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Vidas de mujeres: comprender su exclusión para avanzar hacia un nuevo espacio de inclusión social

Alicia Suso Mendaza Equipo de coordinación territorial de Cáritas Bizkaia Ana Sofía Telletxea Bustinza Licenciada en Sociología. Responsable del departamento de análisis y desarrollo de Cáritas Bizkaia   1. Introducción El conocido y constatado fenómeno de la feminización de la pobreza ha puesto de manifiesto, hace ya algunas décadas, que la exclusión no es neutra,...

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Mano a mano, por una sociedad más justa, libre y alegre

Las mujeres han sido y siguen siendo una pieza clave en los procesos de cambio social. Siempre, pero en especial en los últimos años este aporte está resultando especialmente importante para avanzar en un modelo social más justo, libre y alegre.

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Vidas de mujeres: comprender su exclusión para avanzar hacia un nuevo espacio de inclusión social

Alicia Suso Mendaza

Equipo de coordinación territorial de Cáritas Bizkaia

Ana Sofía Telletxea Bustinza

Licenciada en Sociología. Responsable del departamento de análisis y desarrollo de Cáritas Bizkaia

 

1. Introducción

El conocido y constatado fenómeno de la feminización de la pobreza ha puesto de manifiesto, hace ya algunas décadas, que la exclusión no es neutra, que opera de forma distinta en los procesos vitales de hombres y mujeres.  Así, hoy casi nadie discute que los elementos a partir de los que medimos la pobreza y la exclusión también están atravesados por el sistema sexo-género, generando para las mujeres dificultades específicas que, en interacción con otras, pueden desembocar en situaciones de exclusión social que no se explican sin esa mirada de género.

Dicho de otra forma, la anteriormente citada elocuencia de los datos, debería servirnos para abrir la mirada: no se trataría de constatar que las mujeres son pobres, sino de entender que la pobreza y la exclusión están condicionadas por el género.

Esta afirmación nos lleva a plantear que los mecanismos de inclusión social tampoco son ajenos a la desigualdad de género. Para superar o al menos paliar la llamada feminización de la pobreza, es necesario generar procesos de inclusión que corrijan las desigualdades entre hombres y mujeres, que avancen hacia la equidad. De otra forma, sólo estaremos aplicando respuestas válidas para algunos, y perpetuando las dificultades específicas para la inclusión social de las mujeres, así como la imagen estereotipada de las mujeres pobres.

En resumen, comprender la exclusión a través de la mirada de género nos lleva, necesariamente, a cuestionar y modificar nuestros modelos de inclusión.

2. La contundencia del análisis

Para acercarnos a comprender la realidad de pobreza y exclusión social de las mujeres nos centraremos en indicadores relacionados con el empleo, el riesgo de pobreza y la exclusión tanto desde una perspectiva multidimensional, como reflejando la importancia de algunos indicadores específicos que están operando en esta realidad.

2.1. La cuestión del empleo

El empleo y la protección económica que genera a través del sistema contributivo son considerados factor clave en nuestro actual modelo de inclusión social y protección ante la pobreza. Pero constatamos diferencias significativas de género tanto en el acceso el empleo como al tipo de empleo al que se accede.  Esta desigualdad de género en relación al empleo es uno de los factores que explican la mayor incidencia de la pobreza y la exclusión en las mujeres.

La tasa de paro ha evolucionado de manera muy distinta entre hombres y mujeres. Tradicionalmente el paro es superior en las mujeres que en los hombres. Como efecto de la crisis, la diferencia se redujo considerablemente llegando a porcentajes entre el 25% y 26% de paro en ambos grupos. Sin embargo, cuando se ha reiniciado la recuperación y la tasa de paro ha comenzado a reducirse, la diferencia ha vuelto a aparecer. La mejora en la reducción de la tasa de paro ha impactado principalmente en la población masculina y apenas lo ha hecho en las mujeres.

 

 

La Tasa de inactividad laboral: En 2019 la población inactiva en España fue de más de 16 millones de personas. De ellas el 58% (cerca de 9 millones y medio) fueron mujeres. Esto supone un diferencial de más de 2 millones y medio de mujeres inactivas respecto a hombres. Fijándonos en los motivos principales de esta inactividad laboral también identificamos diferencias considerables. La realización de labores del hogar y percibir una pensión distinta a la jubilación o prejubilación son los motivos de inactividad mayoritarios para las mujeres. Es decir, se trata de motivos desconectados del mundo del empleo. Las mujeres superan en 2,8 millones a los hombres en el caso de la inactividad laboral por dedicarse a las labores del hogar y en 1,3 millones por percibir una pensión no contributiva.

En el caso de la inactividad por incapacidad permanente la diferencia entre hombres y mujeres es de 29.000 mujeres más en esta situación respecto a hombres en todo el Estado. En el caso de los estudios la diferencia es de 96.000 mujeres más respecto a hombres. Y la inactividad por dedicarse a actividades benéficas también se reparte de forma igualitaria entre hombres y mujeres.

La jubilación/prejubilación es el motivo de inactividad principal en el caso de los hombres y es significativamente mayor que en el de las mujeres: más de 1 millón y medio de hombres más que mujeres inactivas por este motivo. En este caso también se observa una gran desigualdad entre ambos grupos.

 

 

 

Jornadas parciales: Las jornadas laborales a tiempo parcial se concentran en mayor medida en las mujeres. El 74% de las jornadas a tiempo parcial las realizan las mujeres. Esto supone más de 2 millones de mujeres trabajando a jornada parcial frente a 748.000 hombres. Analizando los motivos de dichas jornadas parciales también observamos diferencias de género.  En general se trata de jornadas a tiempo parcial no deseadas, fruto de no haber podido lograr un empleo a jornada completa. Esta opción es superior en el caso de los hombres (57%) que en del de las mujeres (50%). También es superior en el caso de los hombres los motivos relacionados con la formación, 14% frente a un 6% en las mujeres. En cambio, una vez más, las cuestiones relacionadas con el cuidado se distribuyen de manera desigual entre hombres y mujeres. El 14% de las mujeres optan por la jornada parcial por dedicar tiempo a los cuidados y otro 8% por dedicar tiempo a otras cuestiones familiares, frente a un 2% de los hombres en ambos casos.

 

 

En definitiva, las situaciones de paro, inactividad y contratación a tiempo parcial impactan más en las mujeres y en éstas están más presentes las cuestiones relacionadas con los cuidados y las tareas domésticas. Estas dificultades son indicadores que nos muestras un mayor alejamiento de las mujeres del modelo de la inclusión por el empleo y los derechos que éste genera.

A todo ello cabe añadir la brecha salarial, que para 2017 se situaba en 5.899€.

 

 

2.2. Riesgo de pobreza

Se constatan mayores niveles de pobreza en las mujeres, especialmente en aquellas situaciones en las que constituyen hogares monoparentales.

Individualmente consideradas, el riesgo de pobreza en las mujeres se sitúa en el 22,2% mientras que en los hombres es del 20,9%. La evolución de este indicador ha sido distinta para unos y otras. En el caso de los hombres, éstos se han visto más afectados por la crisis, partían de un riesgo de pobreza del 18% antes de la crisis, alcanzando un 22,6% en 2016 e iniciando una tendencia descendente desde entonces hasta llegar al 20,9% actual.  En cambio, las tasas de riesgo de pobreza en las mujeres vienen situándose desde el 2008 en torno al 21-22%. Esta tendencia nos lleva a plantear que la pobreza en las mujeres parece estar más vinculada estructuralmente al género  y  en los hombres podría  estar más vinculada a acontecimientos sociales de carácter económico.

 

 

En los últimos años se ha visibilizado de forma clara que el riesgo de pobreza es mayor en los hogares donde hay menores. El riesgo de pobreza afecta al 21,5% del conjunto de la población, pero cuando centramos la mirada en los hogares con hijos/hijas a su cargo, se sitúa en el 23,2% de los hogares con 2 adultos con hijos/hijas a su cargo y se duplica en el caso de los hogares monoparentales (43%). Este dato es muy significativo desde la perspectiva de la pobreza en las mujeres, puesto que el 81% de los hogares monoparentales están encabezados por una mujer.

Si miramos el impacto de la pobreza en las condiciones materiales de vida, descubrimos una vez más, que los hogares donde la sustentadora principal es una mujer sufren en mayor medida este impacto. En todos los indicadores AROPE que miden la carencia material severa, el porcentaje de hogares en los que la sustentadora principal es una mujer es superior al de los hogares encabezados por un hombre. Destacan las situaciones relacionadas con haber tenido que reducir gastos en suministros de la vivienda (agua, calefacción, etc.…) en el que la diferencia entre los hogares encabezados por una mujer se encuentran  9,5 puntos por encima de los hogares encabezados por un hombre, haberse visto en la obligación de reducir gastos en comunicación (internet, TV, telefonía) que afectan en 5 puntos más a los hogares encabezados por una mujer, y haber sufrido retrasos en el pago de recibos en los suministros del hogar (agua, gas..) afecta en 6,4 puntos más a los hogares dependientes de una mujer (FOESSA 2018).

 

 

2.3. La realidad de la exclusión en las mujeres. Una mirada multidimensional

En la intersección producida entre el desempleo o el empleo precario, la monoparentalidad y la pobreza se genera una realidad compleja. Las situaciones de bajos ingresos siendo la única sustentadora económica de la unidad familiar, las dificultades para acceder al mercado de trabajo o a procesos de formación que puedan mejorar las oportunidades de acceso al empleo, las dificultades de conciliación de los cuidados y el empleo (cuando lo hay), interactúan entre sí generando una gran presión e incertidumbre en estas mujeres. En estas situaciones, disponer de una red de apoyo familiar o del entorno resulta clave y no siempre se produce. También resulta difícil acceder a políticas de conciliación adaptadas a las circunstancias de estas mujeres y la contratación de servicios privados de cuidado no es posible (Cáritas Bizkaia, 2017). Son este tipo de realidades complejas y multidimensionales las que generan los procesos de exclusión social.

Si observamos la situación de las mujeres desde la perspectiva multidimensional de la exclusión, descubrimos que esta afecta más a los hogares en los que la persona sustentadora principal es mujer. Un 20% de los hogares cuyo sustentador principal es mujer se encuentra en situación de exclusión social, y en el caso de los hombres la exclusión afecta al 16% de los hogares. También la exclusión severa afecta más a los hogares sustentados principalmente por una mujer (9,4%) que a los sustentados principalmente por un hombre (7,5%) (FOESSA, 2018). Si tenemos en cuenta el tipo de hogar, una vez más los hogares monoparentales aparecen en una posición destacada. No solo la pobreza, también la exclusión afecta con mayor intensidad a los hogares monoparentales: un 29% de los mismos se encuentran en situación de exclusión. Prácticamente un tercio. Hogares monoparentales que en un 86% el progenitor es una mujer (FOESSA 2018).

Si detallamos los indicadores que configuran la exclusión social más allá del empleo o los ingresos, adquieren importancia cuestiones vinculadas al eje de la salud y al relacional.

Teniendo en cuenta el sexo de la persona sustentadora principal del hogar, descubrimos que donde se dan las mayores diferencias entre hombres y mujeres son en este orden, en la existencia de situaciones de dependencia, la ausencia de una red de relaciones de apoyo (aislamiento social) y el haber sufrido situaciones de malos tratos en el hogar.

 

 

En definitiva, la pobreza y la exclusión impactan de manera especialmente significativa en la población de mujeres que son las sustentadoras principales de los hogares especialmente cuando son  las únicas sustentadoras. La cuestión de las necesidades de apoyo para las actividades cotidianas de la vida, la falta de relaciones o de ayuda para situaciones de enfermedad o necesidad y el sufrir malos tratos son los principales indicadores diferenciales de exclusión entres los hogares sustentados principalmente por una mujer o por un hombre, y las labores domésticas y de cuidado son los motivos de inactividad laboral en los que se da la mayor diferencia entre hombres y mujeres. En la descripción que acabamos de realizar subyace una cuestión que atraviesa toda la mirada: el papel de las mujeres en al ámbito de los cuidados y en el espacio doméstico.

Nos encontramos en la necesidad de introducir en nuestros paradigmas de inclusión la perspectiva de los cuidados y la dimensión relacional, superando un modelo de inclusión centrado principalmente en el acceso al empleo y a los ingresos.

3. Claves en la construcción de nuevos modelos de inclusión social

3.1. La importancia del binomio público-privado

Asegurábamos anteriormente que el sistema sexo-género impregna los procesos de exclusión social, reproduciéndose a través de algunos binomios que asignan distinto valor a aquello que ha estado tradicionalmente ligado a las mujeres, y lo que se ha considerado «propio» de los hombres. El binomio espacio público-espacio privado explica, en gran medida, las dificultades de las mujeres para el acceso al empleo y a los derechos sociales que este genera, a los ingresos y al mundo de las relaciones que se producen en ese espacio público.

Abordar los procesos de exclusión e inclusión social de forma neutral, puede constituir un obstáculo para la mejora de la calidad de vida de algunos colectivos. Si no incorporamos una mirada de género al diseño, la puesta en marcha y la evaluación de los procesos y los mecanismos de inclusión, así como a las políticas que los enmarcan, estaremos corriendo el riesgo de perpetuar situaciones de desigualdad entre hombres y mujeres.

Los datos muestran cómo la división público-privado sigue reproduciendo el sistema sexo-género, entendiendo el espacio público (productivo, remunerado, moderno, técnico, político…) como el espacio natural de los hombres y el privado (reproductivo, estático, tradicional, conservador, ligado a los cuidados, no remunerado…) como el propio de las mujeres. Esta dicotomía es una consecuencia de la división sexual del trabajo, que va acompañada de unos determinados roles asignados a cada género.  Sobre lo productivo, además, ha recaído el prestigio, el valor y la toma de decisiones y en cambio, sobre lo reproductivo, se ha configurado una imagen de rutina, de algo poco importante o accesorio. A pesar de que las cosas van cambiando, son especialmente llamativos algunos datos, como por ejemplo el del número de mujeres que se encuentran en situación de inactividad laboral con respecto a los hombres por dedicarse a las labores del hogar. Así, el trabajo reproductivo y de cuidado, como actividades propias del sexo femenino, han sido subvaloradas y subordinadas, al igual que las personas que las han desempeñado (Carrasco; Borderías; Torns, 2011).

Desde la economía convencional, no hay más trabajo que el mercantil, y esta visión invisibiliza a las mujeres y/o a otros colectivos que han quedado fuera de ese tipo de trabajo. De esa forma, observamos como vuelven a ser las mujeres las que más sufren el desempleo, la inactividad, la contratación a tiempo parcial, etc.  Podríamos deducir, de acuerdo con muchas aproximaciones teóricas, que las mujeres se encuentran con obstáculos para acceder al empleo, y a menudo, a través de la intervención social siguen siendo orientadas (de forma más o menos sutil) al espacio privado o, de manera cada vez más acusada, hacia ese ámbito precarizado que se ha venido llamando la mercantilización de los cuidados.

El diseño de los procesos de inclusión, así como su implementación y su evaluación, tendrían que incorporar una mirada que ayude a romper con la dicotomía esfera pública- esfera privada, transformando las lógicas relacionales que operan en cada uno de esas espacios, entendiendo que el trabajo es más que el empleo, dotando de valor a todas esas tareas invisibilizadas y esas relaciones que sostienen la vida y que inspiran la economía social y solidaria. No se trataría simplemente de cambiar las personas que ocupan esos espacios, sino de transformar los mismos, otorgándoles valor. Este valor será el que permita que estos espacios configuren también lo que entendemos por inclusión social y por lo tanto sean objeto de protección, fomento y desarrollo.

3.2. La perspectiva interseccional y su importancia en los procesos de inclusión

El enfoque multidimensional de la exclusión social nos ha permitido descubrir los diferentes factores, elementos y circunstancias que construyen este fenómeno. Esto está suponiendo un avance respecto a una mirada centrada exclusivamente en la cuestión de la pobreza y los ingresos. Resulta sugerente completar este enfoque con la perspectiva interseccional que, colocando a la persona en el centro, permite reconocer la interrelación entre género y otras categorías de diferenciación sobre las que se construyen las discriminaciones (raza, clase social, edad, religión, discapacidad, orientación sexual, origen rural…) Esta mirada contribuye a mejorar los procesos de inclusión, teniendo en cuenta los rostros y poniendo la persona, y no su problemática, en el centro.

Nuestro reto no sólo es descubrir las problemáticas que afectan a hombres y mujeres de manera diferenciada, sino seguir interrogándonos sobre las causas, y avanzar hacia propuestas de solución que corrijan las desigualdades. Para ello, debemos fijarnos no sólo en los problemas que generan la exclusión, sino en los diversos rostros de las personas que la sufren. En este camino, nuestra propuesta es avanzar hacia una noción de inclusión que ponga la vida en el centro.

4. Bibliografía

Carrasco, Cristina; Borderías, Cristina; Torns, Teresa (2011). El trabajo de cuidados. Historia, teoría y políticas. Madrid: Catarata.

Mouffe, Chantal (1984): «Por una teoría para fundamentar la acción política de las feministas»: Jornadas de Feminismo Socialista, Madrid: Mariarsa.

Hill Collins, Patricia; Sirma, Bilge (2019) Interseccionalidad. Madrid: Morata

FOESSA (2019) VIII Informe Sobre Exclusión y Desarrollo Social en España. Madrid: Fundación Foessa

Cáritas Bizkaia (2017). Dimensión Relacional en Familias Frágiles. Una mirada desde el acompañamiento realizado por Cáritas. https://www.caritasbi.org/cas/informes/estudios/

 

Número 4, 2020
A fondo

Mano a mano, por una sociedad más justa, libre y alegre

Nerea García Llorente

Abogada y formadora en Asociación Otro Tiempo

 

La historia de las mujeres y los feminismos han sido habitualmente invisibilizadas y, por ello, muchas personas desconocemos su recorrido, sus protagonistas o su contenido. No podemos hablar de un único feminismo, pues las propuestas son variadas con corrientes como el ecofeminismo, el feminismo decolonial, el comunitario o el radical. Actualmente, las propuestas feministas están en boca de muchas y muchos y los avances sociales, económicos y jurídicos de las últimas décadas son palpables e innegables.

En la historia occidental reciente resulta sintomático que la mujer que redactó la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, en respuesta a la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 fuera guillotinada. Olympe de Gouges fue sentenciada a muerte por ello en 1793 y de ahí que debamos seguir insistiendo y recordando que los Derechos Humanos son también derechos de las mujeres.

 

 

Las dinámicas de transformación social de las últimas décadas en nuestro país son difíciles de explicar sin los imprescindibles aportes de los movimientos feministas. Estos avances se han producido en las instituciones, en las calles, en las casas y en los centros educativos. Se han desarrollado a nivel de barrios, de regiones y construyendo redes internacionales. Los nombramos en plural porque las luchas han sido numerosas y variadas, lideradas por mujeres con circunstancias variopintas. En ellas participan jóvenes, abuelas, mujeres de orígenes dispares, racializadas, en silla de ruedas, lesbianas, precarias, académicas y diversas. Nos nutrimos unas a otras, aprendemos de nuestras ancestras y nuestras vecinas.

Con los feminismos proponemos ampliar la mirada, poner el ojo en lo que no estábamos teniendo en cuenta, destapar opresiones y violencias y proponer un mundo más justo. Algunas hablamos de ponerse las gafas moradas para referirnos a esta nueva forma de mirar, de entender y de estar en el mundo. En el ámbito académico solemos referirnos a incluir la perspectiva de género o las acciones género-transformadoras.

Esta forma de mirar nos ayuda a entender que el mundo no es neutral. Que algunos sujetos tienen privilegios, y otros, menos derechos. Ello depende de varias circunstancias cruzadas, como son la clase, el género o la orientación sexual. Se presenta como “neutral” el modelo del BBVAH (blanco, burgués, varón, adulto, heterosexual) y todas las personas que no cumplan esos requisitos quedan jerárquicamente por debajo. Así, alguien negro, pobre, mujer, viejo y/o homosexual tendrá menos oportunidades o posibilidades de ejercer derechos o desarrollarse. Será, por tanto, “el otro, la otra”, el diferente, quien debe hacer un esfuerzo por “encajar”.

Somos diversas, no queremos ser desiguales. Por ello, una de las herramientas propuestas han sido las acciones positivas (anteriormente denominadas discriminaciones positivas), para favorecer la equidad y la igualdad de oportunidades, reconociendo que no todas partimos desde los mismos lugares y es necesario reconocer expresamente esas desigualdades y compensarlas temporalmente para facilitar que el lugar de llegada sea similar. La combinación de luchas contra el racismo, el machismo y la opresión heterosexual, que interseccionan y se entrecruzan, ha sido otra herramienta de los feminismos, principalmente fuera de Europa, y tiene a una de sus máximas exponentes en Audre Lorde, quien dijo: No hay jerarquías en la opresión.

Una forma de desigualdad es no estar representada, no aparecer, estar invisibilizada (que no es lo mismo que ser invisible). Esta omisión se produce en los libros de texto, en los deportes, en las investigaciones médicas. Un ejemplo muy visual de la infrarrepresentación de las mujeres en la historia puede ser una visita a cualquier museo. Es más habitual que las mujeres estén presentes como imagen desnuda que como pintoras. Como denunciaron las Guerrilla Girls en 1989: ¿Tienen las mujeres que estar desnudas para entrar en el Metropolitan Museum?. Menos del 5% de los artistas en las secciones de Arte Moderno son mujeres, pero un 85% de los desnudos son femeninos. Este colectivo de artistas diversas realizó una acción de desobediencia civil con máscaras de simios ante el MOMA, denunciando que en su última exposición solo 13 de los 169 autores eran mujeres. Así mostraron al público la discriminación de las mujeres en el arte y acusaron a las instituciones de mantener (por acción u omisión) esta discriminación.

En esta línea de denuncia de la discriminación, la cultura de la violación o la gordofobia en el mundo del arte, podemos encontrar otros colectivos nacionales, como son: Herstoricas, Liceu de dones y Xarxa pels bons tractes. Todas ellas proponen recorridos alternativos en las colecciones artísticas y en los paseos por las calles de nuestros barrios. El urbanismo feminista está realizando en las últimas décadas grandes aportes para hacer las ciudades más habitables para todos.

Otra de las principales contribuciones de los movimientos feministas de nuestro país, enredados con los saberes de otras latitudes, es haber reivindicado la importancia de los cuidados y exigir una vida digna de ser vivida. El concepto de la vida digna de ser vivida se nutre de la cosmovisión de los pueblos originarios indígenas, proviene de la palabra quechua “sumak kawasay” y la palabra aimara “suma qamaña”, que han sido traducidas como buen vivir o vida en plenitud en Ecuador, y vivir bien en Bolivia, respectivamente. Ambas cosmovisiones hacen referencia a la realización ideal, armoniosa y plena de la vida humana en relación con la Pachamama o Madre Tierra. En una visión actualizada, el concepto del buen vivir iría muy unido con satisfacer las necesidades tomando solo lo necesario, con la vocación de perdurar y estar en equilibrio con la tierra.

Las mujeres organizadas hemos sido capaces de poner en valor todo el trabajo necesario para que la vida siga, dando mucha importancia a los cuidados, que tradicionalmente se han realizado en espacios privados (los hogares) y que han tendido a darse por sentado y asignarse a las mujeres sin reconocimiento económico y con escaso valor social. De ahí que en las huelgas feministas del 8M de 2018 y 2019 se apelara a las huelgas de cuidados y no solo a las huelgas en los espacios de trabajo asalariado, que principalmente están copadas por hombres. Este nuevo concepto de huelga superaba la visión productiva de presionar a los empresarios y plantea una crítica completa al sistema, ampliando los espacios de denuncia también al consumo o a los lugres estudiantiles.

En estos espacios laborales se denuncia también el techo de cristal, el suelo pegajoso, las dobles y triples jornadas, la división sexual del trabajo o la brecha salarial. El techo de cristal hace referencia a los obstáculos, a menudo invisibilizados, a los que se ven expuestas las mujeres altamente cualificadas, y por los que es difícil que alcancen los niveles jerárquicos más altos, habitualmente por temas como la maternidad o el cuidado de otros familiares. El suelo pegajoso se refiere al fenómeno por el que las mujeres suelen estar relegadas a empleos más precarios, con mayor rotación y peores salarios como son las actividades de limpieza, cuidados y atenciones personales. Las dobles y triples jornadas denuncian que las mujeres incorporadas al mercado laboral formal no han dejado de asumir las tareas domésticas de limpieza y cuidado, por lo que deben optar a convertirse en súper-woman o quedarse fuera. De media, el sueldo bruto por hora de una mujer en la Unión Europea está un 16,2% por debajo del de un hombre. En España la brecha salarial es de 14,2% y aumenta con la edad llegando al 22,3% en mujeres mayores de 55 años, según el Instituto Nacional de Estadística. Esto equivale a que en España las mujeres trabajan gratis 52 días al año. Cuando hablamos de la división sexual del trabajo nos referimos a la organización social y económica en la que tradicionalmente son los hombres quienes ocupan los puestos con mayor poder e influencia, en el espacio público y productivo, y las mujeres asumen las tareas de cuidados no remunerados, en el espacio privado.

Además de construir estos nuevos conceptos y denunciar la desigualdad que de ellos se deriva, se apoyan también reivindicaciones laborales concretas, como que el país suscriba el convenio 189 de la OIT para reconocer derechos a las empleadas domésticas, que se adopte un convenio colectivo para las futbolistas, que se tomen medidas de conciliación de la vida laboral y familiar así como políticas de corresponsabilidad.

 

 

Estas desigualdades laborales forman parte de la violencia estructural que, junto a la violencia cultural, permiten y sostienen la violencia directa, esa que sí somos capaces de ver. El triángulo de la violencia de Johan Galtung nos ayuda a profundizar en las causas de las violencias más visibles, como podrían ser los asesinatos machistas y entender que los micromachismos o la educación diferenciada por sexos son su base.

Los micromachismos, término acuñado por Luis Bonino, son las sutiles maniobras de ejercicio de poder que hacen los hombres, a diario, para mantener su dominio sobre las mujeres y limitar su autonomía. Son pequeños trucos, dispositivos mentales, actitudes corporales o bromas por los que se intenta imponer la visión androcéntrica que mantenga los lugares que la cultura tradicional asigna a hombres y mujeres. Los micromachismos no tienen por qué ser intencionales ni estar planificados deliberadamente, pueden ser inconscientes. Muchas feministas han denunciado esta realidad diaria, desde raperas como Sara Socas, periodistas de Pikara Magazine, la Psicowoman en canales de youtube e infinidad de colectivos feministas y ONG’s.

Las feministas queremos cambiar el sistema, promover la vida digna y saludable, denunciando desde los pequeños micromachismos hasta las grandes violencias, como las practicas que destruyen el planeta.

El acercamiento filosófico y práctico entre feminismo y ecología ha sido una realidad histórica, especialmente visible durante los siglos XX y XXI. Esta amistad y conexión ha dejado patente que muchas acciones de cuidado del planeta han estado protagonizadas por mujeres. Podemos recorrer la historia de lucha por la tierra con mujeres lideresas, con Dorothy Stang, Macarena Valdés o Berta Cáceres, todas ellas asesinadas por la defensa de los derechos humanos de las mujeres y la protección de su territorio. También destaca la Premio Nobel de la Paz, Wangari Mathai, que plantó más de 47 millones de árboles en Kenia. Otra referente esencial del movimiento ecofeminista es la india Vandana Shiva, que en 1993 recibió el Premio al sustento Bien Ganado, -también llamado Premio Nobel Alternativo- tras sus aportaciones académicas y su apoyo al movimiento Chipko del Himalaya, que sigue prácticas de acción noviolenta de Ghandi.

 

 

En el continente africano no podemos dejar de nombrar otros proyectos en esta línea: por ejemplo, la Rural Women’s Assembly, que facilita a las mujeres el acceso a semillas no transgénicas y a servicios como la venta de productos en los mercados sin intermediarios masculinos, y el proyecto mozambiqueño Fórum Mulher que es paraguas de varias asociaciones y que realiza, entre otras actividades, campañas feministas para garantizar el acceso a medicamentos, cuidados colectivos y alimentos a mujeres seropositivas. Actualmente, Fórum Mulher acoge el secretariado de la marcha mundial de las mujeres, que es un movimiento internacional de acciones feministas para eliminar la pobreza y la violencia contra las mujeres. Desde el año 2000 se han realizado acciones por la justicia económica, denuncia del cambio climático o la protección de los derechos sexuales y reproductivos. En 2005 esta marcha presentó: Cambiar de Rumbo. Los objetivos de desarrollo para el milenio vistos a través de la carta mundial de las mujeres para la humanidad en el que se denuncia la ausencia de metas e indicadores de empoderamiento, salvo el dato de la presencia de mujeres en los parlamentos nacionales.

Lejos de caer en el esencialismo o defender que las mujeres estamos más conectadas con la naturaleza, con el ecofeminismo se pretende relacionar la explotación y la degradación del mundo natural y la subordinación y la opresión de las mujeres. El ecofeminismo toma de los movimientos verdes su preocupación por el impacto de las actividades humanas en el planeta, y del feminismo toma el enfoque de género, la explicación de las actitudes patriarcales que subordinan, explotan y oprimen a más de la mitad de la población. Como dice la profesora madrileña Yayo Herrero: “el ecofeminismo nos permite comprendernos mejor como especie y tomar conciencia de la inviabilidad de la vida humana desgajada de la tierra y desconectada del resto de las personas” pues nos ayuda a analizar las estructuras económicas de consumo basadas en el dominio del Norte sobre el Sur, de los hombres sobre las mujeres, y del frenético saqueo de un volumen creciente de recursos en busca de un beneficio económico cada vez más desigualmente distribuido y que genera cantidades ingentes de residuos.

El deterioro ambiental se debe a un desarrollo económico basado en el crecimiento ilimitado que coloca a los mercados, y no a la vida, en el epicentro del análisis. La corriente ecofeminista nos recuerda la importancia de cuidar de nuestro planeta, de pensar un sistema económico sostenible, de poner la vida en el centro, la humana y la del entorno. Muchas de estas ideas se han aglutinado bajo el lema Ni las mujeres ni la tierra somos territorio de conquista.

Todos estos movimientos liderados por mujeres ponen en el centro la importancia de una igualdad efectiva y la necesidad de construir un mundo libre de violencias. Así, en los últimos años, las argentinas gritaban “ni una menos, vivas nos queremos”, las estadounidenses denunciaron los casos de violencia sexual con el movimiento Me too, las indias se aglutinaron como las Guerreras del Sari Rosa (Gulabi Gang) en contra de las violencias y la corrupción, o las nigerianas se unieron para denunciar el secuestro y esclavitud sexual de las adolescentes de Chibok.

En torno a las violencias en conflictos armados se gritaron en Colombia lemas como “no parimos hijos para la guerra”, o en Sudáfrica “mi cuerpo no es tu escena del crimen”. Fue noticia mundial y emocionante cuando las mujeres palestinas e israelíes marcharon juntas por la paz en Jerusalén, reivindicando un acuerdo de paz. En 2016, las mujeres de la etnia Q´eqchi, obtuvieron una resolución judicial histórica: una condena por desaparición forzada, delitos contra la humanidad y asesinato, en la base militar de Sepur Zarco. Guatemala fue así el primer país en condenar a militares por delitos sexuales, en la línea de lo que otros tribunales internacionales habían ya manifestado, y es que los cuerpos de las mujeres son un arma de guerra y las vulneraciones de derechos humanos una constante. Existen un sinfín de referentes feministas por todo el planeta, buscando un mundo más justo, más habitable, más humano y equitativo. Un mundo donde las violencias no sean el camino habitual.

Las mujeres estamos expuestas a violencias machistas con manifestaciones físicas, psicológicas o simbólicas que se muestran en todos los ámbitos de nuestra vida. La obra de teatro “No solo duelen los golpes” de la activista Pamela Palenciano, explica en primera persona esta multiplicidad de manifestaciones y el proceso de deterioro de la autoestima. Los movimientos feministas han sabido aliarse, presionar y denunciar en ámbitos institucionales, laborales, en los barrios y las academias para denunciarlos y construir resistencias. Podrían escribirse hermosas y potentes historias sobre estas resistencias. Son resistencias que amplían el marco de posibilidades y que transforman nuestra forma de estar  y entender el mundo, y por lo tanto, también regeneran la agenda política.

La agenda social en torno a las violencias machistas ha sido una constante, consiguiendo cambios en la mentalidad, la legislación y los recursos. Se han aprobado leyes para los casos de violencia contra las mujeres a manos de sus parejas o ex parejas (Ley Integral de Violencia de Género a nivel nacional y con desarrollos autonómicos) si bien aún faltan desarrollos normativos en otros tipos de violencia, como la violencia sexual o la trata de seres humanos. Existen además en todas las comunidades autónomas recursos específicos como son servicios de atención integral a mujeres, alojamientos protegidos y ayudas económicas como la Renta Activa de Inserción (RAI). También se han creado juzgados especializados (461 juzgados con competencia en violencia sobre la mujer, de los cuales 106 son juzgados de violencia exclusivos) y organismos encargados del seguimiento de esta materia, como es el Observatorio Estatal y la Delegación de Gobierno frente a la violencia de género. Todo ello convierte a nuestro país en un sistema modélico a nivel internacional, a pesar de que los recortes económicos, los avances de movimientos políticos neomachistas y los estereotipos arraigados en la sociedad, hacen necesario seguir trabajando para garantizar una vida libre de violencias. Los estereotipos de género siguen vivos en nuestra sociedad, como ya denunció Naciones Unidas en la condena a España por el caso de Ángela González.

Las mujeres queremos ser dueñas de nuestro cuerpo y para ello deben rechazarse todos los imaginarios culturales que normalizan el control del cuerpo por parte de los hombres. Una de las mayores manifestaciones de dominación sobre el cuerpo de las mujeres es la violencia sexual, que afecta a 1 de cada 2 mujeres en Europa, según la Agencia de Derechos Fundamentales de la UE (FRA). Esta organización denuncia que más del 90% de las víctimas y supervivientes son mujeres, mientras que el 97% de los agresores siguen siendo hombres. La Macroencuesta sobre violencia contra las mujeres (Ministerio de Sanidad, 2015) calcula que 1,5 millones de mujeres han sufrido alguna vez violencia sexual fuera de la pareja, lo que supone el 7,2% de las residentes mayores de 16 años.

La situación traumática después de sufrir violencia sexual incluso se agrava con los obstáculos judiciales (no creer a las víctimas, culparlas por no haberse protegido o haberse expuesto por ir solas, no escuchar, la falta de formación especializada de los operadores jurídicos, etc.) si se decide interponer denuncia, como ya documentó en 2019 Amnistía Internacional con su informe “Es hora de que me creas. Un sistema que cuestiona y desprotege a las víctimas».

Las mujeres sabemos esto y hemos gritado alto y claro: “hermana, yo sí te creo” cuando los juzgados desprotegen y revictimizan a las denunciantes, cuando se cuestionan sus testimonios o se nos culpabiliza por la ropa. Un buen resumen de ello se puede encontrar en el grupo chileno “Las Tesis” con la canción, que ya es un himno, ‘Un violador en tu camino’.

Hemos sostenido la necesidad de proteger a las supervivientes, sin poner el foco en la ampliación de las penas sino en la reparación del daño. Los tratados internacionales nos obligan a tomar medidas de protección, reparación y justicia y ahí queda aún mucho camino por recorrer. Por eso hemos tomado las calles y las instituciones, para que se garantice el buen trato.

El éxito de las movilizaciones feministas ha tenido que ver con el contenido de las propuestas, con la visibilización de las estructuras que discriminan, y también con la forma de llevarlas a cabo. Se han tomado los espacios públicos con prácticas de desobediencia civil noviolenta, de manera creativa y divertida. Bajo el lema “si no puedo bailar, esta no es mi revolución” se han creado estrategias artísticas, animadas, alegres y diversas.

 

 

Las puestas en escena, cuidadoras y cuidadosas, amenas e inclusivas, musicales, artísticas, han tenido en cuenta el trabajo en grupo y han cuestionado el patrón de la competitividad individual. Se han tejido redes de vecinas y se han intercambiado saberes, recursos y necesidades. Dar valor a la construcción de redes y dejar fluir la sororidad entre personas diversas ha sido otro componente fundamental para estos éxitos.

El trabajo colectivo con el objetivo de construir bien común ha sido lo que ha guiado estas propuestas sugerentes que buscan mejorar la vida de las mujeres, y por tanto, mejoran la sociedad al completo. Todos ganamos con una sociedad más justa y equitativa.

 

Número 4, 2020