Jesús Mora, Investigador Postdoctoral de la Universitat de València
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La última Encuesta de condiciones de vida del Instituto Nacional de Estadística recoge el impacto de las subidas de precios derivadas del conflicto entre Rusia y Ucrania en las familias españolas. Sus datos plasman como evidencia estadística una realidad que ya se había abierto paso a gritos en la opinión pública: la última crisis de inflación ha agravado las carencias de alimentos básicos en los hogares con menos ingresos (INE 2024). Para quienes tienen menos recursos, las subidas de precios obligan a reajustar unas ya precarias expectativas vitales y a renunciar a bienes cuya adquisición no lastraba, hasta ese momento, la economía personal o familiar. Esas renuncias, y el hecho de que se concentren en los sectores más vulnerables de la población, constituyen injusticias en un sentido que la filosofía política contemporánea puede ayudarnos a entender mejor.
Según John Rawls, la justicia es la disciplina encargada de asignar derechos y deberes en las instituciones básicas de la sociedad y definir la distribución apropiada de los beneficios y las cargas de la cooperación social (Rawls 1999, 4). Entre los legados de su Teoría de la Justicia, destaca la idea de que nuestras expectativas vitales no deberían depender de factores moralmente arbitrarios, aquellos que jamás pueden ser razones válidas para que una persona viva mejor o peor que otra. Entre esos factores, el autor sitúa el origen social: aquel entorno familiar, urbano y cultural en el que nos criamos y por el que ningún ser humano puede considerarse responsable (Rawls 1999, 63).
Al contrario que en el ideal de Rawls, en nuestro mundo es muy habitual que ese (no elegido) origen social garantice a algunas personas una vida sin carencias ni ataduras y condene a otras a una existencia plagada de privaciones cotidianas. No en vano, la riqueza heredada explica alrededor del 60% de las desigualdades en países como el nuestro (Salas Rojo y Rodríguez 2020). Por eso, cabe esperar que las renuncias—derivadas de las escaladas de precios—a las que nos referíamos al principio recaigan más a menudo sobre los menos afortunados en la lotería del origen social. En esos casos, la justicia, tal y como la entiende Rawls, exige medidas tanto predistributivas como redistributivas que hagan frente a ese reparto injusto de las renuncias vitales. Entendemos por medidas predistributivas aquellas que buscan condicionar los resultados del mercado antes de que estos se produzcan, asegurando, por ejemplo, que todo el mundo tiene un suelo de ingresos mínimo y dispone de recursos formativos que potencien sus oportunidades. Por su parte, las redistributivas buscan corregir las desigualdades existentes para limitar el impacto del origen social en la vida de las personas. Aunque ambas formas de intervención pueden (y deben) compatibilizarse (Barragué 2017), aquí nos centraremos en las que tienen vocación redistributiva.
En los contextos inflacionarios, el origen social fuerza a los más desaventajados a renunciar a bienes básicos porque coexiste con otro factor tan aceptado que normalmente pasa inadvertido: el carácter general de los precios. Pocas veces reparamos en que, cuando pasamos por caja en el supermercado, el precio de lo que nos llevamos es insensible a nuestro nivel de renta, de manera que el mismo bien cuesta más a unas personas que a otras, no porque les cobren más por comprarlo, sino porque representa un mayor porcentaje de sus (menores) ingresos. Las respuestas de los poderes públicos y la sociedad civil a las crisis de precios suelen esquivar esta fuente de injusticia y, en su lugar, compensar sus efectos mediante inversión pública y privada, como las tarjetas monedero con las que el gobierno pretende financiar la compra de alimentos básicos y productos de higiene a hogares con pocos recursos (Gobierno de España 2024). Si bien estas medidas alivian las dificultades de los menos aventajados para adquirir alimentos básicos, existen alternativas más próximas a la raíz del problema y con importantes ventajas en términos de justicia.
Desde la Administración pública, la manera más inmediata de intervenir sobre lo que cada consumidor paga por un producto es modificar los tipos del IVA, como ocurrió recientemente con su rebaja al 0% para algunos tipos de alimentos (Agencia Tributaria 2024). Con ellas, se busca limitar el coste de los productos esenciales para quienes tienen menos, evitando que tengan que hacer frente a esa parte de su precio que se corresponde con los gravámenes estatales. Pero, aun asumiendo (tal vez ingenuamente) que estas rebajas consiguieran efectivamente abaratar el coste de los productos de primera necesidad, siempre lo harían sacrificando parte de los ingresos tributarios del Estado, los mismos ingresos que sirven, en último término, para financiar otros recursos de apoyo a quienes están peor.
Número 18, 2024