Efectos de la precarización alimentaria en el bienestar de las personas. Otras respuestas para la transformación de la ayuda alimentaria
Por Marta Llobet, Paula Durán, Claudia Rocío Magaña-González, Araceli Muñoz y Eugenia Piola
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Palabras clave: bienestar, crisis, Derecho a la alimentación, Precarización alimentaria, respuestas alternativas
Claudia Rocío Magaña- González
Profesoras y integrantes del Equipo de Investigación sobre la alimentación en contextos vulnerables. Escuela de Trabajo social – Universidad de Barcelona
El artículo aborda los efectos de la precarización alimentaria en el bienestar de las personas y por las respuestas que están abriendo brechas en el modelo hegemónico de ayuda alimentaria. Es una investigación de carácter exploratorio sobre la precarización alimentaria y su incidencia en el bienestar en el contexto de la crisis económica del 2008. El trabajo de campo se ha realizado en dos barrios de Barcelona, entre el 2015 hasta 2020. Se empleó una metodología cualitativa, pasando de métodos más convencionales a metodologías participativas en las etapas finales. A partir de los resultados se reflexiona sobre la necesidad de transformar el actual modelo de ayuda alimentaria para avanzar en el cumplimiento del derecho a la alimentación en el marco de una mayor igualdad y justicia social.
Asegurar el alimento y la subsistencia diarios aparece en el imaginario colectivo como un problema de los países del Sur. Sin embargo, en los países del Norte global se está lejos de erradicar la privación y precariedad alimentaria de una parte importante de la población. En el contexto de las últimas crisis económica y sanitaria, la respuesta [1]basada en el incremento de dispositivos de ayuda alimentaria, amortigua la situación, pero no la resuelve y repercute negativamente en el bienestar de las personas.
La pandemia pone de relieve que el tema de la precarización alimentaria no es un problema coyuntural, sino que requiere de medidas estructurales y políticas públicas que garanticen el derecho a la alimentación y que no consideren la inseguridad alimentaria como una dimensión más de pobreza, sino como un hecho social en sí mismo.
El objetivo de este texto es compartir algunas reflexiones en torno a los resultados de una investigación realizada en dos barrios de la ciudad de Barcelona, desde el 2015 hasta el 2020. El trabajo de campo incluyó la participación de residentes de los barrios (personas mayores, familias migrantes y familias monoparentales); profesionales de los servicios sociales y de salud y de entidades de acción social y activistas vinculados a diferentes iniciativas comunitarias. La metodología cualitativa consistió en entrevistas y grupos focales en las primeras etapas y a partir de la tercera etapa, en la que las propias personas interpelaron el proceso, se incorporaron métodos más participativos.
El texto se estructura en cuatro apartados. El primero analiza la precarización alimentaria y sus impactos en el bienestar de las personas; el segundo presenta las estrategias adoptadas por las personas para afrontar las situaciones de precariedad alimentaria y los impactos que genera la solicitud de ayuda alimentaria; el tercero aborda las diferentes concepciones de la alimentación y el tipo de respuestas que se articulan en torno a ellas; el cuarto presenta una reflexión final acerca de la necesidad de transitar hacia otro modelo de intervención e investigación (Muñoz, et al. 2021) que sitúe el derecho a la alimentación en el centro, desde una perspectiva de igualdad y justicia social.
El aumento del desempleo y la precariedad generados a partir de la crisis económica del 2008[2] en España, y concretamente en Barcelona, han incidido en el agravamiento de los procesos de vulnerabilidad y de exclusión social (Laparra y Pérez Eransus, 2012). Los efectos de estos procesos van más allá de la dimensión económica y afectan múltiples esferas de la vida social de las personas (Zurdo y López, 2013). Estos itinerarios de descalificación y exclusión impactan en las diferentes dimensiones del bienestar de las personas: material, corporal, relacional, decisional y temporal (Fournier, Godrie y McAll, 2014)[3].
La dimensión material se ve afectada por la situación económica, laboral y habitacional, lo que afecta también a la dimensión corporal repercutiendo en la salud física y mental de las personas. La falta de control sobre el acceso a los alimentos debilita la autonomía de los sujetos y su poder decisional, lo que puede generar estrés y depresión, así como diferentes enfermedades crónicas (Garthwaite, Collins y Bambra, 2015). Este escenario afecta a la vida cotidiana de las personas, a sus tiempos y a sus formas de organización doméstica (Durán et al., 2021). También, repercute en la dimensión relacional ya que puede modificar tanto la dinámica familiar como las interacciones sociales. Impacta en la dimensión decisional, al producir el debilitamiento en la capacidad de tomar decisiones. En cuanto a la dimensión temporal, se afectan las rutinas cotidianas y los tiempos de vida (Fournier, Godrie y McAll, 2014).
Estos procesos afectan todas las dimensiones del bienestar e inciden también en la alimentación (Llobet et al., 2020b) favoreciendo, la emergencia de situaciones de inseguridad alimentaria (Heflin, London y Scott, 2011). También limitan el acceso físico, social y económico de las personas a los alimentos y su disponibilidad en cantidad y calidad suficientes para satisfacer las necesidades y particularidades alimentarias de las personas (Pollard y Booth, 2019). De esta manera, las familias tienen que adaptarse al hacer la cesta de la compra o en el consumo, ante la escasez de recursos económicos y la situación de privación material (Díaz Méndez, García Espejo y Otero Estévez, 2018). Por otro lado, los procesos también tienen efectos en la dimensión sociocultural, ya que puede generar cambios en las formas de vida habituales (Medina, Aguilar y Fornons, 2015). Se produce, por tanto, una transformación de los procesos y prácticas alimentarias, en los cuales las personas tienen que desarrollar diversas estrategias de afrontamiento (Gracia, 2015).
Las personas con las que se ha reflexionado sobre los impactos que causa la precarización alimentaria ponen en marcha estrategias cotidianas para hacer frente a los diversos impactos de las crisis, eligiendo diferentes opciones diferenciadas a lo largo de las etapas del proceso alimentario (obtención, elaboración y consumo) (Llobet, et al. 2019). La pérdida de la capacidad adquisitiva afecta negativamente tanto al volumen de alimentos consumidos como su variedad. Por ello, en la fase de obtención de alimentos se ven afectadas las rutinas, la periodicidad y organización de los tiempos dedicados a comprarlos. Esto es visible en los espacios a los que acuden las personas, sobre todo en busca de ofertas. En muchas ocasiones se prioriza el precio como criterio de elección y compra de alimentos. A su vez, se realizan ajustes entre lo que se consume y compra con la finalidad de minimizar el gasto y evitar el desaprovechamiento, por ejemplo, adquirir marcas blancas u ofertas en alimentos frescos.
En la fase de elaboración de alimentos el modelo de comida se desestructura, sobre todo simplificando la comida ternaria. Se elabora un solo plato para que todas las personas puedan alimentarse. Es decir que se privilegia el consumo de todos los miembros de la unidad familiar y se prioriza el no desperdicio de alimentos, provocando que ese mismo plato se termine o se desarrolle la cocina de aprovechamiento. Otra estrategia es la adopción de un patrón alimentario basado en alimentos de bajo coste que se caracteriza por alimentos altamente calóricos y grasas que genere sensación de saciedad. Otra estrategia es la sustitución de alimentos frescos por congelados, el cual reduce el coste del presupuesto familiar. Estas estrategias producen la reducción de la calidad de productos consumidos y de la cantidad ingerida en cada comida, lo que obliga a la creatividad para diversificar las maneras de preparar comidas.
Un efecto en el consumo de alimentos es la disminución del número y/o frecuencia de las comidas realizadas a lo largo del día. En muchas ocasiones se suprimen comidas, como el desayuno o se simplifican. A su vez, aparecen diferencias en el consumo: por ejemplo, en muchas ocasiones las mujeres dejan de consumir alimentos para amortiguar el impacto de la escasez alimentaria en los más jóvenes.
Todas estas estrategias tienen efectos a nivel físico y psicológico de las personas, en muchas ocasiones provocan malnutrición (desnutrición o sobrepeso) y también genera ansiedad alimentaria. Esta última hace referencia a que las personas muchas veces están preocupadas por resolver una necesidad básica que impacta en el estado mental dada la incertidumbre alimentaria.
La solicitud de la ayuda para la alimentación afecta de maneras muy diversas y negativas a las personas. El modelo de ayuda benéfico-asistencial hegemónico concibe su función como una concesión o un don alimentario. Al enmarcar la solicitud de ayuda como un acto caritativo, que no sólo reproduce la idea de la superioridad moral de la persona o entidad que realiza este acto, sino que implica un gesto de poder que produce la humillación de las personas que son beneficiarias de dicha ayuda (Cary y Roi, 2013). Esto a su vez conlleva el desarrollo de estigma y vergüenza social para las personas que solicitan ayuda. Si bien las ayudas pueden proporcionar alivio inmediato, pero no resuelven la demanda, no aseguran una buena nutrición, ni garantizan el uso de alimentos adecuados a la cultura (Riches, 2011). La caridad alimentaria ofrece una respuesta ineficaz a la pobreza alimentaria (Riches y Tarasuk, 2014),
Otro efecto de este tipo de repuestas es la individualización de la pobreza y su vivencia en el espacio privado. Este proceso refuerza la visión del hambre como un problema circunscrito a la familia o al individuo y que se atiende mediante soluciones individuales, obviando la perspectiva estructural y macrosocial de las relaciones de poder que existen entre individuos y grupos sociales (Riches, 2011). Las personas se convierten, desde esta perspectiva, en responsables de la situación de desigualdad social que viven (McAll, 2017) y la perpetuación de esta situación se presenta como consecuencia del éxito o fracaso personal de los mismos individuos y de sus acciones (Berti et al., 2017). Eso tiene un impacto importante en las personas, que se sienten culpables, infantilizadas y maltratadas por mensajes las culpabilizan de su situación (Rouillé d’Orfeuil, 2018).
En el trabajo de campo realizado se identificaron tres tipos de respuestas para hacer frente a la situación de precarización alimentaria, llevadas a cabo por instituciones públicas, tercer sector, sector privado e iniciativas de tipo ciudadano (Llobet et al., 2020a). Para establecer esta clasificación, se tuvieron en cuenta las concepciones de la alimentación asociadas a cada tipo de práctica y su efecto sobre el bienestar de las personas.
El primer tipo lo componen las prácticas tradicionales, que son aquellas que ya se venían realizando antes del inicio de la crisis económica del 2008, y constituyen el modelo hegemónico de la ayuda alimentaria. En el contexto de crisis, este tipo de prácticas se ha planteado como una solución de emergencia para las personas que se encuentran en una situación de precarización o exclusión social (Gómez Garrido, Carbonero Gamundí y Viladrich, 2019).
Estas prácticas se asientan en una perspectiva asistencialista que supone la concesión de un don que no implica reciprocidad (Berti et al., 2017), ya suelen consistir en la distribución de un pack de alimentos. Se trata de una medida lejana de la idea de la alimentación debe ser un derecho reconocido que permita transformar las desigualdades en materia alimentaria (Riches, 2011).
Este tipo de prácticas se fundamenta en una concepción de la alimentación como una necesidad exclusivamente biológica, desvinculada de otros aspectos de la vida de las personas (McAll et al., 2015). La seguridad alimentaria se entiende, desde esta visión, como el simple acceso de las personas a los productos alimentarios. Esta perspectiva reduce a los individuos a bocas que deben ser alimentadas, y oculta la complejidad de este hecho social y los diferentes elementos que rodean la alimentación y la definen, como el género, la edad, la posición social y la salud (McAll, 2017).
El segundo tipo de prácticas son las denominamos nuevas, que emergen en el contexto de crisis como respuestas para mejorar algunos aspectos de las prácticas de ayuda alimentaria tradicionales, pero sin cuestionar en profundidad el modelo. Este tipo de prácticas incorpora aspectos que pretenden mejorar el circuito y las formas de distribución de la ayuda alimentaria, como es el caso de la tarjeta monedero. Este recurso facilita el que las familias vayan a comprar directamente a los comercios, incrementen su capacidad de elección y de compra (Baquero, 2015) y tengan acceso a una mayor diversidad alimentaria.
Estas prácticas buscan efectos más amplios en las diferentes dimensiones del bienestar. En la dimensión material favorecen el acceso al alimento; en la dimensión decisional, toman en cuenta las particularidades alimentarias de las personas; en la dimensión corporal, contemplan la importancia de que los alimentos respondan a las necesidades nutricionales y en la dimensión relacional, reconocen la alimentación como acto social.
Estas prácticas pretenden ofrecer una respuesta más global, desde una concepción de la alimentación biopsicosocial -biológico, social y cultural- (Contreras y Gracia, 2005). La dimensión cultural que atraviesa la alimentación es un elemento fundamental, reconocido por los profesionales y activistas que trabajan desde las iniciativas ciudadanas, que señalan que la reducción de la pobreza alimentaria tiene que contemplar el acceso a una alimentación inocua, nutritiva y culturalmente aceptable (Pomar y Tendero, 2015).
El cuestionamiento de las prácticas tradicionales o de estas nuevas prácticas da origen a las respuestas alternativas que se construyen desde un enfoque de derecho, de autonomía y de soberanía alimentaria. Son iniciativas que abordan la inseguridad alimentaria desde una perspectiva comunitaria y social. Por un lado, subrayan que las desigualdades en materia alimentaria constituyen una responsabilidad colectiva y, al mismo tiempo, reivindican que las prácticas consideren todas las partes del sistema alimentario (producción, procesamiento, distribución y consumo) (Jacobson, 2007) y contemplen los aspectos económicos, políticos y ambientales (Kaiser et al., 2015).
Estas prácticas conciben la alimentación de manera holística y complejizada y promueven un impacto global en las cinco dimensiones del bienestar de las personas a medio y largo plazo. Los huertos comunitarios o las cocinas colectivas constituyen ejemplos de este tipo de prácticas, que plantean no sólo humanizar la experiencia de las personas, sino reconocer los procesos de autonomía en torno a la alimentación (Booth et al., 2018). Estas prácticas se alejan de la concepción tradicional de la ayuda como una forma de caridad y plantean que la inseguridad alimentaria y los procesos de precarización que la producen constituyen una cuestión política que debe tener cabida en el debate público y la acción democrática (Riches, 1999).
Las desigualdades sociales en materia alimentaria se han agudizado en las últimas décadas, especialmente a partir de la crisis económica de 2008 y de la crisis sanitaria de 2020. Las denominadas colas del hambre son apenas el emergente visible de la injusticia social consolidada en nuestra sociedad. En este sentido, es necesario analizar las respuestas tanto en su capacidad de romper con la persistencia y agudización de las desigualdades como en su posible participación de la reproducción de la estructura social desigual.
Como hemos señalado, consideramos necesario transformar el enfoque con que se piensan y se llevan a cabo las respuestas. En primer lugar, se trata de frenar los efectos de la precarización alimentaria mantenida a lo largo del tiempo genera no sólo en las cinco dimensiones del bienestar global de las personas, sino también en el deterioro de la autoestima y la identidad generando un desempoderamiento. De este modo, la fragilización, vulnerabilización, culpabilización e invisibilización de las personas que se encuentran en situación de precarización alimentaria refuerza los procesos de discriminación, estigmatización y reducción identitaria.
En segundo lugar, la forma en que se organizan las respuestas debe ser repensada. Existen evidencias (Heck, y Socquet-Juglard, 2020; Payant-Hébert, 2013; Duchemin, et al., 2010.) acerca de los beneficios que suponen las respuestas que contemplan la participación y organización de las comunidades como una forma de pasar de una concepción individualizada de la alimentación a la colectivización y politización del hecho alimentario. Si bien este tipo de respuestas no inciden en todas las dimensiones del bienestar, es importante ahondar en el estudio de las prácticas nuevas y las alternativas desde una mirada microlocal situada en los barrios tanto para conocer los factores que favorecen este tipo de procesos, como su alcance en cuanto a solventar adecuadamente las necesidades existentes en el territorio.
En tercer lugar, actualmente se considera que el derecho a la alimentación de las poblaciones más desfavorecidas se resuelve a través del sistema de ayuda alimentaria. Este sistema, al depender en gran medida del actual sistema agroindustrial, facilita el acceso a los productos alimenticios, pero lo hace de forma insuficiente en términos de cantidad, calidad, diversidad y duración en el tiempo. Si lo que se busca es avanzar hacia una alimentación justa y sostenible, tal como propone la Agenda Global 2030, será necesario revisar los sistemas de ayuda alimentaria que tal como están estructurados no garantizan un cumplimiento digno del derecho a la alimentación.
En cuarto lugar, en relación al tema de las alianzas y sinergias que pueden establecerse entre el sector público y el tercer sector para avanzar hacia esta transición, la transformación del Programa Europeo FEAD (Fondo Europeo de Ayuda a la población más desfavorecida), puede ser una oportunidad para orientar esos fondos al apoyo de la transformación de las respuestas favoreciendo las iniciativas colectivas y comunitarias que eviten los procesos de individualización de la precarización alimentaria, teniendo en cuenta las experiencias a escala local que puedan ser extrapolables a contextos más amplios.
Baquero, C.S. (11 de febrero de 2015). Barcelona dará 100 euros mensuales a 7.500 menores vulnerables. El País. https://elpais.com/ccaa/2015/02/11/catalunya/1423673745076862.html
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[1] Muñoz, A., Durán, P., Magaña, C.R., Llobet, M., y Piola, E. (2021). “Otras formas de co-producir conocimientos: experiencias metodológicas para transformar la desigualdad con personas en precariedad alimentaria”. Quaderns de l’Institut Català d’Antropologia, 37(1), 109-134.
[2] El artículo ha sido elaborado en el contexto de la crisis sanitaria del COVID-19. No obstante, cuando hacemos referencia a la crisis, nos referimos a la iniciada en el año 2008, ya que no podemos contemplar las consecuencias que esta emergencia sanitaria y social ha producido en la población, cuestión que pretendemos abordar en el futuro.
[3] McAll, Fournier y Godrie (2014) identifican cinco dimensiones del bienestar: la material, la relacional, la corporal, la decisional y la temporal, como quedan reflejadas en el texto. Estas dimensiones han sido exploradas en: Llobet, Durán, Magaña et al. (2019).
Palabras clave: alimentación sostenible, Derecho a la alimentación, Inseguridad Alimentaria, justicia social
Ana Moragues Faus, investigadora de la Universidad de Barcelona
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Este artículo presenta el estado de la cuestión en relación a la inseguridad alimentaria y el derecho a la alimentación en España. Para ello muestra los datos dispersos e intermitentes que tenemos en relación a esta problemática, que apuntan que más de 6 millones de personas en España viven en esta situación. Tal y como explica este artículo, para atajar esta situación es necesario adoptar un enfoque sistémico, territorializado y centrado en las personas; que nos permita no sólo llenar estómagos sino garantizar el derecho a una alimentación sostenible, que sea buena para las personas, el planeta y los territorios; y permita a las generaciones futuras alimentarse a su vez de forma sostenible.
El sistema alimentario actual – es decir, nuestra manera de producir, transformar, distribuir, cocinar, vender, consumir alimentos y gestionar su derroche – crea enfermedad, desigualdad social y degrada la base ecológica del planeta sobre el cual se sustenta la vida. El sistema alimentario produce un tercio de las emisiones totales de gases de efecto invernadero y, por tanto, sin un cambio en la alimentación será imposible frenar la situación de emergencia climática (Clark et al., 2020). Pero existen también otros impactos ambientales vinculados a nuestra alimentación, por ejemplo, varios estudios relacionan las prácticas agrarias intensivas con la degradación de suelos y la destrucción de hábitats naturales, así como con la disminución de la biodiversidad del planeta y con los procesos de extinción masiva de especies (Scherr y Mc Neely, 2012; IPBES, 2019). Cada vez más voces abogan por una transformación de estas prácticas agrarias hacia formas más sostenibles que regeneren nuestros recursos limitados y ecosistemas, como la agroecología (FAO,2018; Farm to Fork strategy European Commision, 2020). Sin embargo, el impacto de nuestra manera de alimentarnos no acaba en el campo ni en nuestros platos, sino que, además, desperdiciamos alrededor de una tercera parte de los alimentos producidos para el consumo humano, aproximadamente 1.300 millones de toneladas en el año, el equivalente a la producción del 28% de la tierra cultivada en el mundo (FAO, 2011).
El sistema alimentario es esencial para la vida, pero también para la economía, proporcionando sustento a más de un tercio de la población mundial (OECD et al. 2013). Por ejemplo, el gasto en alimentación de los hogares españoles es superior a 105.000 millones de euros en el año, de los cuales un tercio se realiza fuera del hogar (MAPA, 2020). A pesar de ello, los beneficios económicos del sistema alimentario cada vez están más concentrados en eslabones concretos de la cadena. Se calcula que diez comercializadoras de alimentos gestionan el 90% del transporte mundial, diez empresas son responsables del 90% de la transformación de alimentos y el 30% de las ventas (distribución) están controladas por diez corporaciones (IPES-Food, 2017).
Qué alimentos comemos y cómo los producimos. Transportamos, transformamos, adquirimos, consumimos y desechamos y todo esto tiene consecuencias directas sobre nuestra salud y la del planeta, así como la capacidad de las generaciones futuras de alimentarse de forma adecuada y disfrutar de un planeta vivible.
En la actualidad, alrededor de 3.000 millones de personas sufren problemas de malnutrición en el mundo, con cifras crecientes de personas que pasan hambre (FAO et al., 2019). Los niveles de obesidad y sobrepeso se están incrementando: se calcula que si la tendencia actual continúa, en 2050 el 45% de la población mundial sufrirá sobrepeso alcanzando la cifra de los 4.000 millones de personas (Bodirsky et al., 2020). Diferentes estudios muestran cómo la incidencia de la obesidad y el sobrepeso aumenta en poblaciones con una situación socioeconómica precaria donde la falta de recursos lleva a dietas más calóricas y menos nutritivas (Drewnowski, 2009; Mullie et al., 2010). Un ejemplo de esta realidad es Barcelona, donde 65,2% de los hombres con renta muy baja sufren esta enfermedad, así como el 70,2% de las mujeres sin estudios (Bartoll et al., 2018). Este coste es personal pero también colectivo, puesto que se calcula que en el estado español el coste directo de tratar el sobrepeso asciende a 1.950 millones de euros anuales (Hernáez et al., 2018).
Esta interrelación entre los impactos socioeconómicos, ambientales y en la salud que provoca el sistema alimentario global muestra la necesidad de una transformación integral hacia una alimentación sostenible, es decir, producir, transformar, distribuir, adquirir y consumir alimentos de forma que beneficie a las personas, al planeta y a los territorios; y, a su vez, asegurando que las generaciones futuras puedan alimentarse de esta manera (Moragues-Faus, 2021).
Esta definición de alimentación sostenible se traduce en 9 dimensiones. El primer elemento es garantizar el derecho a una alimentación sostenible y, por tanto, comienza por entender quién y por qué no puede acceder a alimentos suficientes y adecuados para llevar una vida saludable y digna. Este artículo aborda el estado de la cuestión en relación a la garantía del derecho a la alimentación en España y aporta un análisis sobre los retos y posibilidades para hacer posible una alimentación sostenible para todas las personas.
Según Olivier de Schutter (ex-relator de las Naciones Unidas para el Derecho a la Alimentación) el derecho a la alimentación consiste en tener acceso, de manera regular, permanente y libre, sea directamente, sea mediante compra por dinero, a una alimentación cuantitativa y cualitativa adecuada y suficiente, que corresponda a las tradiciones culturales de la población a la que pertenece el consumidor y garantice una vida psíquica y física, individual y colectiva, libre de angustias, satisfactoria y digna. Hay una serie de elementos clave en la realización del derecho a la alimentación, concretamente, el alimento debe estar disponible, y ser accesible física y económicamente, a la vez que sea adecuado en términos de satisfacer las necesidades de dieta y ser culturalmente aceptable; así como que estas condiciones se sostengan en el tiempo (OHCHR, 2010).
El derecho a la alimentación adecuada está recogido en la legislación internacional como un derecho humano, dentro del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC). Tal y como establece la Observación general 12, artículo 11 del PIDESC, el derecho a la alimentación adecuada está inseparablemente vinculado a la dignidad inherente de la persona humana y es indispensable para el disfrute de otros derechos humanos consagrados en la Carta Internacional de los Derechos Humanos. Este pacto es un tratado vinculante para los estados firmantes, entre los que se encuentra España, obligados a respetar, proteger y realizar los derechos del pacto. Sin embargo, hay una falta de traducción al marco jurídico español tal y como señala el Observatorio del Derecho a la Alimentación en España (ODA-E y ODA-ALC, 2020). Es más, este compromiso también estrechamente vinculado al Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) 2: Poner fin al hambre, lograr la seguridad alimentaria y la mejora de la nutrición, y promover la agricultura sostenible.
Un elemento clave es cómo medimos la garantía del derecho a la alimentación y también el cumplimento del ODS2. Para ello, la Organización de Naciones unidas para la Alimentación y la Agricultura propone medir los niveles de inseguridad alimentaria en la población, utilizando la escala de experiencia de inseguridad alimentaria (FIES por sus siglas en inglés). La inseguridad alimentaria se define como la falta de acceso regular a suficientes alimentos inocuos y nutritivos para un crecimiento y desarrollo normales y para llevar una vida activa y saludable (FAO,2021) y este instrumento permite una medición que determine la gravedad de la inseguridad alimentaria en función de las respuestas directas de la población. Esta escala incluye desde la preocupación por no tener suficientes alimentos, a comprometer la calidad de los mismos por falta de recursos y finalmente reducir la cantidad de alimentos y experimentar hambre (FAO, 2021). Esta medición la utilizan organismos internacionales y cada vez más agencias públicas para entender el estado de la inseguridad alimentaria de su población.
A nivel global, existía una tendencia clara a la baja en relación a la incidencia de la inseguridad alimentaria, tanto en términos absolutos como relativos, hasta mediados de la última década, cuando esta reducción se detuvo y empezó a aumentar ligeramente. En 2020 se calcula que 768 millones de personas sufrieron hambre, 118 millones más que en 2019 (FAO et al., 2021).
Estas estadísticas se realizan también en países de rentas medias y altas, pero con muestras limitadas, como es el caso de España donde también existe una sobrerrepresentación de clases altas en la muestra encuestada. Por ejemplo, en el caso de Canadá los datos de la FAO muestran que el país tiene un 5% de población afectada por inseguridad alimentaria mientras que las estadísticas nacionales usando la misma escala muestras un nivel del 12,5% (Tarasuk y Mitchell, 2020). En España, estos niveles no se miden de forma rutinaria por agencias púbicas como el Instituto Nacional de Estadística, por tanto, la información sobre los niveles de inseguridad alimentaria se basa en otras mediciones y experiencias que sólo nos permiten una aproximación parcial a la problemática (ver Moragues-Faus et al. 2022 para un análisis más detallado).
En este sentido, cabe destacar los estudios que utilizan la FIES. En primer lugar, la medición reciente de la incidencia de la inseguridad alimentaria en España, antes y durante la COVID-19, mediante una encuesta representativa a hogares que muestra que el 13,3% de la población tiene dificultades para acceder a una alimentación suficiente en calidad y/o calidad para disfrutar de un desarrollo normal y una vida digna (Moragues-Faus y Magañá-González, 2022). En otros niveles territoriales, como es el caso del País Vasco, también se ha utilizado esta escala, que han incorporado esta medida a sus estadísticas rutinarias o la medición puntual realizada en Barcelona, donde contrasta que, en 2016, el 8,6% de la población sufría esta condición, pero con enormes diferencias por barrios, donde por ejemplo en Ciutat Vella el 23,1% de la población no tiene acceso a una alimentación adecuada (Bartoll et al., 2018).
Es por tanto necesario incluir estas mediciones en estadísticas nacionales rutinarias que nos permitan monitorear el estado de la inseguridad alimentaria en España, mostrando grados de vulnerabilidad en diferentes grupos poblacionales y territorios. Estas mediciones nos ayudarían a diseñar medias efectivas, así como a entender el impacto de programas y acciones concretas. Lo que no se mide no se gestiona, y se mantiene invisibilizado en la agenda pública y política. Sin embargo, no solo es importante conocer las experiencias vinculadas a la inseguridad alimentaria sino también replantearnos qué medimos y por tanto cuáles son las necesidades de las personas, cómo se cubren y en última estancia, qué mundo deseamos. Por ejemplo, ¿un niño o niña debería poder tener una tarta de cumpleaños? ¿y una familia poder invitar un número determinado de veces al año a familiares o amigos a casa y ofrecer algo de comer? Estas son preguntas que nos emplazan a mirar no solo a nuestras necesidades biológicas, también a la alimentación como un hecho social y cultural central en nuestro bienestar psicológico y emocional.
En este contexto, es esencial garantizar no solo el derecho a una alimentación adecuada sino a una alimentación sostenible, que sea buena para las personas, el planeta y los territorios; y permita a las generaciones futuras alimentarse a su vez de forma sostenible. Para realizar esta transformación es necesario adoptar un enfoque sistémico, poniendo a las personas y sus derechos en el centro, así como reconociendo el carácter único de cada territorio. En primer lugar, un enfoque sistémico implica reconocer que el sistema alimentario está formado, por un lado, por actividades diversas de preproducción, producción, transformación, distribución, transporte, consumo, venta y gestión del desperdicio; y, por otro, involucra a varios sectores y competencias, como la salud, economía, medio ambiente, servicios sociales, planeamiento, agricultura, ganadería y pesca, consumo, mercados, etc. Es más, estas actividades y sectores se relacionan a través de diferentes territorios y niveles administrativos.
El enfoque sistémico nos ayuda a reconocer las relaciones e interdependencias entre diferentes eslabones de la cadena alimentaria, diferentes sectores, actores y escalas administrativas. Reconocer estas interdependencias es necesario para afrontar de manera efectiva las transformaciones del sistema alimentario, identificar conflictos, y cómo diferentes aspectos se ven afectados cuando aplicamos políticas y programas concretos (Haddad et al., 2016; Fanzo et al., 2020). Por ejemplo, la necesidad de transitar hacia formas de producción ecológicas y agroecológicas requiere de la remuneración justa de las personas productoras de estos alimentos ante la externalización de costes sociales y de salud actual ligados a la producción convencional, y requerirá de cambios en múltiples sectores, desde las empresas de agroquímicos a la cantidad de recursos que los hogares destinan a la alimentación, afectando por tanto a salarios en términos generales pero también otros gastos como el coste de la vivienda.
¿Cómo navegamos un sistema tan complejo? Empezamos por las personas, poniéndolas en el centro en la hora de entender los retos a los cuales nos enfrentamos y coproducir soluciones efectivas y empoderadoras. Poner a las personas en el centro significa reconocer el derecho a la alimentación sostenible como un derecho humano y garantizarlo como elemento necesario para vivir una vida sana, libre de angustia, satisfactoria y digna (Anderson, 2008). Poner a las personas en el centro nos permite reconocerlas como agentes de cambio, con capacidad de transformación y entender la diversidad de situaciones, necesidades y demandas que existen en nuestro sistema. Por ejemplo, las necesidades de una familia monomarental en el centro de una ciudad con un trabajo precario y poco tiempo disponible será muy diferente a las necesidades de una persona mayor sola en una zona rural.
Finalmente, es necesario realizar análisis situados en el territorio, puesto que cada lugar tiene un contexto ecológico, cultural, social, económico y político particular, el cual confiere una serie de recursos y oportunidades, pero también limitaciones y retos (Sonnino et al., 2016). Por ejemplo, algunas ciudades del área metropolitana no disponen de suelo agrícola y, por tanto, la producción de proximidad depende de otros territorios. Sin embargo, tienen una gran capacidad de incrementar la demanda de producto de proximidad, agroecológico y ecológico en sus numerosos comedores colectivos, pero también mercados y tiendas. Otros lugares tienen puertos de pesca desde donde promover la protección de flotas locales y artes de pesca más sostenibles. Hay municipios que tienen infraestructuras clave para el sistema alimentario metropolitano o incluso nacional como mercados de abastos de alcance internacional, mientras otras pueden experimentar con proyectos a pequeña escala donde involucrar directamente a las vecinas. Reconocer esta diversidad territorial y buscar sinergias sobre la misma es esencial para desarrollar políticas y acciones efectivas que garanticen el derecho a la alimentación sostenible.
A pesar de la necesidad y la importancia de garantizar el derecho a una alimentación sostenible nos enfrentamos a una serie de retos:
En primer lugar, es necesario un cambio discursivo alrededor de qué significa la inseguridad alimentaria, o como se expresa muchas veces, la pobreza alimentaria. Ésta no es simplemente un problema logístico de acceso a calorías, sino que está vinculada a procesos estructurales que generan desigualdad económica y en términos de salud, así como vulnerabilización social. Adoptar este enfoque sistémico, territorial y centrado en las personas a la hora de entender la diversidad de causas y consecuencias de la inseguridad alimentaria es esencial. Estos enfoques nos permiten además comprender la experiencia vivida de la inseguridad alimentaria y evitar la individualización de la misma, ya que existen discursos que culpan a las actitudes individuales de las personas por esta situación en vez de entender cómo diferentes procesos económicos, sociales, políticos y ecológicos son los causantes de la falta de acceso a una alimentación sostenible por parte de toda la población (Moragues-Faus, 2017).
En segundo reto está vinculado a la necesidad de establecer mediciones rutinarias para conocer este fenómeno, que nos permitan diseñar intervenciones efectivas. En este sentido, tal y como abogan diversas entidades y organizaciones, es importante incluir la FIES como herramienta validada internacionalmente en estadísticas nacionales que nos permitan retratar el problema y vincularlo con otros datos socioeconómicos y de salud, así como entender su diversidad territorial. Sin embargo, no es solo importante realizar estos estudios cuantitativos, también recabar diferentes tipos de datos cualitativos que nos ayuden a comprender las causas e implicaciones de la inseguridad alimentaria desde las perspectivas de diferentes grupos afectados, y contribuyan al codiseño de transiciones justas y dignas.
En tercer lugar, es importante transformar las iniciativas existentes, desde un enfoque de alimentación basado en el reparto de calorías a un enfoque de derecho a una alimentación sostenible, donde ponga la dignidad de las personas y su bienestar en el centro, conectado a la sostenibilidad del planeta y la prosperidad de nuestros territorios. Para ello es importante replantearse dónde invertimos nuestros recursos, si en compra de productos ultra procesados para bancos de alimentos o en iniciativas comunitarias agroecológicas. Este reto incluye la democratización de la alimentación sostenible que en muchas ocasiones se considera solo accesible a rentas altas. Sin embargo, todas las personas merecemos una alimentación digna que nos asegura una vida saludable y un planeta vivible para nosotras y las generaciones futuras. Por tanto, es importante que este derecho cale en la sociedad y su demanda se transversalice.
Por último, un elemento clave es qué hacemos en el mientras tanto. Es decir, tenemos una visión clara de dónde queremos ir, hacia una alimentación sostenible, pero cada día existe la demanda de personas que necesitan apoyo, en muchas ocasiones en forma de comida. Por tanto, un reto esencial es cómo construimos esta transición desde la situación actual de inseguridad alimentaria y red de ayuda existente hacia la garantía de la alimentación sostenible para todas las personas.
No todo son retos, también existen muchos aprendizajes y posibilidades para construir esta transición necesaria. Por un lado, se están creando alianzas entre diferentes entidades y espacios que contribuyen a un cambio discursivo alrededor del derecho a la alimentación. Ejemplos claros incluyen el trabajo del Observatorio del Derecho a la Alimentación en España que cada vez aglutina a más organizaciones, entidades y universidades para avanzar hacia la garantía de este derecho. De forma similar, el Observatorio de la Garantía del Derecho a la Alimentación en Madrid ha creado una petición y construido alianzas para incluir la medición de inseguridad alimentaria en las estadísticas nacionales. Por último, la Red de Ciudades por la Agroecología está creando espacios donde repensar la ayuda alimentaria y fomentar la garantía del derecho a la alimentación desde una perspectiva agroecológica que une sostenibilidad y salud. En relación al cambio discusivo, hay también muchas experiencias en otros países donde cabe destacar los esfuerzos por elevar las voces de las personas afectadas por la inseguridad alimentaria. Un ejemplo pionero es el proyecto de Food Power en Reino Unido y su programa de personas expertas por experiencia, que comparte la experiencia en primera persona de adolescentes viviendo en pobreza alimentaria y las acompaña para que sean agentes de cambio en su comunidad, así como en el impulso de programas y políticas efectivas.
Por otro lado, existen iniciativas concretas que ya están aplicando un enfoque de derechos y sostenibilidad en su trabajo, por ejemplo, mediante la cooperación de diferentes agentes como grupos vecinales, organizaciones comunitarias y personas productoras; o la gestión directa de estos espacios por personas experimentando vulneración alimentaria (ver casos concretos como Alterbanc o La botiga del Prat de Llobregat).
La Administración también juega un rol clave y puede, por ejemplo, incluir la garantía del derecho a la alimentación en sus leyes como hizo Belo Horizonte y desplegar programas para cumplirlas, desde comedores populares asequibles a mercados directos de productores/as a precios justos para ellas y las personas consumidoras. Otras iniciativas en este sentido incluyen el ofrecer, por ejemplo, la oferta de comidas escolares gratuitas todo el año con criterios de sostenibilidad. El inicio de la pandemia mostró muchas de las posibilidades e innovaciones que pueden llevarse a cabo y, por ejemplo, ha llevado a plantear la importancia de incorporar criterios como los de compra pública sostenible a la ayuda alimentaria o el uso de diferentes tipos de infraestructura como escuelas o bibliotecas como espacios colectivos de alimentación. Es importante apoyar y profundizar en estas iniciativas que abordan la crisis ecosocial y dignifican a las personas desde intervenciones sistémicas y transformadoras.
Este artículo presenta el estado de la cuestión en relación a la inseguridad alimentaria y el derecho a la alimentación en España. Para ello muestra los datos dispersos e intermitentes que tenemos en relación a esta problemática, que apuntan que más de 6 millones de personas en España viven en esta situación. La falta de una medición rutinaria por parte de organismos públicos no nos permite conocer quiénes, por qué y dónde están las personas que no tienen garantizado el acceso a alimentos suficientes en cantidad y calidad para un desarrollo normal y disfrute de una vida digna.
Tal y como explica este artículo, para atajar esta situación es necesario adoptar un enfoque sistémico, territorializado y centrado en las personas; que nos permita no solo llenar estómagos sino garantizar el derecho a una alimentación sostenible, que sea buena para las personas, el planeta y los territorios; y permita a las generaciones futuras alimentarse a su vez de forma sostenible.
Existen una serie de retos a la hora de realizar este cambio relacionados con la necesidad de cambiar discursos e ideas preconcebidas, incrementar nuestro conocimiento sobre esta problemática y diseñar transiciones justas que puedan a su vez paliar las necesidades urgentes de ayuda alimentaria que se producen cada día. A pesar de estas limitaciones se están abriendo nuevas posibilidades y oportunidades de cambio, desde la creación de alianzas con un enfoque de derechos y sostenibilidad a el desarrollo de iniciativas sistémicas y empoderadoras por parte de la sociedad civil y entes públicos. El sistema alimentario puede por tanto ser un vehículo para mejorar el bienestar de la ciudadanía y crear economías y sociedades más ecológicas, prósperas e igualitarias. No podemos conformarnos con únicamente llenar estómagos si no que a través de nuestra alimentación debemos construir el planeta y las sociedades deseamos para nosotras y las generaciones futuras.
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José Ramón González Parada. Sociólogo. Miembro de RIOS. Activista en Carta contra el Hambre y el Observatorio para la Garantía del Derecho a la Alimentación en la Comunidad de Madrid
Marian Simón Rojo. Arquitecta. Profesora en la UPM. Activista en Madrid Agroecológico y Observatorio para la Garantía del Derecho a la Alimentación en la Comunidad de Madrid
Carlos Pereda Olarte. Sociólogo miembro del Colectivo IOE. Activista en Invisibles de Tetuán y en el Observatorio para la Garantía del Derecho a la Alimentación en la Comunidad de Madrid.
Araceli Serrano Pascual. Socióloga. Profesora en la UCM. Activista en Carta contra el Hambre y el Observatorio para la Garantía del Derecho a la Alimentación en la Comunidad de Madrid
El Derecho a la alimentación es uno de los derechos fundamentales recogidos en la Declaración de Derechos Humanos. Desde la cumbre de la FAO en 1996 se ha venido a actualizar hablando de Derecho a la alimentación adecuada y del necesario freno a la Inseguridad Alimentaria, ampliando el sentido del Derecho no solo al espacio de la lucha contra el hambre, sino contra todas las formas de malnutrición y contra la incertidumbre en la disponibilidad y acceso a los alimentos. Se ha convertido, también, en elemento transversal en los diferentes Objetivos de Desarrollo de la Agenda 2030 y en la diana del ODS2. Sin embargo, la Inseguridad Alimentaria sigue afectando a un 25,4% de la población mundial (FAO et al., 2019) y a un 13,5% de la población española (si bien en nuestro país las posibilidades de medir esta Inseguridad de una forma validada son muy limitadas; en este sentido es posible consultar el informe OGDAM, 2021). Estos datos que corresponden a mediciones previas a la pandemia, se verán ampliados, en términos cuantitativos, cuando aparezcan nuevas encuestas. Por el momento, diversas y fragmentarias fuentes vinculadas a los bancos de alimentos señalan que las peticiones de ayuda alimentaria han aumentado en este último año entre un 50 y un 70%. Lo que sí ha provocado, sin duda, la pandemia ha sido una visibilización y una toma de conciencia más generalizada de esta problemática estructural.
A pesar de la constatación de la gravedad del problema, el reconocimiento normativo del Derecho a la alimentación está ausente tanto de la legislación nacional como autonómica. También las políticas públicas orientadas a luchar contra esta problemática son escasas, excesivamente fragmentadas, descoordinadas y se asientan en modelos de cobertura de necesidades alimentarias caracterizadas por la privatización, el asistencialismo y la reproducción de modelos que privilegian oligopolios agroalimentarios, que sustentan formas de desigualdad extrema en la producción, distribución y acceso a los alimentos, y no son, de ninguna manera, garantistas del Derecho a la alimentación adecuada.
El modelo hegemónico (Riches & Silvasti, 2014; Lambie-Mumford, 2017; Llobet et al., 2019) sobre el que descansa la principal responsabilidad de la protección alimentaria, caracterizado como la nueva economía de la caridad (Kessl, 2020) se construye con el Tercer Sector de acción social como protagonista, sobre un modelo asistencialista, muy centralizado y con modos de gestión generalmente muy burocratizados y verticales, asentados en bancos de alimentos que reparten paquetes de alimentos no perecederos y con el Estado en la sombra (Kessl, 2020) que provee una parte importante de estos alimentos a partir de fondos europeos. Estos bancos de alimentos se encuentran también ampliamente desbordados y en proceso de replanteamiento de su papel concreto en el modelo de protección alimentaria, al tiempo que se desarrollan amplios debates en torno a su eficacia y sus efectos en términos de justicia y garantía de derechos.
Desde 2014, comienza a emerger con fuerza un nuevo tipo de actores fundamentales en este campo de acción y movilización social que podemos encuadrar en lo que han venido a llamarse movimientos por la solidaridad (Ibarra, 1999). Son grupos vecinales, redes comunitarias y de apoyo mutuo, que han sabido articularse de manera muy ágil, flexible y eficaz en relación con el objetivo de cubrir necesidades alimentarias de población vulnerabilizada (entre otros objetivos). Estas redes han adoptado formas, estructuras y dinámicas de muy diferente carácter, si bien se caracterizan, transversalmente, por su capacidad para experimentar formas novedosas de garantía del acceso a la alimentación, el trabajo reticular con diversos agentes y entidades en el nivel del barrio, los distritos o los municipios, el freno a dinámicas asistencialistas, el uso de lenguaje y prácticas asentadas en derechos, la participación e involucración de las familias en situación de necesidad alimentaria, la horizontalidad en las formas de gestión y el reclamo de la necesidad de articular el apoyo mutuo con la dinamización barrial y comunitaria (implicando a comercios, vecinas y vecinos, ayuntamientos, asociaciones de diverso carácter, centros educativos o de servicios sociales).
Estas experiencias constituyen un campo de experimentación enormemente revelador que implica aprendizajes necesarios para el resto de agentes implicados en acciones de protección frente a la Inseguridad Alimentaria. En este sentido, en el presente texto damos cuenta de tres de estas experiencias concretas desarrolladas en el ámbito de la Comunidad de Madrid y entresacamos los aprendizajes más relevantes que suponen, tanto para la Administración pública, como para el tercer sector de acción social.
La Mesa surgió en mayo de 2016 a partir de una iniciativa de la Asamblea 15M de Tetuán. A la convocatoria acudieron unas sesenta personas, representando a la Administración local, a las entidades que trabajan la exclusión y a los propios sectores excluidos. El objetivo era evaluar y programar de forma participativa las políticas en relación con la emergencia social, siendo el eje las asambleas generales celebradas en la Plaza de la Remonta. Diversas comisiones se encargarían de llevar a cabo los acuerdos.
La comisión de alimentación fue propuesta por la concejala del distrito, de Ahora Madrid, que había introducido en el presupuesto de 2017 una partida para alimentos de emergencia. Tras los debates iniciales, se aprobó un plan inspirado en la Carta contra el Hambre que dio los siguientes pasos:
La experiencia de Tetuán ha sido seguida con interés por otros distritos y ganó un premio NAOS del Ministerio de Cultura en la modalidad de Promoción de la alimentación saludable en el ámbito comunitario. El partido Ciudadanos incluyó la TAT en su programa electoral de 2019, siendo finalmente aplicada a todo Madrid, con muchas limitaciones, en septiembre de 2020.
Este grupo emerge de forma espontánea en marzo de 2020, momento en el que algo más de cien colaboradores contactados a través de grupos de whatsapp, se organizaron para apoyar a las familias vulnerabilizadas del barrio de Vallecas (barrio con fuerte tradición de movilización social y con un denso tejido social históricamente trabado). En la actualidad, participan más de mil personas, organizadas en grupos de trabajo, con cinco sedes de despensas solidarias en las que se involucran más de mil quinientas personas pertenecientes a familias en situación de carencia alimentaria. Aúna vecinas y vecinos, asociaciones, centros sociales y colectivos vecinales del barrio convocados inicialmente a partir de redes sociales, carteles en los portales, centros públicos o, incluso, sábanas en los balcones, así como a través de una fuerte presencia en los medios de comunicación. Además de las despensas, se crearon grupos de trabajo en otras áreas como maternidad, creatividad o mujeres. Organizan talleres de alimentación infantil, festivales culturales, además de las regulares operaciones carrito a la puerta de los supermercados, han puesto cajones solidarios y huchas en los comercios y entidades colaboradoras, abierto cuentas corrientes para donación de dinero, habilitado puntos para la donación, poniendo en marcha roperos, así como un sistema de información sobre recursos de apoyo tanto públicos como privados en los barrios. Han contado con locales de las asociaciones de vecinos y centros sociales o con algunos cedidos por particulares del barrio en los que han podido incluir neveras y congeladores. Hay personas colaborando de todas las edades y generaciones, así como nacionalidades. Sus pilares de funcionamiento fundamentales son la construcción de solidaridad en el barrio, la participación de las familias en situación de necesidad en los procesos, la horizontalidad en las relaciones y en la organización del trabajo, el hincapié en la recogida y donación de productos nutritivos y saludables, así como la dinamización del pequeño comercio del barrio (usando el dinero recogido para comprar en sus tiendas). Por último, un elemento distintivo fundamental es la relevancia del trabajo en red con muy diversos grupos, entidades y empresas fortaleciendo el tejido social y lo que ellos mismos denominan la fuerza colectiva.
Los principales aprendizajes extrapolables a la Administración y al tercer sector se relacionan con la enorme agilidad para responder ante las emergencias, potenciada por el uso de las nuevas tecnologías, la productividad del trabajo en red multi-agente, que al tiempo fomente el tejido social, el comercio local y la solidaridad comunitaria, la relevancia de implicar de forma participativa a las familias en situación de necesidad, potenciando su empoderamiento y sentimiento de utilidad social y la necesidad de reforzar los aspectos lúdicos e identitarios en los procesos de colaboración y ayuda.
Las evidencias de la crisis del modelo alimentario actual, que ponen de relieve también la crisis del modelo económico imperante, hacen necesario generar nuevas condiciones de producción y reproducción social. Con esa lógica, la plataforma Madrid Agroecológico, surgida en 2015 como heredera de la Iniciativa por la Soberanía Alimentaria, defiende que la respuesta a la Inseguridad Alimentaria debería superar el enfoque tradicional y dejar de basarse en aportar alimentos que se compran a grandes empresas o en las grandes superficies, que son parte del mismo modelo productivo y de consumo que genera exclusión.
Con la pandemia, se pusieron a trabajar para conectar grupos de cuidado, despensas solidarias e iniciativas de apoyo a la pequeña producción agroecológica. Tras unos meses de respuesta desde la urgencia y la inmediata necesidad, iniciaron en otoño de 2020 un proceso de autoformación en el que participaron tanto los colectivos que integran la plataforma como las despensas interesadas.
A partir de ahí, se ha generado un grupo de coordinación con despensas solidarias, facilitado por activistas de Madrid Agroecológico, y se ha definido un proyecto autogestionado de elaboración de conservas para autoconsumo, que busca generar respuestas emancipatorias a la pobreza alimentaria. Sus objetivos son: aumentar la autonomía de las despensas para abastecerse de verdura y fruta, así como favorecer una alimentación saludable y sostenible de las personas que recurren a las despensas para obtener alimentos y reducir el desperdicio alimentario. Se trata de un proyecto coordinado que se ejecuta de manera descentralizada, e incluye:
A medio plazo aspiran a poder llevar a cabo proyectos cooperativos ligados a la elaboración de conservas, con una parte de la producción orientada a las propias despensas. Su ambición es ser parte de un proceso que transforme los modelos de protección para que contribuyan a la soberanía alimentaria en lugar de reforzar el sistema alimentario global que agudiza la desigualdad y las dependencias.
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