Hace poco más de un año, al salir de la pandemia y afrontando la dura crisis inflacionaria, el presidente de la República francesa, Emmanuel Macron, vaticinaba en su país el fin de la abundancia y de la despreocupación…
Con esto no quiso anunciar el final de una época en la que cada uno vive personalmente en la opulencia (todo el mundo sabe que no es así), sino el cambio de un régimen económico en el que los recursos están disponibles en abundancia a un régimen en el que los recursos son escasos y por lo tanto más caros. Porque cuando habla de abundancia, el presidente francés también habla de dinero público e inversión estatal, y augura un cambio de tendencia, que podría venir acompañado de una vuelta a políticas de rigor, de austeridad y de sacrificios adicionales.
Este cambio ciertamente conducirá a una forma de vida occidental más sobria, una forma de vida que muchos han estado pidiendo desde hace mucho tiempo, por razones ecológicas. Ante el colapso de la biodiversidad, el sobreconsumo de los recursos del planeta y el calentamiento global, la sobriedad debería ser, una meta por la que luchar para que toda la humanidad pueda seguir viviendo con dignidad.
Sin duda, hay motivos estructurales, climáticos, sociales, demográficos y tecnológicos que podría sostener la actual crisis inflacionaria o al menos que los precios de muchos bienes de primera necesidad pueden mantenerse en un nivel bastante elevado. Una dinámica que no encuentra una correspondencia en los ingresos de los trabajadores y, por tanto, podría abundar en la pauperización de gran parte de la población.
En paralelo a esto, es cierto que la ciudadanía occidental está poco a poco tomando conciencia de que el paradigma de una sociedad basada en un crecimiento infinito y sostenido en el tiempo, ya no puede tener cabida. Al menos tendremos que ir orientándonos hacia un crecimiento sostenible económica y socialmente. Eso sí un crecimiento inclusivo, pero para ello es primordial considerar la igualdad de oportunidades durante el crecimiento económico para todos los que participan en la economía. En otras palabras, requiere a priori de una integración social suficiente para participar plenamente en la sociedad.
Por su parte, España es una sociedad globalmente rica, que dedica una parte importante de sus recursos a la protección social. Sin embargo, son muchos los análisis que nos reafirman que la pobreza persiste en los periodos de bonanza económica y aumenta de forma notable en los periodos de crisis, y esto se relaciona principalmente con la debilidad de nuestro modelo de protección social y, en especial, de nuestro modelo distributivo. La desigualdad se mantiene alta a lo largo de los años y a pesar de sucesivos procesos de recuperación económica que hemos dicho no son capaces de reducir las brechas, sino que éstas se cronifican en niveles preocupantes, en particular para los grupos poblacionales más frágiles.
Y son precisamente estos grupos poblacionales, que no pueden cubrir sus necesidades más básicas, se ven obligadas a realizar una serie de difíciles arbitrajes, responder a dilemas imposibles entre calentar la vivienda o comer menos productos frescos y saludables… todas ellas estrategias que generan tensiones, incertidumbre y sufrimiento para todos los miembros de la familia.
Dicho de otra manera, es imprescindible repensar cómo gastamos y distribuimos los recursos disponibles y las riquezas que generamos para responder a diversos imperativos. Pero esto debe de hacerse siempre incluyendo la idea de suficiencia de los más frágiles, porque no basta con tener lo justo y estrictamente necesario. Tenemos que exigir y apelar por que se proteja y garantice el derecho a un nivel de vida adecuado. Para ello, tenemos que pensar qué se necesita para cubrir los gastos necesarios e imprevistos, pero incorporando la noción de holgura, es decir favorecer vivir en condiciones dignas que nos permitan tomar decisiones adecuadas sobre nuestra existencia y percepción del mundo.
La relación entre una vida digna y la cobertura de necesidades básicas es estrecha. Por tanto, debe reconocerse y defenderse la ineludible dignidad de toda persona, que debe materializarse en el reconocimiento y promoción de los derechos humanos. Para que nadie quede socialmente excluido, el Estado, junto a todos los agentes de la sociedad civil, debe permanecer presente y activo al servicio del bien común, orientados al bien de las personas, en particular de las más vulnerables. Además, cada persona tiene la responsabilidad de decidir si quiere vivir con holgura o abundancia a costa de los demás. En este sentido, fortalecer los mecanismos de inclusión de la ciudadanía en nuestra sociedad requiere también de decisiones personales que permitan re-vincularnos como comunidad y ciudadanía.
En nuestro país, el sistema de protección social y, más específicamente, las prestaciones que forman la última red de garantía de ingresos se mantienen como un factor determinante de las condiciones de vida y la suficiencia de las rentas de los hogares. Y la sostenibilidad de este sistema se encuentra estrechamente condicionado a la capacidad que tengamos para desarrollar una pedagogía fiscal que nos permita tomar conciencia de que un mejor Estado de Bienestar necesita que todos seamos conscientes de sus costes y de las seguridades que nos ofrece. Y en este proceso cabe plantearse la necesidad de acometer una reforma en profundidad del sistema fiscal y redistributivo.
En definitiva, para hacer frente a los grandes retos globales, y hacerlo luchando eficazmente contra diferentes manifestaciones de la desigualdad, es necesario combinar diferentes instrumentos de política orientada a la construcción de una sociedad más equitativa y cohesionada que pase irrevocablemente y ante todo por exigir la protección y garantía de los derechos humanos, en particular para los sectores más frágiles y expulsados de la población. Pero también es fundamental que tomemos conciencia como sociedad y como comunidad para favorecer esa transformación social.
Número 14, 2023