Apuntes para la mejora de los servicios sociales locales tras el COVID-19: impacto sobre algunos retos previos
Por Jose Ignacio Santás
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Palabras clave: burocracia, covid-19, descentralización, doble derecho, modelos de atención, servicios sociales
Trabajador Social
El año 2020 comenzaba con grandes retos aún pendientes de resolver para el joven Sistema de Servicios Sociales, creado en la década prodigiosa para los mismos, que es la comprendida entre 1978 (aprobación de la Carta Magna) y 1988 (puesta en marcha del Plan Concertado para el desarrollo de las prestaciones básicas. Un sistema generado de manera desigual y fragmentada pero que había experimentado un crecimiento continuado y que presentaba grandes carencias y potencialidades.
A lo largo de marzo de 2020, la crisis generada por la propagación del COVID-19 ha evidenciado grandes oportunidades de mejora para los servicios sociales municipales.
Así, tras la crisis sanitaria, la crisis social en la que ya nos encontramos, se avecina con efectos mucho más prolongados. La cohesión social está en peligro, y en ello, los servicios sociales son fundamentales.
Si bien se desconoce aún el alcance e impacto de la crisis, es preciso ir reflexionando sobre las evidencias que se han puesto de manifiesto, con la finalidad de ir generando respuestas adecuadas ante el escenario en el que los servicios sociales se moverán en el futuro inmediato.
Es el objetivo del presente artículo.
Los Servicios Sociales nacen bajo el prisma de la asistencia social (así se denomina en la Carta Magna), lejos de una concepción de protección social y por tanto sin necesidad de un marco jurídico propio, siendo relegado éste al ámbito de cada comunidad autónoma.
La democracia española se estaba fraguando y ni la sociedad ni las comunidades autónomas dedicaron un esfuerzo especial a la construcción de unos servicios sociales que, en sí mismos, hoy, se reconocen como un garante democrático al facilitar la inclusión social de la ciudadanía.
Por ello, los servicios sociales crecieron de manera rápida y desordenada, con una provisión de recursos (materiales, técnicos y económicos) de carácter mixto y variable según sectores, entre lo público y lo privado (con y sin ánimo de lucro) y siempre fragmentados por la territorialización y la dispersión competencial entre estado, autonomías, y entidades locales, con el añadido de diputaciones y mancomunidades en algunos casos.
Así, durante los años 80, las CCAA fueron aprobando sus normativas, casi todas con escasa ambición y aún menos voluntad realmente ejecutiva, cuestión que la llegada de las llamadas Leyes de Tercera Generación, no han traducido en desarrollos prácticos, bien por la falta de concreción posterior, por la limitación de recursos, por la ausencia de carteras de servicios, etc. (Ayto Madrid, 2018)
A pesar de ello, la aprobación de la Ley 39/2006, de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia, arrojó una esperanza ante tal fragmentación, aunque nació con las limitaciones propias de la implementación en plena crisis económica. Sin embargo, esta misma ley evidenció las dificultades de articulación entre los diferentes niveles administrativos, que con frecuencia perciben las ‘competencias’ más como recurso defensivo entre las administraciones, que como una llamada a la responsabilidad (Aguilar Hendrickson 2014).
En este escenario se desarrollaron unos servicios sociales atomizados, en un marco en el que las necesidades vitales de la población no son cubiertas suficientemente, existe una alta inestabilidad laboral, baja protección por desempleo (en comparación con el marco europeo), carencias en los sistemas sanitario y educativo y una desbocada situación inmobiliaria entre otros factores, que afectan principalmente a la población vulnerable.
Así, los servicios sociales, que tienen por objeto la protección y la adecuada cobertura de las necesidades sociales derivadas de la interacción de las personas con su entorno (Demetrio Casado, 1994), han ido centrando sus funciones en el ámbito de la autonomía personal, la protección de la infancia y de la población mayor y la inclusión social, alejándose cada vez más de aquella asistencia social de la que nacieron, pero sin dejar de practicarla. Nos guste o no, ante el escenario de inexistencia de un sistema de cobertura de necesidades (ingresos vitales) más amplio, la asistencia social sigue siendo un pilar fundamental dentro de los servicios sociales.
Por todo lo anterior, los servicios sociales entraron en la tercera década del siglo XXI sin una definición propia de su objeto, atomizados y anhelando alcanzar un ámbito universal centrado en la promoción de las personas, pero embarrados en la cobertura de necesidades básicas.
Muchos retos, entre otros que se describirán a continuación, para un joven sistema, que deberá afrontar una prueba de fuego con la llegada de la crisis por contagio del COVID-19.
A continuación, se abordan algunos de los mayores retos que tienen por delante los servicios sociales, incidiendo en el efecto de la crisis provocada por el COVID-19:
Como ya se ha detallado, la ausencia de un marco estatal y el bajo interés de las CCAA en organizar sus territorios (ya no digamos de establecer acuerdos de reciprocidad con otras CCAA), son las principales causas de que no exista a día de hoy algo que podamos llamar Sistema de Servicios Sociales en comparación con el educativo o el sanitario. Es más, ello contribuye a que cualquier intento de organización o elaboración de modelos de atención social a la ciudadanía por parte de las entidades locales, se vea continuamente frustrado debido a que las competencias en políticas de rentas o de dependencia son de ámbito superior.
Existen dos tendencias contrapuestas:
El conflicto entre ambas tendencias se manifiesta de manera cada vez más frecuente en los servicios sociales, tanto a nivel estatal como dentro de cada autonomía e incluso de grandes municipios.
De hecho, la fragmentación de los servicios sociales se evidenció antes de la crisis del COVID-19 con la llegada de personas de origen extranjero, tanto en los territorios más próximos a África, como en aquellos que son entrada aérea principal, como es el caso de Madrid tras la entrada de población venezolana. Esto produjo el acercamiento de miles de personas a unos Servicios Sociales ya limitados con el consiguiente cruce de acusaciones (sobre la responsabilidad / competencia en la cobertura de las necesidades básicas) entre la administración responsable del estatus de refugio (Estado) o la localidad de residencia.
Solapándose con dicha problemática, estalla la crisis del COVID-19, cuyos efectos hacen especial daño en el empleo sumergido (que es en gran parte gracias al que sobrevive el colectivo anteriormente mencionado y otros que de manera amplia denominamos vulnerables). En dicha situación, se hace aún más necesaria una coordinación interadministrativa, así como la agilidad en la provisión de recursos, ya que comienza a plantearse nuevamente el conflicto entre el Gobierno Central, que anuncia líneas de ayudas, y los servicios sociales municipales, que son quienes están prestando el apoyo inmediato a las necesidades urgentes, junto con el Tercer Sector (en gran medida subvencionado desde los poderes públicos).
La resolución de problemáticas generales e incluso provenientes del exterior hace aún más necesario un acuerdo de mínimos para el conjunto del Estado, especialmente para la cobertura de las necesidades básicas de la población, al igual que alcanzar una adecuada gobernanza multinivel capaz de enfrentarse a las situaciones que puedan generarse en materia social.
Existen dos grandes bloques de prestaciones: el de las vinculadas a la autonomía personal/dependencia y el de aquellas relacionadas con la garantía de rentas/cobertura de necesidades básicas.
En cuanto a las prestaciones económico-materiales, los servicios sociales han estado funcionando en la inmensa mayoría de las CCAA bajo el paradigma de la vinculación entre prestaciones y apoyos, asumiendo una labor fiscalizadora o de control técnico no sólo para el acceso, sino para el mantenimiento de las mismas, a través de acuerdos donde se enmarcan de una u otra manera, contraprestaciones para el cobro de ayudas.
En este escenario, y mientras el debate sobre la necesidad de una Renta Básica (no condicionada) se pone sobre la mesa, llega la crisis por el COVID-19 y hace que miles de personas demanden ayudas económicas tras la pérdida fulgurante de puestos de trabajo, ya fuese en el mercado formal o en el empleo sumergido.
Ante dicha situación, los servicios sociales se han visto obligados a la dispensación de recursos con la máxima celeridad, eliminando la lógica imperante hasta la fecha del establecimiento de un diseño de intervención, debido a los siguientes factores:
Por tanto, el COVID-19 ha obligado a modificar de manera urgente un sistema de control previo, siendo sustituido por otro en el que la ciudadanía recibe ayudas sin necesidad de justificación previa, rompiéndose ese vínculo que hasta la fecha era el modus operandi de los servicios sociales, al menos en lo tocante a ayudas económicas.
A partir de ahora, los servicios sociales deberán revisar la necesidad de volver al modelo anterior o bien, como sería más adecuado en mi opinión, establecer un sistema de ayudas que traspase el peso del control o fiscalización previa, al seguimiento posterior que sea necesario.
Los servicios sociales han continuado centrados en la focalización (es decir, prestar un mayor nivel de recursos a la población con mayor nivel de necesidad) sacrificando el principio de la universalidad.
A pesar del gran avance que supuso la Ley de Dependencia, que trajo cierta universalización de servicios para personas dependientes (en un momento en el que la necesidad emergente era el envejecimiento poblacional), la atención por parte de los servicios sociales generales para la población no cubierta por dicha ley, continúa siendo en gran medida centrada en personas en exclusión social. Por ejemplo, determinadas iniciativas de acceso directo (como centros de apoyo a las familias, donde se tratan situaciones de rupturas familiares, o centros de atención a la mujer) quedan frecuentemente fuera de la estructura de los servicios sociales generales, que nuevamente quedan relegados a un papel de atención a población marginal.
Fruto del propio paradigma de la intervención social sí o sí, (insisto, sin un marco de garantía de rentas), las prestaciones económicas terminan teniendo como beneficiarias, en gran medida, no a personas con una situación de necesidad puntual, sino a quienes viven situaciones muy complejas, donde la ayuda económica no sólo se reitera en el tiempo, sino que forma parte de diseños de intervención social que abordan dificultades multiproblemáticas.
Ello sería un ejercicio de focalización positiva si no fuese porque ha producido un déficit en la universalización, dado que, usualmente, la familia que únicamente precisa ayuda económica (pero en otros aspectos su vida familiar no tiene carencias) es expulsada del propio sistema, ya que no era objeto de la intervención social.
Sin embargo, el COVID-19 ha obligado a la apertura de los servicios sociales a población que tradicionalmente era expulsada, como se ha descrito anteriormente: personas que han sufrido un ERTE, la suspensión de empleo doméstico, etc.
Ello conllevará a la configuración de sistemas de acceso rápido, transparente, y abierto a población con dificultades puntuales exentas de otras problemáticas (lo que tradicionalmente se denominamos clases medias), para después establecer qué tipo de seguimiento (o no) deberá realizarse, pero que en todo caso no debe volver a seguir los patrones anteriores, de exceso de focalización, sino que debe alcanzar un universalismo proporcional.
La Administración ha evolucionado durante los últimos años facilitando ciertos trámites a la ciudadanía, pero aún existen demasiadas dificultades vinculadas a una deficiente interoperatividad entre diferentes administraciones y con la población destinataria.
La normativa existente, principalmente la de procedimiento administrativo (39/2015) continúa siendo similar a la anterior (30/92) ya que el cambio no aportó apenas novedades en lo que se refiere a la relación entre ciudadanía y administraciones. La nueva norma tampoco introdujo avances en lo establecido en la Ley 11/2007, de acceso electrónico de los ciudadanos a los servicios públicos, que ha demostrado ser insuficiente y que da un margen a las administraciones locales tan amplio que perjudica al conjunto de la ciudadanía.
En este escenario, estalla la crisis del COVID-19, evidenciando graves dificultades que, en parte, deberían haber estado previstas:
Durante la crisis del COVID-19, los servicios sociales han establecido canales de solicitud telemáticos y telefónicos, han habilitado mecanismos de solicitud sin necesidad de traslados y se han modificado normas internas dando mayor capacidad de ejecución a lo prescrito por sus profesionales. Todo ello para poder facilitar servicios a la ciudadanía demandante. Era posible.
Así es preciso que, ante la remisión de crisis, no se vuelva a la hiperburocratización anterior, articulando procedimientos de ayuda excluidos de fiscalización /control jurídico previo, donde la prescripción facultativa sea suficiente para determinar la situación de necesidad, sin perjuicio de que los procesos garantistas sean ejecutados con posterioridad.
Los servicios sociales públicos se crean en la década de los 80. Los servicios sociales privados, principalmente al cargo de instituciones religiosas, ya existían varios siglos antes. En determinados sectores, como el de la discapacidad, la iniciativa social y familiar es preexistente a los servicios sociales públicos. Por ello, la población se encuentra en un escenario de cobertura mixto (público y privado) y que frecuentemente se solapan.
En el campo de los servicios sociales, el crecimiento en gasto ha encontrado sólo en los últimos años, una lógica racionalizadora, que se materializa actualmente a través del aumento del control en procesos de contratación, concierto y subvención. Un escenario en el que el tercer sector (en buena medida dependiente de fondos públicos) debe enfrentarse a mecanismos de competencia, la exigencia de resultados, y la paulatina eliminación de duplicidades.
La crisis del COVID-19 ha producido que diversas entidades e iniciativas sociales se hayan lanzado al apoyo a la población demandante de ayudas, pero, tras el shock de las primeras semanas, ya es evidente que es preciso una organización que permita llegar a toda la población en situación de necesidad sin perder el objetivo de la eficiencia evitando solapamientos.
Por tanto, se ha puesto de manifiesto la necesidad de encontrar espacios y criterios comunes, e incluso lugares de coordinación estables.
Teniendo en cuenta que la gestión de los servicios sociales responde a la preocupación por poder organizar los recursos sociales disponibles con la finalidad de poder efectuar una práctica profesional eficaz y eficiente (Fernandez, T. 2009), es preciso que, a nivel local, los servicios sociales asuman la coordinación de los recursos sociales prestados dentro de un territorio, facilitando a su vez el ejercicio de iniciativas de solidaridad mediante la cooperación con iniciativas sociales en marcos comunitarios.
El modelo de atención social, de manera general, y hasta la crisis del COVID-19, era principalmente presencialista. La sacralización del despacho como espacio idóneo para la intervención social, había relegado a un papel testimonial o cuanto menos no sistematizado, las intervenciones grupales, visitas domiciliarias o relación telemática o telefónica con la ciudadanía.
La entrevista en despacho, aparte de garantizar la confidencialidad, produce también una merma en cuanto a la transparencia, y refuerza la arbitrariedad y una dinámica donde la persona debe demostrar constantemente (incluso para el acceso a la información) determinados condicionantes y adquirir un compromiso enmarcado en un diseño de intervención. Sin embargo, la eliminación de tales trámites suele levantar rechazo profesional, bajo el temor a convertirse en meros dispensadores de recursos: un debate que debería trasladarse a la atmósfera política e institucional, y no a la ciudadanía, que es quien acaba sufriendo el conflicto.
La crisis actual pone sobre la mesa que deben establecerse respuestas diferentes: el COVID-19 ha producido una demanda de servicios que multiplica sobradamente la capacidad de respuesta en el modelo tradicional. Miles de personas y familias demandan apoyo urgente, sin necesidad alguna de intervención social propiamente dicha: únicamente necesitan un apoyo económico puntual.
Ello supone grandes oportunidades, no sólo para implementar sistemas de acceso y atención telemáticos (explorar vías como apps, whatsapp, chats, mailings masivos, sistemas de alertas, etc.), sino para el establecimiento de modelos que prevean qué tipo de seguimiento (indirecto, etc) debe realizarse con la población que ha accedido a los servicios sociales y que no precisa, a priori, intervención social.
Por otro lado, y dado el aumento poblacional (aún sin cuantificar), es urgente la provisión de recursos humanos suficientes, que, arrastrando un déficit de épocas anteriores, pueda responder a la ciudadanía de manera ágil. La revisión de los modelos no debe únicamente conllevar modificaciones en procesos y metodologías, sino que obligatoriamente debe contar con un aumento de las plantillas, así como realizar una apuesta por la diversificación de los perfiles profesionales en los centros de servicios sociales, una necesidad que ya existía.
Si la situación de partida ya era deficitaria en la materia, la crisis por el COVID-19 ha evidenciado que es necesario que los servicios sociales locales se apropien de las TIC, entendida como el dominio del objeto cultural -en este caso la tecnología (Carabaza 2013):
Por otro lado, la necesidad del teletrabajo ha puesto sobre la mesa no sólo la ausencia de un planteamiento previo (el teletrabajo era concebido como algo totalmente imposible), sino que buena parte de las tareas cotidianas son factibles desde casa. Sin embargo, hay carencias técnicas como la calidad de las conexiones, la disponibilidad de dispositivos para llamadas, videollamadas, seguridad, etc. Ello ha supuesto un escollo. Por supuesto, no se dispone de herramientas de medición /evaluación del trabajo en esta modalidad.
Es necesario que los servicios sociales asuman las TIC de una vez por todas: no sólo porque la alfabetización digital de la población es un camino para la inclusión social cada vez evidente, o por la agilidad que supone para las prestaciones y el contacto con profesionales de referencia, sino porque la tecnología ofrece enormes posibilidades.
El aumento de la cobertura poblacional atendida por los servicios sociales tras el COVID-19, debería conllevar el diseño de herramientas de diagnosis homogéneas que, haciendo uso de Big Data, puedan determinar actuaciones preventivas/ proactivas mediante algoritmos de cálculo de probabilidad de riesgo social, así como establecer la intensidad y tipología de las intervenciones sociales e incluso evaluar el impacto de aquellas.
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