El territorio rural: entre el olvido y la esperanza
Es fácil observar cómo la reflexión sobre lo rural se mueve entre dos polaridades. Por un lado, surge todo aquello que caracteriza la realidad más negativa. Hablamos de la constante despoblación de pueblos y territorios, de su envejecimiento, de la paulatina desaparición de servicios (centro de salud, escuela, farmacia, cajero…) y de una economía que, si bien aparece en un lugar destacado en la agenda política, se basa en una toma de decisiones que se da en ámbitos muy alejados del territorio y que, en general, se caracteriza por una falta de inversión pública, una visión cortoplacista y una búsqueda de la rentabilidad económica. En este sentido, el mundo rural sufre las consecuencias de la tensión de intereses muy diversos, tales como la cuestión ecológica, la transición energética y la gestión productiva del territorio. En síntesis, este primer polo de reflexión se plantea desde la percepción de olvido del mundo rural, de sus gentes, de su vida, de su historia…
Por otro lado, existe una percepción más positiva del mundo rural si se observa cierta tendencia a “regresar al pueblo” (en época de vacaciones, los fines de semana, personas jubiladas…) y de cierto enfoque de lo rural como lugar de oportunidades para desarrollar la vida (iniciativas económicas innovadoras, asentamiento de población inmigrante, jóvenes que optan por el medio rural…). Estas situaciones son expresión de un mundo rural con capacidad de acoger y acompañar a quienes llegan, que puede enfrentar el discurso del olvido, del vaciamiento y de la falta de futuro abriendo posibilidades, que, en definitiva, tiene la capacidad de generar esperanza ante una realidad que invita al pesimismo.
En medio de esta polaridad, podemos observar algunas claves en las que sería necesario profundizar. Vivimos en un mundo globalizado que está desarrollando su dimensión tecnológica en todos los ámbitos hasta límites cada vez más sorprendentes. Disponemos de más información y de más comunicación, pero, ¿somos más comunidad? Disponemos de más recursos y servicios y de mayor capacidad de interrelación, pero, ¿sabemos cuidarnos y sabemos cuidar? Disponemos de más opciones para viajar y conocer otros lugares y culturas, pero, ¿nos sentimos personas enraizadas?
Estas cuestiones, de respuesta compleja, implican fundamentalmente que debemos desarrollar otra mirada al mundo rural. Una mirada que no sea únicamente sociológica o económica sino, también antropológica. Una mirada que reconozca todo lo que se puede aprender del mundo rural atendiendo a la interrelación de tres elementos:
a) La dinámica del cuidado. El mundo rural dispone de un saber y de una práctica del cuidado, que se manifiestan en las relaciones de vecindad, en el fortalecimiento de los vínculos vitales y en el cuidado del entorno, tan importante como el cuidado de las personas que habitan en él.
b) La comunidad. Es la expresión de la acción comunitaria en vecindad, de lo público para el bien común, del valor de las tradiciones, de la fiesta, de la historia y la experiencia recogida, de la vivencia compartida…
c) El enraizamiento. La persona que vive en esta dinámica de cuidado y vecindad es una persona enraizada; enraizada en un territorio, en una historia, en un contexto cultural, en una comunidad.
Todo esto puede dar orientaciones y pistas para conocer el mundo rural y reconocer lo valioso que hay en él. Sin embargo, hay que recordar que el mundo rural no es un mundo uniforme y que cualquier enfoque y actuación requiere siempre hacer un buen análisis de la propia realidad. Un análisis que no caiga en el error de mirar lo rural desde lo urbano y que preserve una actitud dialogal que no imponga criterios. Para ello, resulta imprescindible potenciar la participación, en todo nivel, de las gentes del mundo rural y colaborar con otros (personas, instituciones, agentes diversos…) en la búsqueda de soluciones a su compleja problemática.