Alberto Martínez Serrano. Psicólogo
Centro de acogida para personas sin hogar – Cáritas Elche
Es demasiado aterrador pensar que nuestra vida puede estar marcada por la mera accidentalidad. Que fue azaroso el lugar donde nací, mi posición social, las oportunidades que recibí, el sufrimiento del que fui víctima o las prebendas que pude recibir. Preferimos sentir que tenemos control sobre nuestra existencia y que el estatus que ocupamos es, para bien o para mal, el que hemos elegido o nos hemos ganado. La falacia de la libertad surge cuando juzgamos a las personas en situación de exclusión social desde estos parámetros y les hacemos responsables de su estado de precariedad. Recuerdo cada una de las ocasiones en las que, como un mantra que se repite, he escuchado a algún que otro juez, psiquiatra o político decir, a propósito de las personas sin hogar, están ahí porque quieren, porque prefieren estar en la calle.
Creo que podríamos convenir que la libertad se circunscribe a las opciones entre las que puedo optar y como alternativa lógica podemos decir también, que hay personas que, a lo largo de su vida, han podido escoger entre muy pocas o ninguna opción. Hacer justicia es reconocer el hecho de que la vida se cebó con ellas, que no son seres carentes o incapaces, simplemente, en una sociedad imperfecta que no puede garantizar la igualdad de oportunidades y ante un destino accidental, a ellos les tocaron las peores cartas para ganar la partida.
Pocas opciones tuvieron, por ejemplo, quienes siendo niños fueron víctimas de malos tratos, abusos sexuales, vivieron en hogares desestructurados, presenciaron situaciones crónicas de violencia doméstica, padecieron la enfermedad mental o las adicciones de alguno de sus progenitores, o simplemente, no fueron amados… ¿creemos que algún ser humano puede permanecer indemne ante estas circunstancias? Los estudios epidemiológicos muestran que, entre los colectivos en grave exclusión social, existe una prevalencia significativamente más elevada con respecto a la población general, de experiencias traumáticas tempranas. Los estudios revelan que, a mayor número de experiencias traumáticas, mayor probabilidad de sufrir adicciones, enfermedad física y mental, prostitución, sinhogarismo, y otros problemas de exclusión social… Los psicólogos conocemos las graves secuelas que todas estas experiencias dejan en el alma humana y que, en ocasiones, los condicionantes que impiden a una persona avanzar no están solo en las opciones de carácter material que posee, sino en limitaciones de carácter psicoemocional marcadas por su historia singular. Al fin y al cabo, nuestra representación de nosotros mismos, de los demás y del mundo han quedado configuradas por nuestras experiencias de aprendizaje vitales y, muy especialmente, por aquellos hitos de nuestra historia particular que pudieron dejar una marca indeleble.
Hablar de sinhogarismo es integrar dentro de una categoría, una gran heterogeneidad de circunstancias individuales que poco o nada tienen que ver unas con otras salvo su consecuencia más evidente, esto es, no tener un hogar donde vivir. Pero las apariencias engañan y lo aparente no es siempre lo más esencial. La sustantividad del sinhogarismo y por extensión, de la exclusión social, radica en el sufrimiento de quienes lo padecen, las secuelas psicológicas que produce y la forma en que la persona trata de encontrar alivio a ese dolor, en muchas ocasiones, a través de respuestas contraproducentes, como la evasión mediante el consumo de alcohol y drogas, la renuncia a cualquier aspiración para no sufrir de nuevo el fracaso, la búsqueda de sensaciones como forma de distraer la atención de un yo devaluado, el aislamiento para no sentir la vergüenza que surge ante la presencia del otro que me juzga, la desvinculación afectiva para no re-experimentar el abandono emocional, el boicot a mi propio bienestar para resarcir el sentimiento de culpa que me acompaña, la hostilidad como emoción compensatoria del miedo… y así, multitud de respuestas que contribuyen al mantenimiento de la situación de sinhogarismo y que, ingenuamente pensamos, se solucionan proporcionando, exclusivamente, techo y comida, cuando lo que necesitan es mucho más: un hogar en su mente y en su corazón, y una comunidad que les reconozca y acoja.
El alcance de lo expuesto hasta aquí requiere de una honda transformación del modelo de intervención social que predomina en nuestras instituciones y organizaciones sociales. Superar la exclusión social no es solo cosa de proveer de recursos económicos y materiales, ni de proporcionar determinados servicios, ni tan solo del entrenamiento en habilidades… sino también, y de forma muy importante, de restaurar o construir la salud emocional que ha quedado dañada y que se configura a la vez, como potencial causa y consecuencia de los procesos de exclusión social. Para quien sabe mirar, en las personas en situación de exclusión social suele habitar el estigma del prejuicio, el abandono, la desconfianza, el miedo, la desesperanza o la soledad… y, desgraciadamente, otras tantas experiencias humanas que necesitan de una intervención socioeducativa y terapéutica, individual y comunitaria, para su recuperación. Afortunadamente, son múltiples las potencialidades humanas que pueden ser utilizadas como fuente de resiliencia en este sentido y que debemos, también, saber contemplar y poner en valor.
Cada vez penetra más en el imaginario colectivo, los tentáculos de una ideología progresivamente dominante, que cosifica a los grupos en exclusión, extinguiendo cualquier posibilidad de una mirada empática alrededor de su situación. Es esa ideología que asocia la causa de la pobreza a una actitud individual –algo así como que se es pobre porque se quiere, porque si uno pone el suficiente empeño podemos hacernos ricos, es sólo cuestión de talante-, ignorando cualquier reflexión crítica sobre la desigualdad endémica de nuestro sistema social y económico, y si lo hace, es para cuestionar las medidas que intentan compensar las desventajas de aquellos que menos tienen. Sus argumentos derrochan una racionalidad aséptica, instrumental, desprovista de todo el valor moral que aporta la compasión. Está dotada de un pragmatismo aterrador que hace de los seres humanos piezas intercambiables, medios, y no fines en sí mismos. Ignoran que la pobreza y la exclusión social es, ante todo, falta de libertad, imposibilidad de llevar a cabo un proyecto de vida que merezca la pena ser vivido. Es una ideología que desprecia al empobrecido porque, al menos en apariencia, no tiene nada bueno que ofrecer, ni devolver, y que define muy bien el concepto de aporofobia acuñado por la profesora de filosofía Adela Cortina.
Contemplamos con estupor la emergencia de corrientes de opinión que deshumanizan y simplifican el análisis de la situación de grupos vulnerables como los menores migrantes o la inmigración en general, las mujeres víctimas de violencia de género, las personas en situación de sinhogarismo o tantos otros colectivos que sufren problemáticas sociales de diversa índole. Sólo una mirada que permite reconocer al otro como semejante en dignidad fundamenta las bases de la justicia sobre la que construir una sociedad inclusiva, A modo de epílogo, podríamos concluir que, no he conocido a nadie que, entre sus sueños de niño, cuando imaginaba su futuro como adulto, aspirase a ser una persona sin hogar. Nadie elige la exclusión social. Nadie elige vivir en la calle.
Número 19, 2025