Editorial

El derecho a la alimentación como derecho humano: abandonar el asistencialismo para garantizar la autonomía alimentaria

Si bien los alimentos producidos en el planeta son suficientes para alimentar a más del total de la población mundial, casi mil millones de personas pasan hambre. Por no hablar de que un tercio de esta producción se desperdicia o se pierde cada año. Por lo tanto, es evidente que el problema no es una cuestión de cantidad sino de distribución y acceso a los alimentos.

Según el derecho internacional, el derecho a la alimentación es un derecho humano que protege el derecho de todo ser humano a alimentarse dignamente, ya sea produciendo sus propios alimentos o comprándolos. Para producir sus propios alimentos, una persona necesita tierra, semillas, agua y otros recursos, y para comprarlos necesita dinero y acceso al mercado. En consecuencia, el derecho a la alimentación implica que el Estado debe garantizar una serie de mecanismos para posibilitar su disfrute por parte de todas las personas, independientemente de su situación socioeconómica.

No obstante, la crisis vinculada a la Covid-19 ha hecho más visible y ha agravado la inseguridad alimentaria en el mundo y también en nuestro país. Esta inseguridad alimentaria afecta a una proporción creciente de la población de España y, en particular, a las personas más vulnerables. Las imágenes de personas en fila frente a los lugares donde se distribuye la ayuda alimentaria han dejado una huella considerable en la opinión pública.

El derecho a la alimentación, que debería permitir a todas las personas comer dignamente, en forma adecuada y en cantidad suficiente, es así ampliamente mancillado. Es importante resaltar, por tanto, que ese incremento demuestra que el problema de los hogares españoles para acceder a una alimentación adecuada es estructural y que no está únicamente ligado a crisis coyunturales.

La actual crisis ha puesto de manifiesto los límites de la respuesta institucional a los problemas de inseguridad alimentaria. Una vez más la respuesta de las administraciones públicas responde a una concepción de ayuda alimentaria y no tanto de garantizar el derecho a la alimentación. El modelo imperante de respuesta de las entidades del tercer sector y de algunas de las políticas públicas llevadas a cabo, hacen que la lucha contra la inseguridad alimentaria se reduzca a la distribución de ayuda alimentaria.

Es fundamental tratar de superar esa concepción de las políticas públicas existentes que se enfocan solo en los síntomas de la inseguridad alimentaria y nunca en sus causas profundas: a saber, el nivel de pobreza y su intensidad para una parte de la población. Para ello, necesitamos promover una economía al servicio de todas las personas, apelando a un cambio de las reglas de los sistemas económicos injustos que perpetúan la pobreza y las desigualdades.

Esto pasa también por abandonar la asistencia para recibir alimento al acceso autónomo a la alimentación. En otras palabras, significa apostar por distribuir alimentos seleccionados con criterios de sostenibilidad y elegidos por quienes se benefician de ellos.

En definitiva, garantizar el respeto del derecho a la alimentación significaría dar a todas las personas la posibilidad de optar por una alimentación de calidad, íntegra desde el punto de vista ambiental, social y sanitario. En otras palabras, el reto de garantizar la seguridad alimentaria pasa por cruzar la lucha contra la pobreza y las desigualdades con los objetivos para un desarrollo sostenible.

 

Número 10, 2022
A fondo

El acceso al derecho a una alimentación saludable en Cáritas. Cuestión de justicia, dignidad, inclusión y sostenibilidad

María Martínez Rupérez, responsable del programa Acción Socio Educativa de Base en Cáritas Española.

 

Con este artículo pretendemos compartir el modelo de trabajo que estamos impulsando en Cáritas para dignificar el acceso al derecho a la alimentación y la estrategia confederal que hemos desarrollado para facilitar estos tránsitos.

 

Estoy convencida, que no nos es ajena esta imagen que tanto se ha repetido en nuestros barrios y pueblos, y ciertamente se ha multiplicado con motivo de la pandemia provocada por la COVID-19, de encontrarnos con personas esperando en una larga cola para recoger alguna bolsa de alimentos que poder llevar a sus hogares y mitigar así la angustia del hambre.

Y es posible, que, este escenario os haya provocado una variedad de emociones que pueden ir desde la tristeza a la ansiedad, imaginando qué mochila llevará cada persona que está esperando su turno, con menores de edad a su cargo, o personas mayores, o acaso alguna persona con movilidad reducida, o pasando por alguna enfermedad… Y además es posible, que en ese hogar no haya una figura sustentadora porque no hay trabajo, o acaso el empleo está precarizado, trabajando por horas, a turnos, sin saber cuál será la duración. O que se sienta la perdida del cordón umbilical al tener que dejar la familia cercana en el país de origen, o ante tanta tensión se esté produciendo algún tipo de violencia doméstica, machista…. Y a todo ello, le agregamos el ingrediente de la angustia del hambre.

Es bueno no olvidar que las situaciones de pobreza, lamentablemente están presentes desde tiempos pretéritos, que están unidas a un sistema injusto de reparto de bienes, recursos y riquezas, pero en tiempos de crisis, se visibiliza con toda su crudeza, una realidad que interesadamente permanece velada.

¿Por qué este título tan largo…?

Como bien sabemos el lenguaje no es neutro, está impregnado de significados, por esto la elección de estos conceptos no son arbitrarios, están cargados de intenciones, aquellas que nos proponemos en Cáritas. Hablamos de la alimentación, en el marco de estas claves innegociables. En primer lugar, es un derecho humano unido a la vida y universal, para todas las personas.

Y un derecho en el marco de la justicia social, donde nadie se puede quedar atrás, en una carrera de obstáculos que supone este mundo meritocrático para una parte importante de la población, donde haya un reparto equitativo de los bienes, recursos y riquezas del planeta.

Como señaló el exrelator de Naciones Unidas para el Derecho a la Alimentación, Olivier Schutter, y actual relator especial de las naciones Unidas sobre la extrema pobreza y los derechos humanos:

El derecho a tener acceso, de manera regular, permanente y libre, sea directamente, sea mediante compra por dinero, a una alimentación cuantitativa y cualitativa adecuada y suficiente, que corresponda a las tradiciones culturales de la población a la que pertenece el consumidor y garantice una vida psíquica y física, individual y colectiva, libre de angustias, satisfactoria y digna.

La primera parte de esta frase que expresa Schutter, podríamos resumirla, en una palabra, el reconocimiento a la dignidad de cada ser humano, con la descripción de adjetivos como, regular, cotidiana y libre. Para que cada quien pueda elegir aquello que desea comer, en función de sus gustos, hábitos, cultura o teniendo en cuenta su salud -situaciones de intolerancia, dietas médicas, etc.-. El papa Francisco, con la claridad y coraje con la que expresa sus convicciones, nos recuerda que hablamos de dignidad no de limosna, así lo recoge en la visita en 2014 a la sede de la FAO con motivo de la II Conferencia internacional sobre nutrición:

Y mientras se habla de nuevos derechos, el hambriento está ahí, en la esquina de la calle, y pide carta de ciudadanía, ser considerado en su condición, recibir una alimentación de base sana. Nos pide dignidad, no limosna.

Así queda recogido otro concepto importante, una alimentación sana, no podemos conformarnos con cualquier producto alimenticio, recordemos que, para mantener una buena salud física y psíquica, un elemento fundamental es una dieta variada y nutritiva con productos de calidad.

Por último, con el cambio de modelo que estamos proponiendo estamos facilitando también la inclusión. Permitidme haceros “spoiler”. Tratamos de dejar de dar alimentos en especie para utilizar otras estrategias que permitan a las personas hacer la compra en tiendas y comercios, como lo hace el resto de la ciudadanía, de una manera normalizada, sin ningún tipo de estigma.

Pero, además, la persona compra aquello que necesita con lo cual también promovemos la sostenibilidad. Las entidades sociales no tienen que realizar una compra masiva de alimentos o productos básicos de higiene -favoreciendo a determinadas multinacionales agroalimentarias-, que posteriormente se entrega a las personas sin conocer realmente cuáles son sus necesidades reales. Con esta estrategia minimizamos nuestra huella ecológica, al evitar transportes innecesarios, sostenimiento de almacenes, etc. Con todo, cuidamos a las personas y también al planeta.

Lamentablemente, en Cáritas vamos a tener que seguir haciendo el qué, pero tenemos que replantearnos los cómos

Según el último Informe que la fundación FOESSA que ha realizado para medir el impacto que ha tenido la crisis social derivada de la Covid-19 en las condiciones de vida, señala algunos datos que no podemos pasar por alto:

  • Un tercio de los hogares tienen a todas las personas integrantes en situación de desempleo -600 mil familias-, careciendo de algún tipo de ingreso periódico que permita una cierta estabilidad.
  • La pandemia ha aumentado la brecha de género: la exclusión social ha crecido más del doble en los hogares cuya sustentadora principal es una mujer.
  • Hay 2,7 millones de personas jóvenes entre 16 y 34 años afectadas por procesos de exclusión social intensa.
  • La exclusión social en hogares con población inmigrante es casi tres veces mayor que en los hogares españoles.
  • Tres de cada diez familias se han visto obligadas a reducir los gastos habituales en alimentación, ropa y calzado.
  • Las tasas más elevadas de exclusión social se dan en el Sur y el Este del país, junto con Canarias.

Estas cifras no nos dejan indiferentes, sabiendo que detrás de cada una hay una historia con rostro, llena de vida y matices, pero también con el peso que conlleva saberse señalado por el estigma de la pobreza.

Queremos estar cerca para conocer, y conocer para comprender y respetar cada misterio que es, cada una de las vidas con quienes nos encontramos.

Así, las personas que trabajamos en Cáritas, seamos voluntarias o contratadas, estamos llamadas a minimizar este sufrimiento social, ofreciendo nuestro mayor potencial y recursos, símbolo de nuestro logo: el amor.

Un amor con co-razón al servicio de las personas, esto es, un amor impregnado de sensibilidad y ternura que nos invita a dar un paso más en nuestros modos de hacer, e introducir la investigación y el conocimiento generado en este tiempo, y que nos lleva a replantearnos y repensar otras estrategias, más humanas y eficaces.

Por ello debemos continuar con el qué hacemos -facilitar este acceso a derecho-, pero es cuestión ineludible superar aquellas formas que han dañado, estigmatizado. No puede ser que sigamos dando las mismas respuestas del siglo pasado con la comprensión del problema que tenemos en la actualidad.

Y como luciérnagas, tenemos algunas referencias importantes que ya han transitado por este camino, como el programa desarrollado por parte del Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas en los campos de personas refugiadas, proponiendo la utilización de tarjetas para que las personas puedan realizar sus compras directamente en las tiendas locales, iniciativa que recibió el premio NOBEL en 2020.

También esta misma acción desarrollada en diversos países de la Unión Europea, como Rumania o Francia ante la realidad de la pandemia Covid-19. Estrategia que motivó la modificación del reglamento europeo.

Y estábamos tardando en dejar espacio, en hacer círculo, en compartir saberes, intuiciones, experiencias

Aleida es una compañera de camino, madre de familia, que durante un tiempo recibió ayuda de alimentos por parte de Cáritas. Y tuvo la suerte de encontrarse con Sonsoles, una voluntaria de Cáritas parroquial, con quien pudo conectar en una relación humana y horizontal. Ante la propuesta que compartiera que estaba sintiendo, surgió este regalo que nos hace Aleida.

Solo es necesario leer con atención, para recoger la vivencia de tantas personas que pasan por esta experiencia.

Querida Sonsoles: siempre he pensado que lo más importante son las personas. No hay sentimiento más perturbador que no sentirte persona, con toda la dignidad que eso implica. Cuando no eres autosuficiente porque las circunstancias adversas no te lo permiten y no puedes abastecerte ni a ti, ni a tu familia en las necesidades más básicas como son los alimentos, te sientes poquita cosa y te vas haciendo más pequeña cuando recurres a ciertas ayudas.

Quiero decirte Sonsoles que la mayoría de mis conocidas y amigas que reciben esta cesta, que más que de comida está llena de buenas intenciones, pensamos que nos hacen un flaco favor. Pero no lo decimos de voz en cuello, no queremos ofender. Por eso lo comentamos bajito, con esa voz apagada y avergonzada que tiene el que pide.

La realidad, amiga mía, es que en esa cesta no hay nada que me pueda servir en el momento para prepararme una buena comida. Me faltan los ajos, la cebolla y las zanahorias para dar alegría al plato. Mi nevera sigue vacía; nada de lo que viene en la cesta solidaria puedo meter en ella. ¡Un yogur es un lujo en tiempos de coronavirus!

Pedir te silencia y te hace opaco, tal vez por eso los que están llenos de buenas intenciones no te ven como ellos, no ven que eres persona.

Es surrealista que en pleno siglo XXI, en un país extraordinario como éste aún hallamos personas que necesitamos que alguien nos ayude, nos llene una cesta con lo que ellos consideran que necesitamos…

Me he encontrado con personas que te hacen contar tu vida, y luego para nada. Me he encontrado con ojos fríos porque eso se puede sentir, se puede ver, te puedes encontrar con miradas de impaciencia, gente que agacha la mirada, que no le interesas, que no te mira. Porque entiendo que muchas personas van allí como yo a pedir ayuda y tienen que cumplir la norma que dice que tienen que preguntarle cosas para ver si es digno de ser ayudado o no.

He vivido la situación más fea de tener que pedir, pero también he tenido la oportunidad de conocer en medio de todo ello a gente maravillosa que sí te ve, que sí te mira, que sí te escucha, que sí le importas, que van más allá de lo que tienen que hacer que es entregar una bolsa de comida a las personas para que puedan sentirse ellos que ayudan y otros puedan sentirse que son ayudados.

A mí lo que me ha ayudado es encontrar una persona que te tome de la mano, que te abrace que te diga “todo va a mejorar, tranquila”, “puedes venir cuando quieras” si necesitas algo, aunque luego ni le llames, ni vayas, pero te dice “si necesitas algo llámame, si algo pasa ven, aquí estoy. Yo sí he encontrado gente así en mi parroquia.

En Cáritas estamos en la búsqueda de la mejor respuesta

Llegados a este punto, es bueno recordarnos que es el Estado el garante de este derecho al acceso a una alimentación sana y equilibrada, y que, en un estado democrático, entidades como Cáritas estamos complementando una acción allí donde los servicios públicos no llegan o lo hacen de manera insuficiente.

Y siempre es un gusto cuando un ayuntamiento es conocedor de su realidad y se hace cargo de las necesidades de su comunidad, como tenemos ejemplos de ello, siendo los servicios sociales municipales quienes facilitan este acceso a la alimentación a través de la gestión de tarjetas prepago donde las personas van a comprar a los comercios que deseen. En estos casos, los equipos de Cáritas tienen la disponibilidad para hacer otro tipo de tareas, que están en relación con acompañamientos, con proyectos de desarrollo y empoderamiento personal y otras acciones comunitarias.

Pero volvamos a nuestro análisis, y pongámonos en la piel de la persona que recibe una cesta de alimentos, como nos señalaba Aleida, la persona no puede elegir, tiene que ajustar su alimentación a los productos disponibles, sin la posibilidad de adaptar el menú según los gustos, culturales o necesidades de salud. Y en relación a la salud, es difícil mantener una dieta variada y equilibrada, ya que suelen faltar productos frescos.

En este escenario, se corre el riesgo de pérdida de autonomía personal y de autoestima, y de desaprender elementos básicos como son el manejo del dinero, o la gestión y manejo de la economía familiar… Sin darnos cuenta, lejos de posibilitar procesos de inclusión social podemos estar contribuyendo a mantener desde el asistencialismo la institucionalización.

Pero, además, como apuntábamos con anterioridad, es un método poco eficiente, ya que se contribuye con el despilfarro alimentario. Por lo que vamos en contra también, de la salud del planeta.

Por todo ello, planteamos los tránsitos hacia un modelo inclusivo y sostenible, donde las personas puedan comprar en los comercios de proximidad los productos que se ajusten a sus gustos y necesidades. La pandemia, en este sentido, ha sido una palanca para el cambio. En los momentos de máxima incertidumbre, donde desconocíamos la forma de contagio de este virus, el uso de estas herramientas como las tarjetas monedero -conocidas por distintos nombres solidarias, prepago…-, se han extendido. E inclusive, apareciendo en escena otra nueva estrategia: ayudas económicas a través de telefonía móvil.

Pero también debemos reconocer la existencia de equipos de Cáritas, que, desde hace tiempo, destinan parte de su presupuesto a ofrecer este acceso a la alimentación evitando cualquier tipo de estigma, a través de ayudas en metálico, cheques o transferencias bancarias.

Gracias a este modelo, estamos facilitando que:

  • La persona sienta nuestro respeto, reconocimiento y la confianza depositada en ella.
  • Se evite el estigma, garantizando en todo momento del proceso el anonimato.
  • Se fomente la autonomía personal, que las personas salgan del círculo de la dependencia. Cada quien elige qué quiere consumir y dónde adquirirlo.
  • Se active el comercio de proximidad y el consumo de productos agrícolas de kilómetro cero.
  • Se llegue a una alimentación sana y equilibrada, con la adquisición de productos propios de cada estación.
  • Se haga la compra y se cocine en familia, como espacio educativo y relacional.
  • Se mantenga la responsabilidad y el hábito de administrar el presupuesto y la gestión familiar.
  • Y además de cuidar a las personas, cuidamos al planeta, comprometiéndonos con un sistema eficiente y sostenible.

Para quien tenga interés en conocer un poquito más, podéis acudir al libro digital que editamos en el año 2019  . Este documento recoge el análisis, posicionamiento y propuestas de Cáritas.

Y a partir de este libro desarrollamos una “Estrategia confederal por el derecho a una alimentación saludable y sostenible 2020/2023”. Esbozamos un resumen de los 7 ejes que impulsamos y seguimos trabajando:

  1. Apoyo en los tránsitos hacia nuevas iniciativas y proyectos. Además de ir dejando de dar alimentos en especie para pasar a estas modalidades que hemos detallado, otro de los retos tiene que ver con el aprovechamiento alimentario, por ejemplo, reconvertir nuestros economatos en tiendas abiertas al público, a través de iniciativas de economía social donde se promueva la incorporación sociolaboral y donde poder comprar alimentos o productos de higiene personal o del hogar, que de otro modo se despilfarrarían siguiendo la estela de ofrecer una segunda oportunidad como en el caso del textil, en las tiendas de ModaRE. O, también, la realización de menús o platos cocinados con productos que se desecharían.
  2. Espacios de encuentro y formación presenciales y en formato en línea con el objetivo de dar a conocer este modelo a los equipos de Cáritas -con especial atención de Cáritas parroquiales-. Y también participando en foros organizados por otras entidades.
  3. Facilitar la toma de conciencia en centros educativos y en espacios de ocio y tiempo libre. El objetivo es, que, desde los más peques hasta los más mayores, puedan contribuir en mejorar el planeta y sustituir la donación tipo operación kilo.
  4. Recogida de experiencias que ya se están desarrollando en diferentes Cáritas con el objetivo de facilitar el camino a otros equipos, de aquí ha surgido el libro digital: Derecho a una alimentación saludable. transiciones hacia un modelo inclusivo y sostenible.
  5. Trabajo colaborativo con las empresas. Queremos hacer llegar este modelo inclusivo y sostenible, apelando a su compromiso a través de RSC -responsabilidad social corporativa- y hacerles partícipes, presentando otras formas de colaboración. Con su aportación sea económica, va directamente al sostenimiento de las tarjetas. Y cuando se producen donaciones de excedentes, la propuesta es canalizarla a nuestros centros donde tenemos condiciones para conservar los productos y realizar menús rápidos.
  6. Colaboración con banca ética para la emisión de las tarjetas solidarias.
  7. Trabajo colaborativo al interno y con otras entidades: Cáritas Europa, administraciones entidades del tercer sector, universidades, etc.

Referencias bibliográficas

Libro digital: Derecho a una alimentación saludable. transiciones hacia un modelo inclusivo y sostenible. Cáritas Española. 2020

Libro digital: Alimentación y vestido como derecho. Cuestión de dignidad, autonomía e inclusión”. Cáritas Española. 2019

Ayala Cañon; L. Laparra Navarro, M.; Rodríguez Cabrero, G. (coords.) ( 2022). Evolución de la cohesión social y consecuencias de la Covid-19 en España. Madrid: Cáritas Española y Fundación FOESSA.

 

Número 10, 2022

La alimentación: bien común, bien público y derecho humano

COVID-19: un virus no democrático

A fondo

La vivienda, clave para la salud

Thomas Ubrich

Investigación e Incidencia en Asociación Provivienda

 

La recuperación económica de España, tras cinco años de crecimiento, ha permitido recuperar o incluso superar el PIB previo a la crisis: así lo vuelve a resaltar el último informe semestral de la Comisión Europea. Sin embargo, resalta también la profundidad de las cicatrices que ha dejado la Gran Recesión en gran parte de la población. Por su parte, los indicadores sociales no se han recuperado de la misma manera; muchas familias, especialmente las más pobres, siguen atravesando importantes dificultades económicas. En la actualidad, España es uno de los pocos países de la UE en el que, pese a un fuerte crecimiento económico, la situación socioeconómica es menos favorable que antes de la crisis, con graves niveles de desigualdad y un alto riesgo de pobreza o exclusión, el 26,6% de la población según la última Encuesta de Condiciones de Vida 2017. El empleo se ha recuperado, pero ya no es un soporte de bienestar por la debilidad e inestabilidad del mercado laboral: el desempleo en España duplica la media europea, con malos datos tanto en el paro de larga duración como en el juvenil o en el infraempleo por la sobrerrepresentación de los contratos temporales de corta duración y baja remuneración.

A todo ello hay que sumar uno de los factores que más incide en el empobrecimiento de la población, y es el surgimiento de una nueva crisis de asequibilidad y estabilidad en la vivienda. El sistema de provisión de vivienda y bienestar social que se caracteriza por una profunda y endémica carencia de vivienda social y asequible no está garantizando la función social de la vivienda. La vivienda no se produce ni se distribuye para que todo el mundo tenga un lugar digno para vivir, sino como una mercancía altamente rentable para unos pocos inversores. En esta línea, el sociólogo de la London School of Economics David Madden ironiza que «no hay una crisis de la vivienda por un fallo del sistema, sino porque está funcionando perfectamente».

Pues bien, en las principales ciudades del Estado los precios del alquiler han aumentado de manera brusca y continua (un 18,3% en el último año), mientras que la actual renta de los hogares es claramente inferior a la de 2008 (más de 1.200 euros menos). Paralelamente, el gasto público destinado a vivienda no ha dejado de disminuir desde el estallido de la burbuja inmobiliaria, alcanzando un mínimo histórico (0,13% del gasto público en 2018). El resultado es que los hogares tienen que dedicar un porcentaje cada vez mayor de sus ingresos al pago del alquiler y, por tanto, se enfrentan a enormes dificultades para afrontar los gastos relacionados con la vivienda y su mantenimiento. El parque de vivienda es excluyente para un importante segmento de la población española; esto ha llevado y sigue llevando a miles de familias a perder su vivienda habitual de compra o alquiler. Solo en el año 2018 se han practicado más de 44.000 lanzamientos (casi 600.000 desde 2008); y seis de cada diez son lanzamientos por impagos de alquiler.

En el plano del derecho España es bastante avanzada, pero no respeta su puesta en marcha. Las recomendaciones del Comité DESC de Naciones Unidas reprenden al Estado español por la reiterada vulneración del derecho a la vivienda. Por ejemplo, cada vez que se ordena un desalojo sin las debidas garantías y alternativa habitacional, cuando existen situaciones de infravivienda, de precariedad energética, o cuando las familias se ven obligadas a ocupar una vivienda sin título legal porque no tienen alternativa habitacional.

Es en este contexto, y a través de nuestra intervención residencial directa, en Provivienda hemos detectado problemáticas que relacionan la vulnerabilidad social y residencial con la salud, y las hemos desarrollado en el Informe «Cuando la casa nos enferma». Nuestra hipótesis, que las malas condiciones en vivienda o la ausencia de la misma enferman a las personas, y en mayor medida a la infancia, puede parecer evidente. Pero resulta fundamental ilustrar y demostrar con evidencias cómo la existencia o no de un hogar, las condiciones físicas de la vivienda, su entorno físico y/o el entorno social del barrio pueden repercutir sobre la salud física, psicológica y mental y el bienestar socio-relacional de las personas, en particular entre las personas más vulnerables.

En palabras de Gaston Bachelard, «la casa es nuestro rincón del mundo. Es nuestro primer universo. Es realmente un cosmos» (Bachelard 1957). El hogar se constituye como la base sobre la cual construir el bienestar social, físico y psicológico de las personas, entendiendo este como factor clave para la integración social y la emancipación. Así, disponer de un alojamiento digno es un elemento transversal que afecta de manera directa a la calidad de vida de las personas, en cuanto la vivienda es el espacio donde se construye el hogar propiamente dicho, pero también su entorno social y urbano (el barrio y la comunidad), así como su lugar en el conjunto de la ciudad. En este sentido, la vulneración del derecho a la vivienda tiene consecuencias directas en el ejercicio de otros derechos, entre otros el derecho a la salud. Como señala la propia Organización Mundial de la Salud (OMS), cuando los requisitos mínimos que debe reunir una vivienda no se cumplen o son insuficientes, el derecho a la vivienda no se está garantizando y, por tanto, tampoco lo está siendo el derecho a la salud de las personas.

1. La salud no es un problema de genética, sino un problema de desigualdad social asociado a la vivienda

Aquí nos referimos a la salud no solo como ausencia de enfermedad, sino como un concepto multidimensional que está relacionado con «las circunstancias en que las personas nacen, crecen, viven, trabajan y envejecen, incluido el sistema de salud». Desde la OMS se define la salud como «un estado de completo bienestar físico, mental y social».

En este sentido, cabe introducir el concepto de «desigualdades en salud», que hace referencia a las diferencias existentes en el estado de salud entre individuos o grupos; son medidas en términos como la esperanza de vida, la mortalidad o la morbilidad. Las desigualdades sociales en salud no son diferencias en salud derivadas del azar o de las decisiones individuales, sino que se basan en las diferencias evitables que se relacionan con variables sociales, económicas y ambientales sobre las cuales el individuo no ejerce control alguno y que pueden abordarse mediante políticas públicas (Rey del Castillo 2015).

En este marco conceptual, el acceso a una vivienda digna y asequible constituye un determinante social central de la salud. Por lo tanto, si las condiciones de vivienda son un factor determinante de las desigualdades sociales en materia de salud, las políticas de vivienda deberían, al igual que otros enfoques sectoriales, buscar reducirlas.

Si bien es muy difícil establecer una relación causal directa entre las dificultades de vivienda y los problemas de salud, ambos están muy entrelazados. Eso sí, podemos establecer que la vivienda es un factor, entre otros, que destaca de la precariedad social que hace crecer los riesgos de desarrollar problemas de salud, enfermedades o empeorar síntomas ya existentes. De hecho, no disponer de una vivienda independiente, dormir en la calle, vivir en viviendas precarias, demasiado caras o inseguras, crea estrés y aumenta el riesgo de enfrentar problemas de salud. Por el contrario, disfrutar de buenas condiciones de vivienda favorece la prevención y recuperación (Mikkonen y Raphael 2011). En otras palabras, la salud también es disponer de una vivienda en buenas condiciones, con áreas comunes en buenas condiciones, un buen aislamiento acústico y térmico, espacio suficiente, pagando un precio adecuado y tener buenas relaciones de vecindad versus aislamiento social. No obstante, las implicaciones sociales, físicas y psicológicas relacionadas con la salud no se limitan a las condiciones físicas de la vivienda.

2. Las fragilidades residenciales

A continuación nos centramos en diferentes casuísticas de la fragilidad residencial que afectan también al bienestar psicológico de los hogares entrevistados. Los obstáculos para acceder, las dificultades de asequibilidad de la vivienda o la inestabilidad en la misma, en especial la ocupación por necesidad, son situaciones que a su vez afectan claramente al ejercicio del derecho a la salud.

Zakia, beneficiaria de la Red de Viviendas Solidarias en el distrito de Puente de Vallecas, en Madrid, destaca el cambio que ha supuesto acceder a la casa en la que vive ahora: «ahora estoy mucho mejor, muy contenta porque me han dado vida, (…) en esta casa estoy súper feliz con mis hijos (…). Los niños están viviendo la vida que tenían anteriormente. (…) Me preocupa la vivienda, quiero una vivienda estable, un alquiler social y un trabajo para salir adelante. (…) Estoy temporalmente en la vivienda, pero necesito un empujón, algo estable. (…) A mí me gusta estar aquí, el cambio influye mucho en los niños, ya me he cambiado tres veces de vivienda y los niños han cambiado de colegio también, es muy agobiante porque no hay estabilidad tampoco para ellos».

Como Zakia, muchas de las personas entrevistadas que actualmente se benefician de la ayuda de recursos de viviendas temporales, confiesan su inquietud o temor de que se termine su contrato o estancia en el recurso. Además, para otras que alquilan directamente en el mercado libre, pese a la reciente reforma de la Ley de Arrendamientos Urbanos[1], vivir en una casa de alquiler tiene una fecha de caducidad reducida de cinco años y no existen garantías de que el contrato de arrendamiento se renueve al finalizarse. Esta realidad es especialmente perjudicial para personas y familias en situación de vulnerabilidad social, con itinerarios personales a veces complejos que requieren de un proceso de reconstrucción largo, que tienen ingresos muy bajos, fruto de trabajos precarios o prestaciones sociales reducidas, la perspectiva de la finalización de su contrato de alquiler se convierte en una fuente de angustia que paraliza e incluso impide prácticamente vivir.

La incertidumbre y la incapacidad de controlar la situación de inestabilidad residencial en la que se encuentran las familias se relacionan con la percepción de «no controlar su vida». En estos casos la depresión es la enfermedad más habitual, así como cuadros de ansiedad, desánimo, trastornos del sueño y otros problemas de salud mental que, cuando no son atendidos, se amplifican y se enquistan con el tiempo. En este sentido son muy necesarias la prevención, detección y atención temprana de esas situaciones para evitar el desarrollo de trastornos y problemas futuros más graves.

En Arona, Tenerife, Juan y María cuentan que «la ayuda que hemos recibido para regularizar nuestra situación y acceder a un alquiler social nos ha permitido (…) tener un proyecto de vida, criar a nuestras hijas, trabajar, compartir con nuestra familia y amigos momentos buenos, sin renunciar a poder estar mejor en un futuro». Ofrecer estabilidad residencial, permite, en sus palabras, «empezar a caminar de vuelta». Otra prueba de la tranquilidad y sosiego que ha supuesto el acceder a una vivienda digna lo cuenta Sidra, en Barcelona: «Este piso para mí es el paraíso. Todo limpio, ordenado, amueblado, sin goteras, no cae ningún techo, no hay cucarachas, ni chinches, ni ratas, ni peligro para los niños. El otro piso era otro mundo. No tenía calefacción, pasábamos mucho frío, los niños enfermaban mucho». De hecho, el miedo a un futuro incierto se incrementa cuando aparecen otros problemas graves de salud en el ámbito intrafamiliar, momento en el que se dimensiona aún más el valor de la estabilidad en una vivienda como lugar de recuperación y reposo.

Por su parte, la falta de asequibilidad se vincula con la priorización de los gastos, apartando otras necesidades básicas para poder cubrir gastos de la casa. Lázaro, del Puente de Vallecas, Madrid, se avergüenza reconociendo que «no hay dinero para seguir cada día la dieta que necesita mi hijo por la diabetes». Además, el grave estrés que padece por culpa de su vivencia incide negativamente en su hipertensión. «No hay seguridad de vida. Evidentemente [tiene impacto en la salud]. Hoy aquí, pero mañana no sabes».

3. La pérdida de la vivienda, y su influencia en la salud psicológica

El problema de vivienda hace resurgir problemas de salud que en muchos casos ya estaban superados. En concreto, la pérdida de la vivienda influye fuertemente en la salud psicológica: estrés postraumático como alteraciones del sueño, nerviosismo, desconcentración o miedo. Así, las personas en proceso de desahucio tienen trece veces más probabilidades de percibir su salud como mala; el 57,3% de los hombres y el 80,9% de las mujeres informan de mala salud (Equipo de Investigación en Desahucios y Salud, 2014). Estos problemas psicológicos desencadenan, entre otras afecciones físicas, el aumento de la hipertensión y de los problemas cardiacos, el empeoramiento de hábitos no saludables como el consumo de tabaco y alcohol, una dieta no saludable, en muchos casos como mecanismos sustitutivos para aliviar la ansiedad.

La expectativa de pérdida de vivienda trae a su vez consigo la posibilidad del cambio de barrio o incluso de municipio de residencia. Ese cambio conlleva en muchos casos el cambio de profesionales de referencia, del centro de salud, de los centros educativos y de los centros de servicios sociales. Esto incide especialmente en el desarrollo de las niñas, niños y adolescentes, obligados a abandonar su círculo social más cercano (el colegio, el vecindario…). Esa pérdida de redes, en muchos casos, implica la pérdida del arraigo en el barrio y el apoyo emocional, y también en forma de servicios no mercantilizados, a través de la solidaridad, como el cuidado de los hijos, etc., que muchas veces representa paras las familias, en particular para las monomarentales.

4. La ocupación por necesidad, un caso paradigmático de emergencia habitacional

La ocupación por necesidad responde a una emergencia habitacional de muchas familias con menores de edad a cargo, sin que para ello se haya seguido ningún tipo de organización o planificación previa. Es la situación a la que se ven abocadas familias que han perdido su vivienda y que no cuentan con alternativa habitacional digna. Las familias tienen que recurrir a estos “alquileres” de viviendas vacías, generalmente en malas condiciones y desestimadas por su baja rentabilidad; “comprar llaves” para poder disponer de un sitio en el que vivir. María, de Villaverde, cuenta cómo tuvo que comprar la suya: «Te dan la llave, te la venden por 1.500 euros; que te echen o no, eso no tiene que ver con ellos, no se hacen cargo. Es jugar a una carta».

Esa ocupación es pacífica y silenciosa, esconde un problema complejo y desconocido con muchos matices que requiere ser estudiado en profundidad para conocer todos los impactos que tiene en los diferentes ámbitos a los que afecta. Se trata de una flagrante vulneración de derechos a la que se ven sometidos estas familias y los vecinos que viven en estos bloques de viviendas y barrios, y, por tanto, que no puede ser reducida a una cuestión de conflictividad social ni ser criminalizada.

Por ejemplo, Ricardo incide con fuerza en que, como en su caso particular, la inmensa mayoría de las familias que están en situación de ocupación lo están por obligación y necesidad al no tener otra alternativa habitacional, y sobre todo no tienen nada que ver con algunas prácticas mafiosas y el tráfico de drogas: «el perfil que se tiene del ocupante está falseado por los medios de comunicación, entre otros. Los que trafican con los pisos son bancas, no trabaja ninguno, son delincuentes, venden drogas…».

Muchas personas relatan angustiadas su impotencia y frustración al enfrentarse a una situación inédita y sobrevenida en sus vidas. Johanna, en el distrito de Tetuán en Madrid: «yo nunca me había visto en éstas», o Lázaro: «nunca en mi vida he estado yo así». Gara, en Tenerife, insiste en que no es un privilegio: «Me metí en una vivienda ocupando, por necesidad, yo no la quería para nada más, la casa estaba bastante mal, destrozada, poco a poco la fui arreglando, más que nada por mis hijas, pero fue un paso esporádico, yo no quería la casa para quedármela ni nada, justo entré en mayo y en junio tenía trabajo, ya yo me iba a ir, a buscar un alquiler para mis hijas [se emociona]». Asimismo, Carolina, de Usera, también lo deja claro: «Vivir ocupando no es ningún privilegio, ocupar no es ningún lujo (…). Mi paz no la negocio con nadie».

Si no se dispone de un refugio donde estar, o si este está amenazado, se convierte en un lugar hostil que genera una inestabilidad muy grave para las personas. No poder ofrecer a tus hijos un espacio seguro convierte la casa en un infierno para todos. De hecho, la mayor parte de las personas entrevistadas expresan sensaciones de nerviosismo, ansiedad e intranquilidad, derivadas de su inestabilidad e informalidad en la vivienda. Viven con el miedo, estrés y angustia de que «tiren la puerta» en cualquier momento y tener que enfrentarse a un procedimiento legal en su contra. Estos trastornos de ansiedad cronificados se vinculan a problemas musculares y digestivos, cefaleas o cansancio. Lo relata Eliana, que se encontró ocupando sin su conocimiento: «Me estresé mucho cuando nos dijeron que estábamos ocupando la vivienda. Dijimos que habíamos pagado un alquiler y fianza. Denunciamos y empezamos a acondicionar la casa. (…) Con la ansiedad me daban ganas de comer, y a veces estaba deprimida y no sabía por qué. Hasta que llegó Esther [trabajadora de Provivienda] y nos dijo que estábamos ‟ocupando‟; es cuando nos dimos cuenta de que nos habían estafado».

Además, son situaciones que se prolongan y enquistan en el tiempo, sin que estas personas reciban siempre información suficiente sobre los pasos a seguir. Gema, en Villaverde, cuenta cómo le provoca mucho malestar, estrés y depresión: «Lo que voy a contar es la verdad, que estamos de ocupas, que antes teníamos trabajos, pero ahora solo tenemos la RMI. (…) Estoy muy cansada de esta vida, quiero salir adelante pero a veces caigo en depresión. A veces me encuentro contenta pero a veces me veo ahogada. (…) No queremos vivir por el morro, como dice la gente, queremos vivir con la conciencia tranquila pagando nuestros gastos y todo (…). Lo único que pido es tener una vivienda, poder pagar nuestras cosas, vivir tranquilos sin tener el ahogo de pensar todos los días que nos van a echar a la calle, y un trabajo y salud para poder seguir adelante».

5. ¿Qué se puede hacer?

Se trata de un estrés muy profundo que muchas veces requeriría de una intervención en consecuencia. El miedo, la vergüenza, la incertidumbre y las depresiones que se apoderan de estas personas dificultan gravemente su capacidad de llevar una vida normalizada y tomar decisiones adecuadas. Por otro lado, se ven inmersos en interminables gestiones administrativas para tratar de conseguir la regularización de su situación, mediante un alquiler social, a un precio asumible por los reducidos ingresos de la familia. A su vez, muchas veces se ven ahogados en procedimientos judiciales que generan, sobre todo, frustración.

Sin embargo, vivir en estado de permanente alerta y agobio provoca incluso que muchas personas desatiendan sus problemas de salud. Lázaro intuye también la posible presencia de problemas de salud asociados a su situación de incertidumbre vital: «Ignoro mis problemas de salud, los ignoro pero sé que están». Cuenta, en referencia a su decisión de permanecer en la vivienda pese a la ilegalidad de su situación, que: «La inseguridad y la incertidumbre te acompaña en el día a día, esto es lo más grave». Se podría equiparar los problemas de salud asociados a la vivienda con las enfermedades profesionales. Los casos de ansiedad pueden generar a largo plazo casos de enfermedades más graves causadas por los problemas actuales con la vivienda.

La mejor política de prevención de la salud es una política de vivienda inclusiva. Desde la acción pública es fundamental generar alternativas residenciales asequibles para garantizar el derecho a la vivienda y a la salud de todas las personas, y en particular de las más vulnerables, las que sufren procesos de desahucio, gran parte de estas con menores de edad a cargo, que dejan en un grave dilema a muchas de las familias afectadas: vivir en la calle o habitar una vivienda propiedad de una entidad bancaria.

Por su parte, desde la intervención social se debe acompañar a las personas para devolverles un hogar. Las paredes son importantes, pero solo en la medida que se convierten en un hogar seguro. En este proceso, los y las profesionales deben a su vez generar convivencia y socialización, fortalecer los lazos comunitarios perdidos.

Bibliografía

Bachelard, G. (1957). La poétique de l’espace. Paris: Les Presses Universitaires de France, 3e édition, 1961, 215 pp. Première édition, 1957. Collection: Bibliothèque de philosophie contemporaine.

Comisión Europea (2019). Informe sobre España 2019, con un examen exhaustivo en lo que respecta a la prevención y la corrección de los desequilibrios macroeconómicos.

Equipo de Investigación en Desahucios y Salud (2014). Estado de salud de la población afectada por un proceso de desahucio.

Mikkonen, J., & Raphael, D. (2010). Social Determinants of Health: The Canadian Facts. Toronto: York University School of Health Policy and Management.

Provivienda (2018). Cuando la casa nos enferma. La vivienda como cuestión de salud pública. Madrid, octubre de 2018.

Rey del Castillo, J. (2015). «Análisis y propuestas para la regeneración de la sanidad pública en España». Fundación Alternativas.

[1] En el BOE de 10 de abril de 2019 ha sido publicada la  Resolución de 3 de abril de 2019, del Congreso de los Diputados, por la que se ordena la publicación del Acuerdo de Convalidación del Real Decreto-Ley 7/2019, de 1 de marzo, de medidas urgentes en materia de vivienda y alquiler.

 

Número 2, 2019

 

A fondo

Calidad de vida en el contexto de la Gran Recesión: desigualdades sociales y su impacto en la “salud social”

Iria Noa de la Fuente Roldán

Doctora en Trabajo Social. Jefa de Proyectos de Investigación Social de la Asociación Provivienda

 

1. Introducción

La crisis financiera iniciada en Estados Unidos llegó a Europa en el año 2008, dando lugar a una Gran Recesión con consecuencias especialmente severas en el contexto español. En efecto, en España, la crisis ha generado una verdadera convulsión de las estructuras sociales y económicas. En este sentido, no parece exagerado afirmar que en las sociedades en general, y en la española en particular, la cuestión social que se ha impuesto en la última década gira en torno al aumento y transformación de los procesos de exclusión social. Por ello, en el ámbito específico de las desigualdades sociales, el impacto de la crisis se presenta como un elemento de la máxima importancia pues está dirigiendo a un nuevo escenario que implica la necesidad de profundizar en las nuevas formas de desigualdad social y, sobre todo, en su efecto sobre la ciudadanía.

Precisamente, este texto pretende abordar algunos de los efectos que los procesos de cambio social generados desde el inicio de la crisis han tenido en las personas y familias residentes en España y que, de manera más amplia, han sido abordados en profundidad mediante un trabajo que analiza el efecto de la crisis en la salud y calidad de vida (Sánchez Moreno, de la Fuente Roldán y Gallardo Peralta 2019). Aquí rescataremos el discurso desarrollado en torno a la calidad de vida y algunas de sus dimensiones fundamentales para la acción social.

Los datos existentes no dejan lugar a dudas. La crisis ha generado un aumento de las desigualdades sociales, exacerbando los procesos de exclusión social que ya existían en España y asentándose en las diferentes esferas de la vida de los ciudadanos y ciudadanas. Ahora bien, más allá de lo que las estadísticas señalan, ¿qué efectos concretos ha tenido la crisis en la ciudadanía? ¿Qué esferas de la vida de las personas se han visto afectadas?

El desempleo, y con ello las dificultades socioeconómicas, aparecen como una de las principales problemáticas a las que la ciudadanía se refiere. Sin embargo, es preciso avanzar un paso más para centrarse en cómo la reducción drástica de los recursos económicos afecta en su día a día a los hogares. En palabras de Rocío,

«sin trabajo no hay dinero, sin dinero no hay comida, y sin comida… y sin comida pues te mueres. Así de simple. Desde que Fernando empezó a perder trabajos por… por la crisis hemos ido reduciendo compra. Bueno, la nuestra. Yo he perdido no sé cuantos kilos y arrastro una anemia de caballo, o sea… del caballo que no como, que carne no entra en esta casa si no es para los niños» [Rocío, mujer de 40 años hablando sobre la realidad que su familia atraviesa desde que la Gran Recesión se impuso en su hogar].

Es decir, parece evidente que la escasez de recursos económicos, y con ello la imposibilidad de poder cubrir las necesidades básicas –como las alimentarias–, afectan de manera directa a la salud física de las personas. Sin embargo, más allá del estado de salud físico, ¿qué hay del concepto más amplio de calidad de vida? Más concretamente, ¿cuáles son las consecuencias que la Gran Recesión ha impuesto en la “salud social” de las personas y familias residentes en España?

2. Calidad de vida en el contexto de la Gran Recesión

De la misma manera que ocurre con tantos otros fenómenos de la realidad social, definir qué se entiende por calidad de vida resulta complejo. Las referencias a la calidad de vida se han asentado tanto en el discurso informal, como en el profesional, político, administrativo y académico. Esta situación plantea dificultades. Por un lado, supone considerar que el concepto adquirió popularidad antes de desarrollarse una teoría analítica al respecto. Por otro lado, como concepto objeto de explicación continua, se llega a pensar que no se usa con la precisión necesaria y que sigue siendo complejo acotarlo con rigor. Pese a estas dificultades, existe un cierto consenso que precisamente tiene que ver con su amplio reconocimiento, siendo usado frecuentemente para analizar los cambios que tienen lugar en el bienestar de las personas y para valorar las desigualdades existentes en el reparto del bienestar de una sociedad (Noll 2002).

La calidad de vida hace referencia a las percepciones que las personas tienen de su posición en la vida, considerando el contexto cultural y de valores en el que viven, así como sus metas, expectativas y preocupaciones (WHOQOL Group 1995). En este sentido, es un concepto compuesto por diferentes dominios e indicadores que la Organización Mundial de la Salud resume de la siguiente manera (WHOQOL Group 1995)

  • Dominio físico: dolor, malestar, energía, cansancio, sueño, descanso.
  • Dominio psicológico: sentimientos positivos y negativos; capacidad de reflexión, aprendizaje, memoria y concentración; autoestima, imagen y apariencia personal.
  • Grado de independencia: movilidad, actividades de la vida diaria, dependencia respecto a medicamento o tratamiento, capacidad de trabajo.
  • Espiritualidad: religión y creencias personales.
  • Entorno/ambiente: seguridad física, entorno doméstico, recursos financieros, atención sanitaria y social, oportunidades para adquirir información y aptitudes nuevas, actividades recreativas, entorno físico (contaminación, ruido, tráfico y clima), transporte.
  • Relaciones sociales: relaciones personales, apoyo social y actividad sexual.

En base a estos dominios, los diferentes trabajos existentes como, sobre todo, las numerosas horas de entrevistas recogidas para dar voz a las experiencias y vivencias de las personas y familias que se han visto afectadas en primera persona por la crisis, apuntan a que el impacto de la Gran Recesión puede ser igual o incluso más relevante en la calidad de vida de lo que pueda serlo en la salud. Algunas de las dimensiones mencionadas se han visto especialmente afectadas, como es el caso de las cuestiones vinculadas al entorno y a las relaciones sociales.

2.1. La problematización de las relaciones sociales en el contexto de la crisis

Las relaciones sociales se constituyen como una referencia constante a la hora de evaluar nuestra calidad de vida. La frecuencia con la que nos relacionamos con amistades o con la familia, el tiempo compartido con otras personas o el acceso al apoyo social tienen un efecto fundamental en nuestra calidad de vida, algo que se ha visto mermado desde el inicio de la crisis porque «al final la gente deja de llamarte porque… porque siempre es “no”. Nunca puedes salir que… que no tienes para salir toda la familia» [Fernando, hombre de 42 años con cuatro menores de edad a su cargo].

Por un lado, la crisis ha limitado las posibilidades de muchas personas para mantener o establecer nuevas relaciones sociales. Por otro lado, las situaciones de estrés generadas por el desempleo y la privación material tienden a complicar y precarizar las relaciones existentes ya que «el paro no solo se llevaba pues… el dinero, o sea, que se lo llevaba todo, todo. Mi relación con mi mujer y mis niños (…)» [Fernando, hombre de 42 años con cuatro menores de edad a su cargo].

Aunque el deterioro de las relaciones sociales en el contexto de la crisis es una realidad, también es cierto que la calidad de vida es un constructo subjetivo que depende de los contextos en los que nos desarrollamos. Por ello, también existen discursos en los que el bienestar se ve mejorado, sobre todo cuando en el contexto de la crisis ha tenido lugar el escape de relaciones sociales de tipo opresivo o violento, o cuando las dificultades abren oportunidades a nuevos espacios de apoyo social, donde el apoyo de tipo emocional consigue mitigar los efectos negativos de las situaciones desfavorables. Como expresaba Saray,

«me he dado cuenta de que en muchos sentidos tengo suerte (…). Descubres que hay gente que te falla, pero… pero que mucha otra que no esperabas te ayuda y… por ejemplo yo… tengo una vecina con la que jamás había hablado y… ahora se ha convertido en una de mis mejores amigas y… solo por pedirle desesperada un brick de leche para el desayuno de Abigail» [Saray, mujer de 37 años con una niña de 10 años a su cargo. Encabeza una familia monoparental].

Discursos como el de Saray no son únicos y muestran que, en determinadas situaciones, la realidad social de las personas y familias que se ven afectadas por las desigualdades sociales puede mejorar. En este sentido, otros dominios como el vinculado al bienestar psicológico se ha visto incrementado para determinados grupos de población, como es el caso de las personas mayores. Tal y como expresaba Pepe:

«Yo lo siento mucho por mi hija, claro (…). Yo quiero una casa para la niña y los niños, con su espacio… pero la verdad, me encanta ir al cole a por ellos y darles la merienda es… es el momento feliz del día» [Pepe, hombre de 88 años y padre de Ramona. Su pensión de jubilación supone el sustento principal para su mujer, su hija, su nieto y su nieta].

Esto tiene que ver con el hecho de que la población jubilada se ha constituido, como en el caso de Pepe, como elemento central para garantizar el bienestar de sus familias. Es decir, se vincula al hecho de que las situaciones de necesidad generadas por la crisis han dirigido a una reagrupación y/o acercamiento con respecto a la familia cercana (principalmente hijos, hijas, nietos y nietas). En realidad, las palabras de Pepe ilustran que España sigue teniendo un Estado de Bienestar subdesarrollado y familista donde la familia constituye la institución principal para dar respuesta a las necesidades de sus miembros, incrementando su papel protector ante la erosión de los derechos sociales. Un ejemplo paradigmático de esto se encontraría en la pensión de jubilación en torno a la cual (sobre)viven varias generaciones de una misma familia, como es el caso de Ramona, agrupada junto a su hijo, su hija y su madre bajo la pensión de 700 euros de su padre.

2.2. Entornos que impulsan las desigualdades sociales

Desde el punto de vista del dominio ambiental de la calidad de vida, el entorno en el cual las personas desarrollan su vida se convierte en un elemento fundamental. Ya lo señalaba Wacquant (2007), la población que se encuentra en situación de pobreza y exclusión social tiende a vivir en espacios menos adecuados para la satisfacción de sus necesidades personales, sociales, económicas y emocionales. Dicho de otra manera, las políticas de las grandes ciudades tienden a segregar a la población en zonas determinadas. Así, la pobreza y la exclusión social se concentra y limita ante los ojos de una ciudadanía que ve deprimirse sus viviendas y el entorno en el que se encuentran.

La vivienda no solo tiene una dimensión física. Es decir, no constituye solo un techo bajo el cual vivir. A través de la vivienda se satisfacen otro tipo de necesidades que dirigen de manera directa a garantizar la calidad de vida de las personas. La vivienda es el punto de anclaje para la participación social y el acceso a los derechos sociales. O, al menos, así debería ser. Por ello, la participación social constituye una dimensión fundamental en la definición la calidad de vida, pero también de las desigualdades sociales. No se trata solo de la existencia de personas y familias residiendo en viviendas con humedades, sin equipamientos básicos o que carezcan de suministros, sino que se trata también de viviendas situadas en entornos deteriorados, con servicios públicos limitados o inexistentes, transporte público precario o escasez de zonas verdes.

Esta realidad vinculada a los entornos en los que las personas viven limita las posibilidades de participación social de la ciudadanía y, además, dificulta otro aspecto generalmente poco atendido que tiene que ver con el acceso de las personas y familias al disfrute de su ocio y tiempo libre. En este sentido, las cuestiones de carácter inmaterial vinculadas a la participación social adquieren una relevancia fundamental, articulándose como elementos centrales a la hora de comprender el efecto que la Gran Recesión ha tenido en la calidad de vida de cada vez más personas y familias residentes en España. Las palabras de Roberto permiten resumir de este planteamiento: «¿sabes lo que echo muchísimo de menos? La cervecita que me tomaba de vez en cuando con los compis después de currar» [Roberto, hombre de 47 en situación de desempleo. Vive con su mujer y su hijo menor de edad en una vivienda que ocuparon y en la que consiguieron negociar un alquiler social].

Esta dificultad de acceso a actividades recreativas es aún más compleja si se tiene en cuenta las necesidades de ocio, juego y, en definitiva, diversión, de los niños y niñas. Manuela señalaba:

«Lo que más me duele es lo de los cumpleaños. O sea… como los niños no van que no podemos pagar regalos pues… ya les dejan de invitar… ¡que son niños! ¿Qué culpa tienen ellos?» [Manuela, mujer de 31 años en situación de desempleo que mantiene con una prestación social a sus tres hijos menores de edad].

Lo cierto es que a lo largo de las horas de entrevista que se realizaron, las referencias a las preocupaciones de los padres y madres por estar privando a sus hijos e hijas de determinadas actividades y espacios en los que participar fue constante. La imposibilidad de acudir a excursiones escolares o de ir a un cumpleaños por no tener recursos suficientes para hacer un regalo era igual o más repetido que la imposibilidad de realizar una compra con la que poder subsistir el resto del mes.

Esta situación tiene implicaciones fundamentales. Por un lado, habrá que ver los efectos en la salud, calidad de vida y bienestar que a lo largo del tiempo tiene para los niños y niñas las limitaciones de su participación social. Por otro lado, considerando el contexto consumista en el que nos encontramos, la carencia de recursos económicos dirige también al alejamiento de la condición ciudadana a través de la imposibilidad de acceder a bienes de consumo. No se puede negar que, en las sociedades actuales, la acumulación de bienes consumidos y consumibles no es solo una seña de identidad y posición social, sino que el acto de compra es en sí mismo se convierte en una «una papeleta de voto directa» (Beck 1998).

3. Y, ¿qué hacemos con esta información?

Como se ha tratado de reflexionar, la crisis económica ha generado un impacto negativo en la calidad de vida de la ciudadanía en España no solo en los aspectos más evidentes de la salud física, sino también en otras dimensiones fundamentales que vinculan con la necesidad del ser humano de relacionarse en espacios y entornos adecuados. Si esto es así, no es de extrañar que el deterioro de las dimensiones sociales y ambientales en las cuales tienen lugar las interacciones cotidianas surja en todas las entrevistas realizadas como un eje central del deterioro de la calidad de vida desde el inicio de la crisis.

Entre los múltiples factores que caracterizan los procesos de exclusión social, destaca su carácter politizable y, por ello, resoluble desde el punto de vista de las políticas públicas. Así, la exclusión social debería hacer diana en acciones que permitan abordarla, mejorando la calidad de vida de los ciudadanos y ciudadanas. En este sentido, resulta fundamental el desarrollo de políticas sociales que permitan abarcar más que los mínimos vitales. Si algo han dejado claro las diferentes entrevistas realizadas es que las personas, para tener bienestar necesitan –además de alimento, vestimenta y un techo bajo el cual vivir– espacios en los que compartir, participar y establecer relaciones recíprocas que alejen de la soledad y permitan tejer redes, pues «vivir no solo es pagar facturas. Que para estar bien hay que distraerse y salir… salir y tener cosas que hacer» [Ramona, mujer de 42 años que encabeza una familia monoparental con dos menores de edad. Con la pérdida de su último trabajo, junto a su hijo y a su hija, ha vuelto a convivir con su padre y su madre en el hogar en el que creció].

Ahora bien, ¿qué pueden hacer las políticas sociales para abordar el deterioro de la calidad de vida de la ciudadanía en lo que se refiere a los aspectos sociales y ambientales?

En primer lugar, aprehender de la realidad social y, sobre todo, de la experiencia práctica de multitud de profesionales que, desde diferentes espacios de carácter público y privado, abordan y denuncian diariamente estas situaciones, elaborando recomendaciones y propuestas de acción que dirigen a una nueva reconstrucción de las instituciones de bienestar. En este sentido, tanto el Sistema Sanitario como los Servicios Sociales Públicos deben estar dotados de mejores mecanismos de coordinación que permitan detectar y compartir las intervenciones en las situaciones de exclusión social que aborden en sus quehaceres diarios.

En segundo lugar, de manera mucho más concreta, se precisa desarrollar en profundidad programas y acciones de carácter comunitario. Tanto el Trabajo Social como la salud tienen una dimensión comunitaria fundamental, que además de permitir abordar las dificultades ya existentes, dirigen al desarrollo de acciones y actuaciones preventivas que permitan detectar las situaciones de vulnerabilidad de donde emergen la soledad, la carencia de apoyo social, el deterioro de las relaciones sociales y, en definitiva, realidades particulares en las que es preciso intervenir para ayudar a tejer redes dentro del contexto en el cual las personas (con)viven.

4. Bibliografía

Beck, U. (1998a). ¿Qué es la globalización? Falacias del globalismo, respuestas a la globalización. Barcelona: Paidós.

Noll, H. H. (2002). Towards a European System of Social Indicators: Theoretical Framework and System Architecture. Social Indicators Research, 58(1-3), 47-87.

Sánchez Moreno, E.; de la Fuente Roldán, I. N.; Gallardo Peralta, L. P. (2019). Gran Recesión, desigualdades sociales y salud en España. Madrid: Fundación FOESSA.

Wacquant, L. (2007). Los condenados de la ciudad. Gueto, periferias y Estado. Buenos Aires: Siglo XXI.

WHOQOL Group (1995). The World Health Organization Quality of Life Assessment (WHOQOL). Social Science and Medicine, 41, 1403-1409.

 

Número 2, 2019

 

A fondo

Gran Recesión y salud en España

Esteban Sánchez Moreno

Facultad de Trabajo Social, Universidad Complutense de Madrid

 

La crisis económica que comienza en 2008, conocida como la Gran Recesión, constituyó un eje de inflexión a nivel global. En efecto, la fase de crecimiento previa desembocó en una recesión económica solo comparable, por su gravedad y la de sus efectos, con la Gran Depresión de comienzos del siglo XX. Se trata, por tanto, de un periodo central para comprender las sociedades contemporáneas, siendo sus efectos un elemento fundamental para la comprensión de dichas sociedades en el momento de escribir estas líneas. El presente artículo tiene como objetivo abordar, precisamente, algunas de dichas consecuencias. En concreto, en los párrafos que siguen se abordará el impacto de la Gran Recesión en la salud y en la calidad de vida, con especial referencia a la población residiendo en España. Se trata de dilucidar la medida en la cual el bienestar en nuestro país se vio afectado por el impacto de las crisis. Pero no solo se busca determinar el posible efecto de la crisis en la salud, sino también de comprender los mecanismos a través de los cuales se produce dicha relación. Y para ello, la hipótesis que se defenderá es que el impacto negativo de la recesión de 2008 en España solo puede comprenderse adecuadamente en el marco de la organización social de las desigualdades y el impacto de la crisis en nuestros esquemas de estratificación social.

1. La salud va por barrios

Se ha hecho ya popular esta frase: “El código postal es más importante para predecir tu salud que el código genético”. En un principio, esta afirmación puede parecer exagerada. Y de hecho lo es o, cuanto menos, se trata de una sobreactuación premeditada para poner sobre la mesa el debate en torno a la influencia de los procesos sociales en la salud y la enfermedad de las personas. Porque lo cierto es que la pobreza mata. Y en este caso no estamos ante una exageración. No solo porque existen contextos geopolíticos y sociales en los cuales la pobreza es pobreza entendida absoluta, causa de muerte prematura de forma evidente (por ejemplo, en muchos países del conteniente africano); no solo porque en determinadas sociedades la pobreza está inexorablemente ligada a una violencia estructural que es causa de muerte (piénsese en ciudades Latinoamericanas como San Salvador, Ciudad Juárez o los sectores de favelas en Río de Janeiro). En nuestro entorno más cercano, en las sociedades del bienestar, también la pobreza está vinculada a una mayor tasa de mortalidad. Esta es la conclusión de la investigación que en 2017 publicó la célebre revista The Lancet, que analizó los determinantes de la muerte prematura en un estudio multicohorte con 1,7 millones de personas. Los resultados mostraron que un estatus socioeconómico bajo estaba asociado con una reducción de 2,1 años en la esperanza de vida entre los 40 y los 85 años. Este resultado se obtuvo con una muestra procedente de siete países diferentes; ninguno de ellos era africano, ni latinoamericano, la lista no incluye La India, o países asolados por la guerra. Eran el Reino Unido, Francia, Suiza, Portugal, Italia, Estados Unidos y Australia.

La salud no se distribuye de manera aleatoria, las enfermedades no responden únicamente al azar, ni siquiera exclusivamente al azar genético. De hecho, existe una ingente evidencia empírica que pone de manifiesto que existe una conexión directa entre desigualdades sociales y desigualdades en salud, un gradiente que sugiere que la estratificación en nuestras sociedades incluye una estratificación socioeconómica de la salud y una desigual prevalencia (e incidencia) de las enfermedades en función de factores como los ingresos, el nivel educativo, el estatus de empleo o el capital social.

2. Estratificación social, salud y Gran Recesión en España

La crisis de 2008 tuvo una dimensión global, pero lo cierto es que sus efectos fueron tanto cuantitativa como cualitativamente específicos en los diferentes países que la sufrieron. En el caso de España, uno de dichos efectos consistió en una reconfiguración de la estratificación social, en la consolidación de un modelo de desigualdad basado en la exclusión social. Esta consolidación implica tanto un incremento de las desigualdades (y una cierta polarización de la población en términos socioeconómicos) como una redefinición del riesgo socioeconómico, que se ha convertido en una realidad transversal en nuestra sociedad. Lo cierto es que el incremento de las desigualdades socioeconómicas en España durante la Gran Recesión está sobradamente documentado (véase el Informe Foessa de 2014). No es este el momento de analizar este proceso ni sus causas (la profunda segmentación de nuestro mercado de trabajo, la elección de políticas de austeridad para abordar las consecuencias macroeconómicas de la crisis, un mercado de vivienda afectado por un gran riesgo financiero, etc.).

Lo importante para los objetivos de este artículo consiste en vincular este incremento de las desigualdades sociales en España durante la crisis, por un lado, y la evidencia en torno a la existencia de un gradiente social en la salud y la enfermedad, por otro. La Gran Recesión afectó de manera importante en la salud de la población europea, y España no es una excepción a un proceso que supuso un riesgo claro para la población en un amplio número de indicadores de salud y calidad de vida. La evidencia empírica al respecto es clara: la crisis de 2008 tuvo un impacto negativo en la salud de la población española.

Para comprender los procesos que explican dicho impacto es preciso mirar en diversas direcciones. En primer lugar, una crisis como la que nos ocupa genera necesariamente una situación de incertidumbre y vulnerabilidad que puede poner en riesgo el bienestar psicológico y la salud mental de la población. Más aún cuando la profundidad y gravedad de la crisis viene acompañada de un desarrollo temporal especialmente dilatado, como ocurrió en el caso español. En segundo lugar, la crisis llevó a un número creciente al deterioro de su situación económica, situando a millones de personas, incluidos menores, por debajo del umbral de la pobreza. Los ajustes familiares necesarios para afrontar la pobreza cobran diversas formas, siendo una de las más importantes un ajuste del presupuesto del hogar que puede implicar decisiones potencialmente negativas para la salud: reducción del presupuesto en alimentación, en medicinas y en cuidados de la salud, en hábitos saludables, en mantenimiento de las condiciones de habitabilidad del hogar (calefacción, suministros), etc. En tercer lugar, la situación de estrés psicosocial generada típicamente en los periodos de recesión económica se asocia con conductas de afrontamiento que suponen un riesgo para la salud, como por ejemplo el consumo de tabaco, drogas y alcohol. En cuarto lugar, las políticas utilizadas para afrontar los efectos macroeconómicos de la Gran Recesión se basaron por entero el concepto de austeridad, dando lugar a un retroceso sobresaliente en las políticas de bienestar y protección social. En España estos recortes no solo afectaron a la cobertura sanitaria y al copago en medicinas, sino también a las políticas de dependencia, familiares, por citar tan solo dos de ellas. Este retroceso del Estado de Bienestar constituye igualmente una causa potencial del deterioro de la salud de las personas.

Como puede apreciarse, todos estos elementos giran en torno –en mayor o en menor medida– al crecimiento de las desigualdades sociales. Dicho de otra forma, tenemos sobre la mesa un puzle con tres elementos: sabemos que existen un gradiente socioeconómico en la distribución social de la salud y las enfermedades; sabemos además que las desigualdades socioeconómicas aumentaron en España de manera profunda y sostenida desde 2008 y que solo muy recientemente esta progresión se ha revertido; sabemos que la Gran Recesión tuvo un impacto negativo sobre la salud de la población, en términos generales. En este puzle, todas las piezas encajan, siempre y cuando seamos capaces de establecer un vínculo que implique una conexión entre crisis y salud a través de las desigualdades sociales.

Esta hipótesis articula el estudio, recientemente publicado bajo el título Gran Recesión, desigualdades sociales y salud en España, editado por la Fundación FOESSA. Este estudio abordó la conexión entre crisis y salud situando en el centro de esta conexión las desigualdades socioeconómicas. Para ello, dichas desigualdades se definieron a dos niveles. En primer lugar, se incorporó un indicador de desigualdad económica “clásico”, los ingresos y, en concreto, la distribución de la población en quintiles según sus ingresos. Se trata de una forma ampliamente utilizada de medir la desigualdad, ya que refleja la forma en la cual un individuo (o un hogar) se diferencia con respecto a otro individuo (u otro hogar) en cuanto al presupuesto disponible.

En segundo lugar, se incorporaron indicadores de desigualdades a nivel agregado, es decir, no interindividuales, sino desigualdades sociales en sentido estricto. Nos referimos aquí a la medida en la cual las sociedades son más o menos igualitarias, más o menos desigualitarias. Por ejemplo, ¿cuál es el porcentaje de la población que se encuentra en situación de exclusión social? ¿Y cuál es el porcentaje en situación de pobreza? ¿Cuál es la tasa poblacional de desempleo de larga duración? La hipótesis que subyace es que el desempleo, o la pobreza, o la exclusión, no solo tienen un efecto sobre la persona en situación de desempleo, de pobreza o de exclusión, sino que también tienen un efecto especialmente relevante sobre todas las personas en dicha situación y sobre toda la población en general. En el estudio citado se consideró a la población según su comunidad autónoma de residencia, y se realizaron análisis que incluían indicadores agregados para cada comunidad. En concreto, las variables utilizadas fueron los porcentajes de la población de las comunidades autónomas en situación de privación material, pobreza y baja intensidad laboral (es decir, tres dimensiones de la exclusión social) y la tasa de desempleo de larga duración. Además, para asegurar la validez de los resultados, se introdujeron dos variables de control, el PIB per cápita y el gasto sanitario (como porcentaje de PIB de cada comunidad autónoma).

Es importante recordar que nuestra hipótesis establece que el impacto de la Gran Recesión en la salud podría comprenderse, parcialmente, a través de la desigualdad socioeconómica. Por ello, para contrastar dicha hipótesis era vital contar con datos longitudinales, es decir, con medidas repetidas en el tiempo. Afortunadamente, la Encuesta de Calidad de Vida del Instituto Nacional de Estadística proporciona dichos datos, en oleadas de cuatro años. Se eligió aquella que medía los años 2008, 2009, 2010 y 2011, para poder analizar adecuadamente el papel de la desigualdad en una medida de salud general durante los primeros años de la recesión.

Pues bien, nuestros resultados mostraron que el quintil de ingresos en el cual se encuentran los individuos tiene un efecto en la evolución de la salud durante la crisis, en el sentido esperado: a menos ingresos mayor es el deterioro de la salud. Pero, además, y tal vez más importante, los resultados mostraron que la distribución social de la desigualdad también tuvo un impacto en la salud, de manera que las poblaciones con mayores porcentajes de población en situación de privación material y que viven en un hogar con baja intensidad laboral. Más aún, la tasa de desempleo de larga duración también mostró un efecto negativo en la salud de la población.

3. Así pues, la salud va por barrios

Lo explicábamos recientemente en la entrevista: “La salud va por barrios”.

Estos resultados no debieran ser sorprendentes. Richard Wilkinson y su equipo de investigación han mostrado reiteradamente que las sociedades más desigualitarias son –comparadas con sociedades más igualitarias– peores para el bienestar de su población en un amplio rango de indicadores: mortalidad, salud, incidencia de enfermedades, felicidad, violencia, comisión de delitos. Se trata de una hipótesis y de una línea de investigación que se muestra especialmente relevante para explicar los efectos perversos de los procesos macrosociales en el bienestar de las sociedades.

En nuestro caso, los resultados descritos y los argumentos esgrimidos apuntan a una realidad preocupante: la sociedad española contemporánea (y, con probabilidad razonable, las sociedades europeas en general) ha experimentado cambios tan profundos que el bienestar y el acceso al mismo se ha visto también modificado. Siendo más precisos, podríamos señalar que en España la crisis de 2008 supuso la consolidación de un nuevo modelo de desigualdad –basado en procesos de exclusión– que ha problematizado, deteriorado, el bienestar de una proporción creciente de su población. Los resultados anteriormente expuestos son evidentes: cada vez más, la salud va por barrios. Y más aún: seguramente cada vez son más los barrios donde la salud comienza a ser un problema social. El deterioro de las condiciones de vida de las clases medias –diseccionado recientemente en un estudio realizado para la OCDE bajo el revelador título Bajo presión: la clase social exprimida– coincide con el incremento del protagonismo de los procesos descritos.

Es un deterioro que en España se asocia claramente a un mercado de trabajo cada vez más segmentado, cada vez más flexible, cada vez menos caracterizado por la estabilidad biográfica y cada vez más afectado por la precariedad. En la investigación Gran Recesión, desigualdades sociales y salud en España, analizando datos de las ediciones de 2006 y 2012 de la Encuesta Nacional de Salud, se comprobó que la relación de los diferentes estatus de empleo (empleo estable, temporal, desempleo, desempleo de larga duración, trabajo autónomo y jubilación) prácticamente se invirtió después de la crisis de 2008. Así, por ejemplo, en 2006 las dos situaciones que en mayor medida se relacionaban con un deterioro de la salud mental eran el desempleo y la jubilación; además, tener un trabajo temporal se relacionaba con peor salud mental y se empresario o autónomo no tenía un impacto significativo. Pues bien, en 2012 esta última relación se invierte (son los autónomos los que muestran mala salud mental) y la asociación con el deterioro psicológico ser reduce de manera sobresaliente en el caso de las personas jubiladas. Este último grupo, de hecho, se convirtió en uno de los ejes familiares para afrontar el deterioro en indicadores como los ingresos, o la baja intensidad y participación laboral. Si se permite la exageración, se trata del mundo al revés: nuestros/as pensionistas como soporte económico de la población activa.

4. Actuamos o enfermamos: los retos para la acción social

Como puede apreciarse, la Gran Recesión no puede definirse únicamente como una coyuntura de deterioro de la economía, sino más bien como la consolidación de una transición hacia una fase productiva asociada a un sistema de estratificación social basado en el concepto de exclusión. Este modelo ha problematizado de manera sobresaliente, especialmente en España, la comprensión del bienestar, hasta el punto de que las clases medias aparecen como protagonistas de un deterioro socioeconómico que puede describirse como un incremento de las desigualdades en los ingresos y una profunda segmentación del mercado de trabajo que resulta en un incremento de la precariedad y una ampliación de las ocupaciones afectadas por dicha precarización.

Es innegable que una década después de que estallara la crisis la coyuntura económica ha mejorado, lo que ha tenido un efecto positivo en las tasas de desempleo y en los presupuestos de los hogares. Pero es igualmente innegable que esta recuperación tiene un semblante muy diferente al del periodo de crecimiento económico previo a la crisis. El modelo ha cambiado, la exclusión social, la ampliación de las desigualdades y la problematización del mercado de trabajo son procesos característicos de nuestra sociedad. En conclusión, es razonable pensar que también persisten los riesgos relacionados con la salud descritos en este artículo. Este es, tal vez, uno de los retos de futuro para la sociedad española, un reto que consiste en diseñar acciones que redunden en una mejora de la salud y de la calidad de vida de nuestra población. En el diseño de estas acciones es absolutamente indispensable incorporar una dimensión colectiva. Si, tal y como hemos visto, procesos agregados están en el origen del deterioro de la salud, también es posible incidir en acciones que mejoren la calidad de vida. La dimensión comunitaria es vital en este punto, como también lo es una acción transformadora que contribuya a reducir las desigualdades sociales y que permita cimentar la mejora del bienestar de nuestra sociedad en criterios de justicia social.

5. Bibliografía

OCDE (2019) Under Pressure: The Squeezed Middle Class. París: OECD Publishing. https://doi.org/10.1787/689afed1-en

Sánchez Moreno, Esteban; de la Fuente Roldán, Iria-Noa; y Gallardo Peralta, Lorena (2019). Gran Recesión, desigualdades sociales y salud en España. Madrid: Fundación FOESSA.

Stringhini, S., Carmeli, S., Jokela, M., Avendaño, M., Muennig, P., Guida, F., Kivimäki, M. (2017). Socioeconomic status and the 25 × 25 risk factors as determinants of premature mortality: a multicohort study and meta-analysis of 1·7 million men and women. The Lancet, 389, 1229-1237.

Wilkinson, R. G. y Pickett, K. E. (2018). Igualdad. Cómo las sociedades más igualitarias mejoran el bienestar colectivo. Madrid: Capitán Swing.

 

Número 2, 2019

 

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