Son cosas de la edad: el imaginario social de la vejez
Por Marina Sánchez-Sierra y Pedro Fuentes
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Palabras clave: envejecimiento, espacio social, estigma, imaginario social, pensiones
Marina Sánchez-Sierra y Pedro Fuentes
Equipo de Estudios de Cáritas Española
Puedes encontrar a Marina en X (antiguo Twitter)
La realidad demográfica del mundo, especialmente del desarrollado, nos dibuja unas sociedades envejecidas. En general, esto es vivido como si se tratara de un problema, cuando se puede entender que no es más que una realidad a considerar. Una realidad que, como cualquier otra, aporta incertidumbres y retos, pero también oportunidades. Este artículo realiza un análisis del imaginario social de la vejez, apostando por un cambio en la mentalidad y la mirada hacia la vejez como primer paso para asumir los retos y aprovechar las oportunidades de este imparable cambio demográfico.
Tanto la sociedad española, como la realidad global están viviendo un proceso de envejecimiento poblacional motivado por dos fenómenos simultáneos: el aumento de la esperanza de vida y el descenso de la natalidad.
En 60 años, la esperanza de vida al nacer ha crecido en el mundo de los 51 a los 72 años, y en España de los 69 a los 82 años. Por el contrario, la tasa de fertilidad, es decir el número de hijos por mujer, descendió a más de la mitad, tanto en el conjunto del planeta como en España. Y las predicciones que dibuja la demografía prevén el mantenimiento de estas dos tendencias.
Sin entrar a valorar la desigualdad de su distribución por las diferentes regiones del mundo, con sus dramáticas consecuencias, el proceso de envejecimiento poblacional responde, en términos generales, a buenas noticias. El aumento de la calidad de vida, la mejora de las condiciones materiales, de la igualdad de género, los avances en salud, la radical disminución de la mortalidad infantil… están detrás del aumento de la esperanza de vida y de la reducción de la tasa de fertilidad.
Nos encontramos entonces con una realidad, el envejecimiento, relativamente novedosa, no sabemos si imparable, pero en cualquier caso imparada, motivada por causas en general positivas, que, sin embargo, no deja de inquietarnos como sociedad. Un proceso que intuimos como amenaza, o que afrontamos como problema.
¿Realmente hay motivos para vivirlo y afrontarlo así? Creemos que no. Es más, con bastante probabilidad, una de las claves para gestionar bien esta nueva realidad pasa por variar esta manera de acercarse a ella, como si fuera mala per se, como si hubiera que combatirla, pararla, revertirla… y empezar a verla como una realidad que, como todas, genera riesgos y oportunidades. Y para hacerlo debemos acercarnos primero al imaginario dominante sobre la vejez, probablemente el primer elemento a ir transformando.
Una primera pregunta sobre este imaginario de la vejez es saber cuándo empezamos a definir a alguien como una persona mayor. El CIS[i] lo pregunta explícitamente y la edad media en la que consideramos a alguien como tal es de 68,1 años, más del 50% ubican esta edad entre los 61 y los 70 años. En ese mismo estudio, el 26% de personas encuestadas considera como la razón más importante para ello el declive de sus capacidades físicas (25,8%), de su salud (el 12%) o de sus capacidades mentales (el 10%). El 9% de la población considera la jubilación como la causa, como la frontera que separa la vida adulta de la vejez.
Más allá del contraste entre esta visión y la realidad empírica[ii], como un primer elemento a enunciar tras el imaginario de la vejez encontramos algunos adjetivos que la ubican en el terreno de lo negativo y estigmatizante. Ser mayor es estar/ser: enfermo, demente, gagá, dependiente, improductivo… vamos a tirar de algunos de estos hilos.
Seguramente con razón, si a alguien le llaman viejo o vieja se ofenderá, no le gustará tampoco que le digas que se le ve mayor. Sin embargo, Qué joven te veo será una frase generalmente bien recibida y agradecida. Lo viejo o lo mayor están negativamente cargados en el imaginario y en el lenguaje colectivo que lo refleja, y ambos términos se emplean como antónimo de lo joven, que así queda positivamente cargado.
El trabajo es una dimensión constitutiva de lo humano, es un rasgo antropológico distintivo de la especie. Existe un tipo de trabajo, fruto del modelo social en el que estamos, que llamamos empleo[iii].
Así, todo empleo es un trabajo, pero no al revés. De hecho, el empleo es minoritario en las cifras del trabajo. De los 46 millones españoles y españolas, tienen empleo (son activos ocupados) en torno a 20 millones. Los otros 26 millones, con pocas excepciones, también trabajan, y los 20 millones ocupados realizan también horas de trabajo/no empleo cuando salen de la empresa. Y, sin embargo, esta distinción clave no solemos hacerla y cuando hablamos de trabajo lo hacemos identificándolo únicamente con el empleo.
Y lo hacemos dándole un valor clave en nuestro imaginario colectivo, tal y como se desprende del gráfico 1. Casi podríamos decir que vivimos para trabajar, en lugar de trabajar para vivir. En el estudio 3135 del CIS solo el 32% de los encuestados creían que el trabajo (empleo) es solo un medio para ganar el dinero necesario, y prácticamente la mitad (49,8%) querrían tener un trabajo (empleo) remunerado, aunque no necesitaran el dinero.
Valoración que tiene por corolario el poco aprecio por todo lo que no está dentro del sistema productivo: Quien no trabaje, que no coma… y, en consecuencia, una visión negativa hacia las ayudas sociales a quien no trabaja (pero necesita ingresos).
No obstante, la realidad muestra una cierta distancia del imaginario colectivo, y las evidencias empíricas, como los datos recogidos en la EINSFOESSA 2021 (Ayala, Laparra y Rodríguez, 2022)[iv] ponen de manifiesto cómo 7 de cada 10 perceptores de ayudas sociales, ya se encuentran activados (buscando empleo, efectivamente trabajando, formándose o participando en programas de inserción) y, por tanto, esforzándose por mejorar su situación y sus oportunidades.
Este imaginario sobre lo productivo lleva aparejada una visión naturalizadora del mérito como el criterio que debiera marcar el éxito en la vida. Así lo piensan[v] el 48% de los españoles que afirman que el esforzarse y trabajar duro debería ser el aspecto más importante para lograr triunfar.
Probablemente fruto de todo lo anterior, el tema de las pensiones de jubilación se sale un poco de la tónica negativa y estigmatizante que hemos venido relatando. En la tabla 2 podemos ver cómo las pensiones son uno de los aspectos en los que en mayor medida se piensa que el gasto es menor del debido. Así, la pensión de jubilación, en tanto prestación vinculada al trabajo (empleo), es legitimada y merecida.
El debate en torno a la sostenibilidad del modelo, apenas cuenta con voces que cuestionen su carácter contributivo, es otra manifestación más de esa centralidad de lo productivo en la formación del imaginario social de la vejez. De la misma manera que fue posible hacerlo con la sanidad, es posible pensar en una salida de sostenibilidad que desvincule el sistema de pensiones de la cotización laboral y lo traslade a los presupuestos. Es decir que se financie con los impuestos y no vía cotizaciones.
Sin embargo, esto supone asumir unas características de universalidad y de reequilibrio en el reparto que chocan con la meritocracia subyacente en el imaginario.
En el barómetro de marzo del 2018, el CIS peguntaba también por el rol social que tienen las personas mayores en nuestra sociedad, en concreto preguntaba qué dos contribuciones aportan a la sociedad española. La tabla 3 recoge las respuestas:
La primera de las ideas en torno al rol social se explica mirando la fecha de la encuesta, justo empezando a salir de la gran recesión del 2008, momento en que las políticas de recortes en el gasto social forzaron a que las pensiones fueran el gran y casi único sustento de los hogares que más sufrieron las consecuencias de la misma.
El resto de los ítems no resultan sorprendentes, pero si lo miramos en su conjunto remiten todos a roles recluidos en el ámbito doméstico o familiar, importantes, sí, pero que obvian que los mayores, además de abuelos o padres (los que los son) continúan viviendo en una comunidad y participando de una sociedad. Las dimensiones de vecindad y de ciudadanía están desaparecidas del imaginario social.
Todo lo anterior nos invita a realizar una reflexión, que a modo de conclusión se pregunte si una parte importante de la problemática que hoy rodea a las personas mayores no necesita, además de muchas otras cosas, de un cambio en la manera de entender la vejez que hoy compartimos como sociedad. O, dicho de otra forma, si la manera de mirar que tenemos no está siendo el gran obstáculo para vivir con la realidad y los retos que suponen una sociedad envejecida.
Para superar el edadismo, la estigmatización de lo que no es joven, los estereotipos y sobre todo que la edad no sea un elemento determinante para las situaciones de exclusión social, necesitamos cambiar la mirada.
En primer lugar y como marco de esta reflexión final, debemos cambiar el tiempo verbal en que pensamos el ser mayor. Los mayores son, no fueron; están, no estuvieron; cuentan, no contaron. En realidad, son muchos, pero están poco y cuentan menos.
Los mayores no se conservan jóvenes, porque ser joven es algo que se pasa con el tiempo, y no es algo mejor ni peor que ser mayor, vivir es un todo continuo que aporta y limita diversas cosas y capacidades en distintos momentos. Y no existe un momento perfecto en ese continuo, sino precarios equilibrios de capacidades que nos van permitiendo abordar la realidad cotidiana.
La edad que cada quien tenga no es el único, ni probablemente el mayor de los rasgos que definen a cada persona. Puedo ser mayor, y además del Barça como mis nietos, y de derechas como el peluquero, y gustarme el rock como a mi hijo, y…
Sin embargo, pensamos que es lógico y bueno generar espacios, centros y actividades para mayores, viajes para mayores, parques para mayores… Tenemos como sociedad un gran reto intergeneracional, y hemos de crecer en capacidad para crear espacios, centros y actividades intergeneracionales, donde poder compartir lo que nos une y lo que nos separa con normalidad, con la condición de hacerlos inclusivos
La economía clásica distingue entre tareas productivas y tareas reproductivas. Las primeras son las que se relacionan con el mercado o el estado en tanto producen bienes y servicios monetizados, las segundas son también generadoras de bienes y servicios, tan necesarios, si no más, para vivir como los primeros.
Necesitamos como sociedad darle un nuevo valor, rescatar una nueva centralidad a lo reproductivo, a lo que queda fuera del mercado porque no se puede o no se debe comprar o vender. Poner la vida y su cuidado en el centro de nuestro entender y operar.
En ese cuidar la vida, los mayores no son el objeto sino son también sujeto de cuidados. Son cuidadores cuidados al igual que lo somos todas las personas, porque es algo consustancial a lo humano, y porque si miramos la realidad, el de cuidadores es un rol ejercido de hecho por los mayores, por más que nos empeñemos en hablar de ellos y ellas solo como dependientes.
Y como reflexión final, necesitamos incorporar en nuestra comprensión de los derechos sociales lo que, con licencia al neologismo, podemos definir como el estado del biencuidar. Desarrollar un sistema integrado de cuidados que garantice estos en todas las etapas vitales, de manera universal, con calidad, control público y participación social.
Notas:
[i] Barómetro marzo 2018 del CIS.
[ii] Según la encuesta europea de la salud en España, no es hasta la franja de edad de entre los 75 y los 84 años cuando un poco más de la mitad de la población (51,8%) padece algún tipo de limitación para la vida cotidiana, leve (40%) o grave (12%). Limitaciones que empiezan a tener peso numérico a partir de los 45-54 años (20%). Por otra parte, según las estadísticas de la Seguridad Social, la edad media de jubilación en España en febrero de 2023 fue de 64,8 años. En ambos casos, la distancia entre la edad teórica y la edad real es muy amplia.
[iii] El ser humano es definido en ocasiones como un ser capaz de fabricar (homo faber), de aplicar sus capacidades físicas e intelectuales a crear bienes (tangibles e intangibles) que no existen naturalmente y que ayudan a la satisfacción de alguna necesidad o deseo. A lo largo de la historia, las distintas sociedades han ido organizando el trabajo de diversas formas, dividiéndolo, especializando individuos en la realización de algunos… dar cuenta de todo este proceso nos llevaría muy lejos. Nos quedamos con que la actual sociedad capitalista ha llevado unas cuantas formas de ese trabajo al espacio y a la lógica del mercado y a la del Estado como proveedor de servicios. A ese tipo de trabajo debiéramos llamarlo empleo.
[iv] Ayala, L., Laparra, M. y Rodríguez, G. (coods.) (2022). Evolución de la cohesión social y consecuencias de la covid-19 en España. Madrid: Fundación FOESSA y Cáritas Española.
[v] Centro de Investigaciones Sociológicas, Estudio 2911.
Palabras clave: buenas prácticas, enfermedad mental, estigma, trastorno mental
Sara Zamorano, Cátedra UCM-Grupo 5 Contra el estigma. Psicóloga General Sanitaria y Doctoranda en la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid.
Manuel Muñoz, Catedrático en la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid. Director de la Cátedra UCM-Grupo 5 Contra el estigma
Jesús Saiz, Profesor Ayudante Doctor en la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid. Coordinador de la Cátedra UCM-Grupo 5 Contra el Estigma
María Salazar, Profesora Asociada de la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid. Directora del Centro de Rehabilitación Psicosocial Latina (Grupo 5), Comunidad de Madrid. Coordinadora de la Cátedra UCM-Grupo 5 Contra el estigma
Puedes encontrar a la Cátedra UCM-Grupo 5 Contra el Estigma en Twitter.
La palabra estigma proviene del griego στίγμα (stigma), y hacía referencia a una marca grabada con hierro candente o de cortes realizados en el cuerpo de las personas para castigarlas y señalarlas por presuntos delitos, esclavitud, etc., de esta forma se indicaba que la persona debía ser evitada. Desde el punto de vista psicológico, la primera definición de estigma fue propuesta por Goffman (1963), que lo caracteriza como un atributo profundamente devaluador, que define a una persona como desviada, limitada e indeseable. El estigma funciona de manera dinámica, conformando una serie de procesos psicosociales basados en el intercambio de conductas entre los estigmatizados o estigmatizables y los estigmatizadores. Durante este intercambio, cada grupo tomará su rol y se relacionará desde su posición, derivando en la asunción y mantenimiento de estereotipos, prejuicios y conductas de discriminación. Generalmente, se han utilizado marcas (estigmas) para señalar a las personas de los grupos devaluados. Ese proceso estigmatizante se ha aplicado a diversas condiciones a lo largo de la historia, desde la esclavitud, hasta la homosexualidad. En el caso de los trastornos mentales esa marca es el diagnóstico y, de una u otra forma, ha estado presente en todas las sociedades humanas desde sus orígenes.
La Universidad Complutense de Madrid y la empresa de gestión de servicios sociales y sociosanitarios Grupo 5 promovieron en el año 2019 la creación de la Cátedra extraordinaria UCM-Grupo 5 Contra el Estigma. El objetivo de esta asociación es la lucha contra el estigma que afecta a personas con enfermedad mental, discapacidad, o exclusión social extrema. Los objetivos de la Cátedra son los de aunar investigación, formación, práctica profesional y campañas de sensibilización para crear un espacio en el que fomentar el intercambio de conocimientos y experiencias relacionadas con el estigma.
Desde su creación en julio de 2019, la cátedra ha desarrollado una intensa actividad que, por circunstancias obvias, ha venido marcada por la aparición de la Covid-19. En estos dos años la cátedra ha puesto en marcha distintas actividades, cabe destacar: creación de la web www.contraelestigma.com que recoge la actividad de la cátedra; la convocatoria de dos ediciones del Premio al mejor TFM de la UCM Contra el estigma; actividades formativas para distintas entidades, entre ellas, el curso de Acciones contra el estigma impartido en el Campus Virtual de la Organización Mundial de la Salud; ha organizado jornadas sobre Arte y estigma y sobre el Estigma en los medios de comunicación; y ha organizado el webinar Estigma en Latinoamérica; en el ámbito de la investigación-acción la cátedra ha desarrollado el estudio PsiCovid-19, que ha evaluado durante un año el impacto psicológico de la Covid-19 en nuestro país; finalmente, la cátedra ha desarrollado y publicado una Guía de buenas prácticas contra el estigma que se detalla a continuación (puede descargarse la Guía y seguirse la actividad completa y las publicaciones de la cátedra en www.contraelestigma.com).
La Guía de buenas prácticas contra el estigma se enmarca en el creciente interés por identificar y compartir prácticas que se hayan demostrado eficaces y efectivas entre distintos profesionales y organizaciones: las denominadas buenas prácticas. Distintos autores y organizaciones han propuesto indicadores para identificar aquellas prácticas que pueden calificarse como buenas. Algunos ejemplos pueden ser las propuestas por la UNESCO (2003), el Observatorio Internacional de Trabajo (2003), la Agencia Andaluza de Evaluación Educativa (2012), el Centre for Addiction and Mental Health de Canadá (2012), la fundación CEPAIM (2014), el Observatorio Internacional de Democracia Participativa (2015) o muchas de las acciones contra el estigma desarrolladas por Cáritas. Por otra parte, en el ámbito de la lucha contra el estigma, existe investigación empírica, llevada a cabo en los últimos años, sobre la eficacia de distintas intervenciones estructurales, sociales y personales que han sido recogidas en diversos artículos de revisión sistemática y meta-análisis. El objetivo de la cátedra ha sido el de poner en contacto ambas realidades (profesional e investigadora) y confeccionar una lista de criterios que ayuden a definir las buenas prácticas en la lucha contra el estigma. Siguiendo estos acercamientos, desde la cátedra se considera que una buena práctica en la lucha contra el estigma es aquella acción o proyecto que haya demostrado su utilidad en alguno de los diversos aspectos de la lucha contra el estigma y sea transferible a otros centros o instituciones, tanto por sus elementos prácticos como por los valores que la constituyen.
La Cátedra UCM – Grupo 5 Contra el Estigma publicó en 2020 la Guía de buenas prácticas contra el estigma, que pretende aportar información y directrices que puedan orientar la acción tanto de los profesionales como de las instituciones en el ámbito de la salud mental y relacionados, favoreciendo la puesta en marcha de acciones eficaces y adecuadas para luchar contra el estigma en todas sus vertientes. De este modo, la guía tiene como objetivo principal el de identificar y exponer aquellos indicadores que favorecen la creación y facilitan la evaluación de las buenas prácticas en la lucha contra el estigma.
En el diseño de la Guía se siguió una perspectiva integral al incluir distintos tipos de metodologías e información. En primer lugar, se revisó la evidencia acumulada por la investigación nacional e internacional relativa a los indicadores de buenas prácticas y la eficacia de las acciones de lucha contra el estigma. En segundo lugar, se incluyó el punto de vista de los usuarios, sus familiares y profesionales mediante grupos de discusión y entrevistas en profundidad a partir de un trabajo previo (González, 2017). Y, en tercer lugar, se emplearon los datos disponibles sobre la población general aportados por el estudio Estigmatismo desarrollado por Grupo 5 (Martín y Ahaoual, 2019).
En función de todo lo anterior se identificaron 8 indicadores de Buenas Prácticas en la lucha contra el estigma. Son los que se incluyen en la tabla 1.
A continuación, se comentan brevemente cada uno de los indicadores.
En primer lugar, cabe remarcar que, a la hora de planificar una Buena Práctica, hay que seguir una metodología científica. Esto garantiza la calidad de la práctica, y se puede operativizar a través de la evaluación de necesidades (viabilidad y factibilidad), la evaluación de los resultados (impacto a corto, medio y largo plazo) y la publicación de la práctica (replicabilidad y transferibilidad).
El segundo criterio a tener en cuenta es el de eficacia. Para pasar de la evidencia y la investigación, a la práctica, tenemos que asegurarnos de que nuestra práctica se basa en la evidencia. Cuando realicemos la planificación de una Buena Práctica, siempre es recomendable acudir a metaanálisis e investigaciones rigurosas sobre el tipo de intervención a utilizar.
La práctica que pongamos en marcha debe ser sostenible. Esto es, debe ser capaz de mantenerse en el tiempo, desde un punto de vista económico, medio-ambiental y social. La estructura que la desarrolle debe poder mantenerla sin necesidad de un mayor esfuerzo económico, administrativo, técnico o social.
En este indicador, partimos de los supuestos de igualdad de derechos, igualdad de decisión y participación social, y respeto de los códigos deontológicos de cada nación y disciplina. Siempre que pongamos en marcha una práctica, tenemos que tener en cuenta los aspectos legales, deontológicos y formales.
Todas nuestras prácticas deberían contar con una participación de mujeres y, además, este enfoque de género debe ser transversal. Deben ser prácticas que incluyan acciones tendentes a promover la igualdad de oportunidades y denunciar situaciones de discriminación hacia la mujer, adecuar las intervenciones a las necesidades de las mujeres para darles una mayor visibilidad y valorar el rol que desempeñan como parte de la sociedad, cuestionar los valores tradicionales sexistas y no equitativos, y utilizar un lenguaje inclusivo no sexista para visibilizar a las mujeres y eliminar los estereotipos, tópicos y etiquetas que las desvalorizan.
El sexto criterio parte de la Declaración de Derechos Humanos, y considera que una práctica inclusiva debe incluir trabajos en red, partenariado, accesibilidad para las personas que se van a beneficiar de ella, lenguaje inclusivo e interseccionalidad. Ninguna práctica que discrimine de manera implícita y/o explícita será considerada como buena, ya sea por razón del género, sexo, origen étnico-racial, religión, ideología o cualquier otra variable de carácter individual.
Toda práctica está obligada a hacer un esfuerzo por producir un impacto social que traspase los límites de su aplicación directa (personas o grupos incluidos, espacios, etc.). Es importante dar a conocer la práctica más allá del propio centro para que tenga un impacto en la sociedad (cambio de actitudes, legislación…). Es necesario también facilitar la replicabilidad de la práctica por otras personas o servicios (publicación, exposición en medios de comunicación, etc.).
Una Buena Práctica debe ser innovadora, desde varios puntos de vista. Esta innovación debe ir desde crear nuevas formas de actuación que avancen hacia cambios de paradigmas en las prácticas desarrolladas, hasta incluir nuevas tecnologías. Se debe tener en cuenta que no solo debemos incluir una innovación tecnológica (tecnologías de la información), sino una innovación transformadora (a través de medios novedosos como el arte, vídeos en YouTube, Instagram, Tik-tok, etc.).
En definitiva, las acciones contra el estigma habrán de diseñarse y evaluarse considerando conjuntamente distintos indicadores de buenas prácticas. Estos indicadores deben estar siempre basados en la investigación, la evidencia empírica, los derechos humanos y la sostenibilidad. Y su eficacia debe ser evaluada de forma rigurosa, promoviendo la replicabilidad y transferibilidad de los datos y procedimientos. De este modo se avanzará en el desarrollo de una atención y acompañamiento de las personas que viven con trastornos mentales, discapacidad y/o exclusión social extrema, que mejore su salud, participación social y calidad de vida, objetivo último de la cátedra.
Para más información, puedes acudir a la página web: https://www.contraelestigma.com
Goffman, E. (1963). Stigma: notes on the management of spoiled identity. Nueva Jersey: Prentice-Hall.
González, S. (2017). Estigma y salud mental: Estigma internalizado. (Tesis doctoral. Director: Manuel Muñoz). UCM: Madrid.
Martín, E. y Ahaoual, S. (2019). Proyecto Estigmatismo. Grupo 5/UCM/UPV. Disponible en: https://www.contraelestigma.com/resource/proyecto-estigmatismo-material/
Muñoz, M., López, A., González, S. y Ugidos, C. (2020). Guía de buenas prácticas contra el estigma. Madrid: Cátedra UCM-Grupo 5 Contra el Estigma. Disponible en: www.contraelestigma.com
Palabras clave: Cáritas, estigma, pobreza, vulnerabilidad relacional
José Luis Molina (Catedrático), Hugo Valenzuela-García (Agregado), Miranda J Lubbers (Agregada), GRAFO-Departament d’Antropologia social i cultural (UAB).
Puedes encontrar a José Luis Molina en Twitter; y a Miranda J. Lubbers en Twitter.
El II Premio de investigación de la Fundación FOESSA (2019-2020) nos permitió abordar una investigación sobre la dimensión relacional y emocional de la experiencia de la pobreza en España. Para ello, adoptamos una estrategia de investigación mixta, consistente en la combinación de entrevistas en profundidad (20), análisis de redes personales y observación etnográfica en centros de atención social de Cáritas, ubicados en cuatro puntos de la geografía española: Castelló, Madrid, Albacete y Cataluña (Valenzuela García, Lubbers, & Molina, 2020). A través de los crudos testimonios de las personas usuarias, el instructivo diálogo con los profesionales y la observación directa de los centros y sus dinámicas, ha sido posible entender mejor los mecanismos que inciden en lo que hemos denominado un proceso continuado de pérdida, un proceso que aboca a llamar a la puerta de Cáritas u otras organizaciones asistenciales. A través de una perspectiva relacional es posible observar, no solo la privación material y el deterioro de la salud, sino también las dramáticas transformaciones que tienen lugar en el mundo social y simbólico de las personas vulnerables a lo largo de un proceso que, en ocasiones, puede ser felizmente revertido.
A nivel global, la desigualdad no ha dejado de crecer desde los años 80, erosionando tanto lo que habitualmente entendemos por clases medias como otros sectores sociales (Piketty, 2019). Este fenómeno es especialmente dramático en nuestro país, como demuestra el VIII Informe FOESSA que, antes de la actual pandemia, estimaba que el 18,4% de la población española (8,5 millones) estaba estancado en la exclusión, nada menos que 1,2 millones más que antes de la crisis del 2008-9 (Fundación FOESSA, 2019). En estas condiciones estructurales, susceptibles de empeorar, la pérdida del empleo, un divorcio, una enfermedad crónica, la muerte de un familiar querido y, por supuesto, una adicción, por citar algunos de los casos más comunes, pueden desencadenar ese proceso continuado de pérdida que lleva a la exclusión. Podemos resumirlo del siguiente modo:
a) Eventos desencadenantes y autodiagnóstico erróneo. En una situación de creciente vulnerabilidad y desprotección, alguno de los eventos que hemos comentado (o varios de ellos al mismo tiempo) pueden dificultar afrontar las obligaciones cotidianas, el alquiler o hipoteca, las cuotas a la Seguridad Social, o los gastos imprevistos. Por regla general el diagnóstico de la situación es erróneo: se suele considerar algo puntual, una mala racha, y no el inicio de un proceso acumulativo de deterioro.
b) Erosión acelerada del capital social. Al experimentar dificultades suele recurrirse primero a los lazos fuertes (familiares y amigos para obtener pequeños préstamos o ayudas puntuales) o, alternativamente, se opta por no pedir ayuda. En ambos casos se produce un deterioro del capital social, ya sea por la fatiga provocada en los lazos de apoyo (motivada por una dependencia crónica) o bien por la falta de interacción social motivada por la imposibilidad de costear su mantenimiento (asistencia a celebraciones, regalos, etc.) y la imposibilidad de mantener la reciprocidad de los intercambios, condición sine qua non de la sostenibilidad de la relación. Esto lleva a que las redes personales se hagan más pequeñas, y a menudo homogéneas en términos de nivel socioeconómico, lo que redunda en un mayor nivel de exclusión.
c) Aparición del estigma y la vergüenza asociados a un cambio de estatus. La situación de dependencia crónica, el hecho de no poder disponer del nivel de consumo asociado al grupo en el que estas personas se clasifican, conlleva a menudo que se les recrimine su situación y que se sientan avergonzadas por experimentar una situación de la que suelen sentirse responsables. Este estigma es a menudo reproducido en las regulaciones burocráticas que rigen el funcionamiento de las instituciones y el reparto de fondos o la provisión de servicios.
d) Contacto con las instituciones socio-caritativas y afrontamiento de situaciones de vivienda, alimentación, salud y deudas inasumibles, a menudo con instituciones públicas, en un contexto en el que el acceso al trabajo no garantiza la superación de situaciones de vulnerabilidad.
Este proceso es bien conocido por los profesionales de Cáritas con los que hemos tenido la oportunidad de conversar, aunque quizá no de una forma tan sintética y descarnada. Veamos a continuación algunas reflexiones que, esperamos, contribuyan a mejorar su trabajo.
Disponer de redes personales pequeñas y en la mayoría de las veces formadas por personas también en riesgo de exclusión (lo que se denomina redes homófilas; es decir, constituidas en buena parte por personas de similares características socioeconómicas), redes personales formadas exclusivamente por familiares (especialmente en el caso de las mujeres que tienen que sacar adelante a sus familias) y redes personales con presencia de profesionales son indicadores relacionales de la existencia de una situación de vulnerabilidad.
La Figura 1 presenta el caso de Joaquín (se usan siempre pseudónimos y la persona en cuestión no se representa), un caso en el que la red personal es mínima y con presencia importante de profesionales. En todos los casos analizados el apoyo emocional aportado por estos últimos (en términos de atención, comprensión y ayuda) se ha valorado como esencial. Por esa razón algunos usuarios se refieren a esos profesionales como su familia, una familia ficticia que resulta sin embargo crucial en tanto en cuanto adopta roles (y proporciona apoyos) reservados para unos lazos familiares que ya no están presentes – aunque eso no implica que no sean recuperables.
La Figura 2 muestra la red de Encarna, una mujer que ejerce el rol de cuidadora de una familia ampliada, con la mayoría de sus miembros en situación de dependencia o necesidad. En estas condiciones estas mujeres no pueden disponer de espacios de socialización alternativos, también importantes para el bienestar emocional, ni tampoco de tiempo para realizar actividades que no estén relacionadas con la reproducción de la unidad doméstica. La situación se agrava cuando se tienen que ocupar de personas dependientes al tiempo que trabajan, lo cual les obliga a hacer dobles y triples jornadas.
La Figura 3 muestra un caso en el que el profesional ya dispone de un rol periférico, aunque mantiene el contacto, lo cual es un indicador de que la red personal se está recuperando a través de la aparición de círculos sociales diferenciados de familiares y amigos o conocidos, que permiten a la persona recuperar la autoestima y la independencia. Este acceso a nuevas relaciones a menudo se acompaña con el acceso a distintas realidades socioeconómicas y nuevas oportunidades vitales.
En general, una red amplia y diversa, con diferentes círculos (amistades, trabajo, actividades sociales o deportivas, familia) indica una vida plena y satisfactoria. Esta red es la primera que sufre las consecuencias del proceso de pérdida que hemos descrito.
El voluntariado es un elemento fundamental de la acción socio-caritativa, al encarnar los valores del compromiso por los demás, la solidaridad y la igualdad, entre otros. Sin embargo, los voluntarios son también representantes de la sociedad general y, por tanto, en algunos casos suelen reproducir los discursos dominantes, entre ellos muy especialmente el prejuicio sobre quién merece la ayuda (porque se asume que no es culpable de su situación) y quién no la merece (porque se asume que se aprovecha de ella). La Figura 4 representa el discurso dominante que hemos llamado el estigma de los desclasados, o la clasificación de las personas excluidas y/o dependientes en categorías de merecimiento, incluyendo a aquellas personas con las que tienen contacto frecuente pero que consideran no merecedoras de la ayuda.
Estos prejuicios no son nuevos, sino que se pueden encontrar de forma reiterada en los discursos de justificación de la exclusión en todo el mundo. Por ello entendemos que los cursos de formación deberían reconocer la existencia de estos discursos y permitir a los voluntarios y voluntarias realizar su propia reflexión sobre esta cuestión. También sería interesante, en el transcurso de estos cursos, que participasen los distintos agentes (profesionales y voluntarios, naturalmente, pero también usuarios) mediante foros abiertos – por ejemplo, grupos focales.
Una de las lecciones aprendidas más importantes de este trabajo es que la red comunitaria constituye una protección del proceso de deterioro descrito anteriormente. En este sentido, las personas que consiguen (con la ayuda de Cáritas y otras organizaciones sociales) salir adelante manifiestan su disposición a devolver con generosidad la atención recibida, actuando como voluntarios/as o ayudando activamente a otras personas en situación de necesidad. Entendemos que esta solidaridad puede orientarse a actividades encaminadas a la creación de redes comunitarias que vayan más allá de las instituciones (en proceso de creciente burocratización) y descansen en asociaciones vecinales, clubs deportivos, entidades culturales, escuelas y ayuntamientos, entre otras. Estas iniciativas orientadas, por ejemplo, a promover buenas prácticas se han mostrado eficientes y permitirían a estas personas ejercer activamente un derecho de ciudadanía que nunca se les debería haber arrebatado. Resulta fundamental, no obstante, que estas iniciativas no se entiendan como lógicas impuestas de arriba abajo, sino al contrario, como iniciativas acompañadas, promovidas e incentivadas por todos los agentes, de manera que los participantes se sientan involucrados en la toma de decisiones y se sientan co-responsables de sus logros. Pensamos que ese es el verdadero reto de las instituciones de lucha contra la pobreza: lograr la inclusión y la creación de redes sociales sostenibles mediante la participación activa de los propios agentes involucrados[1].
Fundación FOESSA (2019). VIII Informe sobre exclusión y desarrollo social en España. Madrid.
Piketty, T. (2019). Capital e ideología. Barcelona: Grupo Planeta.
Valenzuela Garcia, H., Lubbers, M. J., & Molina, J. L. (2020). Vivo entre cuatro paredes: La vulnerabilidad relacional en contextos de exclusión social. Madrid: Cáritas Española; Fundación FOESSA.
[1] Este es, precisamente, el punto de partida de un nuevo proyecto que sustenta parte de la reflexión de este artículo: “Dimensión comunitaria, redes sociales y exclusión social” (Acrónimo: DIMCOM). Proyecto I + D + i. Retos de Investigación. Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades. IP: Hugo Valenzuela y Miranda J. Lubbers. Ref. PID2019-111251RB-I00. Periodo: junio 2019- junio 2023.
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