Primeros apuntes para la construcción de un relato
Por Juan Antonio García Almonacid
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Palabras clave: comunes, covid-19, sector público, tercer sector
Equipo de Inclusión de Cáritas Española
Cuando comencé a pensar y escribir algo que pudiera aportar una reflexión sobre el impacto de la crisis por el coronavirus en Cáritas, en el sector social y algunos retos, la sensación fue muy desconcertante. Jamás he vivido algo parecido: ¿de qué experiencia puedo partir para poder comparar y aportar algo útil? Me resultaba muy difícil. Las veces que he salido a la calle, ya en pleno confinamiento, lo que veía era, y es, irrealidad, literalmente, vacío. Nadie en la calle, todo cerrado y parado. Silencio. Muy extraño. ¿Impacto en esta irrealidad? ¿Qué puedo comentar y pensar en un momento en que los datos de ayer hoy se han multiplicado y ya eran enormes? Un mes después continúa siendo, en parte, así. Una realidad mundial, con infinidad de publicaciones con proyecciones económicas, epidemiológicas, sociales y en algún momento, de cada una de ellas se afirma que todo esto puede ser así, o no. Apenas sabemos, excepto que un ser microscópico, sin apenas significancia, ha puesto en jaque a un mundo que, tecnológicamente, parecía que lo podía todo pero que desconoce la interacción básica de dos organismos vivos: un virus y nuestro cuerpo.
Sí, hay una serie de aspectos que desde el principio me llamaron la atención.
De manera tranquilizadora, me llamó la atención que el virus no procediera de países pobres ni de migrantes pobres. Al no ser así, no ha habido una reacción generalizada y visceral buscando culpables, algo que siempre viene bien cuando el miedo, la incertidumbre e inseguridad se apoderan de la realidad. De momento no se ha rentabilizado el miedo contra “el otro”, sobre todo contra el otro pobre. El efecto puede venir después en medio de una crisis económica que comienza a mostrar el rostro.
En cambio, la primera expansión del virus ha sido en los países ricos. Ha sido el sistema circulatorio global el encargado de hacer del virus un ciudadano transnacional, un producto más circulando en el mercado global agazapado en la chaqueta de un ejecutivo o en la camisa de un turista, el mismo sistema circulatorio que en 2008 favoreció la pandemia financiera. En ambos casos, la hiperconexión global ha expandido el virus, y el enorme desarrollo tecnológico ha sido incapaz de impedirlo: se creía que en el mundo ya solo podían existir mercado, eficiencia y beneficios al margen de las personas.
En 2008, al comienzo de la Gran Recesión, Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal, no tuvo en cuenta el riesgo que suponía un enorme impago de hipotecas y su potencial pandemia en el ámbito financiero, estaba convencido de que el sistema se ajustaría solo. Un tiempo después, Nicolas Sarkozy, más espectacular, planteó refundar el capitalismo en un sueño de protagonismo casi mesiánico: La autorregulación para resolver todos los problemas, se acabó; le laissez faire, c’est fini, proclamó. Hay que refundar el capitalismo sobre bases éticas, las del esfuerzo y el trabajo, las de la responsabilidad, porque hemos pasado a dos dedos de la catástrofe. Esto en septiembre de 2008. La década posterior confirmó que, en esencia, la capacidad de ajuste del sistema, como confiaba Bernanke, ha funcionado a la perfección: los pocos que tenían mucho ahora tienen muchísimo, los muchos que tenían muy poco ahora apenas tienen nada. Esta lógica global asentada en los excesos, en los beneficios, apenas ha tenido en cuenta las desigualdades que produce, el impacto ecológico, el sufrimiento humano. El avance y consolidación de esta lógica es el que ha dejado sin protección a millones de personas. Este es el drama ante el coronavirus.
Aunque tengo muy poca confianza, sin embargo, en la actual crisis, inédita, ha emergido el debate entre las dos opciones posibles: salvamos la economía o salvamos a las personas, y con grandes resistencias entre gobiernos, la decisión mundial ha sido parar la economía y, de alguna forma, optar por las personas, algo impensable de no existir la pandemia. Confiemos, controlada la pandemia, en que esta opción implique otra forma de recuperación y desarrollo económico y humano, así como la recuperación de la ética para las personas. En todo caso, esta crisis ha puesto en evidencia la fragilidad humana y el reto ante una más que probable crisis alimentaria demoledora.
También me ha llamado la atención el concepto de normalidad y no normalidad del momento. Obviamente, no estamos en una situación normal. Pero cuando trascurridos los días de confinamiento me he parado a pensar en esta transitoria no normalidad, lo que descubro es que no hay ruido, que oigo a los pájaros, que se puede andar sin tráfico por el centro de la calle cuando voy a comprar, que el cielo está azul sin estelas del humo de los aviones, que hay menos contaminación, que no tengo la sensación de estar siempre con prisas, que deseamos abrazarnos, ver a las personas que queremos, que nos preocupa la vecina, que hay conciencia de la necesidad de un sistema público de salud fuerte, que las noticias, buenas y malas, hablan de personas y que por un tiempo somos el sujeto de la historia, no el último iPad de Apple. Y me pregunto a qué normalidad deseamos y debemos volver.
Finalmente, me ha interesado la combinación de dos realidades, que no son contradictorias, pero desvelan dos miradas diferentes. El quédese en casa y lávese las manos invitaba a la responsabilidad individual y al cierre, sin duda necesario. Pero de manera simultánea comenzó a emerger la responsabilidad colectiva mediante la apertura: salgamos. Comienza a cobrar importancia el bien común, la cooperación, las personas mayores que viven solas, la solidaridad que nos obliga a salir y no cerrar. La protección individual pasa por la protección y el cuidado de los demás, pasa por el prójimo como alteridad y por el próximo como cercanía, comunidad, vecindad y personas concretas. Solo podemos salir juntos. Como diría Emmanuel Lizcano, hay una nueva metáfora social que nos piensa y esto es bueno.
La primera noticia del coronavirus es de principios de diciembre: China, Wuhan. Entre guerras comerciales, a pie de calle seguíamos en la más absoluta normalidad. El 31 de enero el Ministerio de Sanidad comunica el primer caso positivo de COVID-19 en España, un turista alemán controlado en La Gomera, continúa un goteo de casos con baja intensidad todos localizados y relacionados con el exterior. El 12 de febrero, el mayor congreso tecnológico del mundo, el Mobile World Congress de Barcelona, fue cancelado por miedo al contagio, a la vez se comienza a hablar del impacto económico en la hostelería de Barcelona. El problema seguía estando fuera.
Un mes después, de golpe, con una velocidad desconocida, teníamos 1.000 casos y 16 fallecidos localizados en todas las comunidades autónomas. El 11 de marzo el contagio ya se había extendido a más de 100 países y la Organización Mundial de la Salud declara el estado de pandemia mundial. El 14 de marzo, con unos 6.000 casos y 200 muertos en España, el Consejo de Ministros decreta el Estado de Alarma, la progresión ya es tremenda, descontrolada, pero esa semana todavía tomamos café juntos los compañeros de trabajo a media mañana.
El lunes 16 de marzo las calles estaban vacías. El país estaba cerrado. Nadie sabía lo que estaba pasando. Desde el 14 de marzo a finales de abril, en poco más de un mes, hemos llegado en España a más de 200.000 personas contagiadas y casi 25.000 fallecidos y en el mundo a más de 3 millones de contagiados y 200.000 fallecidos en más de 200 países. El mundo está paralizado. Este es el primer impacto: ¿Qué está ocurriendo?
Ante la imposibilidad inicial de comprender, el día a día ha ido construyendo un relato con las situaciones y necesidades concretas que van apareciendo, perfilando hipótesis de futuro, retos, aprendizajes que deben quedar, cuestiones irrenunciables… Iba quedando claro que comenzábamos a manejar dos escenarios simultáneos: el impacto fortísimo del presente y el no menos perturbador del futuro. En ambos casos, el impacto de la crisis en las organizaciones sociales es el impacto en las personas en situación de vulnerabilidad y exclusión social que acompañamos.
El primer comunicado de Cáritas es el 13 de marzo, días antes de las medidas de confinamiento. En el comunicado se apela a todas las Cáritas Diocesanas al diálogo, la coordinación y la flexibilidad de todos sus agentes, voluntarios, contratados y participantes para que, al tiempo que se evitan situaciones de riesgo, los recursos y programas de toda la organización continúen operativos. El objetivo era mantener la atención a todas las personas en situación más precaria y evitar que pudieran caer en una situación de vulnerabilidad aún mayor a causa de la crisis.
El día 14 de marzo se decreta el estado de alarma y el 17 de marzo Caritas Española inicia una consulta interna, cuyo objetivo era recabar una información rápida sobre cómo estaba afectando la situación en el conjunto del territorio
El impacto en la organización está siendo tremendo y difícil, reorganización de recursos humanos, tareas, horarios, cambio de criterios y normas, ampliación de centros, financiación, puesta en marcha de nuevas iniciativas, cansancio, desgaste emocional… Pero en medio de esta dificultad, la respuesta también ha sido inmediata, desvelando en términos de impacto positivo la enorme capacidad para mantener la actividad.
En cambio, la necesidad de cerrar proyectos, aun siendo una dolorosa decisión, apenas ha sido difícil: se cierran, aunque en la mayor parte de los casos se hayan reorganizado para mantener lo máximo posible de atención y contacto.
A la hora de pensar en el impacto no he pensado en los recursos que permanecen abiertos: de inmediato me han invadido imágenes de lo cerrado por imposibilidad de mantener unas medidas adecuadas sanitarias: la animación territorial rural y urbana, el trabajo de calle, centros de día, apoyo a domicilio y el voluntariado en la medida en que se paraliza la actividad. Qué significa cerrar: que, junto al acompañamiento más individualizado, más terapéutico, también desaparecen los espacios relacionales de encuentro e inclusión, fundamentales para la esperanza de las personas más vulnerables.
Me vienen a la imaginación diferentes situaciones de personas concretas que he conocido, con realidades en las que quedarse en casa es una tarea imposible.
Pienso en la dureza del cierre de un centro de día de acompañamiento a drogodependientes y en lo que puede suponer: un retroceso tal que la persona tenga que comenzar casi desde cero, con una motivación rota, vuelta a buscarse la vida, a un mercado de drogas reducido y caro, solo en la calle con la posibilidad de que le sancionen por no quedarse en casa porque, por irónico que parezca, la droga no es un artículo de primera necesidad. Pienso en hombres en los que la asistencia a un curso de formación para el empleo no solo les capacita en una carrera quizá imposible, también charlan, salen de casa, se sienten comprendidos, mejoran la autoestima y vuelven a casa quizá sin certezas, pero con un horizonte de esperanza. Pienso en el cierre del proyecto, confinados en unas paredes que ya han contemplado los efectos de la desesperanza, la violencia de no tener un lugar en el mundo, violencia con la mujer, los hijos, un espacio sin contención en el que todos acaban siendo víctimas sin esa visión idílica de colaboración y disfrute familiar.
Pienso en una mujer que conocí en un curso sobre salud mental y emocional. Nos contó su experiencia en un proyecto de acompañamiento a mujeres, de trabajo de calle, de apoyo emocional y psicosocial, de dedicación de tiempo infinito, de aceptación incondicional de lo que era. La clave fue ese espacio y tiempo de espera activa en medio de las heridas que deja la droga y la calle. Hoy, en medio de la imposibilidad de acompañar en sus lugares, en sus tiempos, ella se habría quedado rota en medio de la nada.
Pienso en menores que permanecen en casa contemplando una televisión que no habla de ellos, sin apoyo escolar, sin alguien que le diga tú puedes. Qué lejos de ese confinamiento familiar televisado: padres e hijos que aprenden juntos, juegan, que mantienen el ritmo diario, abren el ordenador y despliegan una creatividad con todos los ingredientes a mano. La imposibilidad de encontrarse con un grupo de voluntarios les devuelve, de nuevo, a ser receptores de la pobreza de progenitores y sus espacios. Pensar en lo que parece normal, es no pensar en ellos.
Pienso en tantas personas que se han sumado a esa responsabilidad compartida y solidaria, que somos juntos, todos dependientes de todos, todas y todos somos sociedad cuando nos jugamos la vida. Por decencia básica: ¿podemos seguir considerándolas solo un expediente administrativo? ¿Sin nombre? ¿Invisibles? ¿Irregulares? Es el momento en que la persona, la regularidad, esté por encima de la norma.
El VI Informe Foessa sobre exclusión y desarrollo social en España 2008 desarrolla en el capítulo sexto un título tan sugerente como es Capital social y capital simbólico como factores de exclusión y desarrollo social. En la presentación plantea: la exclusión social deteriora los vínculos, las comunidades, la constitución del sujeto y sus marcos de sentido, y cada vez somos más conscientes de su importancia como factores de desarrollo social y, en especial, de su papel en los procesos de empoderamiento de las personas en situación de exclusión. El cierre de estos espacios de sociabilidad, de encuentro, simbólicos, de capacidad, de esperanza, de subjetividad, relega a las personas a sus condiciones de vida originales, a un confinamiento del que, justo, necesitaban salir. El sueño al derecho a la felicidad queda confinado en cuatro paredes a pesar del tremendo esfuerzo por acompañar en la distancia.
Para esta parte de retos, vuelvo a agradecer a Victor Renes, maestro, el ponerse a disposición de una red de organizaciones que acompañan a reclusos de la que formamos parte. Le pedimos que nos ayudara a re-pensarnos ante una realidad que había cerrado mal la crisis de 2008, generando más pobreza y como sector social precarizado, atomizado y alejado de nuestra misión propia. Necesitábamos ser fundamentalmente un espacio cooperativo y no competitivo ante una financiación escasa. Los retos que nos planteó, en parte los he rescatado de entonces, hoy son todavía más actuales.
La anterior crisis económica, y la actual probablemente con más impacto, están desvelando una realidad que nos está obligando a revisar y repensar cuestiones de fondo. Lo que está en juego no es solo qué debemos hacer de manera inmediata durante y después de la crisis, pues la cuestión no solo se sitúa en la economía de los recursos, sino en el cómo nos re-conocemos, epistemología, de cara a afrontar y comprender retos de largo recorrido.
Si miramos hacia atrás, lo que vemos es que más allá de las consecuencias económicas y sanitarias, lo que sigue estando en crisis, nada nuevo, no es solo el Estado de bienestar en cuanto a prestaciones sino el cómo comprendemos la gestión común de los riesgos de las personas y, por tanto, la construcción de los derechos sociales y humanos.
Lentamente hemos asistido al retroceso en el acceso a los derechos por falta de inversión, siempre justificada por el déficit presupuestario, mantra en el retroceso ideológico que ha hecho avanzar la responsabilidad individual en la gestión de los riesgos, deteriorando la accesibilidad a los derechos de los más vulnerables y excluidos de la sociedad, incluidas las clases medias precarizadas.
Día a día, se ha ido cuestionando lo público y sospechando de lo colectivo, desligando al individuo de la potencia de lo social, de lo común, a la vez que se iba legitimando la responsabilidad individual, lo privado y la gestión de los riesgos mediante una capitalización individual y no mediante el reparto, capitalización que se ha puesto a disposición del mercado y entidades privadas. Este es el nuevo proyecto social de copagos, seguros, planes de pensiones… Y en esta situación, es crucial desvelar en qué medida el Tercer Sector también ha ido permitiendo y desentendiéndose, en la práctica, de la implantación progresiva de este discurso. En su relación con las administraciones públicas, fundamentalmente vía financiación, hoy el Tercer Sector se somete también a la lógica que recorta lo común, de modo que no solo tiene que hacer frente a los colectivos vulnerables que representa sino a su propia sostenibilidad económica e institucional.
Este debate es hoy más necesario que nunca. Cuando el Estado de bienestar gestiona los riesgos de las personas, el Tercer Sector puede desarrollar una función propia que llega donde lo público no puede llegar, pero con acciones preventivas y de acompañamiento centrado en las personas y colectivos en exclusión. En cambio, el desmantelamiento de lo común y el auge del modelo de gestión individual de riesgos, están obligando al Tercer Sector a suplir la ausencia de lo público mediante acciones cada vez más asistenciales y, en no pocas ocasiones, totalmente residuales, lo que le distancia de las condiciones necesarias para la inclusión social. Esto, en un contexto futuro de mayor exclusión social y crisis económica, sitúa al Tercer Sector no solo en la crisis de sostenibilidad económica, también de identidad, al tambalearse la capacidad que tiene en el desarrollo de un nuevo modelo social alternativo, de movilización y participación de la sociedad.
Entonces: qué retos de fondo podemos plantearnos como organizaciones sociales:
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