El fútbol y la vida digital: reivindicar al árbitro
Txetxu Ausín. Investigador Científico y Director del Instituto de Filosofía del CSIC (Grupo de Ética Aplicada GEA)
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Decía Albert Camus, uno de mis héroes filosóficos, todo lo que sé sobre moral y obligaciones del hombre, se lo debo al fútbol. Siguiendo su estela, me voy a permitir utilizar el deporte del fútbol para analizar nuestra vida digital, nuestro estar en las nubes, nunca mejor dicho.
Vivimos en las nubes, digitales, toda nuestra vida, nuestro terreno de juego, es un universo compuesto de datos. Los datos están en todas partes, son ubicuos, de modo que se está produciendo una datificación de la vida, una representación digital de la realidad, donde lo real es lo digital.
Esta transformación de lo real en datos consiste en poner en un formato cuantificado TODO, para que pueda ser medido, registrado y analizado. Es decir, transformarlo todo en información cuantificable, un viejo sueño de la humanidad pero que hoy en día se desarrolla exponencialmente por medio de la digitalización y los sistemas de computación: Tenemos las herramientas (estadísticas y algoritmos) y los equipos (procesadores digitales y de almacenamiento) para manejar una enorme cantidad de datos.
Se cuantifica en datos el espacio y el lugar (geolocalización) y todo lo que nos rodea mediante la incrustación de chips, sensores y módulos de comunicación en todos nuestros objetos cotidianos (lo que se conoce como el internet de las cosas: vehículos, electrodomésticos, domótica, smart cities…).
Nuestro nuevo campo de fútbol, las nubes digitales, es una realidad compuesta esencialmente de información, de datos, lo que autores como Luciano Floridi llaman la infosfera.
Y no solo se datifica el espacio o nuestras interacciones con objetos y el entorno, sino que se transforman en datos todos los aspectos de nuestra vida: las interrelaciones humanas (pensamientos, estados de ánimo, comportamientos, emociones), elementos intangibles de nuestra vida cotidiana que se analizan a través del estudio de nuestra participación en redes sociales; y los actos corporales más esenciales (sueño, actividad física, presión sanguínea, respiración), mediante su monitorización a través de prendas de vestir, relojes inteligentes, prótesis, implantes o medicamentos digitales.
Los nuevos sujetos de este campo de fútbol digital, espectadores y jugadores, estamos caracterizados por un yo-cuantificado, un tipo de individuo sometido al valor supremo del flujo de datos (lo que el historiador Yuval Harari ha llamado dataísmo), una suerte de tecno-religión que estipula que será bueno aquello que contribuya a difundir y profundizar el flujo de información en el universo y malo lo contrario. Se debe maximizar el flujo de datos conectándose cada vez a más medios y produciendo y consumiendo cada vez más información. Se postula la mano invisible del flujo de datos: Si queremos hacer un mundo mejor, la clave es proporcionar datos. ¿Sobre qué? Sobre todo y en todo momento (24/7). El tiempo libre se vive igual que el tiempo de trabajo (optimización del yo) y está atravesado por las mismas técnicas de evaluación, calificación y aumento de la efectividad. El concepto de rendimiento se extiende a la vida en su totalidad y provoca una desestandarización del trabajo (como ocurre, por ejemplo, en la economía de plataformas).
Nos ha cambiado el terreno de juego, la realidad, y hemos cambiado también los jugadores y espectadores, los sujetos. Sin embargo, en este juego hay faltas, hay problemas, se producen daños.
Podemos hablar de riesgos epistémicos, cuando se confunde en este modelo de big data la explicación causal propia de las ciencias con las correlaciones. Este enfoque promete hacer nuevos descubrimientos científicos a través de correlaciones y regularidades partiendo de enormes cantidades de datos. Las correlaciones pueden ser un indicio importante de causalidad pero también puede haberlas claramente espurias, engañosas y falsas (véase la divertidísima página de Tyler Vigen: tylervigen.com/spurious-correlations).
Otro problema epistémico, pero con enormes consecuencias prácticas, son los sesgos. Un sesgo es un prejuicio, una manera distorsionada de percibir la realidad, una predisposición normalmente negativa hacia algo o hacia alguien. Por eso los sesgos nos alejan de lo que es verdad (nos confunden) y nos alejan también de la justicia (porque provocan discriminación).
Los datos con los que se entrenan y aprenden los sistemas de inteligencia artificial están muchas veces cargados de prejuicios y estereotipos negativos: por razón de edad, de cultura, de sexo, de nivel económico… Y además, estos sistemas se pueden diseñar beneficiando a determinados grupos de personas y perjudicando a otros. La tecnología no es neutral y los ejemplos de discriminaciones debidas a los algoritmos son cada vez más numerosos y conocidos, como ha destacado la matemática Cathy O’Neil en Armas de destrucción matemática.
Añádase a lo anterior los riesgos sobre la privacidad y la intimidad de las personas, las amenazas de manipulación y merma de la autonomía, o los peligros de las políticas predictivas basadas en datos (al estilo de Minority Report), donde ya no somos juzgados en función de nuestras acciones reales, sino sobre la base de lo que los datos indiquen que serán nuestras acciones probables (enfermedades, conductas, accidentes de tráfico…).
Podemos terminar el capítulo de faltas en el juego con el enorme impacto medioambiental de esta nueva realidad. Aunque se nos suele presentar como una suerte de economía desmaterializada, la fabricación, desarrollo y mantenimiento de productos electrónicos y redes digitales supera con creces a otros bienes de consumo. La extracción de materias primas esenciales, las enormes cantidades de energía y agua necesarias para los centros de computación y almacenamiento de datos en la nube, con las consiguientes emisiones de CO2, los residuos y basura digitales, y la explotación de trabajadores precarios tanto para la extracción de minerales como para el aprendizaje de los sistemas artificiales, tienen un elevadísimo impacto medioambiental, social y geopolítico.
Con todo este panorama, ¿qué es lo que falta? Faltan los árbitros y las reglas, carecemos de un poder civil en las nubes. Más allá de la reciente aprobación del Reglamento Europeo sobre Inteligencia Artificial (AI-Act), que ya veremos cómo se materializa, este terreno de juego de las nubes digitales adolece de una separación de poderes: no hay legislativo (una elección de representantes que podrían legislar), ni judicial (ciberjusticia), ni ejecutivo (porque existe una concentración descentralizada en manos de grandes compañías privadas, de los grandes magnates tecnológicos, cual directivos sin control de enormes clubes de fútbol).
La like-democracy es una ficción de democracia cuando no existe una división de poderes en las nubes digitales. Somos súbditos y no ciudadanos, sometidos al dilema del acepto/no acepto ante las condiciones que imponen las grandes compañías que establecen las reglas de juego en el ecosistema digital (compañías eléctricas, telefónicas, informáticas, televisivas, de videojuegos, de dinero electrónico).
Urge transitar desde esta nube feudal (autoritaria, centralizada, opaca, dirigida, vertical), la internet de los señores del aire, en afortunada expresión de Javier Echeverría, hacia una nube prosocial (democrática, distribuida, policéntrica, abierta, colaborativa, emancipadora, horizontal), lo que yo llamaría la internet de las pequeñas cosas y los pequeños contribuidores. Para ello, necesitamos superar nuestra minoría de edad tecnológica y atrevernos a pensar las nubes digitales por nosotros mismos, a fin de alcanzar un pacto tecno-social mediante una nueva Ilustración digital. Necesitamos una aproximación política a las nubes, más allá del foco sobre el código y los algoritmos.
El fútbol, sin reglas, sin mediaciones, con espectadores y jugadores apáticos, inertes y controlados, sería un deporte horrible, plagado de trampas y juego sucio, y sometido al imperio de los dueños de los clubes privados. Reivindiquemos a los árbitros.