En marcha

Una ayuda… que no llega

Miriam Feu, economista. Responsable del departamento de Análisis Social e Incidencia de Càritas Diocesana de Barcelona

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El pasado mes de febrero desde Càritas Diocesana de Barcelona presentamos nuestro estudio anual del Observatorio de la realidad social que trataba sobre el acceso a prestaciones, centrado, sobre todo, en las de ingresos mínimos[1]. La imagen es la de una parada de autobús con muchas personas esperando a que llegue ese autobús de la prestación para poder cubrir sus necesidades básicas. Y otras tantas personas más alejadas de la parada, que la desconocen o que no han podido acceder al billete. Esperan y esperan…y a veces el autobús no pasa. Otras veces, aunque sí que pasa, no les permite subir. Y otras veces en las que sí que pueden subirse, no los lleva a destino.

Una ayuda, por lo tanto, que no llega. No llega ni a tiempo, ni en cuantía, para muchas personas que la necesitan. Estas personas son las que protagonizan el estudio, puesto que con sus vidas nos han dado la estructura del relato. Y, además, el diagnóstico y las conclusiones que se derivan de este relato son compartidas, tanto por las profesionales y voluntarias que acompañan a estas personas, como por expertas en el estudio, el diseño y la implementación de estas prestaciones. Es decir, personas expertas del mundo académico y del mundo político. Esto ha dado mucha fuerza a las conclusiones a las que apuntamos: no sólo por la legitimidad de las personas que las están viviendo (aunque ya sólo con esto sería absolutamente suficiente), sino también porque las teorías estudiadas y las aplicaciones en la práctica están apuntando en la misma dirección. Por ese motivo, la jornada de presentación del estudio se enfocó en seguir buscando soluciones construidas desde la triple mirada de las personas beneficiarias, de profesionales y de expertos.

El resumen del diagnóstico no sorprenderá a quienes trabajan en su día a día con personas en situación de vulnerabilidad: baja cobertura, baja capacidad protectora y no adaptadas a la realidad actual del mercado laboral, a lo que se añade una falta de armonización entre la prestación estatal y la autonómica (al menos, para el caso de Cataluña, objeto del estudio). Sobre la baja cobertura, cabe destacar que menos del 10% de las familias atendidas por las diez Càritas con sede en Cataluña perciben la renta autonómica (RGC) o la estatal (IMV). Las dificultades de acceso se suelen dar por desconocimiento de la existencia de la prestación y de sus requisitos, y por la elevada complejidad de la solicitud, a lo que se añaden dificultades por brecha digital, y, en el caso del IMV, la imposibilidad de tramitación presencial, el tiempo de espera excesivo (cuando se trata de situaciones de emergencia en la mayoría de los casos) y dificultades en la comunicación con la administración. De hecho, las personas que consiguen realizar la solicitud de la prestación, lo hacen, en muchos casos, gracias al acompañamiento de su trabajadora social de referencia. Además, piden una documentación excesiva que involucra a diferentes administraciones. El proceso es confuso y acaba mareando a la persona solicitante, que en ocasiones no es capaz de completar el procedimiento y acaba desistiendo. Una documentación que las administraciones podrían tener disponible. Además de las dificultades de acceso, hay que tener en cuenta que el mismo diseño de las prestaciones deja fuera a determinados colectivos que deberían tener garantizado el derecho a la ayuda: personas en situación administrativa irregular, personas con dificultades para acreditar la residencia, personas sin hogar…

En lo referente a la baja capacidad protectora, nos encontramos ante unas prestaciones de cuantías insuficientes para conseguir que las personas puedan salir de la situación de pobreza y exclusión en la que se encuentran. Son ayudas que no permiten cubrir las necesidades más básicas, situación que se acentúa cuando consideramos dos fuentes de gasto básico de las familias. Así, por un lado, los gastos en vivienda y suministros básicos, que, según en el territorio que se considere, suponen un peso excesivo y muy difícil de soportar. Por otro lado, el gasto, o más bien, inversión, de las familias en la crianza. Las prestaciones de ingresos mínimos parecen ajenas a estas dos fuentes de gastos adicionales[2]. Las personas viven estas situaciones con ansiedad y preocupación, emociones que, sostenidas en el tiempo, impactan en el bienestar emocional de los adultos y todos los miembros de la familia. No disponer de unos mínimos dificulta también la dimensión relacional de las personas, que se aíslan y pierden el vínculo con su comunidad de referencia, y hasta su identidad.

A la baja cobertura y capacidad protectora se añade la falta de sintonía con el mercado laboral actual. Un mercado laboral generador de precariedad, caracterizado por una elevada temporalidad, parcialidad no deseada e ingresos bajos. Las personas entran y salen constantemente de la ocupación, pero el sistema actual no es ágil para poder activar y desactivar la prestación. Se requieren dos elementos esenciales: por un lado, el incentivo a la ocupación, que permita el cobro de ésta, aunque se haya encontrado un trabajo, por un periodo de tiempo concreto (y en general, siempre que los ingresos por trabajo sean bajos); por otro lado, el mecanismo de reactivación automática, que permita la suspensión durante el período de entrada en el mercado laboral y su posterior reactivación en el período de paro de manera rápida. Porque las personas no están quietas esperando que les llegue la ayuda, sino que continuamente se están formando y capacitando para inserirse en el mercado laboral. Además, tener una ocupación proporciona beneficios que van más allá de los puramente económicos porque son o deberían ser espacios relacionales y de desarrollo personal. Y por eso es muy importante facilitar al máximo la transición al mercado laboral.

Las soluciones que se contemplan se pueden agrupar en dos grandes bloques. Así, por un lado, soluciones inmediatas para mejorar algún aspecto del modelo actual, y, por otro lado, soluciones que proponen un cambio de modelo.

En lo que respecta a las soluciones inmediatas, hay tres medidas que la Administración podría aplicar directamente, con el objetivo de eliminar el maltrato institucional que reciben las personas. En primer lugar, teniendo en consideración que la RGC es subsidiaria y que para acceder se debe pedir primero el IMV, la Administración del gobierno central debe trabajar juntamente con el gobierno autonómico para homogeneizar los requisitos de acceso, la gestión y el tiempo de resolución. Es primordial delegar competencias de gestión en la Generalitat de Cataluña, evolucionando hacia un sistema de garantía de ingresos unificado a nivel nacional y autonómico, que sea más accesible y fácil de entender para la población que lo necesita. Es necesario que se implemente la ventanilla única; una oficina de prestaciones sociales con un cuerpo funcionarial específico encargado de la atención, gestión y asignación de las prestaciones a las que las personas tienen derecho ya sean de competencia estatal, autonómica o local, y que sean asignadas de oficio. Además, es necesaria una mayor transparencia por parte de la Administración y un mejor acceso a la información, sobre todo en cuanto a posibles cambios que afecten a la cuantía que reciben las personas beneficiarias. En los casos en los que se produzca un pago indebido por parte de la Administración, en ningún caso se responsabilizará a la persona y obligarla a devolver el dinero indebidamente asignado. Es necesario, también, agilizar la respuesta en la concesión (son en muchos casos situaciones de gran necesidad, necesitan respuestas ágiles).

Un segundo bloque de medidas a aplicar mientras no esté desplegada una política de acceso y mantenimiento de una vivienda digna para todas las personas: actualmente, la RGC es subsidiaria y obliga a pedir el acceso a otras ayudas. Si se asigna una ayuda al alquiler, se descuenta del importe a recibir de la RGC. En un contexto donde el acceso a la vivienda no está garantizado es primordial que estas ayudas dejen de contabilizar como ingresos, y que se flexibilicen las condiciones para acreditar el régimen de tenencia: tenemos muchas familias en viviendas de subarriendo que necesitan estas ayudas. Además, en los centros urbanos como en nuestra diócesis donde el precio de la vivienda es restrictivo para los sectores de la población más vulnerable, es necesario implementar complementos en función del coste del territorio concreto.

En tercer lugar, en referencia a la falta de sintonía con el mercado laboral, la compatibilidad de la RGC con todas las rentas del trabajo resulta primordial para mejorar la capacidad protectora de la prestación. Además, la inserción laboral comporta beneficios más allá de los económicos, necesarios para una real inclusión social. Esta compatibilidad debe poder asumir el elevado volumen de entradas y salidas del mercado laboral con dos herramientas: el incentivo en el trabajo y el mecanismo de reincorporación inmediata. Finalmente, la RGC debe llegar a los colectivos que quedan desprotegidos por el carácter restrictivo de los requisitos: personas en situación administrativa irregular, personas con dificultades para acreditar su residencia, personas sin hogar o que no pueden acreditar vivir en un domicilio fijo. Desde la aprobación del IMV una parte del importe que antes se pagaba desde la RGC queda ahora cubierta por la prestación estatal, por lo que este importe puede servir para ampliar la cobertura a estos colectivos que actualmente quedan excluidos, poniendo el foco en las personas en situación administrativa irregular.

Estas tres medidas de aplicación inmediata no deben olvidar que el sistema de prestaciones tiene una capacidad limitada y no resulta por sí solo, la solución al problema estructural de desigualdad que vivimos. Por eso son necesarias políticas pre distributivas que garanticen una reducción de las desigualdades de origen, y seguir potenciando las otras dos patas del taburete de la lucha contra la pobreza y la exclusión: la política de vivienda y la protección a las familias con niñas, niños y adolescentes.

Pero junto a estas medidas para corregir el modelo actual, en la jornada de presentación del informe nos permitimos soñar con otras medidas y con nuevos modelos del sistema de prestaciones. Un sistema que necesita una reforma en su conjunto, pero especialmente en lo que respecta a las prestaciones más de tipo asistencial. Así, un posible tratamiento conjunto de los subsidios por desempleo, los complementos de mínimos de pensiones y las prestaciones para situaciones de carencia de ingresos podría homogeneizar los criterios, la gestión y aumentar la cobertura hacia todas las personas en situación de vulnerabilidad que las necesitan, siempre y cuando no se produjera una igualación a la baja, sino que se mejorara la situación de todas las personas. ¿Nos podemos imaginar una prestación no contributiva unificada, que cubra las situaciones de desempleo de larga duración, vejez y pobreza? Otras soluciones contemplan un modelo de impuesto negativo. Es decir, se decide un umbral de ingresos mínimo que se debe garantizar a todas las familias, se obliga a que todo el mundo realice la declaración de la renta, y una vez realizadas las comprobaciones necesarias, quien no llega al umbral que le toca recibe el importe hasta ese umbral. Un primer paso para caminar hacia este modelo sería implementando una prestación universal por crianza, que simplificaría mucho la gestión para que puedan acceder todas las familias, y que requeriría de una reforma fiscal para que aquellas familias que no necesiten la prestación puedan devolverla en su declaración de renta.

Uniendo diferentes miradas sobre el tema (personas beneficiarias, expertos académicos y políticos, profesionales del sector social) conseguimos avanzar y encontrar pequeñas luces que nos iluminan el camino a seguir. Son caminos que ponen de relieve la mirada de los derechos básicos de las personas y la obligación de las administraciones de garantizarlos, fruto de una sociedad inclusiva y solidaria. Desde Cáritas añadimos la mirada de una sociedad fraterna, donde el amor nos hace sentirnos unidos e iguales. Añadir el amor en la ecuación no sustituye la mirada de derechos, sino que la acentúa, tal y como nos decía el teólogo Ernst Kasëmann: el amor no es el sustituto del derecho sino su radicalización.

 

[1] “Una ayuda…que no llega. Limitaciones y retos en el diseño e implementación de las prestaciones de garantía de ingresos mínimos”, Cáritas Diocesana de Barcelona, diciembre 2023.

[2] Si bien existe el complemento para familias con menores a cargo (CAPI), el non-take up es muy elevado.

 

Número 17, 2024

Documentación

Non take-up o desaprovechamiento de los derechos: la brecha entre las prestaciones sociales sobre el papel y en la práctica

Thomas Ubrich, equipo Estudios de Cáritas Española

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La protección social es el sistema que se ha creado para protegernos de las consecuencias de las crisis, de las fluctuaciones y sucesos que puedan atravesar las vidas de las personas, garantizando un acceso adecuado a servicios y derechos, como escudo o salida a la situación de pobreza.

No obstante, las leyes y la protección social no son suficientes: muchas personas se encuentran en la pobreza o exclusión social y no tienen acceso a esos derechos y medidas de protección: este fenómeno se llama el non take-up of rights, es decir la no percepción o el desaprovechamiento de los derechos. En otras palabras, se refiere a la brecha existente entre los derechos escritos en el papel y los derechos en la práctica.

Se identifican dos niveles de no percepción de la prestación o derecho para el que las personas son potencialmente elegibles: por un lado, por desconocimiento de la propia norma y por tanto que no han sido capaces de iniciar la solicitud, por otro lado, por renuncia durante el proceso de trámite debido a su dificultad o la falta de acompañamiento de la Administración, así como por obstáculos y barreras burocráticas para la persona.

Os proponemos dedicar un rato a este fenómeno a través de este breve video publicado en la página web de Olivier De Schutter, el Relator especial de las Naciones Unidas sobre la extrema pobreza y los derechos humanos. Nos acerca las causas y consecuencias de tal desaprovechamiento, quiénes son los principales perjudicados y además ofrece algunas ideas clave para combatirlo o abordarlo como un reto esencial del sistema de protección social y acceso a derechos de las personas más vulnerables.

 

La no percepción: La brecha entre las prestaciones sociales sobre el papel y en la práctica: https://youtu.be/DFcjyEeCKDE

 

Número 13, 2023
Del dato a la acción

Después de la crisis sanitaria, la inflación: siempre los mismos perdedores

Thomas Ubrich, equipo Estudios de Cáritas Española

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En los últimos meses, una nueva crisis de tipo inflacionario ha agravado una situación social y económica todavía muy inestable e incierta como resultado de la crisis social y sanitaria asociada a la COVID-19.

La inflación ha ido creciendo hasta alcanzar máximos no vistos en 37 años y en julio ascendía al 10,8%. La Comisión Europea estima que cerraremos el año 2022 con una inflación global del 8,1%, y parece ser que llega para quedarse, ya que según la OCDE este dato seguirá en máximos en España, al menos, hasta el año 2024.

Toda la sociedad, empresas y familias, se está viendo afectada por el encarecimiento del coste de la vida: los recibos están aumentando y cada vez cuesta más llenar la nevera y pagar las facturas. El aumento de los precios erosiona el valor de los salarios y ahorros reales, empobreciendo así a las familias. Pero sin duda, de nuevo los más vulnerables son los más afectados. Los hogares de ingresos bajos y medios son generalmente más vulnerables a la alta inflación que los más ricos, debido a la respectiva composición de sus ingresos, activos y en particular de sus canastas de consumo.

Así, si el aumento del costo de la vida nos impacta a todos, este aumento que afecta particularmente al precio de los alimentos, la vivienda y el transporte, afecta más a las personas y familias más pobres, por la importante participación que estos gastos ocupan en su presupuesto. Los gastos esenciales (vivienda + alimentación + transporte) suponen reservar 61€ de cada 100€, y por tanto reducir a 29€ de cada 100€ a otros gastos igualmente importantes y necesario como son el vestido y el calzado, las comunicaciones, la sanidad, la educación y un largo etcétera.

Además, si desglosamos los datos de inflación, se ve que las mayores subidas de precios corresponden a los productos y servicios esenciales. Así, la inflación correspondiente a los gastos en vivienda y suministros (agua, luz, gas…) alcanzaba en junio de 2022 el 19%, igual que la partida de transportes. Por su parte, el crecimiento de los precios de la alimentación superaba el 13%.

 

Proporción de los ingresos destinados a vivienda y alimentos según nivel de ingresos de los hogares

Fuente: Elaboración propia basada en la Encuesta de presupuestos familiares (INE). Extraído de FOESSA (2022). Análisis y Perspectivas: El coste de la vida y estrategias familiares para abordarlo.

 

Esto supone que las familias deben dedicar casi toda su capacidad de gasto a cubrir las necesidades más básicas: vivienda, alimentación y transporte. Si antes de la crisis de la inflación, los hogares con ingresos inferiores a 1.500 euros mensuales (el 31,7% del total de hogares) destinaban a estas tres partidas 61 de cada 100 de los euros que ingresaban, al terminar el año estarán dedicando 80 de cada 100 euros que ingresen. Peor les iba a las familias con ingresos menores a 1.000 euros (el 14,8% del total de hogares en España), que antes de la crisis se veían obligados a dedicar casi el 70% de esa cantidad exclusivamente a vivienda y alimentación y que al finalizar el año superaran los 80 de cada 100 euros.

 

Proporción de gastos esenciales (vivienda+alimentos+transporte) en 2021 y simulación de 2021+IPC a junio, según nivel de ingresos de los hogares

Fuente: Elaboración propia basada en la Encuesta de presupuestos familiares e índice de precios de consumo (INE). Extraído de FOESSA (2022). Análisis y Perspectivas: El coste de la vida y estrategias familiares para abordarlo.

 

La crisis inflacionaria nos plantea nuevamente el reto de una reforma profunda de nuestro sistema de protección social. Por un lado, necesitamos medidas urgentes capaces de paliar y mitigar el sufrimiento actual de las personas más vulnerables. Y por otro, es también esencial mejorar las políticas que protegen a los más vulnerables y luchan con medidas preventivas contra las causas estructurales de la pobreza y la desigualdad.

Del dato a la acción

Ingreso Mínimo Vital. Derecho subjetivo garantizado para todas las personas jóvenes

Mihaela Vancea, politóloga. Responsable de investigación en protección social, Programa Desigualdad 0, Oxfam Intermón

Puedes encontrar a Mihaela Vancea en Linkedin.

 

Introducción

Las últimas estimaciones basadas en encuestas propias y en micro simulaciones (EINSFOESSA 2021; Monitor de Desigualdad Caixabank 2021; El Observatorio Social Fundación ‘la Caixa’ 2022) muestran que la crisis de la COVID-19 ha acrecentado las desigualdades socioeconómicas y la pobreza en España, una situación que seguramente se agudizará con la fuerte subida de los precios. El impacto sobre las personas jóvenes resulta ser particularmente intenso frente al resto de grupos de edad, debido a su escasa incorporación al mercado laboral, su extrema precariedad laboral, y el limitado acceso a las prestaciones sociales.

Actualmente, las personas jóvenes (de 16 a 29 años) son el grupo de edad con la segunda tasa de pobreza más alta (22,7%), cuatro puntos más que en 2008 (Alianza por la Juventud, 2022). Según Ayala Cañón et al. (2022), hay 2,7 millones de personas jóvenes entre 16 y 34 años afectadas por procesos de exclusión social, la mitad en exclusión severa (especialmente de empleo y vivienda), para las que resulta prácticamente imposible independizarse y comenzar a realizar su proyecto vital. Por rápida o ágil que sea la recuperación económica post-crisis, las consecuencias sobre la población joven requieren medidas urgentes, que generen empleo de calidad y mejoren los sistemas de protección social que permitan erradicar la pobreza juvenil y evitar la exclusión social.

 

El IMV: una prestación social que discrimina a la población joven 

Hasta 2020, España era el único país de la UE que no contaba con un programa estatal de renta mínima como una red de protección en la lucha contra la pobreza severa y la exclusión social.  El 1 de junio de 2020, acelerado a raíz de la crisis de la COVID-19, se pone en marcha el Ingreso Mínimo Vital (IMV) a través del Real Decreto-ley 20/2020, como una medida de protección social que garantiza un nivel mínimo de renta a quienes se encuentren en situación de vulnerabilidad económica. Con su aprobación, el Gobierno esperaba llegar a 850.000 hogares (unos 2,3 millones de personas), erradicando así la pobreza extrema (1,6 millones de personas en 2020), haciéndola compatible con otras rentas salariales e incluyendo incentivos al empleo. Tras dos años de vigencia, aún no se dispone de su desarrollo reglamentario, por lo que se mantienen muchas incógnitas sobre determinados elementos de su puesta en marcha y sus posibles efectos.

A lo largo de 2021, se actualizaron las cuantías correspondientes a las diferentes categorías del IMV. De la misma manera, se modificaron las cuantías correspondientes a 2022, con un incremento puntual entre marzo y junio de 2022 de un 18% como resultado del alza de precios. La evolución de los expedientes aprobados y el número de beneficiarios ha ido ganando impulso a lo largo de los dos años de vigencia de este instrumento, alcanzando en marzo de 2022 un total de 1.064.809 personas beneficiarias (46% de lo inicialmente previsto por el gobierno). Las razones del retraso son múltiples, pudiendo citarse las dificultades para su acceso y solicitud, así como la dificultad de los trámites de comprobación de los requisitos, que hizo que la ratio entre solicitudes presentadas y aprobadas fuera muy baja en 2020 y 2021, para crecer paulatinamente durante 2022.

 

Gráfico 1. Evolución del IMV, diciembre 2020-marzo 2022.
Fuente: Elaboración propia a partir de datos sobre la distribución territorial de las personas beneficiadas por el IMV (Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, diversos años)

 

En 2020, la proporción de población joven entre 16 y 29 años con carencia material severa llegaba a un 18,4%, mientras que la población adulta de 30 a 64 años con carencia material severa representaba un 15,2%. La tasa de riesgo de pobreza o exclusión social (indicador AROPE) era también más alta para la población joven entre 16 y 29 años (30,3%), en comparación con la población adulta entre 30 y 44 años (25,6%) o entre 45 a 64 años (26,4%) (ECV, INE). No obstante, de acuerdo con los últimos datos disponibles de finales de 2021, referidos a la distribución poblacional de los beneficiarios del IMV por grupos de edad, es significativo el escaso peso de las personas más jóvenes frente a las adultas.

 

Gráfico 2. Distribución de titulares del IMV por tramos de edad, noviembre 2021
Fuente: Elaboración propia a partir de datos sobre la distribución territorial de las personas beneficiadas por el IMV (Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, noviembre 2021)

 

Garantizar el derecho al IMV a la población joven

Aunque la población joven resulta ser uno de los colectivos más afectados por la crisis sanitaria, y probablemente también por el alza de precios, el diseño del IMV deja fuera a muchas personas jóvenes. En concreto, no contempla a las personas jóvenes de 18 a 23 años, aunque cumplan los requisitos de renta, y perjudica a las personas jóvenes de 23 a 30 años al exigirles más requisitos que para el resto de la población adulta. De hecho, el Defensor del Pueblo y el Consejo de la Juventud Española (CJE) en el informe Ingreso Mínimo Vital: ¿es justo con la juventud?, señalan la posible inconstitucionalidad que podría constituir esta discriminación por edad.

En este contexto, es imperativo seguir avanzando en la senda de la protección social y laboral de la población joven. Garantizar el derecho al IMV para todas las personas jóvenes es un paso esencial en la lucha contra la pobreza y la exclusión social de las mismas. En este sentido, proponemos ampliar el acceso al IMV para personas entre 18 y 23 años, equiparar los requisitos de acceso para las personas solicitantes entre 18 y 30 años con las del resto de población adulta, y asegurar la complementariedad con las Rentas Mínimas Autonómicas (RMA). Solo unas medidas sociales inclusivas y articuladas territorialmente tendrán suficiente capacidad para reducir la pobreza y la exclusión social de la población joven en España, probablemente, uno de los colectivos más olvidados durante los últimos dos años.

 

Bibliografía  

Alianza por la Juventud (2022) Una década por la juventud. Consejo de la Juventud de España. https://alianzaporlajuventud.es/

Ayala, L.; O. Cantó (coords.) (2022) Radiografía de medio siglo de desigualdad en España. Características y factores que explican que España sea uno de los países más desiguales de Europa. El Observatorio Social, Fundación ‘la Caixa’. https://elobservatoriosocial.fundacionlacaixa.org/documents/22890/492074/T01_ID_ES_AyalaCant%C3%B3.pdf/a0746431-109f-e009-6c77-296c378f0438?t=1642072938395

Ayala Cañon, L.; Laparra Navarro, M.; Rodríguez Cabrero, G. (coords.) (2022). Evolución de la cohesión social y consecuencias de la Covid-19 en España. Madrid: Cáritas Española y Fundación FOESSA. https://www.caritas.es/main-files/uploads/sites/31/2022/01/Informe-FOESSA-2022.pdf

Hernández Diez, E.; Presno Linera, M. A.; Fernández de Céspedes, G. (2021). Ingreso mínimo vital: ¿es justo con la Juventud? Consejo de la Juventud de España. http://www.cmpa.es/datos/571/Ingreso_Minimo_Vital3.pdf

 

Número 11, 2022
Editorial

Hacia una fiscalidad social que sea sinónimo de garantía y protección de los derechos

El pagar más o menos impuestos es un discurso recurrente que se lanza desde diferentes posturas ideológicas, pero que no se relacionan con el obligado y necesario sostenimiento financiero de un estado de bienestar que ha de integrar las dificultades de ingresos de una parte de la población. Por tanto, ¿es la fiscalidad justa una noción subjetiva o una realidad pragmática? Entre los derechos y deberes de la ciudadanía, el artículo 31 de la Constitución española recoge que todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio.

Eso significa que el impuesto es un tipo de obligación que, para ser percibida como legítima por la ciudadanía requiere una justificación.  Así, si el impuesto puede justificarse por la necesidad de financiar las instituciones cuyo propósito es mantener el orden público y la convivencia, asegurar la existencia de servicios públicos o proteger las libertades individuales. Sin embargo, no es evidente que imperativos éticos puedan justificar el establecimiento de tasas elevadas, para asegurar una redistribución justa de la riqueza.

Así, según el barómetro del CIS de julio de 2020 sobre Opinión Pública y Política Fiscal[1], una amplia mayoría de la población considera que vive en un país con enormes diferencias sociales y fiscales, donde el 80% cree que los impuestos no se cobran de forma justa en relación con la riqueza. En consecuencia, los impuestos no solo deben ser abordados desde una obligación legal, sino que deben conformarse, por un lado, a partir de normas justas, proporcionales y redistributivas, y por otro, un principio de solidaridad propio de los estados de bienestar, que solo es posible mediante una verdadera conciencia fiscal, que se aprende, crea y consolida a través de una educación en valores asociados a unos principios de cohesión y solidaridad social.

Aquí asociamos la noción de justicia fiscal con la de justicia o equidad social que, a su vez, se aglutina en torno al principio de consentimiento fiscal. La justica fiscal incluye por tanto una dimensión democrática de consentimiento real a las elecciones o decisiones fiscales que son tomadas por un determinado gobierno competente. En otras palabras, un impuesto puede considerarse justo sólo si es un impuesto aceptado y comprendido por el conjunto de la ciudadanía que tributa.

Los impuestos nunca son neutrales. Los impuestos son un indicador del tipo de sociedad que se quiere construir. Son el semáforo del compromiso social que desarrollamos como sociedad con el bien común y el interés general. En otras palabras, la fiscalidad es el instrumento que nos ayuda a definir dónde se sitúa el interés general y se relaciona de manera inmediata con la definición del Estado como social y de derecho. El papel de la política fiscal es precisamente la principal herramienta que permite configurar el presupuesto del Estado y por tanto va a marcar fuertemente las políticas sociales y económicas, la existencia de servicios públicos, su alcance y/o cobertura. Es decir, el estado de bienestar no es posible sin un presupuesto, sin una política fiscal redistributiva ante los déficits estructurales del sistema social y económico del momento.

En el marco y contexto europeo, la fiscalidad juega tradicionalmente un papel determinante como zócalo para el mantenimiento de un modelo social, tanto para la ciudadanía como para las empresas y otros agentes sociales y económicos. Sin embargo, esto se debe hacer en un contexto muchas veces adverso, debiendo luchar contra la evasión fiscal y otros abusos fiscales que ponen en peligro el contrato social que tradicionalmente une a ciudadanos y gobiernos, y que también son una amenaza a las reglas económicas de la libre competencia en condiciones justas.

Si bien la justicia social es un valor que promueve el buen respeto de los derechos y las obligaciones de cada ser humano en determinada sociedad, su corolario debería ser precisamente una justicia fiscal y redistributiva. Sin una fiscalidad justa difícilmente se pueden cubrir las inversiones sociales que requiere un sistema de protección social suficiente, que es capaz de amortiguar las desigualdades sociales existentes y previniendo la aparición de nuevas formas y brechas en la sociedad. De la misma manera, solo por tener un sistema fiscal adecuado contamos con servicios públicos eficaces y de calidad para el conjunto de la ciudadanía: redes de transportes y carreteras, sistema sanitario y judicial universales, un impulso económico para la creación de empresas, etc.

Desde hace más de una década, los análisis de la Fundación FOESSA reiteran el mensaje de que la pobreza y exclusión estructurales en España se relacionan con la debilidad de nuestro modelo de protección social y, en especial, de nuestro modelo distributivo. La pandemia de COVID-19 ha evidenciado la necesidad de reimpulsar y fortalecer el estado de bienestar social para responder a todas las necesidades y demandas sociales. La actual crisis social exige de una reparación y reconstrucción que sólo puede pasar por profundas reformas de nuestro modelo económico, productivo y social, en particular a través del sistema de garantía de ingresos que ofrezca cobertura suficiente y digna a todas las personas y familias que lo necesiten.

Las políticas de recaudación y fiscalidad son las principales herramientas instrumentales para el estado de las que disponemos para lograrlo. Podemos referirnos al impuesto progresivo, sus justificaciones y reformas, los debates sobre el impuesto sobre sucesiones, la necesidad o viabilidad de un impuesto de sociedades y al capital financiero, o incluso cualquier otra forma de impuesto sobre el patrimonio, nuevo o no. También puede afectar a las herramientas fiscales que tienen como objetivo corregir los déficits estructurales asociados al IRPF o al impuesto de valor añadido, como principales instrumentos de recaudación estatal.

Es por tanto fundamental devolver su sentido a la recaudación de impuestos desde un enfoque de derechos humanos y compensatorio para asegurar la financiación de las políticas públicas que beneficien a toda la comunidad, en particular a los grupos más desfavorecidos; y de esta manera, reducir las crecientes desigualdades entre los estratos de la sociedad que acumulan más renta y los que menos tienen, u otras formas de desigualdad social o de género o circunstancial sobrevenida. En suma, la fiscalidad da sentido a la siguiente afirmación: no hay sociedad sin impuestos, es decir que no hay sociedad justa sin impuestos justos que incluya a toda la ciudadanía.

 

[1] Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Barómetro sobre Opinión Pública y Política Fiscal 2020. Disponible en: http://datos.cis.es/pdf/Es3290marMT_A.pdf

 

Número 9, 2021

Una justicia fiscal para más justicia social