Conocer para intervenir
Pilar Pallero y Pedro Fuentes, Equipo de Estudios de Cáritas Española
Quizá pueda parecer una obviedad afirmar que para poder intervenir ante cualquier realidad es necesario acercarse a ella y comenzar a conocerla. El mundo de la exclusión social no es una excepción. Lo que igual no es tan obvio son las trampas que podemos hacernos, aun sin querer. al abordar el proceso de conocer. Queríamos con este articulo desvelar algunas de ellas y proponer medios y formas de atajar, minimizar e incluso evitar esos malos usos en los acercamientos al conocimiento de la realidad.
Abordar la tarea de intervenir en una realidad cualquiera, y máxime si el objetivo es transformarla, requiere hacer el esfuerzo de intentar conocerla de la manera más precisa y completa que nos sea posible.
Embarcarnos en una acción sin haber hecho un primer ejercicio de aproximación a su conocimiento es garantía de fracaso. La intervención, precisamente comienza por conocer las causas o factores que influyen en una determinada realidad.
Los límites del conocer
Para que el proceso de conocer no nos resulte frustrante, hemos de saber y manejar sus límites. El conocimiento absoluto, objetivo y permanente no es posible. La propia realidad (objeto del conocimiento) y las capacidades humanas (sujeto que conoce) lo limitan.
La realidad es sistémica, es decir, cualquier parte que podamos elegir forma parte de un todo, que a su vez forma parte de otro con el que mantiene una interacción constante y activa… y así hasta donde queramos llegar en la subida de nivel.
Nuestras capacidades cognitivas, determinadas por nuestra estructura cerebral, nos hacen inviable abarcar el todo y, por eso, nos manejamos por partes, que casi seguro surgirán de una cierta arbitrariedad. Otra mirada a la realidad hubiera hecho una descomposición en partes totalmente diferente.
Solemos confundir lo que vemos con lo que realmente pasa, sin caer en la cuenta de que nuestra mirada tiene límites físicos, culturales, de posición social…, límites que nos enseñan solo una pequeña parte del todo, que en ocasiones no nos dejan mirar en otra dirección. Nadie es capaz de mirar y hablar de lo que sucede sin incorporar su propio sesgo ideológico, vital, existencial. La objetividad, en sentido estricto, no existe.
Nunca debemos perder de vista que la realidad, toda ella es dinámica, es decir cambia, varia, se mueve. Y la parte de esta que nos toca más de cerca, la de la exclusión social, también lo es. Cualquier parte de la realidad está relacionada con las demás, todo es interdependiente y los cambios en una de esas partes afecta, sí o sí, a las demás con las que se relaciona. Así, nos puede suceder que nos aferremos a un conocimiento que la dinámica social constante ha dejado obsoleto, total o parcialmente.
Manejar los límites
Los limites nos vienen impuestos. Nada podemos hacer por eliminarlos, pero si por minimizarlos y convertirlos de determinantes a algo que solo nos condiciona. Y el primer paso es reconocerlos con honestidad y humildad.
Ya que el todo nos es inabarcable, separemos en partes, pero para luego intentar unir, que no sumar. El todo no es igual a la suma de sus partes. Debemos despojarnos del cartesianismo que lleva atenazando el conocimiento unos cuantos siglos. Así, unamos preguntándonos por las relaciones entre esas partes que hemos analizado. La pregunta por las relaciones y las inter/retroacciones nos dará una mejor aproximación a la realidad.
Si hemos concluido que eliminar la subjetividad es imposible, podemos recurrir a correctores que nos permitan poner en cuestión nuestro marco mental, ideológico o cultural. Escuchemos lo que pasa, sin desechar aquello que no nos encaja en nuestra preconcepción del mundo. O mejor aún, cuando esto ocurra, prestémosle especial atención, no vaya a ser que debamos cambiar ese marco.
Ante el dinamismo de la realidad, convirtamos en dinámico también el proceso de conocerla. Volvamos permanentemente sobre lo ya conocido. Recomencemos de nuevo. Hagamos preguntas nuevas precisamente cuando creíamos tener las respuestas.
Algunas herramientas
Sin ánimo de exhaustividad, concluimos señalando algunas herramientas concretas que nos pueden ayudar a hacer estas tareas.
La primera de ellas serían los datos. Por su mal uso, estos están hoy sufriendo un desprestigio, muchas veces injusto. Por eso hemos de reforzar la obligatoriedad de que estos sean obtenidos y usados con rigor. De una manera muy general y, por tanto, en trazos muy gruesos, podríamos decir que existen dos tipos de datos: los que cuantifican algo, y que en ciencia social se denominan como datos cuantitativos, y otros que hablan de cualidades (motivaciones, interpretaciones, sentimientos, formas de explicar la propia realidad, subjetividades, etc.) de la realidad sin precisar su extensión en cantidad, los datos cualitativos. Para la obtención de ambos tipos resulta éticamente imprescindible recurrir a los numerosos métodos validados por las ciencias sociales.
Son tipos de datos que nos aportan informaciones diferentes, ambas útiles según los objetivos que tengamos en nuestra búsqueda de conocimiento, y compatibles. No a cualquier objetivo le valen igual todos los tipos de datos. Y no existe una regla que determine con infalibilidad si se han de usar unos u otros, ni siempre disponemos de los recursos necesarios para obtener unos u otros.
No obstante, en ocasiones nos encontramos con datos cuantitativos y cualitativos que no pasan estos filtros técnicos, obtenidos de fuentes sin representatividad estadística, de nuestra propia experiencia en la realidad que vivimos cada día, de la observación, o incluso de la mera intuición, que también aportan valor a nuestro conocimiento, que pueden servirnos para desvelar tendencias de la realidad que parecen estar, que nos dicen cosas que están, aunque no podamos saber con precisión en qué cuantía. Los podemos usar, sin acompañarlos de un porcentaje ni un número concreto, y con la precaución de señalar que se trata de una tendencia, que no necesariamente se ha de consolidar, pero que nos puede poner en alerta.
Y por último la evaluación de lo que hacemos, no solo la que hacemos al final o a mitad de lo planificado, sino, sobre todo, aquella que es más una actitud permanente que un cuestionario, que hacemos incluso sin darnos cuenta y que a la postre se nos puede escapar por no darle un cauce adecuado.