Acción social

Los "apellidos" de la pobreza

Francisco Lorenzo

Sociólogo

 

Las palabras son importantes. No se trata de reivindicar un excesivo purismo lingüístico, sino de comprender que la semántica construye una forma de interpretar la realidad y, por lo tanto, de abordarla.

En el ámbito de la pobreza, de la exclusión o de «las problemáticas sociales» en general, esta regla también se cumple. Así, los cambios que se han ido produciendo en el lenguaje específico sobre la materia han ido de la mano de la configuración de diferentes corpus teóricos, los cuales han conllevado prácticas distintas. Es decir, nuevas formas de hacer han requerido también nuevas maneras de denominar la realidad.

Es cierto que, en ocasiones, esta pretensión ha generado debates que, lejos de permitir avanzar a la hora de comprender y de proponer soluciones, parecen haberse convertido en un fin en sí mismo. El caso más representativo es el dilema (nunca resuelto de manera definitiva) en torno a cómo denominar a las personas que acuden a los servicios o dispositivos sociales en busca de apoyo; beneficiarios, clientes, usuarios, participantes… Son solo algunas de las designaciones empleadas, cada una de ellas con un matiz diferencial.

En cualquier caso, y aun a riesgo de eternizarnos en la resolución de estas disyuntivas, hemos de reconocer la importancia de las palabras, pues, como ya hemos dicho, nos hacen comprender la realidad de una manera determinada. Fundamentalmente cuando no solo se abordan en ámbitos especializados y con criterios técnicos, sino cuando se convierten en debates triviales aparentemente resueltos sin la necesidad de fundamentos teóricos.

Resulta sencillo encontrar distintos ejemplos en los que las palabras empleadas para designar una realidad conllevan una forma concreta de comprenderla. Nos acabamos de referir a la manera en la que se denomina a una persona cuando acude a un dispositivo en busca de ayuda pero, de forma más explícita, ocurre también cuando son las características las que terminan por definir a la persona.

La teoría nos dice que los adjetivos son palabras que acompañan al sustantivo para expresar una cualidad de la cosa designada por él o para determinar o limitar la extensión del mismo. Así, cuando éramos pequeños, en el colegio aprendíamos que una casa podía ser bonita, un coche nuevo, una persona amable y un paisaje espectacular.

Lo que no nos enseñaron es que, en ocasiones, en lugar de caracterizar al nombre, la función del adjetivo es eclipsarlo hasta el punto de que el sustantivo no sea más que un excipiente sobre el que se apoya el componente realmente definitorio. Así, drogodependiente, inmigrante y discapacitado dejan de ser adjetivos, reduciendo a la persona a un único atributo, aparentemente capaz de definir toda su globalidad.

En gran medida, este uso tiene relación con la tendencia a definir a algunas personas desde sus carencias (sin hogar, sin papeles, sin…), obviando por completo las posibles potencialidades. A fin de cuentas, simplificar supone reducir, lo que, en una sociedad que apuesta por explicaciones que impliquen el menor número de caracteres, resulta una práctica bien valorada.

Ahora bien, obviar la complejidad de la realidad social (y, por lo tanto, humana) nos lleva a pagar el elevado precio de la determinación desde el origen, pues, como decía Goethe: «Trata a un hombre tal como es, y seguirá siendo lo que es; trátalo como puede y debe ser, y se convertirá en lo que puede y debe ser».

Como ya hemos señalado, esta forma de acercarnos «al problema» (y en ocasiones así es percibida la persona en sí misma), nos invita a una manera concreta de trabajar en el ámbito de la acción social: no es lo mismo intervenir que asistir, que acompañar, que…

Pero no solo son las personas afectadas por la pobreza o las formas de acercarnos a las mismas las que se ven afectadas por este proceso de designación-acción. El propio fenómeno (la pobreza en sí) se caracteriza con «apellidos» en multitud de ocasiones, obligándonos a hacer una distinción entre aquellos que nos ayudan a la comprensión del mismo y los que nos distraen o, incluso, nos confunden.

En términos de intensidad, estamos familiarizados con tres formas de referirnos a la pobreza: absoluta, extrema y relativa. Más allá de definiciones precisas, estos términos nos permiten, intuitivamente, ordenar la gravedad con la que la pobreza “golpea” a una persona, a una región o en el seno de un hogar: si bien, los dos primeros términos nos remiten a una intensidad tan elevada que parece incuestionable, el término relativo nos obliga a la comparación con el entorno.

Además, esta caracterización deja de ser intuitiva y pasa a objetivarse en la medida en la que se establecen umbrales absolutos (1,25 dólares al día) o relativos (60% de la renta mediana), lo que nos permite concretar e incluso medir; ahora bien, esto no evita la existencia de debates al respecto de la adecuación de los mismos.

En las últimas décadas (y especialmente durante la pasada crisis), han aparecido nuevos «apellidos» de la pobreza. Nos referimos a términos como pobreza infantil, pobreza femenina, pobreza energética, pobreza sanitaria, etc. para adentrarnos en la realidad de algunos colectivos o en la carencia de determinados bienes básicos.

Pero, ¿cómo han de interpretarse estas caracterizaciones de la pobreza? ¿Son fenómenos nuevos propios de una realidad cambiante o no son más que manifestaciones concretas de «la misma pobreza de siempre»? Probablemente se den ambas cuestiones… e, incluso, alguna más.

Que la realidad está sometida a un proceso de cambio rápido y constante resulta evidente en un mundo cada vez más líquido (tal y como señalaba Bauman). Ahora bien, que muchas de estas manifestaciones son concreciones de algo tan arraigado como las situaciones de pobreza también puede parecer obvio.

Entonces, ¿qué nos aporta de esencial esta caracterización y en qué resulta únicamente una distracción sin apenas fundamento?

En cuanto a lo primero, cabe destacar que toda manifestación de un fenómeno debe ser analizada con atención. Es decir, que en nuestro país tengamos una tasa de pobreza infantil elevada respecto a la media de la UE nos obliga a revisar las políticas de protección a la familia y a la infancia existentes, pues no parecen ser suficientemente protectoras como para revertir esta tendencia.

Un análisis similar se puede llevar a cabo cuando nos referimos a recursos concretos: ¿qué precio de mercado tienen en nuestro país las distintas formas de energía? Siendo un bien imprescindible, ¿en qué medida está garantizado públicamente el acceso a la misma?

Estas cuestiones automáticamente nos llevan a analizar aspectos concretos de nuestro sistema de bienestar y, por ello, a repensar el trabajo de la incidencia política que es necesario llevar a cabo. Entonces, adjetivar nos permite identificar y orientar algunas acciones concretas.

Ahora bien, existe un riesgo cuando interpretamos estas manifestaciones como cuestiones decididamente novedosas (las nuevas pobrezas) o incluso, cuando las absolutizamos, concediéndoles el rango de fenómenos diferenciados.

Lo primero no es más que un tema casi más propio del marketing que de la acción social. En esto, las propias entidades sociales, en su afán de concienciar a la sociedad o incluso a los políticos, sobre determinadas realidades, han caído en la tentación de crear un producto con entidad propia, fácilmente comunicable.

El caso de la pobreza infantil es paradigmático en este sentido pues, sobre una base real (tasa elevada de pobreza en aquellos hogares en los que hay menores), se ha hecho referencia a un fenómeno que parecía prácticamente único y aislado, siendo esto necesariamente erróneo (¿acaso se pueden encontrar niños o niñas pobres dentro de familias acomodadas?, es decir, ¿no es la pobreza infantil una manifestación concreta de la pobreza familiar, e incluso, de la pobreza general?).

Quiero insistir en la base real que sustenta esta parcialización de la realidad (la pobreza infantil existe y es real, no es inventada). La cual, añadida a la visión parcial, por ejemplo, de las entidades especializadas en colectivos concretos, llevan a una pseudo priorización que aun legítima, en ocasiones eclipsa la gravedad de un fenómeno más amplio, el cual no termina de ser comprendido en su globalidad, y menos aún, atendido desde las instituciones públicas, dejando así pasar una oportunidad inmejorable para ello (¿no sería más oportuno un plan de lucha contra la pobreza global que uno orientado solo a paliar los efectos de la pobreza energética?).

Pero existe además otro riesgo en relación a la acción social, tanto para los servicios sociales públicos como para los proyectos desarrollados por aquellas entidades que se encuentran «en primera línea de fuego»: desarrollar una atención ante problemáticas específicas en lugar de optar por la atención integral a las personas.

Atender problemáticas nos lleva a tamizar de manera artificial, a dejar de reconocer la dignidad de cada ser humano, a no comprender las singularidades, a despreciar la globalidad, a fragmentar a la persona (y a desconectar cada fragmento de la misma), a construir espacios ficticios que tienen más de gueto que de lugar de encuentro e integración, a desvincular (por dentro y por fuera), a etiquetar, a atender síntomas sin comprender causas, a diferenciar y a excluir (aún más).

Volvamos de nuevo al principio: denominar para comprender, y comprender para actuar. Puede que el uso adecuado de las palabras no conlleve una acción realmente acertada, pero el mal uso de las mismas, sin duda alguna, aniquila cualquier oportunidad de estar a la altura.

Número 2, 2019