dicha hipótesis era vital contar con datos longitudinales, es decir, con medidas repetidas en el tiempo. Afortunadamente, la Encuesta de Calidad de Vida del Instituto Nacional de Estadística proporciona dichos datos, en oleadas de cuatro años. Se eligió aquella que medía los años 2008, 2009, 2010 y 2011, para poder analizar adecuadamente el papel de la desigualdad en una medida de salud general durante los primeros años de la recesión.

Pues bien, nuestros resultados mostraron que el quintil de ingresos en el cual se encuentran los individuos tiene un efecto en la evolución de la salud durante la crisis, en el sentido esperado: a menos ingresos mayor es el deterioro de la salud. Pero, además, y tal vez más importante, los resultados mostraron que la distribución social de la desigualdad también tuvo un impacto en la salud, de manera que las poblaciones con mayores porcentajes de población en situación de privación material y que viven en un hogar con baja intensidad laboral. Más aún, la tasa de desempleo de larga duración también mostró un efecto negativo en la salud de la población.

3. Así pues, la salud va por barrios

Lo explicábamos recientemente en la entrevista: “La salud va por barrios”.

Estos resultados no debieran ser sorprendentes. Richard Wilkinson y su equipo de investigación han mostrado reiteradamente que las sociedades más desigualitarias son –comparadas con sociedades más igualitarias– peores para el bienestar de su población en un amplio rango de indicadores: mortalidad, salud, incidencia de enfermedades, felicidad, violencia, comisión de delitos. Se trata de una hipótesis y de una línea de investigación que se muestra especialmente relevante para explicar los efectos perversos de los procesos macrosociales en el bienestar de las sociedades.

En nuestro caso, los resultados descritos y los argumentos esgrimidos apuntan a una realidad preocupante: la sociedad española contemporánea (y, con probabilidad razonable, las sociedades europeas en general) ha experimentado cambios tan profundos que el bienestar y el acceso al mismo se ha visto también modificado. Siendo más precisos, podríamos señalar que en España la crisis de 2008 supuso la consolidación de un nuevo modelo de desigualdad –basado en procesos de exclusión– que ha problematizado, deteriorado, el bienestar de una proporción creciente de su población. Los resultados anteriormente expuestos son evidentes: cada vez más, la salud va por barrios. Y más aún: seguramente cada vez son más los barrios donde la salud comienza a ser un problema social. El deterioro de las condiciones de vida de las clases medias –diseccionado recientemente en un estudio realizado para la OCDE bajo el revelador título Bajo presión: la clase social exprimida– coincide con el incremento del protagonismo de los procesos descritos.

Es un deterioro que en España se asocia claramente a un mercado de trabajo cada vez más segmentado, cada vez más flexible, cada vez menos caracterizado por la estabilidad biográfica y cada vez más afectado por la precariedad. En la investigación Gran Recesión, desigualdades sociales y salud en España, analizando datos de las ediciones de 2006 y 2012 de la Encuesta Nacional de Salud, se comprobó que la relación de los diferentes estatus de empleo (empleo estable, temporal, desempleo, desempleo de larga duración, trabajo autónomo y jubilación) prácticamente se invirtió después de la crisis de 2008. Así, por ejemplo, en 2006 las dos situaciones que en mayor medida se relacionaban con un deterioro de la salud mental eran el desempleo y la jubilación; además, tener un trabajo temporal se relacionaba con peor salud mental y se empresario o autónomo no tenía un impacto significativo. Pues bien, en 2012 esta última relación se invierte (son los autónomos los que muestran mala salud mental) y la asociación con el deterioro psicológico ser reduce de manera sobresaliente en el caso de las personas jubiladas. Este último grupo, de hecho, se convirtió en uno de los ejes familiares para afrontar el deterioro en indicadores como los ingresos, o la baja intensidad y participación laboral. Si se permite la exageración, se trata del mundo al revés: nuestros/as pensionistas como soporte económico de la población activa.

4. Actuamos o enfermamos: los retos para la acción social

Como puede apreciarse, la Gran Recesión no puede definirse únicamente como una coyuntura de deterioro de la economía, sino más bien como la consolidación de una transición hacia una fase productiva asociada a un sistema de estratificación social basado en el concepto de exclusión. Este modelo ha problematizado de manera sobresaliente, especialmente en España, la comprensión del bienestar, hasta el punto de que las clases medias aparecen como protagonistas de un deterioro socioeconómico que puede describirse como un incremento de las desigualdades en los ingresos y una profunda segmentación del mercado de trabajo que resulta en un incremento de la precariedad y una ampliación de las ocupaciones afectadas por dicha precarización.

Es innegable que una década después de que estallara la crisis la coyuntura económica ha mejorado, lo que ha tenido un efecto positivo en las tasas de desempleo y en los presupuestos de los hogares. Pero es igualmente innegable que esta recuperación tiene un semblante muy diferente al del periodo de crecimiento económico previo a la crisis. El modelo ha cambiado, la exclusión social, la ampliación de las desigualdades y la problematización del mercado de trabajo son procesos característicos de nuestra sociedad. En conclusión, es razonable pensar que también persisten los riesgos relacionados con la salud descritos en este artículo. Este es, tal vez, uno de los retos de futuro para la sociedad española, un reto que consiste en diseñar acciones que redunden en una mejora de la salud y de la calidad de vida de nuestra población. En el diseño de estas acciones es absolutamente indispensable incorporar una dimensión colectiva. Si, tal y como hemos visto, procesos agregados están en el origen del deterioro de la salud, también es posible incidir en acciones que mejoren la calidad de vida. La dimensión comunitaria es vital en este punto, como también lo es una acción transformadora que contribuya a reducir las desigualdades sociales y que permita cimentar la mejora del bienestar de nuestra sociedad en criterios de justicia social.

5. Bibliografía

OCDE (2019) Under Pressure: The Squeezed Middle Class. París: OECD Publishing. https://doi.org/10.1787/689afed1-en

Sánchez Moreno, Esteban; de la Fuente Roldán, Iria-Noa; y Gallardo Peralta, Lorena (2019). Gran Recesión, desigualdades sociales y salud en España. Madrid: Fundación FOESSA.

Stringhini, S., Carmeli, S., Jokela, M., Avendaño, M., Muennig, P., Guida, F., Kivimäki, M. (2017). Socioeconomic status and the 25 × 25 risk factors as determinants of premature mortality: a multicohort study and meta-analysis of 1·7 million men and women. The Lancet, 389, 1229-1237.

Wilkinson, R. G. y Pickett, K. E. (2018). Igualdad. Cómo las sociedades más igualitarias mejoran el bienestar colectivo. Madrid: Capitán Swing.

 

Número 2, 2019

 

En marcha

La construcción de un modelo, la construcción de una realidad mejor

José Luis Graus Pina

Socio trabajador en Redes Sociedad Cooperativa

 

1. ¿Quiénes somos?

Unas palabras para presentar la entidad de la que formo parte y sobre la que vamos a hablar. Redes Sociedad Cooperativa Madrileña[1] es una entidad de iniciativa social sin ánimo de lucro que lleva trabajando más de 20 años, sobre todo en el distrito madrileño de Carabanchel, con personas en situación de vulnerabilidad y con riesgo de exclusión social.

Lo primero que quiero reseñar es que hablamos de un proyecto cooperativo. Este proyecto es impulsado por cinco mujeres que llevaban tiempo trabajando en proyectos sociales en el barrio de Pan Bendito ubicado en el distrito anteriormente citado. Estas mujeres decidieron que la fórmula que mejor recogía lo que querían para sí y para la zona en la que trabajaban, era la propuesta cooperativa. En Madrid el tercer sector está conformado sobre todo por asociaciones y fundaciones. Somos pocas, las cooperativas.

Otro elemento importante es que nuestro proyecto se conforma en el marco de la economía social y solidaria, inquieta y preocupada por el bien común. Somos un proyecto laboral y empresarial que, reconociendo la importancia de la economía, la ubica en un orden inferior a la persona. La economía se encuentra al servicio de la persona y del bien común.

Y por último quiero reseñar que nuestro proyecto cooperativo se ha centrado en el trabajo con personas que se encuentran en situación de vulnerabilidad, de desventaja, de riesgo de exclusión social. Pensamos que la transformación social que buscamos tiene como lugar prioritario aquellas personas que por un motivo u otro tienen menos oportunidades que el resto.

2. Construir un modelo nuevo (proceso de gestación)

Desde el año 2010 veníamos funcionando con un “modelo de intervención” explícito, que reconociendo la centralidad de la persona estaba basado, sobre todo, en la acción profesional interdisciplinar y multidisciplinar[2]. Este modelo estaba muy centrado en lo que nosotras sabíamos hacer y en los requerimientos de aquellas entidades (públicas o privadas) que financiaban los proyectos que realizábamos.

Los largos y duros años de la crisis nos fueron haciendo ver que, en muchas ocasiones lo que hacíamos siendo necesario, no era suficiente. El paso del tiempo nos puede llevar a hacer las cosas porque “siempre lo hemos hecho así”, o bien porque otros, (quien financia, generalmente) nos pide que lo hagamos así.

Por este motivo en noviembre de 2016 iniciamos un proceso que tenía como meta generar un nuevo modelo que respondiera mejor a las personas que cada día acudían a ella. Enseguida nos dimos cuenta que esta empresa no podíamos realizarla solas, que íbamos a necesitar contar con el apoyo, el contraste, la orientación de diferentes personas. Centramos nuestra atención en dos perfiles de personas; por un lado, quienes supieran más que nosotras y tuvimos la fortuna de contar con la ayuda de Kiko Lorenzo de Cáritas Española y de Santa Lázaro y Eva Rubio de la Universidad Pontificia de Comillas. Ellas, en diferentes momentos modos y en diferentes tiempos, nos ayudaron a comprender la realidad de forma global, nos ayudaron a pensar y nos contrastaron.

Pero intuíamos que esa no era la única voz necesaria en este proceso y desde el primer momento tratamos de incluir la voz y la realidad de las personas que participan en las diferentes actividades de Redes, para lo que tuvimos dos grandes momentos de encuentro con ellas; uno de las diferentes coordinadoras de programas y diferentes personas que participaban en los servicios de la entidad y que versó sobre las necesidades que teníamos que satisfacer para poder vivir a gusto y bien. En este espacio pudimos constatar que todas las personas podemos encontrarnos en el lenguaje de la necesidad y qué era importante el modo de tratar de resolverlas. El otro momento fue la generación de diferentes grupos de personas que participan en las actividades de Redes, de todas las edades y de todos los servicios, en el que pudieran hablar de su percepción de lo que funciona, de lo que debería cambiar, de lo que se debería implementar.

3. Concretando la propuesta

Nos parece importante poder ubicar en el centro el objetivo que todas queremos conseguir y alrededor del mismo los ejes implicados en su consecución.

En primer lugar, el contexto social, ya que no podemos plantearnos ningún trabajo que tenga en cuenta el contexto en el que viven las personas que participan de las actividades y servicios de nuestra entidad. El contexto tiene que cambiar algunas cuestiones para poder acoger la realidad de estas personas y por otro lado el contexto es elemento agente que facilita y promueve algunos cambios. Por ejemplo, cuando una de las necesidades de las personas es obtener un empleo, si ese empleo no garantiza los ingresos mínimos para vivir y lo hace en condiciones de dignidad y justicia, no parece una buena alternativa. Habrá que trabajar en el contexto para que pueda generar propuestas de empleo que promuevan la mejora de la situación de las personas.

Hablar de contexto, también, es hablar de entorno, de territorio, de comunidad que vela por el bienestar de sus miembros, de sus vecinos, de sus ciudadanos. El contexto tiene que verse interpelado y urgido por nuestra propuesta de trabajo.

El segundo eje, son las personas que participan en las actividades y servicios de Redes. Ellas también tienen que poder evaluar su situación, reconocer sus fortalezas y debilidades, imaginar un itinerario y un proceso posible que poco a poco vaya provocando la mejora de la situación. Provocando esta mejora también contribuye a la mejora del contexto.

Por último, el tercer eje, la acción profesional, de quienes estamos acompañando la situación. De algún modo también tenemos que vernos interpeladas en la búsqueda común de este objetivo. Nuestra acción está al servicio de las personas. Esta acción tiene que ser coherente con la forma de ser y de hacer, tanto de nuestra entidad, como de nosotras mismas.

Como resultado de esta primera fase de trabajo sobre los tres ejes: se identificaron una serie de áreas clave o ámbitos que sintetizan los aspectos más relevantes. Hacen referencia a situaciones o factores que han de tenerse en cuenta en nuestra acción como profesionales. En el gráfico que aparece a continuación se presenta el conjunto de categorías y su correspondencia con los tres ejes tal como resultó del primer trabajo de análisis.

A partir de esta información nos dimos cuenta de que existían elementos comunes, categorías que hacían referencia a las mismas o a muy similares realidades y conceptos. Consideramos este hecho como un indicio de su relevancia para definir el modelo de acción.

Por ello, en una segunda fase de trabajo procedimos a realizar un análisis más profundo de estos elementos comunes, tratando de identificar nexos de unión entre lo social, lo personal/relacional y lo profesional, buscando nuevos significados unificadores y procediendo finalmente a un trabajo de ordenamiento, depuración y delimitación que nos llevó a identificar cinco ámbitos o áreas esenciales que consideramos necesario que se contemplen en nuestro trabajo en REDES, que identificamos con las siguientes palabras clave: Vínculo, Salud, Estabilidad, Identidad y Competencias.

Por tanto, la acción profesional, de forma global y transversal a servicios y proyectos, trabajará desde una siguiente perspectiva que necesariamente habrá de considerar los siguientes objetivos:

  • Promover el establecimiento de VÍ
  • Trabajar desde una perspectiva de promoción de la SALUD INTEGRAL.
  • Desarrollar acciones que promuevan la percepción de ESTABILIDAD.
  • Contribuir al fortalecimiento y el desarrollo de la IDENTIDAD.
  • Proporcionar herramientas para el desarrollo de COMPETENCIAS.

Algunas implicaciones

Hacer esta apuesta ha tenido una serie de implicaciones en nuestra entidad. Hemos tenido que modificar nuestra forma de organización. Veníamos haciéndolo en programas disciplinares (Atención Terapéutica, Trabajo Social, Educación…), para pasar a organizarnos en función de las personas con las que trabajamos (Personas Mayores, Infancia y Familia, Trabajo Comunitario…) con todo el cambio cultural que supone para la organización.

Implica una revisión profunda de las herramientas y procedimientos que venimos operativizando, para garantizar la consecución del objetivo.

Nos permite seguir desarrollando con mayor precisión una atención centrada en la persona y no tanto una atención centrada en el servicio o en el proyecto. Desde esta óptica los recursos, los servicios se transversalizan en función de las situaciones personales.

Y algunos retos

Tenemos por delante varios retos a la hora de implementar el nuevo modelo:

  • Buscar en todo momento la participación y el concurso de los tres ejes implicados en el proceso de construcción colectiva.
  • Identificar los medios adecuados para implementar el modelo, sin generar más trabajo del necesario.
  • Lograr que todos los miembros de la entidad estén alineados desde este nuevo modelo.
  • Repensar permanentemente nuestra práctica y garantizar que está respondiendo al objetivo que nos hemos propuesto.
  • Demostrar su idoneidad. Proponer un plan de evaluación desde el primer momento que nos ayude a ver la validez de este nuevo modelo.

Estamos muy ilusionadas con esta propuesta de trabajo que nos ocupa y esperamos que pueda ser una buena alternativa tanto para las personas como para la realidad y la entidad.

 

[1] Para más información www.redescooperatica.com https://www.facebook.com/redescooperativa/ @RedesCoop

[2] La cooperativa cuenta con diferentes perfiles profesionales para llevar a cabo su trabajo; educadoras sociales, psicólogas, trabajadoras sociales, pedagogas…

 

Número 2, 2019