Fernando Luengo Escalonilla, economista
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Hacer máximo el crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB). Antes, ahora y siempre. La quintaesencia del pensamiento económico convencional, que también impregna buena parte del crítico.
El aumento del PIB es el objetivo al que se debe dirigir una buena política económica. Alcanzarlo es, desde esta perspectiva, condición imprescindible para la creación de empleo y el aumento de los salarios, para que los gobiernos dispongan de los recursos que precisan con los que financiar las políticas públicas sociales y productivas, para que las empresas obtengan beneficios y, de esta manera, puedan invertir en la modernización de sus equipos e instalaciones, reforzando su competitividad. El crecimiento da lugar, pues, a un conjunto de encadenamientos virtuosos que se refuerzan mutuamente.
Al servicio de esa meta, todo encuentra su justificación: la austeridad presupuestaria, la desregulación de las relaciones laborales, la contención salarial, la privatización y mercantilización de lo público, la liberalización de los mercados financieros, la apertura de las economías a los flujos transfronterizos y a la competencia global… todo ello queda legitimado si se obtiene el preciado tesoro del crecimiento del PIB, pues, se nos cuenta, ese crecimiento significa que habrá aumentado la tarta de la riqueza, una tarta de la que todos -trabajadores y empresarios, gobiernos, ciudadanía en general- se benefician en mayor o menor medida.
De esta manera, el crecimiento se erige en el motor de todo el engranaje económico y social. Un argumento simple pero seductor, que se reivindica apelando a la lógica económica y al sentido común, y que, sin embargo, hace aguas por todas partes.
En primer lugar, porque el PIB, el indicador que da cuenta del crecimiento, resulta a todas luces insuficiente y erróneo. Por cómo está diseñado, solo se ocupa de aquellas actividades que se realizan en la esfera mercantil y que, por lo tanto, tienen un precio, el cual, se supone, refleja las tensiones entre la oferta y la demanda. Ignora, por lo tanto, dimensiones fundamentales para el funcionamiento y la propia existencia de las economías y las sociedades. Me refiero al trabajo de cuidados y al impacto que la actividad económica tiene sobre sobre los ecosistemas y el cambio climático. La consideración de ambos factores alteraría de manera fundamental las estadísticas oficiales, reduciendo sustancialmente la magnitud del PIB, que muy posiblemente se situaría en territorio negativo. Además, el aumento mayor o menor del mismo nada nos dice sobre la desigualdad, sobre cómo se reparten las ganancias y las pérdidas asociadas a ese crecimiento -o, en su caso, al decrecimiento-, pues se supone, erróneamente, que los actores económicos reciben lo que se merecen, lo que el mercado determina, de acuerdo a su capital humano y productividad,
En segundo lugar, conviene precisar que el objetivo que ha justificado las políticas que antes mencionaba no se ha alcanzado o, en el mejor de los casos, se ha quedado muy por debajo de las expectativas de los que las han defendido. Así, desde que, hace más de cuatro décadas, los preceptos y los intereses del dogma neoliberal se impusieron, cuando la globalización y la liberalización de los mercados han sido más pronunciados, las economías de los países desarrollados han experimentado un proceso de desaceleración, surcado por diferentes crisis. No solo no se ha obtenido ese plus de crecimiento, sino que, paradójicamente, ha sido mayor en aquellos países que, como China, tomaron distancias del dogma liberalizador.
El tercer aspecto a tener en cuenta es que las ganancias derivadas del crecimiento económico no se han cosechado o bien se las han apropiado las elites empresariales y financieras. El continuo aumento de la desigualdad o su mantenimiento en unos niveles muy elevados es la característica del capitalismo de nuestro tiempo. La parte de los salarios en la renta nacional ha tendido de manera general a reducirse, aumentando la de los beneficios y las rentas del capital, y se ha asistido al empobrecimiento de amplios sectores de la población, al tiempo que una proporción creciente de la renta y la riqueza ha sido acaparada por una minoría de privilegiados. Un capitalismo crecientemente oligárquico ha intensificado las tendencias extractivas y concentradoras, lo que ha ampliado y enquistado la desigualdad.
Finalmente, la supuesta lógica económica que asocia el aumento del PIB con la creación de empleo, la mejora de los salarios y el sostenimiento de las cuentas públicas se ha demostrado infundada. De hecho, en contextos de auge económico, la creación de puestos de trabajo ha sido manifiestamente insuficiente para absorber la fuerza de trabajo disponible; ha proliferado la categoría de trabajadores pobres y precarios; la mayor parte de los salarios ha crecido débilmente, se han estancado o directamente han retrocedido; y las finanzas públicas han sufrido una erosión permanente como consecuencia de los privilegios fiscales que han disfrutado las grandes fortunas y corporaciones.
Este apretado resumen sobre las carencias y disfuncionalidades de las políticas orientadas a intensificar el crecimiento obligan a una profunda revisión y reformulación de las mismas. Si de verdad nos creemos que la crisis pandémica ha abierto una ventana de oportunidad, aprovechémosla. Para ello no es suficiente con colgar de las agendas públicas la etiqueta verde y digital. Desafortunadamente, las políticas promovidas desde las instituciones comunitarias y por nuestro gobierno no suponen, en lo fundamental, un punto y aparte en la lógica productivista que las inspira.
Número 10, 2022