La salud mental colectiva en tiempos inciertos. Barreras y reto
Psiquiatra, Consultor temporal de la Organización Panamericana de Salud/OMS; presidente de la Asociación Española de Neuropsiquiatría; miembro de la Comisión Nacional de la especialidad.
Necesitamos cuidarnos y protegernos de manera colectiva. Más aún cuando la pandemia se encuentra inserta en otras dos grandes crisis que se cruzan: la crisis social y la emergencia ecológica. El apoyo mutuo, a través de iniciativas institucionales y/o comunitarias, tiene la oportunidad de ser la salvaguarda de las situaciones de desigualdad que se magnifican durante las crisis. Yayo Herrero (1)
A pocos meses del inicio de la pandemia del COVID-19 pudo verse que era un acontecimiento, una totalidad social, que iba más allá del cuidado sanitario, atravesando toda la sociedad, una sindemia que no se puede achacar a un azar imprevisible de la naturaleza, sino que está ocasionado por el hombre, por el modo civilizatorio en que vivimos. Un acontecimiento que ha mostrado la incapacidad del modelo hegemónico mundial de salud y de prestaciones sociales para hacer frente a una catástrofe que pone en peligro a toda la humanidad, por muy previsible que fuera. Un modelo ignorante, pretendidamente o no, de los conocimientos acumulados sobre acción comunitaria y salud pública, que desde las últimas décadas del siglo pasado viene traspasando la responsabilidad sanitaria pública a la empresa privada, convirtiendo la salud en un negocio. En función del beneficio, la salud privada privilegia las camas hospitalarias rentables — no las de alto coste tecnológico, las UCI, tan necesarias en casos como la pandemia de la covid-19 y elude o minimiza la atención primaria de salud, eliminando en cualquier caso su principal fundamento: la atención comunitaria, la atención de cercanía, de familia, de barrio, de casa. Solo así podemos entender como el esfuerzo sanitario se centró en los hospitales, vaciando en España la atención primaria (llevando parte de su personal a cubrir la dotación de hospitales de campaña) y cerrando los centros de atención social, cuando más necesarios eran. Lo que supuso el abandono de personas discapacitadas o desvalidas para la vida cotidiana durante el confinamiento, solo mínimamente paliado gracias a la pronta reacción de redes vecinales de apoyo, despensas solidarias y acompañamientos comunitarios. Acciones vecinales que surgieron en todo el mundo, llevando alimento, compañía, calor. Habrá que repetir que una vez más una catástrofe ha puesto de manifiesto como lo común, la solidaridad ciudadana de los más pobres, es capaz de organizarse y llegar allí donde las instituciones públicas han hecho dejación de sus funciones. Una ayuda movilizadora, desde las propias fortalezas, no asistencialista, demostrando, en un buen hacer comunitario, que la distancia de seguridad y el confinamiento no puede ser incompatible con la ayuda a nuestros vecinos más necesitados o hacerles saber que estamos allí para cuando la necesiten.
Hay una opinión generalizada entre los epidemiólogos y salubristas, denunciando que se hizo una epidemiologia simplista, ocupada tan solo en el contaje de casos y muertos, sin el análisis de las causas, situaciones, ámbitos del contagio y grupos poblacionales más afectados. Y, sobre todo, sin tener en cuenta cuáles son los determinantes que están favoreciendo la transmisión comunitaria de la Covid, ni localizar a los grupos vulnerables preexistentes al virus, los que se han producido durante la pandemia y sus causas. Las consecuencias pronto se reflejaron en el mayor contagio y mortalidad en residencias de ancianos, de antaño denunciadas por sus condiciones deficitarias, y en las barriadas más pobres.
Lo que nos lleva a la consideración de los determinantes sociales y la vulnerabilización, es decir, no solo a los grupos vulnerables, sino a las causas que los provocan, como elementos fundamentales de otra manera de entender la salud, frente al modelo hegemónico hoy preventivista de enfoque individual basado en el estilo de vida. “Sea responsable, viva saludablemente”, ignorando las condiciones insalubres de vida de una gran parte de la población. En la salud mental, el Programa de Acción en Salud Mental (mhGAP)[1] de la Organización Mundial de la Salud para hacer frente a la tremenda desigualdad, a las grandes brechas existentes en la atención a la salud mental entre países pobres y ricos y entre clases sociales en las naciones de renta alta, hace hincapié en la ausencia de recursos y cómo estos se concentran, en hospitales psiquiátricos y no en atención comunitaria, concluyendo que muchas de estas barreras están determinadas por la pobreza de pensamiento innovador en salud pública entre los expertos en salud mental (psiquiatras in primis)(2). Una concentración de recursos que se mantiene en los países que han desarrollado procesos de reforma psiquiátrica, pues aún cerrados buena parte de los hospitales psiquiátricos, los fondos van mayoritariamente a los hospitales generales, unidades de psiquiatría y consultas hospitalarias, y en menor medida a los centros ambulatorios de salud mental y aún menos a programas y dispositivos sociosanitarios en la comunidad. Además de un disparatado gasto farmacéutico de escaso o nulo control. Un gasto farmacéutico que forma parte de las barreras que nos vamos a encontrar en el desarrollo de una salud mental comunitaria.
Esa pobreza del modelo de intervención a la que se refieren las conclusiones de mhGap, es la que ha puesto de manifiesto la pandemia, desnudando la carencia teórica, clínico asistencial y de estrategias epidemiológicas de alarma y prevención de la sanidad hegemónica, unas carencias que han llegado a colapsar al sistema de salud y poner en peligro la economía (la acumulación financiera en la que descansa todo su ideario); lo que viene a plantear no ya qué sistema político-económico es el que puede permitir una sanidad más universal y eficiente, sino hasta qué punto aún dentro del modelo neoliberal, del sistema productivo actual, debería ser posible un modelo sociosanitario que pudiera garantizar una mayor protección, en general y específicamente en tiempos de catástrofes, un mayor equilibrio entre la protección de las fuerzas de trabajo y la extracción de beneficios, si se quiere su supervivencia sin grandes turbulencias.
De estas barreras es de lo que voy a tratar a continuación en un rápido esbozo, así como de los abecés de un modelo alternativo de salud mental colectiva, que bien pudiera impulsarse a la luz del precipicio que nos muestra la pandemia de la covid-19, por muy a contracorriente de la ideología financiera dominante que esté en estos momentos. Para ello, primero voy a señalar las principales barreras que nos vamos a encontrar 1) la reducción biológica y la medicalización; 2) la falsificación de las necesidades; y 3) la insuficiencia del discurso biopsicosocial.
1.- La reducción biológica y la medicalización indefinida
Un síntoma, un diagnóstico, un fármaco. Desde las últimas décadas del siglo pasado se puede resumir la enjundia de la asistencia psiquiátrica con estas tres palabras. A las que podríamos añadir un consejo o un adiestramiento conductual, cuando se cuenta, subalternamente, con la psicología. Según se cerraban hospitales psiquiátricos y se creaban redes de atención en la comunidad en los países más avanzados de la Reforma Psiquiátrica, crecía el peso de la psiquiatría biológica aupada por el desarrollo de las neurociencias y, sobre todo, por la prepotencia de la empresa farmacéutica que se fue adueñando de la investigación, la docencia y la clínica, con el apoyo de las autoridades sanitarias, en un universo técnico-científico donde enflaquecían las humanidades y las ciencias sociales, donde predomina el qué hacer y no el porqué de las cosas. El síntoma convertido en signo sustituye a la psicopatología, el protocolo a la escucha. La falla orgánica a la biografía. El delirio, pasa a ser solo ruido. La depresión, un traspié con la serotonina. Los psicofármacos, la bala de plata, pronta solución sin enredar en el conflicto singular, el medio y la sociedad en la que se vive. Quedan fuera los determinantes sociales y la producción de subjetividad. Solo cuerpo, una cartografía de órganos y fluidos, pero sin la implicación emocional que la medicina de la antigüedad les atribuía. La seducción de las imágenes de las regiones del cerebro fuertemente coloreadas electromagnéticamente[2], las inmensas posibilidades abiertas por la biología molecular y la compulsión por los datos, nublan los avances de la psicoterapia y la acción comunitaria, retrotrayéndonos al secular dilema cartesiano, cuerpo-mente, que debería ser hoy irrelevante, pues difícilmente se puede concebir el cuerpo sin la mente, ni entender la mente sin el cuerpo. Y, por otra parte, desconociendo que esos avances científicos no se han visto prácticamente reflejados aún en el campo de la salud mental, donde la psiquiatría biológica se reduce poco más que a la farmacología y el datismo de sus “evidencias”[3]. Más el avance tecnológico-empresarial avanza, en cuanto que la evidencia científica la establece el Poder, su colonización de la salud como mercancía, mientras la episteme reformista, anclada en la acción comunitaria y en la necesidad de una conceptualización psicopatológica, plural, dinámica, en continuo desarrollo, se va perdiendo acosada por la presión de una sociedad medicalizada que busca en las consultas de la salud mental soluciones prêt-à-porter y la falta de recursos en los dispositivos comunitarios de salud mental y en sus necesarios partenaires de la atención primaria.
En la pandemia de la Covid hemos visto pronto este efecto de psicologización del malestar, del miedo y el dolor por las pérdidas y la incertidumbre. Por mucho que se sabe que el estrés, la ansiedad, el insomnio, el desánimo son, la inmensa mayoría de las veces, emociones normales en situaciones anormales, se está propagando la idea de que estamos a las puertas o hemos entrado ya de lleno, en otra pandemia, la de la salud mental. Una vez más, algunos voceros de la psicología y la psiquiatría están convirtiendo reacciones normales en síntomas, patologizando el malestar. Será esta promoción irresponsable, esta creación de falsas enfermedades, lo que sí nos puede llevar a una pandemia de la salud mental, como acertadamente denuncia Lucy Johnston, pues bajo el imperativo de “tenemos que hablar de la salud mental” se fomenta cada vez más que todas las formas de sufrimiento sean vistas como problemas de salud mental, pues para esta autora este aserto ha penetrado de manera tan profunda en las mentes de los profesionales, los medios de comunicación y el público general que ni siquiera entienden que esto pueda ser problemático o sujeto a crítica(3)
2.- Comunidad y demanda: la falsificación de las necesidades
La comunidad y sus demandas están atravesadas por un imaginario lleno de prejuicios respecto a la “enfermedad mental”, lo que facilita que las necesidades que vehiculan como demandas, no se correspondan con las necesidades reales de la población, sino con los intereses de la clase dirigente. He ahí una de las razones por las que buena parte de la ciudadanía se deja llevar por programas electorales que propician la privatización sanitaria y la bajada de los impuestos que solo favorecen a las clases de renta alta.
La comunidad, mitificada en los primeros años de la reforma psiquiátrica, al convertirla en un sujeto social integrador, no es, cuando nos referimos al territorio o área de referencia de los cuidados de la salud, la que definía Ferdinand Tönnies como una comunidad de intereses, al contrario, encierra una realidad compleja, plural, diversa, que hay que resituar en el trabajo comunitario, creando vínculos con grupos y actores sociales, franqueando sus barreras, sus brechas y límites.
Hay que ganarla para que entienda y defienda una salud comunitaria, colectiva, propia. Sin exclusiones ni asistencialismos. El asistencialismo, uno de los principales riesgos en la atención psiquiátrica y de servicios sociales, heredero de la filantropía evangelizadora y de la beneficencia se convierte en un paliativo de situaciones de carencia y marginación, cubriendo la ausencia, o pervirtiendo, las obligaciones los servicios públicos. Sustituyendo el derecho de todo ciudadano a unas prestaciones públicas por una dádiva graciable. Para Paulo Freire el asistencialismo “es una forma de acción que roba al hombre condiciones para el logro de una de las necesidades fundamentales de su alma, la responsabilidad”(4).
En los términos de la relación terapéutica, Leonel Dazza de Mendonça, un psicólogo brasileño introductor del Acompañamiento Terapéutico en España, redacta un Manifiesto anti-asistencialista[4], donde se entiende por asistencialismo todas aquellas actitudes, intervenciones, acciones, formas de encuadrar y llevar a cabo determinadas actividades en las que los profesionales tienden a cuidar a los usuarios “incluso en detrimento de sus necesidades fundamentales de desarrollo personal (autonomía, auto estima, sentirse útil, que aporta algo”)… “Donde los usuarios quedan relegados a ocupar el lugar del sujeto pasivo y demandante, o sea el lugar del déficit y la dependencia”(5).
El caso es que la comunidad, o, mejor dicho, la ciudadanía, no se ha visto en España y en la mayoría de los países, involucrada en la planificación, gestión y desarrollo de los procesos terapéuticos en salud mental, por mucho que el termino adjetive el modelo, y esto le haya hecho muy vulnerable. Las comunidades no han asumido el modelo comunitario como algo esencial, al igual que hicieron con la vivienda digna o el trabajo, lo que ha facilitado su derribo o deterioro por conveniencias del poder político. Superar esta barrera es uno de los principales desafíos de la salud mental colectiva.
3.- De la insuficiencia de lo biopsicosocial
Por último, está la técnica, la necesidad de una nueva caja de herramientas, conceptuales y prácticas. La salud mental comunitaria no puede ser entendida por el simple hecho de pasar consulta fuera del hospital ni lo biopsicosocial por si solo o la recuperación “normalizante” bastan para sustentar el modelo. La urgencia desinstitucionalizadora impuso unas prioridades, pero ahora las prioridades son otras. La asistencia no puede gravitar entre la farmacología, el consejo y protocolos psicoeducacionales. Se precisa una clínica de la escucha y una formación de los profesionales que la haga posible. Una terapia, siempre negociada, contractual con el paciente, donde el diagnóstico no pase de ser una pieza administrativa, que no cierre la escucha. Una clínica que rompa con una práctica trabada entre la normalización y la disciplina. Lo que no supone una descalificación del conocimiento biomédico y conductual, sino una re-significación que vaya más allá de la hegemonía hospitalocentrista y organicista e incorpore no solo una visión plural del conocimiento psiquiátrico psicológico, sino también los saberes del propio sujeto enfermo y de la existencia de síntomas inusuales que no implican vivencias patologizadas. El trabajo comunitario coloca la necesidad de ampliar la caja de herramientas conceptuales e instrumentales y desarrollar nuevas estratégicas político-sanitarias. La atención va más allá de asistir al sujeto que se acerca a la consulta, la responsabilidad es el cuidado de la salud mental de la población que tengamos asignada. La atención es colaborar en la mudanza de sus instituciones para que puedan hacer frente a los factores que predisponen a la morbilidad. La tarea es ayudarles a descubrir sus propias fortalezas y habilidades, sus defensas frente a vulnerabilidades y contagios de todo tipo.
El reto: una clínica otra, la clínica (trato) participada.
Planteaba en Cohabitar la diferencia. Salud mental en lo común(6) que si hay un asunto a resolver, si queremos ir más allá de una mera reforma de la estructura de los servicios y de algunos avances relevantes pero puntuales en la práctica asistencial, es la cuestión de la acción terapéutica, de la clínica. Poderosos movimientos de usuarios, la cuestionan. Buena parte de los profesionales de la rehabilitación psicosocial plantean que no es cosa de ellos. La psiquiatría hegemónica la niega en su reduccionismo biológico al prescindir de la subjetividad, de la semiología y de la psicopatología. Al igual que hace el cognitivismo más duro. Autores del movimiento de la lucha antimanicomial y activistas de la salud mental plantean que todo es clínica, o que todo es política, pues ahora lo que hay que tratar es una sociedad enferma, donde predomina la alienación en todos los órdenes de la vida. Sin dudar de la alienación social como predisponente a la alienación patológica, estoy con la Princesa Inca cuando dice: “La locura es dolorosa, que nadie lo olvide”(7), o en todo caso, digamos que, en muchos momentos y persona, puede serlo. Negarlo, idealizar la locura, es ignorar el sufrimiento que conlleva, y por tanto su cuidado profesional y profano.
Y de eso se trata. Ese es el reto de la Salud Mental Colectiva, por muy a contracorriente que se situé en tiempos adversos. Un modelo de salud mental comunitaria que parte de la re-lectura del proceso de salud-enfermedad, que enmarca su praxis en la Salud Pública como salud colectiva fundamentada en los determinantes sociales, en los modos de vida y la producción de subjetividad frente a la corriente dominante hoy basada en el preventivismo del el estilo de vida y la consiguiente responsabilidad individual. Y que en su formulación conceptual-clínica parte de la subjetividad crítica (enfoque psicopatológico desarrollado por Fernando Colina y Laura Martin)(8), de una clínica ampliada (siguiendo a Campos y Rosana Onocko)(9) y de una clínica que llamo participada consistente en la incorporación del sufridor psíquico en todo el proceso terapéutico. Una clínica (trato) de la escucha y el diálogo horizontal, negociadora siempre en la prescripción de la terapia o el fármaco; un trato cómplice, no pastoral ni de maestro, donde el saber profesional se nutre dialógicamente de la psicopatología y de la experticia en primera persona; un trato donde la curación no lo es a cualquier precio y donde lo normal es la diversidad; una clínica que no sea patrimonio de psiquiatras y psicólogos; una clínica de-en-la-calle, de-en-el-mercado-, de-en-la-casa, del acompañamiento donde fuera necesario; un trato de respeto a la diversidad de género, étnica, cultural, donde predomina la prudencia, donde se establezcan límites, no normas, una clínica que trata de la estabilización del sujeto en crisis, lo que no implica necesariamente su normalización. Una clínica que avive la responsabilidad, la libertad de escoger y ser responsable, el desempeño frente a la pasividad, que avive el deseo como síntoma de estar vivo.
En esta clínica participada, siempre abierta a la experiencia y al conocimiento, se busca la reinvención como una construcción de posibilidades en la ayuda al sufridor psíquico o a la comunidad a reconocer sus propias fortalezas. Laura Martín y Fernando Colina, en su manual de psicopatología definen así el trato (la clínica):
Tratar con alguien no es enseñarle nada…Consiste fundamentalmente en no estorbar, asistir a las defensas del sujeto y ayudarle a reconocer las partes de sí mismo que debe calibrar para regular su angustia. Es acompañarle. Ser su cómplice por un tiempo, pues no es más que alguien que está solo y perdido en un mundo que a veces no significa nada y, otras, significa demasiado”(8).
En definitiva, la salud mental colectiva trabaja por la concienciación del sufridor psíquico de sí mismo, no para que asuma su “conciencia de enfermedad”, no para que se haga así mismo paciente enfermo como seña de identidad. Es un modelo asistencial empeñado en la emancipación y la cohabitación más que en la adaptación, en el trabajo en redes psicosociales, en la acción poblacional sin olvidar nunca lo singular; en la continuidad de cuidados individual pero imbricada en el medio social.
¿Qué aporta al cuidado de la pandemia vírica el enfoque comunitario, la salud mental colectiva?
La principal ventaja de la salud mental colectiva es el conocimiento del territorio, al trabajar con la vulnerabilidad y no solo con los síntomas puede apoyarse en las redes comunitarias ya creadas o favorecer la formación de otras ad hoc, puede involucrar a la sociedad facilitando la participación de múltiples sectores, evitando la fragmentación de esfuerzos y estableciendo nuevas alianzas. Si la salud mental comunitaria está implantada en el territorio cuenta con el conocimiento epidemiológico de la zona, sus grupos de riesgo, los barrios más vulnerables al contagio, rutinas, tipos de empleo, puntos de apoyo para la difusión de las medidas protectoras, líderes naturales, resistencias. Puede priorizar los servicios e identificar a quienes más lo necesitan. Puede, en suma, considerar los factores sociales y determinantes de la salud mental y el sufrimiento psíquico, considerando especialmente a los más pobres o desvalidos, los entornos más inseguros. Sabe que la respuesta no puede ser únicamente sanitaria. Qué hay que posibilitar el quédate en casa. Qué el dilema no puede ser: hambre o contagio. Y sabe, algo que las administraciones y las autoridades sanitarias parecen ignorar: que hay que cuidar al profesional. El personal sanitario y los agentes sociales y de salud, tiene que enfrentar el sufrimiento de los otros y el propio estrés y miedo por al contagio suyo y de sus allegados. Las instituciones públicas y la sociedad están obligadas a su cuidado, a la consideración pública de su labor más allá de los aplausos de los balcones o de los políticos en las asambleas y parlamentos. Un reconocimiento que pasa por fortalecer sus medios, por dotar de suficientes recursos sociales y sanitarios a los sistemas públicos de atención, por escuchar sus quejas y sus propuestas.
La pandemia vírica, como otras catástrofes, sobre todo las provocadas por el hombre, señalan, como decía al inicio, la urgencia de un cambio en las políticas sanitarias y sociales, un cambio en la forma de atender el malestar y el sufrimiento psíquico, si no queremos un mañana no ya precario, desigual y tremendamente injusto como es nuestro presente, sino claramente distópico. Hoy se habla mucho de cambio civilizatorio, como en 2008, en pleno desastre financiero, ante un sistema que no nos protege ni social ni sanitariamente y devasta el ecosistema del planeta y su futuro, pero “¿cuánto tardaremos en pasar página y acomodarnos a la supuesta “normalidad” que ha provocado estas catástrofes? ¿Cuántas catástrofes serán necesarias todavía para que reneguemos de un sistema que mira para otro lado mientras la gente muere por falta de medicamentos y vacunas en buena parte del mundo, se hacina o perece en las fronteras de la UE o EEUU, o duerme en las aceras aún en las ciudades de las naciones más ricas?
Bibliografía
- Herrero Y. Prólogo. En: Padilla, Javier; Gullon P. Epidemocracia. Madrid: Capitán Swing; 2020, pág.24
- Saraceno B. Sobre la pobreza de la psiquiatría. Barcelona, Herder; 2020; pág.100.
- Johnstone L.We’re all in This Together. Recuperado de:https://www.madintheuk.com/2020/03/covid-19-resources-were-all-in-this-together/
- Freire P. La educación como práctica de la libertad. Madrid, Siglo XXI España, 2019; pág. 2.
- Dazza de Mendonça L. Manifiesto anti-asistencialista.En Chévez Mandelstein, A (Coord.). Acompañamiento terapéutico en España. Madrid: Grupo 5, 2012; pp. 219-23
- Radio Nicosia. As. JOIA. Princesa Inca (Cristina Martín). El libro de Radio Nicosia: voces que hablan desde la locura. Barcelona: Gedisa, 2005, pág. 87.
- Desviat M. Cohabitar la diferencia. Salud mental en lo común. 2aed. Madrid: Síntesis; 2020.
- Martín, Laura; Colina F. Manual de psicopatología. Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2018; pág. 228
- Onocko Campos R. Psicoanálise & saúde coletiva. São Paulo: Hucitec; 2013.
[1] El Programa de acción para superar las brechas en salud mental ofrece a los planificadores de salud, a las instancias normativas y a los donantes un conjunto claro y coherente de actividades y programas para ampliar y mejorar la atención de los trastornos mentales, neurológicos y por abuso de sustancias https://www.who.int/mental_health/mhgap/es/
[2] El término SPECT es un acrónimo de “Single Photon Emission Computed Tomography” (Tomografía de emisión por fotón único), una técnica compleja que permite obtener imágenes sobre el funcionamiento de diferentes regiones cerebrales.
[3] La lectura común que se hace de la Medicina Basada en la Evidencia (MBE) considera la evidencia como una certeza algo que la aleja de la ciencia que no trabaja con certezas cerradas, quedando siempre abierta a nuevas probabilidades.
[4] Figuran como coautores: Teresa Abad, Sara Lafuente, Gema Ledo, Alicia Molina, Raquel del Olmo, Antonio Perdigón, Blanca Rodado, Marta Rodríguez, Sara Toledano, Raúl Gómez y Miguel Angel Castejón.