Antonio Izquierdo Escribano, Catedrático de Sociología de la Universidad de A Coruña.
1
Me propongo dialogar con los lectores sobre un malestar que nos aqueja como sociedad. Aún no sé cómo medirlo, pero sí como expresarlo. Me inquieta que nos importen más las palabras que los hechos y que los gritos ahoguen los razonamientos. Que nos entreguemos en cuerpo y alma al poder de las gargantas y de la propaganda, en lugar de atender al pensamiento y la ciencia. Que prevalezca con tanto descaro la cultura de la declaración frente a la cultura de la experiencia.
En el mes de mayo hemos vivido dos acontecimientos que revelan la fuerza de la cultura para dividir a las personas. Uno ha sido el racismo en el fútbol y otro la supuesta inmortalidad del terrorismo etarra. Un racismo primario que se cimenta en el color de la piel. Y una herencia sanguinaria que persigue a los descendientes hasta el fin de sus días. Son dos mecanismos culturales para jerarquizar a los grupos humanos.
Cuando etiquetamos según una única categoría falseamos la realidad porque todos tenemos varias afiliaciones y formas de identificación. Mujer, madre, viuda, limpiadora, católica, andaluza, etcétera. Marcar a una población por el color o por un pasado tiene serias consecuencias para sus vidas ¿Expulsarlos, ilegalizarlos? Pero además cualquier clasificación rígida que reduce la diversidad y la pluralidad de las gentes a una dimensión asfixia el conocimiento. No es sólo un error político y ético sino también epistemológico.
La racialización y la mistificación de ETA expresan la fuerza de la agresión cultural. Una muchedumbre violenta ha gritado mono y tonto a un jugador negro. Y una masa mediática ha ahogado la voz particular de los municipios. La realidad es que ninguno de estos hechos sirve para que mejore el equipo de fútbol ni la calidad de nuestra vida cotidiana. Me pregunto a qué obedece esta explosión de individualismo zoológico y de agresividad electoral. Lo cierto es que nuestra democracia actúa más como una concha que como una esponja. Elegimos repeler antes que absorber.
2
Hasta hace poco, el trabajo se bastaba para integrarnos en la sociedad. Ya no. El trabajo no da para mantener el decoro ni para elaborar la identidad. No cubre las necesidades básicas ni nos permite elegir la manera como nos vemos. No podemos pagar vivienda, comida y medicamentos, ni tampoco cultivar nuestra imagen como consumidores. La clase social pierde fuelle ante la estratificación del poder de compra y el estado de derecho no consigue moderar el rechazo cultural y la desigualdad económica.
En esta situación el miedo social busca un flotador identitario (ideológico o racial) para evitar que la humillación laboral nos separe de la sociedad. Ese salvavidas es el de una marca cultural dominante. Eso explica que el censo electoral tenga más fuerza identitaria que un censo demográfico. El paso siguiente es el de negarle al inmigrante la ciudadanía o distinguir entre buenos y malos españoles. El color de la piel o las banderas se utilizan para comerciar con los sentimientos y obtener un beneficio.
Los dos episodios que nos ocupan (el racismo y el nacionalismo furioso) revelan un deslizamiento de la cuestión social hacia la división cultural. La exclusión cultural implica apartar a seres humanos de los compromisos y hábitos en los que nos reconocemos. Desligarlos de lo que es común a nuestra humanidad que no es otra cosa sino la pluralidad de identidades, es decir, el ser diversamente diferentes. Los marcadores culturales (idioma, religión, jerarquía racial, alimentación, costumbres, etcétera) evolucionan con el tiempo y las circunstancias.
3
En los informes Foessa nos preocupamos por medir las privaciones que amargan nuestras vidas. A eso le llamamos exclusión social. Distinguimos ocho dimensiones que condensan las desgracias que afligen a los hogares. Dos de esas brechas son la participación política y la conflictividad social. Ambas dan lugar a prácticas culturales que incluyen o excluyen. El racismo y la estigmatización del pasado son dos prácticas culturales que envenenan la convivencia y desvirtúan el objeto de la votación.
Entonces, ¿a qué llamamos cultura?
Las dos ideas más comunes de cultura nos hablan de obras espléndidas y de un conjunto de valores y costumbres. Hay una tercera acepción que es la cultura del consumo. Vivir para comprar. Y aún podríamos añadir una cuarta voz, a saber, el proceso de desarrollo espiritual que amuebla la cabeza masticando las experiencias. De todas un poco y de ninguna en exceso.
Desde estos supuestos culturales integraría tanto los hábitos que aplicamos en la vida cotidiana como el patrimonio acumulado en la sucesión de generaciones. Una forma de vivir, de pensar y de comunicarnos donde la palabra y la experiencia son prácticas culturales que nos juntan o separan.
Me inquieta que la realidad virtual o la inteligencia artificial nos insensibilicen ante la experiencia que hemos vivido en los últimos años. Los trabajadores inmigrantes recogieron y transportaron los alimentos durante el confinamiento; y la política de los ERTES o la subida del salario mínimo protegieron a los más vulnerables en la pandemia. Estoy cuestionando la metamorfosis de la cuestión social en exclusión cultural.
4
Es verdad que la masa que asiste a los encuentros de fútbol no refleja a la población española por edad, sexo o clase social. Al fútbol no van las élites, ni los pobres, pero sí las clases medias inseguras. Esas que votan contra la inmigración en toda Europa. También es cierto que más de un tercio de la población se ha desentendido de las elecciones municipales y que a los inmigrantes no se les considera ciudadanos con derecho a voto. Esto supone que más del 40% de la población adulta no se siente políticamente incluida. La mayoría de los desafectos son ciudadanos de título, pero no de hecho. Los otros ni eso.
Sabemos que en los sucesos de mayo de 2023 se combinan, en dosis distintas, la cuestión social y la exclusión cultural, pero mi conclusión es que los impulsos identitarios que nos separan se han impuesto a las razones solidarias que nos integran.
Número 14, 2023