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Reducir el empleo, ampliar los trabajos

Por Imanol Zubero.

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Orientar la acción social y las políticas sociales desde las necesidades de los hogares: el presupuesto de referencia para unas condiciones de vida dignas

Por Thomas Ubrich.

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La persona en el centro…, o ¿no?

Por Mª Carmen Nieto.

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Reducir el empleo, ampliar los trabajos

Imanol Zubero. Sociólogo

 

En nuestra sociedad mantenemos vigente una cultura del trabajo en la que identificamos el trabajo con el empleo, pero donde lo no remunerado no es trabajo. Sin embargo, nos encontramos en un contexto económico que no necesita del empleo para todos; ni dibuja trayectorias profesionales estables y con capacidad de dar identidad; tampoco garantiza la integración social ni la situación de no pobreza material. En suma, hay un choque frontal entre la cultura y la realidad que conviene explorar probablemente para apostar por otra cultura del trabajo que posibilite un desarrollo social justo y solidario.

 

La pesadilla de una sociedad de trabajo sin trabajo (decente)

La Edad Moderna trajo consigo la glorificación teórica del trabajo, cuya consecuencia ha sido la transformación de toda la sociedad en una sociedad de trabajo. […] Nos enfrentamos con la perspectiva de una sociedad de trabajadores sin trabajo, es decir, sin la única actividad que les queda. Está claro que nada podría ser peor. Esta reflexión de Hannah Arendt en las primeras páginas de su obra de 1958 La condición humana (Arendt, 1993: 17) es citada a menudo como anticipación de una realidad que hoy sufren millones de personas en todo el mundo.

En su informe Perspectivas sociales y del empleo en el mundo: Tendencias 2023 la OIT prevé que el desempleo a escala mundial alcance en 2023 a 208 millones de personas, lo que vendría a suponer una tasa de desempleo mundial del 5,8 por ciento. La situación es mucho peor si hablamos no de ausencia de trabajo sino de ausencia de trabajo decente, es decir, de una actividad laboral que se realiza al amparo del diálogo social tripartito, a cambio de una retribución suficiente para garantizar una vida digna, que da acceso a derechos laborales fundamentales, sin discriminaciones de género ni de ningún otro tipo y que es experimentada por la persona trabajadora como una actividad con sentido. Si a todo esto añadimos el factor de utilidad social y sostenibilidad ecológica hemos de concluir que, sin duda, nos encontramos en la situación arendtiana de una sociedad de personas trabajadoras sin trabajo decente.

Nuestro problema con el trabajo (sí, sé que en realidad debería decir empleo) no es que una nueva ola de automatización sustituya a millones de vendedoras y vendedores, contables, minoristas, supervisoras y supervisores, agentes inmobiliarios o de viajes, mecanógrafos y mecanógrafas, almacenistas, etc. Nuestro auténtico problema es que sigamos impulsando trabajos de mierda (Graeber, 2018), actividades carentes de sentido, innecesarias y perniciosas: turismo internacional masivo, reparto de comida basura a domicilio, megaeventos deportivos y culturales, difusión a través de las redes sociales de estilos de vida idiotas y productos audiovisuales inanes, consumismo low-cost recreativo y hasta terapéutico, construcción de más y más edificios y carreteras… Actividades todas ellas que comparten las mismas alarmantes características: exigen un alto y continuo suministro de energía, mercantilizan cada vez más ámbitos de nuestra vida, agreden a los ecosistemas y se sostienen solo por la explotación y la degradación de otras personas.

Junto al ya citado de Hannah Arendt, hay otro texto clásico sobre el futuro del trabajo que nos resultará familiar: me refiero a la famosa conferencia de Keynes en 1930 titulada Las posibilidades económicas de nuestros nietos (Keynes, 1988), en la que el destacado economista nos anunciaba dos noticias relativas al futuro del trabajo, una buena y otra mala. La buena, que gracias al progreso técnico la humanidad está resolviendo su problema económico de manera que llegará un momento en que tendremos que trabajar mucho menos para satisfacer todas nuestras necesidades materiales: En unos pocos años –quiero decir en el curso de nuestra vida- podemos ser capaces de realizar todas las operaciones de la agricultura, minoría e industria con la cuarta parte del esfuerzo al que estamos acostumbrados, afirmaba Keynes. Como consecuencia de esta victoria sobre la necesidad por primera vez, desde su creación, el hombre se enfrentará con su problema real y permanente: cómo usar su libertad respecto de los afanes económicos acuciantes, cómo conseguir ocupar el ocio que la ciencia y el interés compuesto le habrán ganado, para vivir sabia y agradablemente bien (1988: 327 y 329).

Pero esta buena, excelente noticia, venía acompañada de otra no tan buena: que aún no había llegado ese tiempo de vernos liberadas de la necesidad económica, que al menos durante todo un siglo tendríamos que seguir habitando un mundo guiado por la lógica economicista: Por lo menos durante otros cien años debemos fingir nosotros y todos los demás que lo justo es malo y lo malo es justo; porque lo malo es útil y lo justo no lo es. La avaricia, la usura y la cautela deben ser nuestros dioses durante todavía un poco más de tiempo, pues sólo ellos pueden sacarnos del túnel de la necesidad económica y llevarnos a la luz del día (Ibid.: 332-333).

¿Hacia dónde vamos? ¿Hacia la pesadilla de un mundo-de-trabajo sin trabajo o hacia el sueño de una sociedad liberada de la necesidad de trabajar? ¿Qué futuro queremos construir? ¿Cuánto tiempo más vamos a seguir guiándonos por la avaricia y la usura?

 

Sobra empleo, falta trabajo

En primer lugar, es necesario reflexionar sobre el propio concepto de trabajo. De forma generalizada tendemos a reducir el trabajo al empleo, excluyendo de esta manera todas aquellas actividades imprescindibles para la supervivencia social y material de las sociedades y los individuos que no pasen por el estrecho espacio del mercado y el precio. Actividades y tareas tan esenciales como son el trabajo doméstico, el trabajo de cuidados, las actividades de voluntariado, la participación cívica, la ayuda mutua, los intercambios solidarios… Porque un empleo no es, en principio, nada más que un trabajo a cambio del cual recibimos un pago monetario en el mercado. La única diferencia entre cocinar para mí, para mi familia y mis amistades, o para un comedor solidario, y hacerlo para un restaurante está en la obligación o no de pagar a cambio de la comida consumida: sólo en caso de que medie el pago hablamos de empleo.

La economía y la sociología feministas han sido pioneras en la denuncia de esta reducción de todos los trabajos socialmente necesarios a la categoría de empleo, operación mediante la cual se han invisibilizado (siempre con sesgo de género y de clase) ciertas tareas (des)calificadas por su ubicación en el ámbito de lo reproductivo, de lo doméstico, de lo privado, de lo relacional o de lo no-mercantil. ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith?, inquiere provocadoramente Katrine Marçal (2016). Si la pregunta fundamental de la economía es, según esta autora, ¿cómo llegamos a tener nuestra comida en la mesa?, Adam Smith ha pasado a la historia como la persona que (supuestamente) halló la explicación definitiva: en sociedades complejas como la nuestra, los procesos de producción, elaboración, distribución y apropiación de los bienes y servicios que consumimos a diario constituyen una intrincada red de acciones coordinadas que abarca todo el planeta. ¿Qué es lo que cohesiona todos estos procesos? La respuesta de Smith es bien conocida: No es la benevolencia del carnicero, el cervecero, o el panadero lo que nos procura nuestra cena, sino el cuidado que ponen ellos en su propio beneficio. No nos dirigimos a su humanidad sino a su propio interés, y jamás les hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas (Smith, 2014: 46). Es el interés de todas y cada una de las personas que participan de tales procesos el que hace que el conjunto funcione correctamente, sin necesidad de que nadie tenga que planificar el conjunto.

Pero resulta que Smith pasó toda su vida cuidado por su madre viuda, Margaret Douglas, y su prima soltera, Janet Douglas, de manera que este pudiera dedicarse en cuerpo y alma a desarrollar su muy influyente obra. Cuando Adam Smith se sentaba a cenar –escribe Marçal-, pensaba que si tenía la comida en la mesa no era porque les cayera bien al carnicero y al panadero, sino porque estos perseguían sus propios intereses por medio del comercio. […] Sin embargo, ¿era así realmente? ¿Quién le preparaba, a la hora de la verdad, ese filete a Adam Smith?.  Si Smith tenía asegurada la comida no era sólo porque los comerciantes sirvieran a sus intereses comerciales sino porque su madre y su prima se encargaban de ponérsela en la mesa todos los días. La mirada a la que nos invita Marçal actúa como marco que desnaturaliza el paradigma económico dominante y desvela sus fundamentos en última instancia imposibles, por reduccionistas, si no es mediante la ocultación de esa segunda economía que, al igual que ocurre con el segundo sexo, existe y actúa siempre a la sombra de esa primera economía -realmente única economía- productiva, mercantil y patriarcal. Se mire por donde se mire –concluye Marçal-, el mercado se basa siempre en otro tipo de economía. Una economía que rara vez tenemos en cuenta.

De este modo hemos acabado por entronizar como las únicas actividades realmente valiosas aquellas que se desarrollan no sólo en sino para el mercado, para su lógica abstracta, guiada exclusivamente por el criterio del beneficio económico incluso cuando este beneficio se logra socavando los fundamentos mismos de la vida.

En 2009 la New Economics Foundation (NEF) analizó el valor social, ambiental y económico de diversos empleos, mirando más allá del salario recibido por las diferentes profesiones para preguntar qué aportan a la sociedad. Los resultados fueron alarmantes: en el extremo más alto de ingresos los banqueros de inversión de la City de Londres, con salarios de 500.000 a 10 millones de libras esterlinas, destruían 7 libras de valor social por cada libra en valor monetario que generaban; por el contrario, en uno de los sectores con salarios más bajos, el de las cuidadoras infantiles, con ingresos de 10.000 a 13.000 libras esterlinas, cada libra pagada generaba entre 7 y 9,50 libras esterlinas en beneficios para la sociedad. La conclusión de la NEF es clara: Los empleos peor retribuidos son a menudo los que se encuentran entre los más valiosos socialmente: empleos que mantienen unidas a nuestras comunidades y familias.

Hoy Adam Smith se encontraría en una situación en la que, tras dedicar todo su tiempo a trabajar para poder pagarse la cena, al regresar a casa se la encontraría vacía, con su madre y su prima empleadas fuera del hogar para poder completar la maltrecha economía familiar.

 

¿Ha perdido el empleo su capacidad integradora?

El siglo XVIII fue el siglo de las grandes revoluciones que dieron lugar al mundo tal como lo conocemos en la actualidad. Es el momento en el que nacerán la democracia y el capitalismo. La Revolución francesa y su ambiciosa declaración de los derechos del ciudadano se convertirá en símbolo de un novedoso proyecto de vinculación social mediante el reconocimiento político: las sociedades modernas son concebidas como constituidas por la asociación de todos los ciudadanos que componen la nación, todos iguales, libres y fraternos. La Revolución industrial y la generalización de las relaciones sociales capitalistas va a proponer una forma de vinculación social mucho más prosaica y, tal vez por eso, más exitosa: la asociación de individuos que persiguen su propio interés, que necesitan a otros y son necesitados por otros. El modelo Adam Smith.

De este modo se desarrolló una ética del trabajo convertida en una norma de vida basada en un principio fundamental: el trabajo es la vía normalizada para participar en esta sociedad basada en el quid pro quo al incorporarnos a esta inmensa red de intercambios que es la sociedad moderna. Eso sí, como recuerda Bauman (2000: 18), sólo el trabajo cuyo valor es reconocido por los demás (trabajo por el que hay que pagar salarios o jornales, que puede venderse y está en condiciones de ser comprado) tiene el valor moral consagrado por la ética del trabajo. El vínculo ciudadano, el vínculo de los derechos y las responsabilidades, desarrollado entre todos los miembros de una comunidad moral, fue sustituido por el vínculo de las actividades productivas, por el trabajo para el mercado, por el empleo.

Aunque reconozcamos la función histórica que ha cumplido (y sigue cumpliendo para una mayoría de personas) el empleo como herramienta de integración social, innovación y creatividad, desarrollo económico, creación y redistribución de la riqueza, debemos constatar la deriva que desde hace años experimenta el llamado mercado de trabajo, en la dirección de una creciente precarización de las condiciones de trabajo que debilita, y en muchas ocasiones anula, la capacidad integradora del empleo. A partir de los años Ochenta del pasado siglo se han producido cambios fundamentales que han tenido como consecuencia la ruptura de la norma social de empleo que ha servido como elemento básico de integración social: un empleo estable y regulado, continuo y prolongado a lo largo de toda la vida activa hasta configurar una carrera profesional. Es esta norma social la que ha cambiado profundamente en las últimas tres décadas: si hasta los años setenta la norma aspiraba a la estabilidad, a partir de los ochenta la tendencia es hacia la precarización. Hoy lo normal empieza a ser la precariedad, al menos, para las nuevas generaciones de trabajadoras y de trabajadores –mujeres, jóvenes e inmigrantes, principalmente- incorporadas al mercado de trabajo desde los años Noventa.

El reciente informe Precariedad laboral y salud mental, promovido por el Ministerio de Trabajo y Economía Social, identifica seis situaciones de trabajo susceptibles de ser consideradas como precariedad: (1) la relación laboral temporal, (2) el trabajo a tiempo parcial involuntario, (3) la subocupación funcional (aquella que requiere estudios por debajo del nivel alcanzado por la persona trabajadora), (4) el trabajo autónomo en situación de precariedad (horarios de trabajo muy reducidos o muy extensos, trabajo a tiempo parcial involuntario y subocupación funcional o por insuficiencia de horas), (5) el subempleo por insuficiencia de horas y (6) el desempleo de quienes han trabajado previamente. En el segundo trimestre de 2022 algo más de la mitad (50,8%) del mercado laboral en España (23,4 millones de personas) sufría alguna de estas situaciones de precariedad. Precariedad que no solo tiene graves consecuencias para una efectiva integración material o socioeconómica de todas esas personas, que acaban habitando el espacio de la vulnerabilidad y el riesgo de exclusión social. La precariedad laboral precariza el conjunto de la existencia de las personas en esa situación. Sin ninguna pretensión de enmendar la plana a mi admirada Hannah Arendt, tal vez sea peor esta sociedad de trabajo con trabajadoras y trabajadores precarizadas que aquella sociedad de trabajadoras y trabajadores sin trabajo en la que pensaba con desasosiego la filósofa alemana.

La en otros tiempos clara frontera entre trabajo y exclusión se ha convertido en un espacio borroso y poroso: hoy es posible tener un empleo y, al tiempo, encontrarse en situación de precariedad. La ascensión de la vulnerabilidad, el ensanchamiento de esa zona de frontera entre la integración y la exclusión provocado fundamentalmente por la precarización del trabajo, provoca la inestabilización de determinadas categorías sociales, como las personas jóvenes, las migradas y las mujeres, pero también la desestabilización de las y los estables, de una parte importante de las personas que habían estado perfectamente integradas en el orden del empleo (Castel, 1997: 413-414).

En el marco de una creciente economía política de la inseguridad (Beck) cada vez más personas viven preocupadas por el futuro de sus derechos en el trabajo y en la sociedad, sintiéndose expuestas a una evolución económica y social que parece haber escapado a su control y que Martin Carnoy y Manuel Castells caracterizaron así en 1997, al concluir su informe para la OCDE sobre el futuro del trabajo, la familia y la sociedad en la Era de la Información: Lo que emerge de nuestro análisis es la visión de una economía extraordinariamente dinámica, flexible y productiva, junto con una sociedad inestable y frágil, y una creciente inseguridad individual.

Sin embargo, a pesar de que el paradigma dominante del trabajo hace aguas por todos los lados seguimos operando bajo su dominio. Aún hoy denominamos población ocupada exclusivamente a aquellas personas que están empleadas, y llamamos parada a la persona que simplemente carece de empleo, aunque no pare en todo el día de formarse, buscar empleo, cuidar a otras personas, hacer voluntariado o participar en iniciativas políticas.

El empleo sigue siendo el principal mecanismo de inclusión en las sociedades de mercado. En la exposición de motivos de la Ley contra la Exclusión Social aprobada por el Parlamento Vasco en mayo de 1998 se podía leer: En nuestra sociedad moderna el trabajo constituye el medio por excelencia de adquirir derechos y deberes respecto a la sociedad y de que ésta los adquiera respecto al individuo. Así entendido, el derecho al trabajo se convierte en condición «sine qua non» de la plena ciudadanía, y adquiere todo su significado como derecho político. No será fácil encontrar a día de hoy formulaciones que vinculen de manera tan explícita (y acrítica) empleo y ciudadanía, pero lo cierto es que el vínculo sigue operando. En el documento que recoge la vigente Estrategia nacional de prevención y lucha contra la pobreza y la exclusión social 2019-2023, elaborado por el Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030, leemos lo siguiente: La situación del empleo constituye uno de los factores clave en la prevención de la pobreza y la exclusión social; su importancia, de hecho, se ha visto reconocida ampliamente en el enfoque de inclusión activa. Las rentas del trabajo, cuya obtención está vinculada con el empleo estable, constituyen la principal fuente de ingresos de las familias y, por tanto, es uno de los elementos cruciales a tener en cuenta a la hora de considerar a aquellos hogares que están en riesgo de pobreza y exclusión social.

Pero, ¿acaso hay que ganarse la condición de ciudadanía plena?, ¿no es tal cosa un horror propio de sociedades totalitarias? Si el derecho a la vida digna pasa por el derecho a trabajar, ¿qué ocurre cuándo millones de personas se ven imposibilitadas de cumplir con dicho deber, no por su culpa, sino por razones estructurales? ¿y qué ocurre cuando miles de personas se ven expuestas a la enfermedad y la muerte por las condiciones de su trabajo? ¿y cuando la competencia por el empleo no es ya fuente de autonomía sino mecanismo de humillación?

En este sistema –advierte Viviane Forrester- sobrenada una pregunta esencial, jamás formulada: “¿Es necesario ‘merecer’ el derecho a vivir?” (1996: 15). Este mérito, ya lo hemos dicho, exige el deber de trabajar. ¿Pero qué ocurre cuando una de cada dos personas trabajadoras se enfrenta a situaciones de precariedad? ¿Y cuando este incremento de la precariedad -en ausencia de medidas de protección social como las que afortunadamente aún disfrutamos en Europa- explica en gran parte la epidemia de muertes por desesperación que está asolando a la clase blanca trabajadora con menos estudios en Estados Unidos (Case y Deaton, 2020: 215)?

 

Del empleo para el mercado al trabajo para la vida

El sueño de Keynes en 1930 era que en el plazo de un siglo nos viéramos libres de dedicar al empleo más de tres horas diarias o quince semanales, disponiendo del resto del tiempo para nosotras y para nuestras comunidades. ¿Y si ya estuviéramos en esa situación, y si ya tuviéramos lo suficiente para poder llevar una buena vida? Esta es la tesis que defienden con razón y pasión Robert y Edward Skidelsky (2012), padre economista experto en Keynes e hijo filósofo.

Debemos generar sistemas de aseguramiento colectivo que permitan que todas las personas, por el hecho de ser personas, vivan libres de la necesidad. Existen alternativas que tienen que ver con intervenciones directas e inmediatas: reducción del tiempo de trabajo, reparto del empleo, propuestas de trabajo garantizado, renta básica universal, fiscalizar la riqueza oligárquica; existen también propuestas que tienen que ver con la defensa de la economía local, de la economía rural y de la economía social y solidaria, con des-mercantilizar los trabajos mediante redes locales de mutualidad, gestión comunal… Esto en el corto y medio plazo.

Pero en el medio-largo plazo, aunque empezando a plantearlo desde ya mismo, debemos asumir que nuestros modos de producción, consumo, transporte, nuestro modo de vida en su conjunto, es insostenible. Necesitamos recuperar la cuestión de la suficiencia: ¿cuánto es suficiente? En lugar de seguir entrampadas en la perspectiva de la escasez (en realidad se trata de injusticia, de un juego de acumulación y expropiación) preguntarnos con los Skidelsky (2012: 242): ¿cómo puede una sociedad que ya tiene “suficiente” pensar acerca de la organización de su vida colectiva?. En los países del Norte estamos ya en el escenario de la (sobre)abundancia, lo que debemos hacer es plantearnos cómo redistribuimos lo que tenemos creando suficiencia para todo el mundo. ¿Y si el debate no está en cómo crear más empleo, sino en cómo imaginamos y construimos otra ética de la vida desde la austeridad solidaria?

 

Bibliografía

Arendt, Hannah. La condición humana. Barcelona: Paidós, 1993.

Bauman, Z. Trabajo, consumismo y nuevos pobres. Barcelona: Gedisa, 2000.

Carnoy, M. Castells, M. Sustainable flexibility: A prospective study on work, family and society in the information age. Paris: OECD, 1997.

Case, Anne y Deaton, A. Muertes por desesperación y el futuro del capitalismo. Barcelona: Deusto, 2020.

Castel, R. La metamorfosis de la cuestión social. Barcelona: Paidós, 1997.

Forrester, Viviane. El horror económico. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1996.

Graeber, D. Trabajos de mierda. Barcelona: Ariel, 2018.

Keynes, J.M. Ensayos de persuasión. Barcelona: Crítica, 1988.

Marçal, Katrine. ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith? Una historia de las mujeres y la economía. Barcelona: Debate, 2016.

Skidelsky, R. y E. ¿Cuánto es suficiente? Barcelona: Crítica, 2012.

 

Número 14, 2023
A fondo

Orientar la acción social y las políticas sociales desde las necesidades de los hogares: el presupuesto de referencia para unas condiciones de vida dignas

Thomas Ubrich, equipo de estudios Cáritas Española.

 

La metodología del PRCVD nos acerca de manera real y concreta a las necesidades que debe cubrir cada tipo de familia, así como a las consecuencias de la privación de la satisfacción de dichas necesidades. Nos ofrece así un enfoque amplio de las necesidades sociales que surge de la mirada y el deseo de realizar una intervención preventiva e integral.

 

Introducción

En el debate público sobre la pobreza surge inevitable e insistentemente una pregunta: ¿qué es ser pobre? En una sociedad de mercado donde se pueden satisfacer a partir de la compra la mayor parte de las necesidades de la vida diaria –lo que exige tener ingresos suficientes para costearla– esta pregunta suele tomar una forma más precisa y concreta: ¿por debajo de qué nivel de ingresos podemos considerar que somos pobres? ¿Cuánto necesitas como mínimo para vivir dignamente?

Existen reflexiones en la literatura académica que permiten una definición general de lo que es la pobreza. Volveremos sobre esto brevemente en este artículo. Por otro lado, actualmente no hay una respuesta satisfactoria a la segunda pregunta, más concreta. En el tema de la pobreza, como en el de la desigualdad, no se puede escapar de una posición normativa. Por lo tanto, se hace preciso establecer mediante qué proceso desarrollar dicho estándar de referencia para asegurarle una legitimidad social, política y científica lo más amplia y robusta posible.

Es en gran parte para responder a este objetivo de legitimación social, pero también para analizar con más realidad y detalle qué situación y qué sufrimiento viven las familias cuando tienen que renunciar a necesidades básicas por no poder costearlas, que se ha desarrollado un trabajo en los últimos años que tiene como objetivo, siguiendo las propuestas previas en diferentes países del entorno europeo, desarrollar y analizar el Presupuesto de Referencia para unas Condiciones de Vida Dignas (PRCVD en adelante).

El artículo está organizado de la siguiente manera. Primero discutimos brevemente los límites de los puntos de referencia existentes para definir un nivel de vida mínimo decente (I). Luego presentamos algunos aportes conceptuales y teóricos que pueden haber inspirado la construcción del presupuesto de referencia (II). A continuación, el artículo presenta y explica el método que se ha escogido en la construcción del PRCVD (III). Por último, presentamos la relevancia de tener el PRCVD para la intervención social, el diseño de políticas sociales y su relación con la acción social para la inclusión social: de la necesidad de una intervención integral (IV).

 

I. Puntos de referencia existentes para acercarse a un nivel de vida mínimo digno y sus límites

Hoy en España hay varios referentes en el debate en torno a lo que es un nivel de vida mínimo digno. El primer indicador, el oficial y más difundido, es el umbral de pobreza monetaria publicado por el INE y Eurostat. En realidad, deberíamos hablar de umbrales de pobreza monetaria porque existen varios niveles, definidos como un determinado porcentaje de los ingresos que permiten un nivel de vida de referencia, en este caso el nivel de vida medio. El INE actualiza anualmente dos umbrales, situados respectivamente en el 40% y el 60% del nivel de vida medio. Por su parte, en los llamados indicadores de Laeken, utilizados a nivel de la Unión Europea, se ha fijado el umbral del 60% para calcular la tasa de riesgo de pobreza. En 2020, el umbral de pobreza monetaria del 60% era, para una sola persona, ligeramente superior a los 800 euros al mes en España.

Estos umbrales son muy útiles para hacer el seguimiento de la evolución de los riesgos de pobreza y hacer comparaciones a nivel europeo. También permiten evaluar en qué medida ha empeorado o no la situación de estas poblaciones en riesgo de pobreza. Sin embargo, se basan en una convención estadística cuyos límites se perciben claramente: ¿por qué 60% y no 58% o 63%? ¿Por qué tomar como referencia una mediana y no un nivel de vida medio? De hecho, estas opciones no se basan en ningún análisis objetivo de los fenómenos de la pobreza y en ningún caso hacen referencia a las condiciones de vida.

Otro punto de referencia puede ser tomar el nivel de vida proporcionado por los mínimos sociales. La mayoría de los países europeos garantizan así una renta mínima. Esta definición político-administrativa de la pobreza adolece de límites evidentes, ya que al bajar este umbral de ingresos garantizados se reduce automáticamente el número de pobres, y viceversa. Estos beneficios sociales definen, en realidad, el nivel de ingresos que una sociedad se compromete a garantizar a las personas más desfavorecidas, pero en modo alguno garantizan alcanzar un nivel de vida mínimo digno que les permita salir de la pobreza. En España se utiliza el IPREM (Indicador Público de Renta de Efectos Múltiples), que es el umbral de renta que sirve para establecer si se tiene o no derecho a acceder a ayudas por parte de las administraciones. Son muchas las fuentes que consideran que una de las causas de la falta de eficiencia y cobertura del sistema de protección social español para luchar contra la pobreza es precisamente que los umbrales de renta son demasiado reducidos.

 

II. Aportes conceptuales y teóricos: ¿Qué necesitamos para vivir decentemente?

Como decíamos, la definición de estos umbrales relativos se basa únicamente en una aproximación económica de los ingresos disponibles por los hogares y no tiene en cuenta las circunstancias concretas de los mismos ni la diversidad de necesidades que pueden afrontar según sus circunstancias sociales y características sociodemográficas.

Una alternativa para la medición de la pobreza es utilizar una aproximación que parta precisamente de las necesidades de los hogares, definiendo una cesta básica de bienes (vivienda, alimentación, ropa, ocio, etc.) y servicios y derechos (cuidado de menores y dependientes, transporte, educación, etc.) que se consideren imprescindibles para una existencia digna.

Cabe, por tanto, introducir brevemente el concepto de dignidad en su relación con la cobertura de necesidades básicas. Todo ser humano tiene derecho a vivir con dignidad y a desarrollarse integralmente (Fratelli Tutti, 2020). Esta dignidad no se fundamenta en las circunstancias, sino en el valor de su ser y va más allá de cualquier cambio cultural y época de la historia. En materia de derechos humanos, toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado (Art.25 de la Declaración Universal de Derechos Humanos) implica garantizar la accesibilidad, adaptabilidad, aceptabilidad, disponibilidad, idoneidad y calidad en cada uno de los ámbitos. De esta manera, la tradicional jerarquización de las necesidades (Maslow, 1943) se muestra inadecuada e incompleta y, en consecuencia, es fundamental buscar inspiración en elementos y aspectos del desarrollo humano (Elizalde, 2000) que se asocian directamente con las dimensiones de las estrategias de afrontamiento de las situaciones de privación. De hecho, debe complementarse con el enfoque de capacidad (Sen 1987 y 1993), según el cual la pobreza no se puede reducir a la falta de ingresos o recursos, sino fundamentalmente a la ausencia de capacidad: las personas en situación de pobreza son aquellas que no cuentan con la libertad o capacidad de elegir y, por tanto, no pueden llevar a cabo su proyecto de vida. La dignidad intrínseca a cada ser humano exige asegurar que todas las personas tengan garantizado el acceso a sus derechos, autonomía, y participación en la vida social. Dicho de otra manera, las situaciones de privación y las correspondientes decisiones de renuncia a un bien de primera necesidad, está directamente erosionando una capacidad de desarrollo humano y, por tanto, hablamos de derechos vulnerados para las personas y familias.

 

III. Aspectos de la metodología del PRCVD

Frente a estas premisas teóricas y las limitaciones de los indicadores oficiales, en el año 2020 Cáritas y FOESSA quisieron iniciar un trabajo destinado a desarrollar un Presupuesto de referencia para unas Condiciones de Vida Dignas (PRCVD).

Inspirado en otras experiencias europeas -sobre el que la UE también está trabajando con el objetivo de definir una metodología común de medición en los estados miembros-, el enfoque adoptado opta por un método mixto de evaluación de necesidades, pero fuertemente enmarcado por la experiencia. El proyecto consistió en reunir a grupos de expertos para desarrollar un consenso sobre el contenido de la canasta de bienes y servicios necesarios en España para vivir dignamente. Posteriormente, se procedió a calcular, testear y probar el PRCVD entre una muestra representativa de hogares.

Pues bien, una vez definida esta cesta básica, se procedió a calcular un presupuesto de referencia teniendo en cuenta no sólo las variaciones regionales o locales en el coste de la vida, sino también y de manera fundamental, las necesidades específicas de cada tipo de hogar según su composición y sus circunstancias. Es decir, el presupuesto de referencia es diferente para cada hogar en la medida en que cada uno de ellos tienen circunstancias diferentes (tipo de familia, lugar de residencia, etc.).

Esta metodología analiza todos los gastos mínimos en bienes y servicios necesarios para que una familia participe efectivamente en la vida social, con miras a una inclusión social sostenible y no a la mera supervivencia. Este indicador contempla no solo el acceso a los alimentos, sino también otros bienes necesarios tales como la vivienda y su equipamiento o suministros, como la energía o internet. Además, toma en cuenta el acceso a derechos como la educación, el ocio, los gastos sanitarios o la atención a las situaciones de dependencia. Al final, por tanto, las necesidades identificadas no se limitaban a las necesidades consideradas como vitales desde un punto de vista meramente biológico, sino que también incluía las necesidades consideradas socialmente necesarias para vivir decentemente en una sociedad determinada. En resumen, el presupuesto resultante es la suma de ocho partidas de gastos necesarios para que cualquier hogar pueda vivir en condiciones dignas.

Finalmente, con el fin de testear y construir el modelo definitivo, se ha realizado una encuesta a una muestra representativa de 2.500 hogares de toda España con el objetivo de recabar información acerca de sus características y necesidades específicas, identificando así su PRCVD y valorando a partir de la información de ingresos si estos son suficientes para cubrir sus necesidades básicas. Asimismo, se ha indagado sobre las estrategias que adoptan las familias para solventar las dificultades económicas y la escasez de ingresos.

Los resultados son aleccionadores. Nos permiten obtener una clasificación para ubicar al conjunto de la sociedad en tres grupos: las familias que obtienen unos ingresos suficientes para cubrir sus necesidades (el 44,8%), las que se sitúan con unos ingresos cercanos a su presupuesto (23,7%) y, por último, aquellas cuyos ingresos quedan muy por debajo de lo que necesitarían para vivir con dignidad (el 31,5%). Casi un tercio de los hogares en España se encuentran en graves dificultades para satisfacer sus necesidades básicas, es decir, que cerca de 6 millones de familias disponen de ingresos inferiores al 85% de su PRCVD. Se trata de un porcentaje de hogares muy superior a la tasa de pobreza relativa (20,7%) y a la tasa AROPE (25,3%) calculadas por el INE en 2019, lo que muestra que el PRCVD es más sensible a una identificación de las carencias más amplia y detallada.

Además de medir los niveles de privación, el análisis del PRCVD nos permite comprender las condiciones de vida de las personas que menos ingresos tienen en España, a través del conocimiento de las estrategias que despliegan para enfrentarse a sus dificultades. El análisis de dichas estrategias permite cuestionar las representaciones de la pobreza y las necesidades sociales, en otras palabras, de los estilos de vida de los hogares. En particular, nos permite acercar la mirada a las familias más frágiles, cuyo colchón es pequeño o inexistente y tratan de afrontar la falta o la pérdida de capacidad económica del hogar a través de variadas tácticas para sortear sus dificultades económicas. La constatación es inequívoca: estas estrategias no son inocuas en la vida de las personas y familias que las tienen que activar. De hecho, es más apropiado afirmar que no son decisiones, sino imposiciones marcadas por la privación, maniobras para la supervivencia con consecuencias negativas directas en todos los miembros del hogar.

Y es que hay personas que pueden verse obligadas a renunciar a la educación y a la propia salud, a reducir gastos en ropa y alimentación y a aceptar trabajos en condiciones precarias. La intensidad de estas decisiones es aún mayor en contexto de crisis y mayor precariedad de las familias. De hecho, sería muy útil poder estudiar casi en tiempo real el tipo de decisiones que se están tomando en la actualidad ante la dura y persistente inflación que azota a los hogares. Cuáles son y han sido los efectos directos de esta nueva crisis económica en la vida de las familias, qué pasos han dado para intentar mantenerse a flote, y qué diferentes estrategias se han puesto en práctica para hacer frente a una situación de dificultad sostenida en el tiempo.

 

IV. El PRCVD, ¿una herramienta para renovar las prácticas de apoyo y políticas de inclusión social?

La utilidad de esta metodología nace de la propia experiencia que Cáritas tienen en intervención social y de la que se vale FOESSA para iniciar y fundamentar el cuestionamiento de indicadores ya existentes, y para abrir el camino y desarrollar el indicador que presentamos. Éste permite el análisis de las condiciones de vida reales de la población, adaptando dicho presupuesto a las características específicas de cada tipo de hogar, de forma que la pobreza no se defina de manera abstracta y atendiendo únicamente a los ingresos, sino de una forma concreta, en relación con las necesidades reales de los hogares.

Así, el PRCVD da respuesta al fuerte desafío de la observación social: nos invita a descubrir a los invisibles, a quienes no utilizan los servicios sociales porque muchas veces no cumplen los criterios establecidos para medir la pobreza más severa y crónica, o porque creen que no es para ellos, pero cuyos ingresos no llegan ni se acercan al presupuesto de referencia. El estudio del PRCVD revela a un sector de la población que, sin ser pobre, cuenta con recursos modestos y experimenta periódicamente insuficiencias presupuestarias o tensiones para llegar a fin de mes.

En este sentido, el PRCVD brinda una visión más amplia de la estratificación social y los grados de dificultades sociales asociados con ella, sin invisibilizar las difíciles situaciones que afrontan y en las que viven las clases trabajadoras, a pesar de que no se sitúen por debajo del umbral de la pobreza relativa. El PRCVD pretende completar y enriquecer el sistema de observación social de la pobreza y la exclusión social y entregar diagnósticos más certeros de los riesgos de descohesión social y para orientar mejor la acción pública.

Mientras que el análisis del riesgo de pobreza y/o de la tasa AROPE nos ayuda tradicionalmente a reforzar la certeza de la necesidad de dotar a nuestro sistema de protección social de una garantía de ingresos de los hogares cuando estos no son suficientes, y facilitar el acceso a puestos de trabajo que generen ingresos adecuados y condiciones laborales que eviten la precariedad. Por su parte, el análisis del PRCVD ofrece un indicador adicional y complementario, destacando qué es lo que los hogares necesitan realmente para vivir dignamente y analizando qué les ocurre cuando sus ingresos no les permiten alcanzar este presupuesto mínimo. Sin duda, al identificar claramente las partidas de gasto familiar, el presupuesto de referencia complementa los indicadores existentes y se posiciona como una herramienta potencialmente útil y eficaz para poder apoyar al trabajo social con las familias, así como orientar las políticas de inclusión social.

El análisis del PRCVD se plantea como una contribución a la reflexión sobre la optimización de las políticas sociales y el gasto social desde un abordaje multinivel y multidimensional que vaya más allá de los ingresos disponibles. El análisis del PRCVD y las estrategias de los hogares viene a apoyar a las administraciones públicas en su reflexión sobre la oferta de servicios a implementar para ayudar a las personas con dificultad a acceder a los bienes y servicios considerados necesarios. El objetivo de una vida digna debe ser abordado de manera sistémica, es decir que se impone la necesidad de una intervención integral.

De hecho, el diagnóstico es claro, el origen de la precariedad y la carencia material está cada vez más asociado a la vivienda y los suministros, que se presentan como las partidas que más ingresos absorben del colchón económico de las familias. Los hogares con una situación residencial más inestable, en especial cuando éstos deben pagar un alquiler, suelen encontrarse en peor situación en cuanto a dificultades y al número de estrategias que deben activar para mantenerse a flote. En otras palabras, aunque sea primordial incidir sobre la garantía de ingresos mínimos, es fundamental actuar simultáneamente sobre otras esferas de la vida y proteger el acceso a otros derechos. De hecho, además de la vivienda, muchos de los gastos que se recortan son también fundamentales para una vida digna: salud, educación e incluso las relaciones sociales y los cuidados y ayudas a otros. Por lo tanto, las políticas públicas deben orientarse a contrarrestar las causas de la pobreza y, también, a paliar sus efectos velando, en primer lugar, por asegurar unos ingresos mínimos a las familias por la vía del empleo (u otras) y complementar cuando éstos no sean suficientes.

 

Conclusiones

En España, el ingreso digno es (mucho) más alto que la línea de pobreza relativa. Un presupuesto digno permite tener recursos suficientes para las necesidades básicas de la vida diaria, pero también para participar en la vida social. Cáritas y FOESSA han impulsado una metodología innovadora y eficaz para analizar las condiciones de vida reales de las personas y familias. El PRCVD ofrece un enfoque más abierto, que va más allá de una aceptación «estática» de las necesidades sociales. Por el contrario, las analiza como una cuestión en evolución, variable en el tiempo y en el espacio.

De esta manera, el PRCVD puede aportar una visión más amplia y orientar de manera más certera las estrategias de inclusión social, enmarcándolas en un proceso de prevención de los riesgos de pobreza y exclusión social. No se trata sólo de satisfacer necesidades básicas (alimentación, vivienda, salud), sino de responder a la necesidad de estar en condiciones de participar efectivamente en la vida social (invitar a amigos, poseer algunos de los mismos juguetes o materiales que tus compañeros de clase, etc.).

 

Referencias

Declaración Universal de DDHH.

ENCÍCLICA Fratelli Tutti, sobre la fraternidad y la amistad social

Elizalde, A. (2000). “Desarrollo a Escala Humana: conceptos y experiencias”. Revista Internacional de Desenvolvimiento Local. vol. 1, n.° 1, p. 51-62, Set. 2000.

FUNDACION FOESSA (2022): El coste de la vida y estrategias familiares para abordarlo. Análisis y Perspectivas. Octubre 2022.

Maslow, A. (1943): Una teoría sobre la motivación humana

Sen, A. (1987). The Standard of Living. Cambridge: Cambridge University Press.

Sen, A. (1993). “Capability and Well-being”, en M. Nussbaum y A. Sen (eds.) The Quality of Life. Oxford

 

Número 14, 2023
A fondo

La persona en el centro…, o ¿no?

Mª Carmen Nieto León. Trabajadora social y Antropóloga social. Técnico del equipo de Inclusión de Cáritas Española.

 

Si queremos conseguir una sociedad fraterna, donde ponga en el centro a la persona, independientemente de sus circunstancias, este es el camino: poner a la persona, a su dignidad, por encima de todo. Amamos a nuestros hermanos y hermanas, especialmente a los más empobrecidos, no podemos negarlo. Pero, además de decirlo, ¿lo hacemos vida? ¿les tratamos como a los preferidos del Señor? Reflexionaremos sobre ello a través de las situaciones difíciles que plantean las vidas de Ana y Daniel.

 

Ana es una mujer que hasta hace 3 años ha tenido trabajo limpiando en un colegio. Cuando se le terminó el contrato gestionó su documentación para poder acceder a la prestación por desempleo. Sus planes eran cobrar esta prestación y mientras buscar trabajo. Tenía 8 meses de prestación y estaba segura de que si buscaba bien durante ese tiempo encontraría algo. Pero los meses iban pasando y la respuesta a todos los curriculums que envió no llegaba… bueno, si se acaba la prestación, tenía unos ahorros, aún podía tirar otro poco tiempo… seguro que antes le llegaría alguna oferta de empleo, estaba segura.

El tiempo pasó, la prestación se acabó, los ahorros se acabaron y el trabajo no llegó. En ese momento Ana se sintió perdida, no sabía qué hacer, había buscado por todas partes y había enviado cientos de curriculums, pero no había tenido respuesta. Sus dos hijos, de 10 y 12 años, no eran consciente de la situación que estaba viviendo la familia. Desde que se separó de su marido intenta protegerles de los problemas familiares. Durante este tiempo ha intentado estirar el dinero, no hacer gastos innecesarios; cuando sus amigas le proponían salir al cine, ponía cualquier excusa, porque el cine le suponía un pico y si a alguna se le ocurría decir de ir a cenar después ya sí que para ella era imposible. Siempre que proponían en el grupo de WhatsApp de las amigas, alguna actividad, ella ponía cualquier excusa para no ir. Al final decidió no contestar en el grupo, y poco a poco se fue aislando de sus amigas. Para ella, salir a cenar o al cine, ya no era una opción. Esto provocó que poco a poco, se quedara sola.  No quiere compartir con sus amigas su situación real, aunque ellas saben que está pasando estrecheces económicas y que está buscando trabajo, no son conscientes de la situación tan extrema a la que se enfrenta, y ella no se lo quiere contar por vergüenza.

El primer mes que no tenía para pagar el alquiler le pidió prestado a su madre, que se lo dio, pero con eso sólo tenía para el alquiler y ¿cómo pagaría la luz? ¿Y el agua? ¿Y de dónde conseguiría más dinero para comer?

Su hermana mayor, que también la ayudaba ocasionalmente, aunque ella no le pedía nada porque la vergüenza, de nuevo, se lo impedía, le sugirió que fuera a Cáritas, allí ayudaban a la gente sin recursos. Ana pensó que eso era para los pobres, ella nunca se había encontrado en esa situación, siempre había trabajado y se había organizado muy bien sus gastos. Ella no era pobre ¿o sí? Su vida había cambiado en los últimos años, estaba claro, pero ella no quería ir a las colas del hambre, no quería ponerse en una cola a la puerta de cualquier entidad social, para que le dieran bolsas de comida, podía pasar alguien, reconocerla y entonces sus hijos lo sabrían y esa idea le atormentaba. Pero también era consciente que necesitaba ayuda, fuera de donde fuera.

Se acercó a Cáritas, le dieron una cita para dentro de dos días y apenas pudo pegar ojo, esas dos noches, pensando en la situación a la que se tenía que enfrentar. Nunca se hubiera imaginado llegar a la situación en la que estaba. Pero allí estaba y tendría que salir adelante. En la entrevista con la persona que le atendió, se sintió cómoda, iba con mucha desconfianza, pero le informaron, le preguntaron si había ido a los Servicios Sociales, le preguntaron si había gestionado el Ingreso Mínimo Vital, si quería que la incluyeran en el programa de empleo de Cáritas y sobre todo le dijeron que le iban a apoyar para que pudiera hacer frente a sus gastos mientras iba poniendo en marcha todos estos recursos. Ella dijo que no quería ponerse en ninguna cola para que le dieran comida, que no quería que la conocieran en el barrio. Por lo tanto, Ana estaba manifestando una de sus grandes preocupaciones; no quería mostrar su vulnerabilidad, su situación de necesidad, porque quería que la siguieran percibiendo como Ana, no como a una persona sin recursos, porque eso, pensaba ella, le restaba dignidad, sería señalada por sus problemas económicos y pensaba que eso también estigmatizaría a sus hijos. Lo que deseaba era una ayuda que le permitiera vivir como al resto de personas, que le permitirá seguir viviendo como antes, con ajustes en sus gastos, pero con la libertad de poder gestionar sus necesidades. A día de hoy, hay muchas formas de mantener el deseo de Ana. Las ayudas sociales destinadas a personas como ella no tienen por qué restarles ni un ápice de dignidad. Por ejemplo, en Cáritas se puede apoyar a través de transferencias bancarias, dinero en efectivo o tarjetas monedero, lo que le permitiría ir a comprar o pagar los recibos que tuviera pendientes sin que nadie supiera de donde procedía ese dinero. Además, estas formas de apoyo o ayuda, llevan consigo la posibilidad de que las personas sigan gestionando su vida, organizando sus gastos, dándole prioridad a sus necesidades más acuciantes.

Desgraciadamente, hay muchas anas en nuestros entornos más cercanos, en nuestros barrios, en nuestras parroquias, en nuestros pueblos. La situación de estas personas nos muestra cómo vivimos en una sociedad semi-segura, es decir, la mayoría de los salarios apenas nos da para pagar el alquiler o la hipoteca, cubrir nuestras necesidades básicas, pagar los recibos de los gastos corrientes, es más, si un mes nos viene un recibo extra (IBI, seguro de la casa, del coche…) nos vemos en una situación complicada. Cualquier persona se puede encontrar en esa situación.

Tampoco nos olvidemos de que las personas necesitamos ocio que nos ayude a disfrutar y a vivir nuestra vida de forma más sana, porque el ocio también es una necesidad y nos ayuda a tener una salud mental más equilibrada, nos socializa y nos permite relacionarnos. Las personas sin recursos, o sin recursos suficientes, parece ser que no tienen ese derecho, como no tienes apenas recursos, no te puedes tomar un café o salir un rato con amigos, o ir un día al cine, si hacen esto, les juzgamos, ¿cómo puede gastarse dinero en tomarse un café con la situación que tiene?, pero nadie valora lo que supone tomarte ese café con unas amigas, pasar un rato conversando, intentando no estar todo el día pensando en cómo podré seguir adelante sin trabajo, y con pocas perspectivas de encontrarlo. Estos ratos, como otros muchos que nos facilita el ocio, son sanadores, todas las personas los necesitamos, necesitamos relacionarnos, no vivir todo el tiempo de forma estresante, tenemos que ponernos medios para tener una salud mental equilibrada, que me ayude a gestionar mi situación y a vivir de la manera que menos daño me haga, porque vivir estas situaciones, dañan. Dañan la vida de las personas, minan su autoestima, la percepción de sus capacidades, el mapa de pensamiento, que te hace creer que eres menos que nadie, asumes que el encontrarte en esta situación de carencia lleva consigo el recorte de tus derechos como persona y como ciudadana. Y eso no es así, por eso, las personas que nos encontramos en otra situación o que hemos tenido la suerte de tener recursos para cubrir nuestros gastos, nos tenemos que trabajar la mirada hacia estas personas; no están así porque se lo merezcan, ni porque sean menos que nosotros, están así porque la sociedad no está bien organizada para asegurar que todas las personas podamos tener una vida digna, sin excesos pero sin encontrarnos en situaciones donde tener una vivienda, sea de alquiler o en propiedad, es una misión prácticamente imposible, por ejemplo, la sociedad, la organización de la misma, ha de facilitar que Ana tenga sus necesidades cubiertas y se desarrolle como persona, en todas sus dimensiones, a pesar de su situación.

Ana, encontró una puerta abierta en Cáritas, que la apoyaron y le informaron para intentar paliar su situación. Pero lo que le hizo sentir bien es que se sintió escuchada y que no le juzgaran, por lo que no sintió vergüenza. Agradeció mucho la información, ahora tenía un nuevo camino por el que transitar, pero lo más importante es que se sintió tratada de igual a igual, así lo manifestó en otras intervenciones posteriores, se dio cuenta de que le habían entendido, aunque ella le contó su historia personal, esta fue saliendo de forma natural, no la presionaron ni le preguntaron por sus intimidades, aunque fueron saliendo, pero sobre todo se sintió escuchada, comprendida y vio una cercanía que le hizo sentir que ser pobre no tiene que ver con cómo sean las personas, sino que es una situación en la que cualquiera nos podemos encontrar y que pedir ayuda o apoyo, no tiene por qué ser estigmatizante si la respuesta que encontramos pone en el centro a la persona y su dignidad.

Cada persona tiene una situación diferente que le puede llevar a encontrarse sin recursos. Pero no todas las personas que se encuentran en esa situación son iguales, ni las causas que les han llevado a ella son las mismas, ni los apoyos, por lo que los caminos para mejorar las situaciones pueden parecerse o no. No vale el mismo traje para todos, cada uno tiene su medida. Cada persona tiene que ser tratada desde su situación particular, aunque los medios puedan ser los mismos, pero las situaciones son diferentes, de eso no cabe la menor duda.

También me gustaría reflexionar sobre la situación de las personas migrantes, que en la actualidad abundan en nuestras parroquias. Estas personas llegan a nuestras ciudades y pueblos en busca de una vida mejor, huyendo de guerras, hambrunas, carestía, sistemas políticos corruptos… Vienen llenas de esperanza ante la posibilidad de que su vida pueda mejorar, a pesar de dejar atrás la vida que han llegado hasta ahora y, en la mayoría de los casos, a sus seres queridos. La movilidad humana en el mundo es un derecho, aunque, tristemente, en la actualidad pueden moverse con más libertad por el mundo las cosas que las personas. Además de sueños y esperanza, también traen mucho miedo a lo desconocido, a lo distinto a no saber que se van a encontrar…

Ante la llegada de estas personas, me surge el siguiente interrogante: ¿cómo les acogemos los que estamos aquí?, ¿les escuchamos?, ¿les reconocemos como personas iguales a nosotros?, ¿entendemos las causas por las que ha tenido que emigrar?, ¿nos ponemos en su lugar? o ¿les juzgamos y les tratamos como personas inferiores, porque son distintas a nosotros? Conozcamos la historia de Daniel, por si nos ayuda a situarnos mejor en lo que quiero decir.

Daniel llega de Colombia a una ciudad pequeña de España. Lleva 7 días en esa ciudad, ha tenido que venir de su país, dejando allí a su familia, su trabajo, y la vida tan organizada que llevaba hasta ahora. El motivo por el que ha salido de su país es que está amenazado por un grupo de paramilitares, que le quieren extorsionar porque piensan que tiene dinero, pero como no es así y él no ha cumplido con las perspectivas de este grupo, le han agredido físicamente varias veces. Ante estos hechos, reflexionándolo con su mujer, decidieron que se fuera del país, a pesar de que eran conscientes de todo lo que suponía para la vida de ambos; ella se queda allí con los niños, él se marcha, teniendo por delante un futuro incierto, con el objetivo de intentar empezar su vida en paz en otro lugar. Después, cuando él esté ubicado, se reagrupará la familia. Esa idea, a pesar de ser consciente de la dificultad que entraña, es la que Daniel tiene en su cabeza durante mucho tiempo. Tiene claro que no puede seguir viviendo en esa situación de miedo permanente, ni por su mujer, ni por sus hijos, ni por él. Desde estas premisas, la familia invierte la mayor parte de sus ahorros en el billete de avión que trasladará a Daniel de Colombia a España.

Después de pasar por Madrid, llega a esta ciudad de España donde le han dicho que lo tendrá más fácil para encontrar vivienda y trabajo. Daniel apenas tiene 300€ en el bolsillo, con ese dinero se alquila una habitación durante un mes, que le cuesta 250€, por lo que apenas le quedan 50€ para el resto de gastos. En este momento empieza a ser consciente de lo que le toca vivir y se siente acorralado, desesperado, no conoce a nadie en la ciudad, no tiene casa, ni dinero, ni comida, ni sabe qué hacer… La vida de Daniel, hasta ahora había sido la de una persona normal, tenía a sus dos hijos, su mujer, tenía un trabajo y amigos y familia. Ahora en España se encuentra solo, sin dinero, ni trabajo, ni familia…, su vida se ha roto, ya no puede sentir ni pensar con claridad. Él es un hombre creyente, confía en Dios, a pesar del dolor que siente en ese momento, a pesar de la soledad, siente que no puede rendirse, aunque las cosas están mal, tiene que seguir adelante, ha de regularizar su documentación, tiene que buscar un trabajo, conseguir un sitio donde vivir. Pero siente mucha tristeza, mucha impotencia, porque no sabe por dónde empezar ni adonde dirigirse para comenzar con todos estos trámites. No sabe con quién hablar para expresar sus sentimientos, sus anhelos, siente que ante todo necesita a alguien que le escuche, alguien con quién llorar la pena, alguien a quien contarle todo lo que está pasando por su cabeza y por su corazón. También necesita ayuda material, evidentemente, necesita tener un sitio donde cobijarse, necesita poner su documentación en regla, necesita comer, y ropa para abrigarse. Pero lo que más desea es estar cerca de alguien que le escuche, que le consuele, que le deje llorar en su hombro y les transmita la fuerza que tiene el sentirte acogido y escuchado para avanzar y continuar, a pesar de las dificultades.

Ante esta situación desde Cáritas ¿qué podemos hacer? A veces en nuestros recursos tenemos normas y criterios que, ayudándonos en la organización y con la mejor de las voluntades, lo que hacen es impedir que Daniel encuentre en nosotros, quizá, ese hombro en el que apoyarse, esos ojos que le miren y le reconozcan, esa mano que le acaricie el hombro. Daniel, lo que busca es alguien que le reconozca como persona y también necesita cubrir sus necesidades materiales. Cuando llegue a Cáritas, ha de encontrar esto, bajo mi punto de vista, primero esa acogida incondicional, que reconoce que Daniel es una persona con las mismas necesidades que yo, con los mismos sueños y los mismos anhelos, y que, por lo tanto, necesita que le traten de igual a igual, con dignidad, con esa dignidad que le viene de ser hijo de Dios y que es inherente a su ser persona. No necesita un vale para ir a la tienda del barrio, donde le reconocerán y le pondrán la etiqueta de persona sin recursos. Necesita un espacio donde sentarse y se le ayude a aclarar el horizonte, donde se le acoja desde la globalidad de su ser persona. Necesita a alguien que le ayude a explorar por donde continuar y sentir que a otras personas les importa lo que le está pasando. Quizá hasta encuentre, en el entorno parroquial, personas que quieran acogerle en alguna vivienda, que le ofrezcan un espacio donde vivir y así poder quitarse algo de preocupación, ¿por qué no? Hay multitud de experiencias en algunas de nuestras ciudades donde los miembros de la parroquia se abren a la hospitalidad y ofrecen sus casas a estas personas, haciendo vida los valores del evangelio: fui forastero y me acogisteis[1].

Si queremos conseguir una sociedad fraterna, donde ponga en el centro a la persona, independientemente de sus circunstancias, si queremos que el Reino de Amor y de justicia que Cristo nos propone se haga realidad, este es el camino: poner a la persona, a su dignidad, por encima de todo, y compartir los bienes que tenemos. Mientras haya personas que sufran, que no tengas cubiertas sus necesidades, que tengan que abandonar sus hogares y no encuentren acogida allá donde lleguen, mientras todo esto siga sucediendo, no es posible el desarrollo de los derechos humanos ni será posible el Reino de Amor que Dios quiere para todas las personas.

Tanto Ana como Daniel plantean situaciones difíciles en sus vidas, en un mundo, donde el valor de las personas ha dejado de tener el valor absoluto. Hemos de reclamar, a nuestras sociedades y a nuestros gobiernos, que el valor de la vida de cada persona, su bienestar, sea lo que prime a la hora de organizar la vida. En un Estado de Derecho, no se trata de que, a través de los servicios sociales, a los cuales Daniel, por ejemplo, no puede acudir porque no está empadronado, se les de lo que nos sobra y además organizando todo lo que tiene que tener y cómo lo tienen que hacer.

Ayudar a Daniel o a Ana es reconocerle su dignidad de persona, es poner en tela de juicio que no les estamos ayudando, si no que estamos dándoles lo que en justicia merecen. Es tratarle como a mí me gustaría que me trataran, es facilitar el acceso a todos los derechos que tiene como persona, por ser hijo de Dios y por ser ciudadano. ¿Nos creemos esto? ¿somos capaces de analizar lo que pasa en el mundo y lo que favorecen los gobernantes con sus políticas? ¿estamos dispuestas a ver en el otro y la otra al hermano y tratarle como tal? Pues ese es el camino, bajo mi punto de vista, para conseguir un mundo más justo, más igualitario y más fraterno, en definitiva, hacer posible y real el Reino de Amor que Dios quiere para todas las personas.

[1] Evangelio de Mateo 25,35

Número 14, 2023